14

Llevaba casi media hora subida al árbol y empezaba a hacer demasiado frío, cuando oí pasos en el sendero de grava. No eran lo bastante pesados para ser del sátiro, así que pensé que quizá Rose me estaba buscando. De pronto vi el brillo de una luz y oí una voz que reconocí.

– ¿No se preguntarán dónde estás?

No oí la respuesta. Era la voz de otra mujer, no la de Rose. La luz se acercó y vi que era una de las antorchas usadas para iluminar la terraza, casi a punto de apagarse. Su luz bastó para ver la cara de Bobbie y a la mujer que caminaba a su lado: Marie, envuelta en una capa de marta negra que brillaba a la luz y cuyo cuello alto le enmarcaba el blanco rostro. Bobbie también iba envuelta en una capa negra, aunque no de piel; al menos se había deshecho del fez. Bajaron sin prisas por el sendero.

– Mira, un magnolio. Hay un banco. ¿Nos sentamos?

Se acomodaron directamente debajo de mí y Bobbie enterró la punta de la antorcha en el suelo. De haberla alzado hacia las ramas difícilmente habrían dejado de verme y me habría costado justificar mi presencia allí. Por suerte, algo más las tenía absortas.

– ¿Estás realmente decidida? -inquirió Marie.

– Absolutamente. ¿Y tú?

– Te he dado mi palabra.

– ¿En serio? ¿No es un mero gesto?

– ¿Crees que sólo hago gestos?

– Creo que tomas decisiones impulsivas.

Eso, viniendo de la propia Bobbie, sonaba increíble.

– ¿Por qué no hacerlo, si el impulso es bueno?

– Lo es.

– Bien.

Silencio. La luz de la antorcha se convirtió en un mero resplandor y apenas si vislumbraba sus siluetas. Empezaba a sentirme entumecida, pero no me atrevía a mover ni un músculo. Entonces oí de nuevo a Bobbie:

– Es sumamente importante que no cambies de opinión en el último momento. Me he arriesgado demasiado al contártelo.

– ¿Crees que podrías haberlo hecho si yo no lo supiera?

– Sin que lo supieras de antemano, sí, pero es más fácil así.

– ¿Y mejor?

– Eso espero.

Tenía ganas de gruñir de irritación y decepción. Había esperado que el repentino interés de Bobbie por Marie la distrajera del proyecto de asesinato de Chester y parecía que sucedía lo contrario, que había involucrado a Marie en la trama. Menuda aliada se había conseguido.

– Pero te resultará difícil -comentó Marie.

– He estado practicando en casa.

Y era cierto, al menos eso le había dicho a Rose al enseñarle la pistola.

– Pero es un trabajo para profesionales.

– No, si uno escoge bien la posición y mantiene el pulso firme. Además, no podía contratar a un profesional, ¿verdad?

– Es cierto.

– Debemos asegurarnos la distancia y luego confiaré en que lo mantengas quieto.

– Hay momentos en que los hombres se mantienen quietos.

Tras esta declaración se produjo otro silencio, tras el cual, y pese a sus pieles, Marie afirmó sentir frío.

– ¿Quieres regresar a la casa?

– Sí, casi todos se habrán marchado.

– Y yo tengo que irme pronto.

Se pusieron de pie y Bobbie cogió lo que quedaba de la antorcha, que arrojó un resplandor rojizo sobre las siluetas que se alejaban. Oí a Bobbie decir:

– ¿Por qué le diste el colgante a Nell Bray?

– Fue un impulso. ¿Te molesta?

– Ojalá no lo hubieses hecho, pero ya no tiene remedio.

– Es una mujer importante en vuestra causa, ¿verdad? ¿Sabe lo que has planeado?

– No lo aprueba.

