11

Casi era mediodía cuando me encontré de nuevo en el hotel de Topaz, frente a su puerta privada. El sol calentaba y permanecí aturdida un momento, tratando de calcular. Su nota decía las ocho de la noche. Si su invitado era puntual y si Topaz se había bebido el vino envenenado casi enseguida, estaría profundamente dormida a las nueve o, a lo más, a las nueve y media. Pero si el doctor tenía razón, su coma no habría sido irreversible hasta pasada la medianoche. Supuse que el asesino conocía los efectos del láudano y sabría que no convenía irse antes de, digamos, la una de la madrugada. Por otro lado, si se marchaba en cuanto Topaz perdía el conocimiento, tendría que regresar poco después de la una, para asegurarse de que todo había funcionado como estaba previsto. Bajo todo punto de vista sería más seguro quedarse. Entonces pensé en la implacabilidad que se requiere quedarse horas enteras contemplando el sueño de una mujer a la que se está asesinando, y me estremecí pese al sol. En todo caso, que se quedara o regresara, el asesino tuvo que salir de la suite de Topaz entre la una de la mañana y el alba.

Observé la puerta. No había luz encima de ella y la farola más cercana se hallaba en la esquina, a unos treinta metros. Aun al mediodía poca gente iba y venía por la calle: el asesino no podía haber encontrado una vía de escape más segura. Mientras estaba allí, pensando, me había percatado a medias de una voz cercana, una voz chillona que hablaba en francés. Había supuesto que se trataba de un niño y al darme la vuelta me sorprendió ver un robusto cuerpo de adulto de no más de un metro cuarenta de estatura y un rostro surcado de arrugas. Vestía pantalón de franela gris y una chaqueta de tweed que le llegaba hasta las rodillas. Con su voz aguda pedía, con insistencia y cortesía, unos sous. Rebusqué unas monedas y se las di, sorprendida por la formalidad de su agradecimiento. Pero no se marchó. Le pregunté su nombre.

– Demi-Tasse, Demi para mis amigos. -Hablaba francés con fuerte acento vasco.

– ¿Dónde vive, Demi?

Sonrió y señaló la parte trasera del hotel, donde estaban la puerta de la cocina y los cubos de la basura.

– La vi dar pescado a los gatos. ¿Lo guardará para mí la próxima vez?

Empecé a preguntarme cuántas personas me habían visto ese día de compras; primero el señor Sombra y ahora Demi-Tasse. De todos modos, él era un regalo de los dioses.

– ¿Pasa todo el tiempo en la calle?

– Antes, sí.

– ¿Antes?

Miró hacia el torreón de Topaz.

– Sí, gracias a ella.

– ¿La dama inglesa?

– Sí, la que ha muerto.

Lo primero que pensé fue que el hombrecillo albergaba una pasión imposible por Topaz Brown. Aún no conocía Francia lo suficiente.

– Los hombres se sentían muy satisfechos después de haber estado con ella. Yo pedía sous y me daban unos cuantos, a veces mucho más.

– Pero ¿sigue esperando aquí?

– Quizá tenga que irme a otro lado y eso me apena.

– Demi-Tasse, ¿le gustaría comer conmigo?

Sus ojos brillaron. Lo llevé a la taberna de la esquina de la plaza, la que había visto cuando fui de compras con Tansy. Recibimos unas miradas extrañas cuando pedí estofado de buey para dos.

– El vino aquí es muy bueno también -comentó.

Su serenidad era casi total, pero las miradas que echaba a la comida de los demás comensales inducía a éstos a alejar sus platos. Con prudencia, pedí media jarra de vino; no me convenía emborracharlo. No obstante, haciendo gala de humanidad, esperé a que acabara su estofado antes de interrogarle.

– ¿Solía vigilar cuándo salían hombres de la puerta especial de Topaz?

Demi asintió con la cabeza.

– ¿Recuerda esa última noche, la noche antes de que la encontraran muerta?

– Sí, la recuerdo.

– ¿Dónde estaba usted?

– En la calle junto a su puerta.

– ¿Cuándo?

