Pasé casi toda la semana siguiente redactando un telegrama para Emmeline Pankhurst, mensaje más notable por lo que callaba que por lo que decía. Desde un principio ella se había mostrado bastante renuente a aceptar el legado de Topaz, y no quería desalentarla más. Recorrí la rue Gambetta hasta el correo, envié el telegrama y decidí regresar andando por el paseo marítimo frente a los hoteles de lujo. Ya había pasado la hora de la comida y observé a los visitantes salir decorosamente para su dosis de aire marino, a los niños dirigirse a la playa bajo el cuidado de niñeras en almidonado uniforme blanco, a inválidos en sillas de playa con ruedas tiradas por burros, los sombreros de copa de los hombres y las sombrillas de las mujeres agitadas por la brisa marina. Por alguna razón me detuve frente al Hôtel d'Angleterre, menos barroco que aquel en que había vivido Topaz y algo anticuado. Distraída, contemplé a una mujer rechoncha sentada en un carruaje, bajo un parasol, acompañada por dos niñas de unos ocho y seis años, vestidas con elegancia pero con rostros tan sosos como molletes. Se reunió con ellas un hombre alto en traje gris y sombrero de copa, de unos cuarenta años, cabello castaño salpicado de canas, frente cuadrada surcada de arrugas y barbilla prominente que terminaba en una barba parecida a un saliente y que se me antojó igual al rastrillo delantero de una locomotora americana. Sus ojos eran grises y duros. Por supuesto no los veía desde el otro lado del paseo, mas no hacía falta: los recordaba demasiado bien de haberlos visto cuando él pronunciaba el alegato de acusación por el que me enviaron a Holloway. El señor David Chester, miembro del Parlamento y abogado del tribunal superior, se encontraba de vacaciones con su familia.
Por suerte no se fijó en mí, dado que me había descrito como una vengativa arpía y logró convertir en un asalto contra la estructura de la sociedad el medio ladrillo que arrojé contra el 10 de Downing Street. Y eso que, para sus antecedentes, se mostró magnánimo. Es -sin duda lo recordaréis- el hombre que en la Cámara de los Comunes dijo que Christabel Pankhurst que era una mujer «estéril, carente de todo menos amargura y anarquía», y que preferiría ver a sus hijas limpiando suelos antes de verlas votar. Mientras lo miraba acomodarse en el carruaje, el brazo con el que arrojo cosas se movió y tuve que recordar que debía mostrarme discreta en esa misión. Aparté la mirada del grupo familiar y me encontré, a unos metros de distancia, con unos ojos que miraban a Chester con odio y reflejaban perfectamente mis sentimientos, tanto que al principio me pareció haberlos imaginado.
Eran castaños y pertenecían a una joven de unos veinte y tantos años, rostro ovalado, serio y pálido, que daba la impresión de pasar demasiado tiempo encerrada. Era pequeña y bastante delgada, aunque su cuello y sus hombros denotaban una actitud resuelta y enérgica en la curva de cejas y labios: éstos parecían proclamar que el mundo no la apartaría a codazos. Vestía falda y chaqueta de sarga marrón, demasiado pesadas para la primavera de Biarritz, y un sencillo canotié rodeado de un lazo marrón.
– Es usted Nell Bray -dijo como reprochándomelo.
– Sí. Veo que reconoce a David Chester.
– Lo reconozco.
Permaneció quieta, observándome.
– ¿Me equivoco al pensar que es usted de las nuestras? -inquirí.
Ella asintió con la cabeza.
– Por eso la reconocí. La oí hablar en la plaza de Trafalgar.
Esto me dejó perpleja. Su voz no era la de alguien que pudiera permitirse unas vacaciones en Biarritz, ni sus modales los de alguien que las disfrutaría. No obstante, ni parecía ni sonaba como una criada.
– ¿Bobbie sabe que está usted aquí?
Eso, al menos, respondía a una de mis preguntas. Sabía que Bobbie se hallaba allí y ahora resultaba obvio que había llevado a una amiga. Existía un evidente abismo entre sus respectivas clases sociales, pero un movimiento como el nuestro desmorona las barreras de clase.
– Bobbie Fieldfare no sabe que estoy aquí. Me envió la señora Pankhurst.
Eso la alarmó y estuvo a punto de decir algo, pero se interrumpió.
– Qué coincidencia, ¿verdad?, que David Chester se halle también aquí -le dije.
– Sí -dijo, y de pronto preguntó con cierta brusquedad-: ¿Puedo hablar con usted?
Me habían recomendado evitar a Bobbie y sus actividades, pero no podía dejar plantada a aquella joven.
– Por supuesto. ¿Le parece bien que caminemos por la playa?