No oí si Marie respondía, porque ya se hallaban demasiado lejos. Reprimí el impulso de bajar de un salto, perseguirlas y discutir con ellas hasta que entraran en razón. Pero ya no eran capaces de razonar. Me habría gustado descubrir cómo y cuándo se había ganado a Marie para la causa sufragista. O quizá ésta lo veía sencillamente como una extensión de sus interpretaciones clásicas: un asesinato heroico sin más consecuencias que la bajada del telón y aplausos entusiastas. Probablemente pediría a Poiret que le diseñara un atuendo para la guillotina. Les di un cuarto de hora de ventaja, luego bajé y busqué a Rose durante un rato. No perdí el tiempo yendo hacia el acantilado, porque ella no tenía por qué ir allí, así que me quedé en el sendero que llevaba del magnolio a la terraza. No hallé señales de ella ni de nadie más, y por fin decidí que había abandonado la esperanza de reunirse con Bobbie y había regresado a Biarritz. Era hora de hacer lo mismo, y, como todos los automóviles y carruajes sin duda se habían ido, no me quedaba otro remedio que andar.

La caminata por la carretera desierta, con el sonido del mar por única compañía, se me antojó el momento más tranquilo en varios días y debería de haber supuesto una oportunidad para aclarar mis ideas. Sin embargo, me resultaba imposible hacerlo. Según Jules, toda la gente importante en Biarritz se había enterado del testamento de Topaz al cabo de unas horas. Con sus contactos, Bobbie estaría en buena posición para oír los cotilleos. Rose, como hermana de Tansy, estaría también en buena posición para conocer los detalles de la vida de Topaz. Desde la muerte de ésta, Bobbie parecía haberse distanciado de Rose que, por su parte, se hallaba medio trastornada por la preocupación. Todo empezaba a formar una imagen en la que mi mente no deseaba profundizar.

Pero mi mano tocó el colgante en mi cuello y eso me llevó por otros derroteros. ¿Por qué una joya tan insignificante habrá estado en manos de Topaz y luego en la muñeca de su mayor rival? Nadie mataría a Topaz por ese colgante, ¿o sí? Y eso me hizo preguntarme otra vez quién se la había regalado. En cuanto a Marie, acababa de verla sentada bajo el magnolio, hablando tranquilamente de la muerte de un hombre, cual si formara parte de un guión teatral. Además, estaba la invitación de Topaz a comer pescado y beber vino, y la ropa interior barata. No veía qué relación guardaba eso con una trama de Bobbie o Marie; apuntaba más bien hacia los días de aprendizaje de Topaz, hacia su pasado en los teatros de variedades, hacia Sidney Greenbow y sus caballos; o hacia Jules Estevan, su aliado en gastar bromas. Éste había insistido en llevarme a la velada de Marie y todavía no sabía por qué.

A las dos de la madrugada estuve de regreso en la ciudad: un escenario tranquilo y vacío, demasiado temprano para que los primeros trabajadores se dedicaran a sus menesteres y demasiado tarde para los más resueltos buscadores de diversión. Sólo veía alguna que otra ventana iluminada, conforme avanzaba por delante de los hoteles de la playa. Algo en una ventana iluminada en un edificio a oscuras provoca la imaginación y pensé en jugadores nocturnos concentrados en los naipes, amantes insomnes escribiendo una carta, enfermeras sentadas junto a la cama de un inválido. Detrás de una de esas ventanas, la señora Chester, mareada tras la partida de bridge, estaría velando el sueño de su hija.

Apenas faltaban tres horas para el amanecer y, aunque me sentía cansada, sabía que mi mente no estaba preparada para dormir. Me encontré andando por el callejón lateral al hotel de Topaz, pasé junto a la farola de la esquina cerca de su entrada privada. Nadie me oía. A esa hora hasta Demi estaría acurrucado en los escalones del cuarto de calentadores, medio atento por si oía el traqueteo de los carros de verduras que llegaban del campo. Di la vuelta y me dirigí hacia el frente del hotel, mirando hacia el torreón de Topaz. Con sorpresa, vi una luz a través de las cortinas de la habitación que sería, supuse, su salón. Hasta entonces había olvidado que Tansy había ido a buscarme a mi pensión. Se me ocurrió que si ella también se hallaba despierta, podría subir y dejar que echara pestes contra mí. La puerta del hotel estaba cerrada, pero el portero de noche acudió en cuanto llamé al timbre. Me costó tiempo y una sustanciosa propina convencerlo de que mi amiga Tansy se alegraría de verme a esa hora de la madrugada, y sentí que su mirada me seguía cuando me encaminé hacia el ascensor. Me di la vuelta.

– ¿A qué hora cierran las puertas con llave?

