12

Al hacer apresuradamente mis maletas en Londres había metido un diccionario de términos jurídicos franceses y varias libretas, pero ningún disfraz adecuado para una velada con el demi-monde. Lo mejor que encontré fue mi vestido de seda Liberty con estampado de helechos, unas medias nuevas de seda blanca, rescatadas del fondo de mi maleta y mi sombrero de paja con lazo verde. Cuando bajé, la casera me dirigió una mirada extraña y me dijo que fuera me esperaba un caballero. Jules se hallaba en el asiento del conductor de una elegante calesa tirada por una nerviosa yegua baya. Vestía una túnica blanca, capa morada y, en la cabeza, una corona de laureles.

– Estoy decidido a resistirme al automóvil. Un carruaje habría sido mejor, pero tendremos que conformarnos con esto.

Doblamos en la avenida del Bois de Boulogne que discurre hacia el sur, paralela a la larga línea de acantilados que dominan la segunda playa, la de los Vascos. Jules se contagió del espíritu de los aurigas e iba de pie azuzando a la yegua, que trotaba rápidamente. Era una tarde magnífica: el sol se ponía sobre el Atlántico, formando jirones de nubes escarlatas, y el viento nos llevaba la fragancia del tomillo.

Disfruté del recorrido y no pude evitar preguntarme qué diría Emmeline si viera a su emisario viajando a paso veloz junto a uno de los hombres más guapos de Biarritz, cuya capa morada ondeaba en el cálido viento como la de lord Byron en una pintura, y yo tan despeinada que ya no tenía remedio. Para Jules mi risa supuso un estímulo para ir más deprisa. Adelantamos a otros carros y algunos automóviles; los conductores insultaban a Jules a voz en cuello en diversos idiomas. Una berlina abierta llevaba a un legionario romano con casco emplumado y tres chicas, posiblemente disfrazadas de dríadas, en lo que supuse eran trajes de ballet. Un automóvil se había detenido al lado del camino. Su conductor le examinaba las entrañas y, desde el asiento del pasajero, una señora gordísima con peluca pelirroja y vestimenta dorada le gritaba en francés que se apresurara. Pasado un kilómetro y medio tomamos una carretera secundaria y una serie de curvas obligaron a Jules a ir a paso más mesurado. Por mi parte, en algún momento del recorrido había tomado una decisión.

– Señor Estevan, ¿sabía que un hombre salió de la suite de Topaz entre las nueve y las diez de la noche en que murió?

Él estaba concentrado en las riendas y no se volvió.

– No, no lo sabía. ¿Eso le dijo Demi?

– Y otros.

No quería que el hombrecillo corriera peligro.

– ¿Sabe quién era el hombre?

– No. Lo único que sé es que ella había invitado a alguien para las ocho de la noche.

Se volvió ligeramente hacia mí con el entrecejo fruncido.

– Las ocho. Es la hora que ponía en su nota.

– ¿La nota de… suicidio? -Hice una pausa antes de «suicidio», al igual que él antes.

– ¿Eso significa que cree que la asesinaron? -Esta vez ni siquiera se volvió, podría haber hablado a la yegua.

– Usted mismo debió de sospecharlo.

Tomó otra curva. Para entonces habíamos aminorado tanto la marcha que una cola de vehículos se iba formando atrás. Jules no habló hasta que nos unimos al final de otra cola, en espera de entrar por la puerta de reja del chalet de Marie. Entonces me miró.

– ¿Y bien, señorita Bray?

– ¿Y bien qué, señor Estevan?

– ¿No piensa preguntarme qué hice entre las ocho y las nueve del miércoles por la noche?

– Me gustaría preguntárselo a mucha gente.

– ¿Por ejemplo?

A Sidney Greenbow, pensé. Y a lord Beverley. A Marie de la Tourelle. A Bobbie Fieldfare y Rose Mills. Y, sí, también a Jules Estevan.

– Muy bien, a usted, por ejemplo.

– Ésta es una nueva experiencia para mí. Nunca me han pedido que proporcione una coartada. He de reconocer que me parece banal.

– ¿Banal?

– Tener algo tan poco interesante por ofrecer. -Alzó la mano derecha-. Yo, Jules Estevan, juro solemnemente que pasé las horas entre las siete de la noche y la medianoche del miércoles criticando a un amigo por su poesía y bebiendo demasiado licor de ajenjo.

– Ésa es una crítica muy larga, señor Estevan.

– Eran poemas muy malos, señorita Bray.

Puesto que habíamos empezado con eso, estaba resuelta a llegar hasta el final, aunque Jules no bajara la voz y atrajéramos miradas curiosas de los otros carruajes.

– Supongo que su amigo puede confirmarlo.

– Lo dudo. Ya tiene mala memoria estando sobrio, y esa noche bebió mucho más que yo. Debió avisarme con tiempo; habría encontrado una coartada más sólida.