– Como siempre, después de acabar de pelar patatas en la cocina, o sea hacia las siete.

– ¿Tiene reloj?

– No. Oigo las campanadas del de la iglesia.

– Bueno, cuando estaba vigilando la puerta de Topaz desde poco después de las siete, ¿vio entrar a alguien?

– No; vi salir a alguien.

– ¿Quién?

– La otra inglesa, su criada, creo.

– ¿Habló con ella?

– No; nunca me da nada. Siempre está enfadada.

– ¿Cuándo salió?

– Después de las siete y antes de las ocho.

– ¿Vio a alguien más antes de las ocho?

– No.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Entonces, ¿qué hizo?

– Esperé, como de costumbre. Pero tuve ganas de hacer pipí y fui al otro lado de la esquina y por eso no vi al caballero.

Mi mano se movió bruscamente y casi derramé el vino.

– ¿Qué caballero?

– Cuando volví había un caballero frente a la puerta.

– ¿Entrando?

– No; saliendo. Estaba cerrando la puerta; oí cómo la llave giraba en la cerradura.

Tansy y Sid habían dicho que Topaz nunca le daba la llave a nadie.

– ¿Está seguro de que nadie entró por esa puerta desde que la criada se fue hasta que vio a ese caballero salir?

– Seguro.

– ¿Qué hora era cuando lo vio?

– Más o menos las nueve y media.

– ¿Lo reconoció?

– No; estaba oscuro.

– ¿No lo siguió para pedirle dinero?

– No corro detrás de la gente en la calle, eso es para críos.

Reproche digno, por lo que me disculpé.

– Esto es muy importante, Demi. ¿Hacia dónde se encaminó el caballero?

– Hacia el mar.

– ¿Cómo iba vestido? ¿Era alto, bajo, gordo, delgado?

– Iba vestido como cualquier caballero; sobretodo negro y sombrero de copa negro. No sé si era gordo o delgado, por el sobretodo. ¿Alto? -Se encogió de hombros-. Como todos.

A Demi cualquiera le parecía alto.

Me sentí a la vez satisfecha y asustada, como cuando se frota una lámpara y sale un genio. Había deducido que alguien había salido de la suite de Topaz después de las nueve, pero no esperaba que tomara cuerpo. Aunque ese caballero gordo o delgado, alto o bajo, no era sino una sombra de realidad, no pude evitar un estremecimiento. Volví a llenar los vasos, pedí otra media jarra y queso camembert para dos.

– Entonces, ¿qué hizo usted?

– Esperé.

– Pero el caballero se había marchado.

– Esperé. ¿Qué más tenía que hacer?

– ¿Vio a alguien más?

– Sí. Después de las diez llegó otro hombre, el caballero nervioso.

– ¿Entró?

– No. Por eso lo llamo caballero nervioso. Caminaba arriba y abajo, arriba y abajo, frente a la puerta. Pensé: no sabe si atreverse a llamar al timbre.

– ¿Se acercó a hablar con él?

– No; me quedé en la sombra de mi lado. De haberme visto podría haberse marchado.

Probablemente sabía, por experiencia, que los hombres nerviosos no llevaban sous.

– ¿Era el mismo caballero que vio salir?

Demi negó con la cabeza, concentrado en el trozo de camembert que se acercaba.

– ¿Por qué está tan seguro? No sabía cómo era el otro caballero.

– El segundo no vestía esmoquin y caminaba de modo diferente. El primero andaba así. -A ambos lados del plato sus dedos caminaron con paso resuelto y pesado-. El otro lo hacía así. -El ritmo era más ligero y rápido-. Caminaba de arriba abajo, se detenía un rato, y echaba a andar otra vez. Estuvo allí mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

– Se marchó pasada la medianoche.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia el paseo, como el otro.

– ¿Sin haber entrado?

– Sin haber entrado. Me compadecí de él.

No me agradaba hacer la siguiente pregunta, pero no me quedaba otro remedio.

– ¿Cómo era el segundo? Lo estuvo contemplando más de una hora y media, debe recordar cómo era.