– A la una, señora, hasta las seis de la mañana.

Así pues, si los demás porteros de noche eran tan celosos como ése, nadie habría subido y bajado de la suite de Topaz por el vestíbulo del hotel entre la una y las seis de la mañana sin ser visto.

Salí del ascensor al pasillo alfombrado y tenuemente iluminado que daba a la suite de Topaz. Al subir se me ocurrió que quizá encontraría a Rose allí y que por eso estaban encendidas las luces. Perpleja por el comportamiento de Bobbie, temerosa del sátiro y tal vez por costumbre habría corrido a refugiarse con su hermana mayor. Llamé suavemente a la puerta.

– ¿Quién es?

Era la voz de Tansy, seca y agresiva.

– Nell Bray. ¿Puedo entrar?

– Tendrá que esperar.

Esperé varios minutos. Dentro se oía ruido de muebles empujados sobre una alfombra y, por fin, la puerta se abrió unos centímetros y Tansy se asomó, con semblante demacrado y tenso por la falta de sueño.

– Siento que haya tenido que esperar, pero no puede reprochármelo, después de lo que ha pasado.

Estaba vestida con su atuendo negro. Había deslizado una cómoda -que obviamente había bloqueado la puerta-, lo suficiente para que entrara y, cosa incongruente, un parasol de mango de ébano y cerrado se hallaba apoyado contra la pared.

– ¿Para qué es esto, Tansy?

– Es lo más parecido a un arma que encontré.

– ¿Un arma? ¿Está Rose con usted?

Negó con la cabeza.

– ¿Para qué quería un arma?

– Por lo que pasó esta tarde. Fui a su hotel para decírselo, pero usted no estaba y no logré que esa francesa entendiera nada. No sé qué hacer.

La cogí con suavidad del brazo y la llevé a una silla.

– Tansy, cálmese y cuéntemelo.

Entrelazó las manos en el regazo y me lanzó aquella mirada airada que, empezaba a darme cuenta, se debía más a la angustia que a la hostilidad.

– ¿Qué sucedió esta tarde?

– Alguien trató de subir por el ascensor.

Su voz era un susurro sibilante y su mirada intentaba hipnotizarme a fin de que compartiera su temor. Al principio no lo entendí. Al fin y al cabo se trataba de un hotel, la gente entraba y salía en todo momento. Entonces, de pronto, el significado me golpeó.

– ¿Se refiere al de Topaz? ¿El ascensor privado?

– Sí -contestó con un sombrío asentimiento de la cabeza. Ya se sentía satisfecha.

– Pero sólo hay un modo de subir por ese ascensor, ¿no?

– Sí. Por la puerta lateral, y la puerta lateral estaba cerrada con llave.

No quería dejarme arrastrar por su miedo.

– ¿Está segura, Tansy? Quizá la dejó abierta por descuido.

– No; estaba cerrada con llave y, antes de que me lo pregunte, mi llave ha estado en mi bolsillo todo el tiempo.

– Entonces, ¿cómo pudo alguien entrar al ascensor?

– Podía hacerlo la persona que tenía la llave.

– ¿Qué persona tenía la llave?

– La que se llevó la llave de Topaz después de matarla.

– Tonterías, Tansy. Aunque alguien la hubiese matado y se hubiese llevado la llave, ¿para qué arriesgarse a regresar una semana más tarde?

– Bueno, pues si es una tontería dígame quién estaba en el ascensor y cómo entró en él.

Percibí una especie de sombrío triunfo en ella y le pedí que me explicara exactamente qué había ocurrido.

– Apenas pasaba de las dos de la tarde. Yo estaba en esta habitación, guardando unos sombreros en sus sombrereras.

– ¿Estaba sola?

– Claro que sí. Allí, cerca de donde está usted sentada, y oí ese chirrido que hace cuando sube. Se paró en el descansillo y oí a alguien abrir la puerta.

– ¿Qué hizo usted?

– Al principio estaba demasiado asombrada para hacer nada. Entonces, pensé… ya sabe esas bobadas que se le ocurren a una a veces cuando alguien… -Apartó la mirada.

– ¿Quiere decir que imaginó que sería Topaz regresando?

Asintió con expresión avergonzada.