Me dirigí hacía una extensión de arena bastante alejada de los grupos familiares. Ahora que me tenía en su compañía la necesidad de hablar parecía haber desaparecido. Le pregunté en qué circunstancias había conocido a Bobbie.
– Me salvó de los cascos de un caballo de la policía en la plaza del Parlamento.
– ¿Y son amigas desde entonces?
– Bueno, después de eso nos vimos un par de veces, cuando ella iba a las reuniones en el East End.
– ¿Y le sugirió que la acompañara a Biarritz?
– Creo que eso fue por mi hermana.
– ¿Su hermana?
– Era doncella de una mujer rica que vivía aquí. Según Bobbie, sería útil…
De repente lo entendí.
– ¡Dios mío!, es usted Rose Mills, la hermana de Tansy.
Se detuvo y me clavó una mirada furiosa.
– ¿Le ha hablado Bobbie de eso?
– No he visto a Bobbie. Tansy es quien me ha hablado de usted, pero ella no sabía que se encontrara aquí.
– No lo sabe.
– Pero le escribió pidiéndole que viniera. Topaz Brown quería que viniera.
– ¿Esa… esa mujer quería que viniera?
– Sí. Tansy le había contado que usted era miembro de la USPM y Topaz sugirió que la invitara.
– Pero… pero si esa mujer… vendía su cuerpo. -Su mirada era una mezcla de desafío y tristeza.
– ¿No recibió la carta de Tansy?
Negó con la cabeza.
– Me mudé de casa.
Varias cosas empezaban a encajar. Desde un principio me había parecido raro que una agitadora como Bobbie decidiera tomar vacaciones en la playa y demasiada coincidencia que dos miradas hostiles observaran a David Chester.
– ¿Cómo supo Bobbie que David Chester vendría?
– Salió en uno de los periódicos de la alta sociedad: una de sus hijas ha estado enferma.
– ¿Por qué el señor Chester? ¿Acaso no hay suficientes personas contra las que manifestarse en Inglaterra?
– Envió a la madre y la tía de Bobbie a la cárcel.
Como motivo habría bastado para Bobbie: las Fieldfare tienden a tomarse la política a pecho, como algo personal.
– Y lo están vigilando a la espera del mejor momento para actuar. Espero que hayan tomado en cuenta el hecho de que la policía francesa podría ser peor que la inglesa.
– Sí, por supuesto.
Echamos a andar de nuevo, lentamente porque nuestras botas se hundían en la arena seca. En ese momento creí que Bobbie estaba planeando una protesta de las que llevábamos a cabo en Gran Bretaña contra los políticos, o sea, arrojarles pintura o excrementos y, tal vez -esto lo hacían las más militantes- intentar darles una paliza pública. En mi opinión, ir a Francia para hacerlo suponía un derroche de energías y dinero, pero Bobbie Fieldfare tenía de ambos a montones.
– No parece que le interese mucho -comentó Rose.
Iba a contestar que no veía por qué emocionarme por un poco de excremento arrojado en tierra extranjera, pero vi su expresión.
– ¿Qué es exactamente lo que está planeando, Bobbie?
– No lo sé; creí que usted lo sabría.
– No tengo nada que ver con eso.
– Pero usted me dijo que la había enviado la señora Pankhurst.
– Me envió por lo del dinero de Topaz Brown. Tengo instrucciones de mantenerme apartada de Bobbie.
Rose se detuvo de nuevo y gimió como una niña cansada y con problemas.
– No debió usted dejarme pensar que… no debí contarle… ¿qué voy a hacer ahora?
Era una joven voluntariosa, pero se notaba que estaba casi al extremo de sus fuerzas. Le pasé un brazo por los hombros y la hice sentar en la arena.
– Rose, no traicionará a Bobbie si habla conmigo. Si está preocupada por lo que ocurrirá, debe contármelo.
Se lo pensó un rato. Casi percibí cómo las lealtades la maniataban. De pronto empezó a hablar, casi en un susurro, en tanto miraba el mar.
– De camino nos quedamos una noche en París. Queríamos ahorrar, por lo que encontramos un hotel barato cerca de la estación, sólo que era una zona dura y dos hombres aporrearon nuestra puerta, tratando de entrar. Pusimos una cómoda contra la puerta, pero Bobbie creía que yo estaba nerviosa todavía…
– Tenía motivos para estarlo.
– … y me dijo que podía sentirme tranquila. Tenía la pistola de su padre y en el peor de los casos…
– ¿Bobbie Fieldfare ha traído una pistola?
– En su bolsa de viaje, envuelta en una bufanda. Dijo que había estado practicando.
Siempre supe que Bobbie era una de las compañeras más alocadas, pero aquello era inconcebible.