Cortó un trocito de camembert y se lo llevó a la boca, saboreándolo a la vez que reflexionaba.

– Hay una farola en la esquina del paseo, muy lejos de la puerta de la señora.

– Sí, la he visto.

– A veces, cuando caminaba, se acercaba a la lámpara y lo veía mejor, pero no mucho, porque estaba lejos.

– De acuerdo, pero ¿cómo era?

No creo que me estuviera haciendo esperar adrede, pero el efecto fue equivalente. Tragó el queso y habló con parsimonia, entrecerrando los ojos para pensar.

– No era gordo; bastante joven; llevaba chaqueta y pantalones y una gorra; se la quitó un momento, su cabello era oscuro.

– ¿Lacio o rizado?

– No creo que fuera lacio.

Esperé, mas ya no dijo nada. No obstante, los pasos cuyo ritmo los dedos de Demi habían marcado bastaban para preocuparme.

– ¿Y ese joven caminó de arriba abajo frente a la puerta de Topaz desde algún momento después de las diez hasta pasada la medianoche?

– Sí.

– ¿Regresó?

– No. Nadie vino.

– ¿Estuvo vigilando toda la noche?

– No; uno también tiene que dormir. -Lo dijo como si tuviera una cama de doseles y un mayordomo esperando para arroparlo.

– ¿A qué hora se marchó?

– Cuando el reloj dio las dos, como siempre. Para entonces, el personal de la cocina ha terminado de recoger las cosas de la cena. Un ayudante del chef es amigo mío. Si alguien deja un poco de carne en su plato o vino en una botella, me lo guarda. Después me duermo en los escalones cerca de los calentadores. Por la mañana les ayudo a descargar las verduras y me dan un tazón de café y pan.

– Supongo que los calentadores están atrás, cerca de los cubos de la basura.

– Sí, allí.

Así que después de las dos no habría oído ni visto nada. Me miraba fijamente: su expresión no era defensiva pero tampoco confiada. No me había preguntado por qué quería saber todo eso. Sobrevivía, existía meramente, sin cuestionarse nada. Acabamos el queso y el vino, y volvimos juntos al hotel. Demi me agradeció la comida con elegante formalidad. Frente a la puerta de Topaz me deseó una buena tarde.

– Si necesita hablar conmigo de nuevo, sabe dónde encontrarme. Aquí, o al otro lado.

Me dirigí hacia el paseo, tan absorta en mis pensamientos que casi choqué con Jules Estevan junto a la farola de la que había hablado Demi.

– Buenas tardes, señorita Bray. ¿Ha sido agradable su conversación con Demi?

Vaya. ¿Acaso no podía moverme sin que me vigilaran?

– ¿Lo conoce?

– Todos conocen a Demi. Es toda una institución.

Me habría gustado preguntarle hasta dónde se podía confiar en Demi, pero también quería saber lo mismo de él. Presentía que de mis movimientos sabía más de lo que decía.

– La he estado buscando toda la mañana, señorita Bray. ¿Dónde ha estado?

– En el circo. -Lo observé para ver su reacción, pero su expresión no cambió.

– ¿Se divirtió?

– Resultó educativo. Tuve una larga conversación con el Cid.

Alzó su sombrero un centímetro, burlón.

– Su instinto de cazadora es infalible.

– En absoluto. Me pregunto por qué usted no me dijo quién era el amante circense de Topaz desde un principio.

– No tenía idea de que fuese tan importante para su investigación. ¿Arrojó alguna luz sobre el… suicidio de Topaz?

– Cid cree que Topaz no se suicidó.

Casi sin darnos cuenta, habíamos doblado la esquina y nos unimos a la elegante multitud que daba su paseo de media tarde.

– ¿De veras? -dijo Jules, como si le hubiese comentado que parecía que iba a llover. Me pregunté si algo derrumbaría su afectada imperturbabilidad.

– ¿Por qué me buscaba esta mañana?

– Para ponernos de acuerdo para la soirée ancienne de Marie esta noche. Recordará que anoche aceptó mi invitación.