– Entonces me dije: tonta de mí, no puede ser ella, me habría avisado. Luego empecé a pensar con cordura y supe que no era ella, que era la otra persona.

– ¿Cuál otra?

– La que tenía la llave. La que la mató.

Yo creí que, como siempre, se refería a Marie, pero, como no estaba dispuesta a volver a discutir conmigo, no pronunció el nombre. Le pregunté qué hizo a continuación.

– Sabía que la puerta de esta habitación estaba cerrada por dentro, me acerqué y pregunté: «¿Quién es?» Oí a alguien respirar, pero no hubo respuesta. Otra vez pregunté, algo bruscamente, quién era. Entonces oí pasos en la alfombra de fuera y al ascensor bajar. Corrí escaleras abajo, pero para cuando llegué, quienquiera que fuera ya se había ido y cerrado la puerta con llave. Yo todavía tenía la mía en el bolsillo, así que la abrí y miré en la calle, pero no había nadie.

No dije nada durante un rato. Imaginé a Tansy, con sus cuarenta y cinco kilos, arrojándose escaleras abajo, dispuesta a enfrentarse a un asesino. Algo había ocurrido, no cabía duda: Tansy no pondría una barricada contra la puerta por cualquier cosa.

– Así que pensé en contárselo a usted y fui a su hotel y esperé, pero, por supuesto, usted no llegó.

– Lo siento. ¿Se lo contó a alguien más? ¿A la policía, al gerente del hotel?

Negó con la cabeza.

– ¿De qué serviría?

Guardó silencio un rato, con la mirada perdida, y luego me preguntó si deseaba té. Le contesté que sí, pues me parecía buena idea que se ocupara en algo. Además, gracias al champán y el cansancio, tenía una sed que dejaba un regusto amargo en mi boca. Mientras ella se ocupaba de la tetera yo traté en vano de encajar esa nueva información en la imagen incompleta que me había formado. Si había algo perjudicial entre los efectos de Topaz, ¿por qué el asesino no había ido a buscarla hacía una semana, en vez de esperar a que la policía o cualquier interesado registrara la suite? El colgante de mi cuello no hacía sino complicar la situación: no creía que nadie, ni siquiera Bobbie, fuese capaz de cometer un robo con allanamiento de morada para dar el toque final al disfraz de Cleopatra de Marie.

Después de esa primera taza de té, me saqué el colgante de debajo del corpiño y se lo enseñé a Tansy.

– ¿Lo reconoce?

Se quedó boquiabierta y me miró con asombro.

– Es de ella… es el que se perdió.

– ¿De quién?

– De Topaz, claro, el que le describí, acuérdese, el de ese último día. Le dije que me lo enseñó y no quiso decirme quién se lo había enviado.

Se lo tendí y al principio pareció no querer tocarlo.

– ¿Está segura que es el mismo?

– Claro que estoy segura. Recuerdo la veta que la atraviesa como una llama y ese arañazo en el lado del engaste. No entendía por qué la fascinaba tanto, había piedras mejores en el dorso de su cepillo.

– ¿La fascinó?

– Bueno, más bien la divirtió.

– Pero ¿la complació?

– Yo diría que sí.

Permaneció con la mirada fija en el colgante y luego me miró con suspicacia.

– ¿Cómo lo consiguió?

– No puedo decírselo, Tansy.

Si reconocía que estaba en la muñeca de Marie, Tansy habría corrido a echarle las manos al cuello.

– ¿Por qué no? ¿Por qué me oculta cosas?

– No puedo decírselo ahora. Espero poder hacerlo más tarde, pero ahora no.

– No es suyo y se va a quedar aquí, con todas sus cosas.

El que fuera mío o no era discutible.

– Es una prueba, Tansy. Lo cuidaré, se lo prometo.

– ¿Prueba de qué?

– Todavía no estoy segura.

Se lo quité con gentileza. Cuando lo hube apartado de su mano, hizo una mueca y se echó a llorar.

– Todas sus cosas bonitas… van a llevarse todas sus cosas bonitas y no podré impedirlo.

Me arrodillé a su lado y pasé un brazo por sus tensos hombros. Tansy se sentía sola y confundida. En algún sitio, Rose también se sentía sola y confundida, quizá más. Las dos hermanas nunca se habían necesitado tanto, pero no se hablaban. Le dije a Tansy que mantuviera el ánimo, que Rose podría necesitarla, pero ella negó con la cabeza.