Supongo que debí pedirle el nombre y la dirección del amigo, pero sabía que de nada serviría. Un poeta ebrio no constituía una coartada convincente, y Jules no pretendía que lo fuera. El carruaje de delante se adelantó y por fin entramos en la Ville des Lilas.

Hasta entonces sólo había visto a Marie en el hotel donde trabajaba, el Hôtel des Empereurs; me había parecido lujoso, pero no era nada comparado con el chalet. En todo caso, «chalet» era una palabra engañosa: había imaginado una casita modesta junto a la costa, y aquélla era una casa de tres plantas sobre un acantilado, con pórtico con columnata y terraza que daban al mar, repletos de hileras de estatuas, naranjos en macetas y lechos de azucenas blancas que debían florecer en un invernadero y que atraían a nubes de mariposas nocturnas. Antorchas llameantes situadas a intervalos a lo largo de la terraza lo iluminaban todo; junto a cada antorcha se hallaba un niño en cuclillas, con turbante, taparrabo y bolero, esperando a sustituirlas cuando se hubiesen consumido. A cada lado del pórtico más antorchas iluminaban el amplio sendero de gravilla; allí bajaban de sus carruajes los invitados con disfraces que sugerían que el elegante Biarritz veía el mundo antiguo con ojos liberales. Los ruidos y la música provenientes de la casa acreditaban que la fiesta ya había empezado. Un mozo de cuadra vestido de antiguo galo se encargó de nuestra calesa y permití a Jules guiarme hacia la escalinata, preguntándome qué hacía yo allí. En cuanto entramos en el vestíbulo, un esclavo griego se adelantó con lo que resultó copas de excelente champán y, sin que nadie nos recibiera o presentara, pasamos a formar parte de la multitud.

Bebí agradecida un sorbo de champán y miré alrededor. A mi derecha, un faraón charlaba con un hombre rechoncho en quien reconocí a un importante estadista francés, vestido sobriamente con toga y corona de laureles. A mi izquierda, una virgen vestal que se había apropiado de una botella de champán discutía airadamente en español con un hombre que sólo podía ser Nerón. En la estancia vi a seis hombres que sólo podían ser Nerón, varios de ellos con violín. Se lo mencioné a Jules.

– Es lo bueno de los clásicos: hay suficientes papeles para los gordos y feos, y todas las mujeres son hermosas. Para Marie no hay nada mejor.

El recuerdo del origen de tanto esplendor me sobresaltó. Pese a la fortuna de Topaz, no me había dado cuenta de cuán rentable podía resultar su estilo de vida.

– ¿Y todo esto es de Marie?

Jules asintió con la cabeza.

– Según cuentan, se lo regaló por una noche de su compañía un hombre de Chicago que hizo fortuna con la fabricación de pasteles.

Observé las columnas de mármol, los tapices de seda y las pinturas en las paredes.

– ¿Por una sola noche?

– Eso dicen.

– ¿Una noche con Marie sería tan distinta de una noche con cualquier otra mujer? -Lo pregunté con franca curiosidad, pero la carcajada de Jules hizo volverse varias cabezas hacia nosotros.

– ¡Vamos, señorita Bray, blasfema usted en el templo! Con preguntas de esa clase, ¿qué pasaría con todo?

– ¿Se desvanecería como en un cuento de hadas?

– Algo así. Todos los hombres que se acuestan con Marie se acuestan con esa historia. Si se enteran de que alguien ha pagado tanto, entonces lo que ha pagado ha de ser muy deseable, y cuantas más fortunas se gasten en ella, tanto más deseable será.

– Veo que mis estudios de economía se han quedado cortos.

– Me alegra contribuir a ampliarlos -repuse con ironía.

Pero, su atención había empezado a desviarse por la estancia. Había otros jóvenes, atractivos y vestidos más o menos como él: túnicas, capas de colores alegres y sandalias atadas con cordones hasta las rodillas. Uno se encontró con la mirada de Jules y le sonrió.

– Lo estoy monopolizando. Sin duda deseará hablar con sus amigos -dije-. He de encontrar a la señorita de la Tourelle y agradecerle su invitación.

Ahora me doy cuenta de que los modales londinenses no eran nada adecuados en esa fiesta.

– Está allí. -Jules sonrió.