– No acepté. De ninguna manera.

Pasaría la velada como la anterior, tratando de vigilar a Bobbie.

– Creo que le parecería interesante.

– Lo dudo. Ya he tenido suficientes muestras del talento histriónico de Marie.

– Habrá al menos otra amiga suya.

– ¿Quién?

– La señorita Fieldfare.

Me detuve tan bruscamente que una pareja que venía detrás estuvo a punto de chocar con nosotros.

– ¿Bobbie irá a la velada de Marie?

– Me lo ha dicho esta mañana.

Me asombró la idea de que Bobbie hiciera algo que fuera incluso la mitad de frívolo. A menos que…

– Discúlpeme, señor Estevan, acabo de ver a alguien con quien he de hablar.

Habíamos llegado al hotel donde se hospedaban David Chester y su familia y vislumbré a tres inconfundibles figuras cruzar la calle hacia la playa: una mujer rechoncha y dos niñas pequeñas con botas brillantes y volantes rosados. Una criada cargada de paquetes las seguía. Jules las miró y en su rostro apareció por primera vez una expresión de ligera sorpresa.

– Su círculo de conocidos me impresiona. Iré a buscarla al hotel a las siete de la tarde.

Alcancé a la señora Chester, que buscaba el trozo de playa menos lleno de gérmenes. Me conmovió su júbilo al verme y podría haberme sentido culpable por mi juego, de no haber sido por una noble causa, si así podía describirse el hecho de salvar la vida de David Chester.

– Señorita… ¡Oh, me alegro de verla! Aún no le he dado las gracias adecuadamente por haber cuidado de Naomi ayer.

Sus modales parecían demasiado amistosos para la esposa de un miembro del Parlamento hacia una supuesta aya. Pero yo era una inglesa entre extranjeros y me había mostrado bondadosa con una de sus hijas; eso le bastaba. Elegí un trozo de territorio defendible y ayudé a la criada con los cojines, las botellas de limonada y el parasol. La señora Chester se acomodó y yo permanecí de pie, contemplando a las dos niñas que, obedientes, se pusieron a remover la arena con sus palas de madera.

– Cuidado, Louisa, no te canses.

La niña casi no había movido un músculo. Me abstuve de comentar que media hora de cavar con ímpetu le haría mucho bien.

– ¿Su marido no viene a la playa?

– ¡Oh, no! Ha traído mucho trabajo.

¡Qué alivio! Si veía a una vengativa arpía como yo en compañía de su esposa probablemente llamaría a los gendarmes. Era obvio que su esposa no sospechaba nada, y por primera vez en mi vida agradecí la ignorancia política en una mujer.

– De todos modos, supongo que salen juntos por la noche.

– ¡Oh, nada de eso! Tenemos que pensar en Louisa. Pero esta noche tendremos invitados: el señor y la señora Prendergast vendrán a cenar. ¿Los conoce?

Aliviada, contesté que no.

– Su hermano es obispo. Jugaremos una partida de bridge en nuestra suite después de cenar. La señora Prendergast fue campeona de la liga de damas de Somerset el año pasado. -Lo dijo con tímida melancolía.

Imaginé la mirada fría de la señora Prendergast, las disculpas de la pobre señora Chester por sus meteduras de pata y la incansable disección de su juego a cargo de su marido. Y, en la habitación contigua, la niña sobreprotegida tosiendo e inquieta: todos los placeres del matrimonio y la maternidad.

– Será agradable -dije.

– Sí, mucho -suspiró-. Supongo que está contratada.

– ¿Qué? -Había olvidado mi papel de aya.

– Contratada para toda la temporada. ¿Está usted con una familia?

– ¡Oh!, sí, claro.

Otro suspiro.

– Tenía la esperanza… mi esposo no quiere a otra extranjera y desde que se marchó la última hemos estado muy ocupados cuidando a Louisa, y no es justo para él con todo el trabajo que tiene…

Había estado a punto de ofrecerme trabajo.

– Pero van a volver pronto a Inglaterra, ¿no?