– Tiene otras amigas, ya no me necesita.

– Quizá esas amigas no sean buenas para ella.

– Claro que no lo son, ya lo sé. Usted fue quien la alentó.

– Tansy, no discutamos por eso. Prométame que si Rose viene a pedirle ayuda no la rechazará.

– No vendrá.

En su pena se mostraba tan obstinada como en todo lo demás. Traté de calmarla y preparé más té. Sugerí que si se sentía nerviosa en la suite de Topaz, después del último acontecimiento, podía ir unos días a casa de su amiga Janet. Se negó de plano. Era su deber vigilar las cosas de Topaz y no había modo de moverla, cual un perro al lado de la tumba de su amo.

Cuando me marché, el día empezaba a clarear. Fui andando a mi pensión. La casera ya se había levantado y parecía dispuesta a censurarme por regresar a esas horas con mi mejor vestido todavía puesto. Dormí un par de horas, me reanimé en la bañera de asiento, tomé croissants y una cafetera llena de humeante café, y pensé en lo que debía hacer a continuación. Decidí darme otro día. Si esa noche la situación de Bobbie parecía tan negra como hasta ahora, no tenía derecho a esperar más.

A las nueve ya me encontraba de vuelta en el salón de Jules Estevan. Me alegré de hallarlo despierto tan temprano y se lo dije.

– No me acosté; el sueño no es sino otra adicción.

Se le veía pálido, pero bueno… siempre se le veía así. Vestía la misma bata negra. Desde mi última visita, la cabeza de porcelana del maniquí de sastrería había adquirido una corona de laureles.

– ¿Regresó sana y salva anoche, señorita Bray? La esperé un rato y decidí que habría hecho otros arreglos.

– Señor Estevan, ¿por qué me llevó a la fiesta de Marie?

– ¿Tanto le desagradó? Consideré que podría divertirse.

– Eso no es lo que buscaba. Usted quería que viera algo, ¿verdad? ¿A Bobbie y Marie juntas o a Marie con el colgante de Topaz?

– Le aseguro que el colgante me sorprendió tanto como a usted. ¿Se lo ha enseñado a Tansy?

– Sí, y lo ha identificado. Así que, si no se trataba del colgante, quería asegurarse de que viera a Bobbie con Marie. ¿Sabe lo que están planeando esas dos?

Se reclinó en el sofá blanco y exhaló humo de un largo cigarrillo negro.

– ¿Lo sabe usted, señorita Bray?

– Me temo que sí. Sabía lo que Bobbie pretendía hacer y luego oí a Marie y Bobbie hablar en el jardín anoche.

– Qué imprudentes. ¿Qué piensa de su plan?

– Me opongo completamente. El hombre me disgusta, pero intentar algo sería políticamente desastroso para nosotras. Se lo he dicho a Bobbie. Pero ¿puedo pararla sin que la detengan?

– ¿Ha pensado en advertir al hombre?

– Estoy tratando de hacer algo al respecto, indirectamente, aunque no estoy segura de lograrlo a tiempo. Algo más directo haría que sospecharan de Bobbie. ¿Sabe que nos sigue la policía secreta?

– Su amigo de anoche, supongo.

Tenía una expresión meditabunda y me pregunté si se habría dado cuenta de que temía algo peor acerca de Bobbie. Supuse que sí, pero esperaba que no hiciera nada al respecto, por indolencia, ya que no por discreción.

– Lo que no entiendo es cómo Marie puede ser tan tontamente suicida. En cuanto a Bobbie, bueno… proviene de una familia alocada y cree realmente en su causa, por muy mal encaminada que esté. Pero ¿cómo pudo una mujer como Marie dejarse enredar en algo así?

– Supongo que todo sirve para su leyenda.

– ¿Leyenda?

– Le agradan los gestos grandiosos, lo ha visto usted con sus propios ojos.

Sin darme cuenta, mientras hablaba yo me paseaba nerviosamente por el suelo encerado. Me fijé en ello al ver su expresión inquisitiva.

– ¿Es eso una especie de ceremonia, señorita Bray?