Habían construido una pequeña tarima rodeada de flores en un rincón; hasta ella se llegaba por unos escalones bajos y encima se hallaba un diván color marfil, rodeado de cojines marfil y dorados, donde Marie daba audiencia en el mejor estilo clásico y sus invitados preferidos descansaban sobre los cojines. Al acercarme me sobresaltó, como la primera vez, la increíble belleza de aquella mujer. En contraste con la vorágine de alegres colores de los demás, llevaba un sencillo vestido blanco de cintura alta, a la moda, y la larga cabellera recogida en un sencillo moño; no lucía ni una joya e iba descalza. Hablaba poco: escuchaba a la gente, recostada sobre los cojines, y sonreía esporádicamente. Me detuve al pie de los escalones, a sabiendas de que estaría fuera de lugar si seguía. Habría preferido intercambiar tópicos con la diosa Atenea y tuve una alocada visión de mí misma sentada en un amplio cojín, pidiendo a Marie que me dijera qué estaba haciendo entre las ocho de la noche del martes y la una de la mañana del miércoles. Había cenado con su empresario, según lord Beverley; pero no se cena toda la noche. Entonces pensé en el caballero de los pasteles y me dije que quizá sí.

Me alegré de que nadie de los que la rodeaban pudiese leerme el pensamiento. El diseñador Poiret se hallaba en un cojín; un tenor italiano, en otro, y, para mi sorpresa, había tantas mujeres como hombres. Una chica, de rostro alegre y pícaro y una maraña de rizos castaños, contaba una historia en francés; gesticulaba y reía. Entre los oyentes, un joven con túnica color azafrán y una corona ladeada sobre la cabeza atrajo mi atención. No separó la mirada de Marie en ningún momento del relato, esperaba su reacción y reía cuando ella lo hacía.

Cuando la anécdota terminó, Marie le hizo una pregunta en francés: ¿creía que su actuación tendría éxito en Londres? Él se sonrojó y balbuceó; ella se encogió de hombros disculpándose y repitió la pregunta en inglés. La voz que contestó confirmó lo que sospechaba desde hacía varios minutos.

– Los ingleses no son nada originales, les gusta saber que en otras partes se aprueba algo antes de…

No podía evitar soltar un discurso: Bobbie Fieldfare.

Sabía que iría a la fiesta, pero lo que me sorprendió fue que se encontrara ya entre el círculo íntimo de Marie. Recordé lo que me había dicho lord Beverley sobre las preferencias personales de Marie y me enfadé. Quizá las opiniones radicales de Bobbie avergonzaran ocasionalmente al movimiento sufragista, pero creía que estaba dedicada a él por entero. Empecé a sospechar que no era sino una sensacionalista que se adheriría a cualquier causa por su novedad y la oportunidad de dramatizar. Me decepcionó y preocupó, porque aunque la vida privada de Bobbie no me incumbía, le debía a su madre protegerla de escándalos innecesarios. No obstante, esto facilitaba mi trabajo, al menos en un sentido. Ocupada en el pequeño círculo de Marie, Bobbie tendría menos tiempo y energías para acechar a David Chester con la pistola de la familia Fieldfare.

Me di la vuelta antes de que Marie o Bobbie me vieran y me dirigí hacia la terraza y el aire fresco. De camino me fijé por primera vez en el hombre en quien luego pensaría como el sátiro astroso.

Había suficientes sátiros en la fiesta para poblar un bosque de buen tamaño, la mayoría ágiles jóvenes con máscara y mallas ajustadas y pieles de cabra en torno del torso. Mi sátiro no era nada ágil; debajo de la máscara su rostro parecía acalorado y pesado y su cuello, rojo. Tenía las piernas enfundadas en un pantalón lanudo -podrían haber constituido la parte inferior de un oso de pantomima- y una especie de camisa rusa le cubría el pecho. La primera vez que lo vi sólo sentí curiosidad y me pregunté si uno de los invitados había tenido suficiente sentido del humor para ir disfrazado de sátiro de pantalón bombacho.

En la terraza hacía fresco y el silencio dejaba oír las olas rompiendo en la playa de los Vascos, allá abajo. Tenía toda la terraza para mí, salvo por los niños con las antorchas y una pareja que reía en un extremo, arropada por la densidad de las sombras. Con la intención de organizar mis ideas me senté en un banco de piedra junto a un naranjo.

– Señorita Bray, ¿puedo hablar con usted?

Casi me muero del susto. La voz me había llegado en un susurro desde la oscuridad debajo de la terraza.

– ¿Quién está ahí?

– Rose Mills.

Le tendí un brazo para ayudarla a subir. A la luz de la luna vi con alivio que al menos ella iba vestida de modo convencional: blusa, chaqueta y falda.

– ¿Qué ocurre? ¿Está aquí Bobbie?

Jadeaba por el esfuerzo de la subida y por los nervios.

– De momento está disfrazada de Alcibíades y charlando con la Pucelle. -Era cruel hacerle pagar mi irritación. Lo supe en cuanto vi su expresión.

– ¡Oh! -Diríase que había hurgado en una herida-. Es una fiesta extraña, ¿verdad? -inquirió vacilante.

– Lo es. Venga, siéntese, parece cansada.

Su falda estaba cubierta de polvo y las puntas de sus botas, estropeadas.

– ¿Ha venido caminando desde la ciudad?