– El martes. Mi esposo y yo hablamos después de que la viera a usted ayer y estamos de acuerdo en que esto no le ha hecho tanto bien a Louisa como esperábamos. Hemos pagado la suite por toda la semana, pero a él no le gusta viajar en domingo y…

La dejé parlotear sobre los arreglos para el viaje y calculé que me quedaban cuatro días para mantener a Bobbie alejada de David Chester. Era más tiempo del que esperaba, pero al menos no tenía que preocuparme por esa velada, si es que Jules no se equivocaba.

Le deseé buena suerte en el bridge y me despedí. Tenía que hacer dos cosas antes de mi cita con Jules, y la primera no me apetecía en absoluto. Pero con tanta arena movediza necesitaba comprobar que al menos una persona me había dicho la verdad. Fui al puerto y, en una atmósfera de siesta, pregunté entre los oficiales hasta encontrar a uno que me diera la dirección de una escocesa llamada Janet y casada con un funcionario de aduanas francés.

Era una casa pintada de blanco, aferrada al borde del puerto cual un nido de vencejo. Desde la ventana abierta me llegaron la risa de una niña y una voz escocesa cantando Este cerdito fue al mercado. Llamé a la puerta y tras un rato apareció una joven de cabello oscuro y aire agobiado con una niña en brazos.

– Soy Nell Bray, amiga de Tansy Mills.

Pareció sorprendida y algo recelosa, pero era demasiado educada para cerrarme la puerta en las narices.

– Tansy sabía que venía al puerto y me pidió que pasara a ver si su hijo se encontraba mejor.

– Sí, mucho mejor, gracias. ¿Desea entrar?

Su acento era de la región montañosa de Escocia y su rostro, cuadrado y simpático, de cejas resueltas y mirada franca. Me llevó a la soleada sala, donde dos niños más jugaban en el suelo con sus juguetes. Me pidió que me sentara.

– ¿Quiere café? ¿Cómo está Tansy? Cuando me enteré quise ir a verla, pero no sabía si le agradaría la idea.

Por su sonrojo resultaba obvio que sabía cómo se ganaba la vida la señora de Tansy.

– No quería que pensara que me mantengo alejada, pero con los críos…

– Estoy segura de que no lo piensa. ¿Sabe que encontró el cuerpo cuando regresó de su casa?

Echó una mirada a los niños, pero ellos se hallaban absortos en su juego.

– Sí… sí, eso pensé -susurró-. Cuando me enteré me pregunté si… quizá si Tansy hubiese regresado más temprano, si no la hubiese convencido de que pasara la noche aquí…

– No habría cambiado nada. De todos modos habría pasado la noche fuera, pues Topaz Brown le había reservado una habitación en otra parte del hotel.

– Sí, eso me dijo. Se sentía herida.

– ¿Le dijo algo sobre algún visitante que recibiría Topaz esa noche? -inquirí.

– No, nunca hablábamos de esas cosas.

¿De qué hablaban?, me pregunté. ¿De maridos y bebés, hermanas y casitas con patos? Ya tenía lo que necesitaba de Janet. Sin que se lo pidiera había confirmado lo que me había dicho Tansy: había pasado la noche con ella, y Janet no parecía una buena mentirosa. Intercambiamos algunas frases corteses y hablamos de los niños y del trabajo de su esposo. Luego le dije que era hora de marcharme, pues tenía una cita. Al abrir la puerta me pidió:

– Por favor, dígale a Tansy que siempre será bienvenida aquí y que me envíe una nota si hay algo que pueda hacer por ella.

Se lo prometí. Al alejarme del puerto consulté mi reloj. Justo a tiempo para la primera función del circo, si me apresuraba.