– No la ha sacado de la bolsa desde que llegamos. La deja en la habitación cuando salimos.
– ¿Sale mucho?
– Sí, sobre todo por la noche. Conoce a mucha gente aquí, de su clase, de la alta sociedad. Está tratando de averiguar qué hace el señor Chester y adónde suele ir.
– Y usted lo hace de día.
– A veces.
– ¿Por qué no ha ido a ver a su hermana? Está preocupada por usted.
– No quiero mezclarla en esto.
– Pero Bobbie sí. Por eso están aquí, ¿no?
Creí poder adivinar la razón. En un intento de asesinato, logrado o fallido, Tansy las habría ocultado o disfrazado, por el amor que sentía por su hermana, hasta que pudieran cruzar la frontera de España.
– No lo sé. Me hizo muchas preguntas sobre Tansy al principio, antes del suicidio de esa mujer.
Eso tenía sentido. Una vez la atención de la policía se había centrado en Topaz, fuese cual fuese la razón, Bobbie tendría que buscar otro refugio. Esto dejaba a Rose en la estacada, y en peligro.
– Debería ir con su hermana, Rose. Está sola, necesita compañía.
Rose negó con la cabeza.
– Me quedaré con Bobbie pase lo que pase.
– Al menos vaya a verla, se lo debe. -Esperaba que cuando se reuniesen, Rose aceptara quedarse con Tansy.
– De acuerdo. ¿Dónde está?
– En el hotel de Topaz Brown. Iré con usted.
De camino, Rose preguntó:
– ¿Por qué nos legó el dinero?
– Es una historia curiosa, se la contaré más tarde. -De hecho, no deseaba contársela.
Apenas traspuso Rose la puerta de la suite, Tansy se sorprendió y corrió a estrecharla en un fuerte abrazo.
– Rose, por fin has llegado…
Dio un paso atrás y examinó el aspecto de su hermana, cual una gata con un gatito recién recuperado. Luego dijo:
– Pero es demasiado tarde, Rose. Topaz ha muerto.
Yo estaba enfadada conmigo misma por no adelantarme para prepararla. Por supuesto, Tansy suponía que su hermana acababa de llegar a Biarritz.
– Mírate, llevas días viajando, seguro. No habrás recibido la carta en la que te pedía que vinieras…
– No recibí la carta.
– … en la que te pedía que vinieras pronto porque Topaz quería tenerte aquí. Después de la que te envié con las diez libras…
Lentamente, Rose preguntó:
– ¿Por qué quería Topaz que yo viniera?
– Yo le había hablado de ti y los riesgos que corrías en tus actividades. No hubo manera de tranquilizarla hasta que te escribí para pedirte que vinieras.
Rose me miró. Había esperado perplejidad, pero en su mirada había algo parecido al triunfo. Me di cuenta de lo que seguiría, pero era demasiado tarde. De nuevo, me culpé por no ser más explícita, pero ¿cómo iba a preverlo?
– ¿Quieres decir que por lo que te dije en mis cartas, Topaz Brown quería que le contara todo sobre nuestra lucha por el voto?
– ¡Hablarle del voto! ¿Por qué iba a querer eso? No, quería que le zurcieras los lazos de su ropa interior.
Rose no habría podido sentirse más desconcertada. Tansy no tenía idea de cuánto le habían herido aquellas palabras, y lo que recibió a cambio fue otra crueldad.
– ¿Ibas a traerme aquí para coser lazos en las pantaletas de una mujerzuela? -exclamó Rose.
Tansy se adelantó y la abofeteó; fue una bofetada dura y restallante. Rose la miró fijamente y salió sin pronunciar palabra. La puerta se cerró de golpe y Tansy y yo nos miramos al oír cómo Rose corría pasillo abajo.
– ¡Oh!, podría matar a esa señora Pankhurst.
Me habría reído, de no haber sentido tanta lástima por ambas. En su pena, Tansy se había olvidado de quién era yo, o ya no le importaba. Continuó refunfuñando varios minutos, las palabras le fluían mejor que las de un encendido orador; denostó contra la maldad de las sufragistas, que destrozaban a las familias y hacían que las chicas se sintieran insatisfechas. Nuestro más encarnizado oponente no la habría igualado. Mientras ella hablaba yo no dejé de pensar en Rose, pero sabía que de nada serviría seguirla. Podría culparme, con razón hasta cierto punto, por la humillación sufrida, aunque eso fuera lo último que yo hubiese deseado.
Pasado un tiempo considerable, Tansy perdió el aliento, aunque no la agresividad, y se quedó mirándome airadamente. Dije lo primero que se me ocurrió:
– ¿No le parece que usted y yo deberíamos ir de compras?