– ¿Ceremonia?

– ¿Diez pasos en una dirección y diez en la otra?

– ¡Oh! Me temo que es un hábito recién adquirido.

– ¿En la cárcel?

Asentí con la cabeza.

– ¿Ha estado pensando en prisiones estos días? ¿En prisiones y tribunales?

Me obligué a sentarme en el reclinatorio frente a él.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Es evidente que ha ocurrido algo. Al principio pensó que Topaz se había suicidado, luego empezó a preguntarse si la habrían asesinado y creo que ahora está segura de ello.

Esperé y lo observé. Cuando no mordí el anzuelo, añadió:

– La cuestión es si cree saber quién lo hizo. ¿Qué me dice?

– ¿Lo sé o creo saberlo?

Me daba la impresión de que él, como yo, se iba acercando, que estaba atando cabos en cuanto a las actividades de Bobbie. Pero no deseaba dejarle la iniciativa, así que intenté llevarlo por otro derrotero.

– Topaz había invitado a alguien esa noche, eso lo sé. Lo había invitado para las ocho. Una hora antes, salió sola a comprar la ropa interior, el vino y el pescado.

– De lo que deduce que la nota que encontramos era la invitación. He pensado en ello pero, lo siento, tengo dos objeciones.

– ¿Cuáles?

– Primero, ¿qué hacía la nota debajo de la almohada? La persona invitada, quienquiera que fuese, no habría necesitado llevarla consigo.

– Pensé en eso. Quizá consideró que era el pagaré que había de devolverle.

– Pero ¿la deuda de quién era? ¿Ella le debía algo a alguien por su profesión o alguien le debía algo a ella por la suya?

– Al principio creí que era ella la que estaba en deuda pero ahora lo dudo.

– Yo también. Pero tengo una objeción más seria. ¿Tiene la nota?

Todavía la llevaba en el bolso y se la entregué.

La leyó: «Demasiado tarde. Ocho de la noche. Devolución de pagaré por una carrera.» Es ingenioso por su parte pensar que se trata de una invitación. Pero ¿por qué lo de «demasiado tarde»? ¿Acaso se incluye algo así en una invitación?

No había olvidado esas dos primeras palabras, pero las había apartado de mi mente. Sin ellas, la teoría funcionaba perfectamente.

– No, pero ¿cómo explicarlo?

Jules se encogió de hombros.

– Con nuestra primera teoría, la del suicidio.

– Pero ¿y la ropa interior y el pescado?

– Los suicidas hacen cosas extrañas.

Me devolvió la nota.

– No creo que Topaz se suicidara -afirmé. Empezaba a parecer tan obstinada como Tansy.

– En ese caso volvemos a la misma pregunta. ¿Quién la mató, señorita Bray?

Contesté que no lo sabía y me excusé diciéndole que ya le había quitado demasiado tiempo. Al acompañarme a la puerta se mostró tan cortés como siempre, pero desde los acontecimientos de la noche anterior yo tenía la impresión de que una amenaza se cernía sobre mí y sentía que Jules formaba parte de ella. Él sabía tanto como yo, quizá más.

Quería creer en el misterioso visitante de las ocho de la noche, probablemente un varón; tanto que había olvidado un hecho y no le agradecía que me lo recordara. «Demasiado tarde.» Pero no demasiado para analizarlo. Suponiendo que las palabras no se refirieran a un suicidio y tomándolas al pie de la letra, ¿qué era demasiado tarde? Al pasear por la playa se me ocurrió que sería sencillamente la repuesta a otra nota. Si el desconocido había tratado de fijar una hora para verla y Topaz había propuesto otra, tendría sentido. Pero en ese caso debía haber otra nota, una de un visitante desconocido que le pedía verla más tarde. Y, si existía, podría encontrarse entre los desorganizados montones de papeles de la suite de Topaz. Al pensar en eso, lo que me había contado Tansy de la persona que trató de entrar tomaba otro cariz. Habría regresado en ese mismo momento para buscarla, aun a riesgo de hacer enfadar a Tansy, pero primero tenía que acudir a una cita. Una cita de rutina, me dije. Aunque, lo que ocurrió allá me hizo olvidar la hipotética nota. Demasiado tarde.

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