Cuando llegué, la carpa ya bullía de ruido y excitación. Pagué una entrada cara, lo más cerca posible de la pista. Acababa de acomodarme cuando sonaron las trompetas y la marcha para el gran desfile. Los artistas salieron del arco frente a mí, debajo de la plataforma de la orquesta: primero el maestro de ceremonias, luego un hombre enmascarado en jubón con bordados de oro, capa larga y sombrero de pluma al estilo de los caballeros, montado sobre un caballo blanco tan fino que hasta el público de esa primera función de la tarde, compuesto de padres y niños, perdió el aliento. El jinete hizo que el caballo se empinara un poco al cruzar el arco, se quitó el sombrero y, en agradecimiento por los aplausos, hizo una profunda reverencia sobre el lomo del animal. Me resultaba difícil creer que el pequeño hombre de esa mañana se hubiera transformado en este magnífico ser. Hasta el caballo parecía más grande y brillaba con una blancura plateada. Los otros cinco animales siguieron a paso más comedido, sus jinetes iban también enmascarados y con capa, pero con menos plumas y bordados.

Su presencia en el desfile era a modo de obertura. Tuve que esperar a que perros, payasos, camellos y trapecistas terminaran su actuación; entonces entraron galopando de nuevo: constituían el clímax de la función. El público gritó entusiasmado ante una batalla simulada en que centelleaban las espadas y ondeaban los estandartes, batalla diseñada para hacer resaltar los pasos de los seis equinos y, sobre todo, de Grandee y el Cid. Hasta donde pude ver, se trataba de una rápida variación de los movimientos de la haute école, con suficiente soltura para deleitar al público pero respetando la dignidad de los seis caballos blancos. Al observar al Cid y Grandee saltar de una rampa y atravesar la ventana de una supuesta fortaleza, con la crin blanca y las plumas del sombrero ondeando, se me ocurrió que Topaz había hecho una buena inversión.

La función acabó con un galope alrededor de la pista, mientras la banda atacaba acordes triunfales, para agradecer los aplausos. Cuando se acercaron a mí, miré fijamente al principal jinete. ¿De no tener razones para sospechar, podría diferenciar un jinete de otro, con esa máscara? El Cid hacía reverencias y, al aproximarse a mí, nuestras miradas se cruzaron. Supe que me había reconocido y lo confirmó cuando, al pasar enfrente, hizo que Grandee se ladeara y se empinara; ese momento detenido en el tiempo fue tan fugaz que dudo que el resto del público se diera cuenta, aunque quizá se fijaran en la reverencia, un poco más marcada que las anteriores, dirigida a mi asiento. Un segundo antes, los demás habían salido galopando de la pista, y los payasos entraron dando tumbos para los números finales que harían que el público se marchara más que satisfecho.

¿Un gesto cortés del Cid? ¿Un gesto burlón de Sidney Greenbow? ¿Algo más? En el caballo blanco y la figura con máscara negra había una combinación de algo poderoso y algo siniestro que bien podría haber sido una advertencia. Al salir con los demás, me pregunté sobre eso y sobre el interrogante que me había llevado allí y que seguía sin respuesta. Quien interpretara al Cid tendría que ser muy buen jinete, pero no estaba segura de que sólo él pudiese hacerlo. Después de todo, había al menos cinco jinetes competentes en el equipo de Sidney, y con el disfraz adecuado cualquiera de ellos se parecería a su jefe. El público se fijaba más en los caballos que en los jinetes. Al regresar andando a la ciudad decidí que no había sacado nada en limpio. Sólo me había enterado de una cosa por el precio de una entrada: que un hombre que amaba a los caballos preferiría hacer cualquier cosa antes que separarse de seis ejemplares como aquéllos.

Regresé a mi pensión, apresurada y pegajosa; apenas tenía tiempo para cambiarme antes de que llegara Jules. Me temo, pues, que cuando la casera salió de su habitación y se aproximó a mí -yo ya iba a media escalera-, no le presté toda mi atención.

– Una inglesa que la esperaba se ha marchado. Como usted no llegaba, se fue.

– ¿Cómo era?

– Pequeña y maleducada.

Tansy.

Lo primero que pensé, sintiéndome culpable, fue que mientras yo estaba en el circo Tansy se había enterado de mi visita a Janet y se había enfadado, pero no tenía tiempo para preocuparme. Añadí el enfado de Tansy a la lista de cosas con las que tendría que bregar por la mañana y subí a mi habitación.

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