– Así es.

Se dejó caer en el banco, a mi lado. Su cansancio y su confusión eran otra cosa por la que pediría cuentas a Bobbie cuando por fin le dijera lo que pensaba de ella.

– ¿Quería ver a Bobbie?

– Sí. Sabía que vendría y pensé que…

Esperé a que continuara, pero guardó silencio.

– ¿Pensó que iba a intentarlo otra vez con David Chester? -Rose asintió con la cabeza-. Bueno, no tiene que preocuparse: él está jugando al bridge en su hotel.

– Entonces, ¿qué está haciendo Bobbie aquí?

– Ojalá lo supiera. Escuche, ¿quiere que la lleve a su pensión? Podrá hablar con ella por la mañana.

Estaba decidida a requisar la calesa de Jules de ser necesario, pero Rose negó con la cabeza.

– Muy bien, trataré de que hable con usted más tarde.

La imagen de Rose, con sus botas estropeadas, buscando a Bobbie entre aquella multitud era patética. Permanecimos sentadas un rato, rodeadas de mariposas nocturnas y del aroma de las azucenas.

– Rose, con respecto al legado de Topaz Brown, Bobbie debió de telegrafiar a Emmeline Parkhurst muy poco después de que Topaz muriera.

– ¡Oh, sí! Sabía que era importante, dijo que tenía que hacerlo antes de que llegara la familia.

– Muy sensato. Pero ¿cómo lo supo?

Me miró fijamente.

– ¿No lo sabía todo el mundo?

– ¿Cuándo le habló primero del legado?

– En cuanto se enteró de que Topaz estaba muerta.

– ¿Después de su muerte? ¿Está absolutamente segura?

– Por supuesto.

– ¿Tenía usted la impresión de que lo sabía cuando Topaz estaba viva todavía?

– ¿Cómo iba a saberlo?

Rose no tenía contacto con la alta sociedad de Biarritz que, según Jules, estuvo hablando del testamento de Topaz casi antes de que se secara la tinta. Por otro lado, la hija de lady Fieldfare podía entrar en ese círculo y salir de él a voluntad. Rose me dio la impresión de estar diciendo la verdad, al menos la que conocía.

– Comparte habitación con Bobbie, ¿no es así? ¿Ha estado durmiendo mal?

Percibí la creciente tensión en Rose.

– ¿Por qué?

– Estuve hablando con el doctor Campbell. Mencionó que Bobbie se había quejado de insomnio.

– No lo creo.

– ¿No cree que tiene problemas para dormir?

– No… no lo sé. Sale mucho de noche.

– ¿Sin usted?

– Sí.

– ¿Vestida de hombre?

No contestó y se mordió los nudillos del guante.

– Sé que lo hace, la he visto -comenté.

– Dice que los hombres… los hombres pueden entrar donde no pueden hacerlo las mujeres.

– No lo dudo. ¿Alguna vez le cuenta dónde va?

– No se lo pregunto. Está recabando información.

– ¿Para qué?

No respondió y apretó los labios.

– Rose, sé lo que está planeando y le he dicho lo que pienso al respecto.

– Entonces, ¿por qué me lo pregunta? -inquirió con un suspiro de confusión y enfado.

Me pregunté si debía contarle que sabía que Bobbie estuvo paseándose delante de la puerta privada de Topaz la noche en que ésta murió, pero decidí no hacerlo.

– Rose, olvídelo. Quédese con Tansy. La necesita. Llévesela a Inglaterra, yo me ocuparé de Bobbie. -De un modo u otro, pensé.

– No -contestó.

Reconozco la decisión, por muy mal encaminada que esté, cuando la veo.

– ¡Allá usted!

Una antorcha llameó y se apagó, un chico se acercó para sustituirla.

Cual si gran parte de nuestra conversación no hubiese tenido lugar, Rose dijo:

– ¿Le dirá que estoy aquí?

Suspiré.

– Si puedo. Más vale que encontremos otro lugar para que la espere. Eso de allí parece una glorieta.

Cuando la acompañaba escalones abajo hacia el oscuro jardín se detuvo de pronto, como un caballo asustado.

– ¿Qué ha sido eso?

– ¿Dónde?

– Junto a los arbustos.

Miré hacia donde señalaba, justo a tiempo de ver a una figura salir de los arbustos y detenerse bajo un círculo de luz. Permaneció quieta un momento; su rostro enmascarado buscó, nos vio y supo que la habíamos visto. Subió corriendo la escalinata y desapareció.

– ¿Qué fue eso?

– Sólo un sátiro, se ven muchos por aquí.

Pero no muchos con pantalones abombados y holgadas camisas rusas. Ni tan imperturbables.

– De veras es una fiesta extraña -afirmó Rose.

La dejé sentada en la glorieta, subí hacia la terraza y volví a unirme a la fiesta.

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