Necesitaba calma. Anduve de un extremo a otro del paseo marítimo; a mi lado se hallaba la gran extensión del Atlántico, pero por el poco caso que le hice, igual podría haberme encontrado en la celda de una cárcel. Si Sidney había dicho la verdad, conocía el nombre del asesino de Topaz. Pero si había mentido, también conocía el nombre del asesino de Topaz, otro nombre, pues, ¿por qué inventar ese amante que tenía algo que ver con el derecho? Cada ola repetía «Bobsworth, Bobsworth, Bobsworth»: se estrellaba con el «Bob» y se replegaba siseando con el «sworth».
Si Bobsworth había matado a Topaz, entonces Bobbie Fieldfare era mejor detective que yo. Debió de tener sus sospechas casi desde el momento de la muerte de Topaz. Estaba, por ejemplo, el asunto del colgante de ópalo. Según Tansy, la joya llegó con una tarjeta la mañana de la muerte de Topaz. Pareció complacerla y divertirla, reacciones muy posibles al recibir un regalo de un amante de diez años atrás. Quizá la tarjeta incluía la petición de una cita para esa noche, cuando él hubiese acabado sus tareas en el circo. No resultaba difícil explicar cómo un pobre trabajador de circo conseguiría un ópalo, teniendo en cuenta que ya había robado al menos una vez para impresionar a Topaz. El único misterio era cómo había adivinado Bobbie el significado del colgante, cómo lo había conseguido para dárselo, al parecer por mero capricho, a Marie. Eso también requería una explicación, a menos que por alguna razón ya no importara.
Anduve frente a la playa Grande, rumbo al cabo San Martín y su faro. Quizá el colgante ya no importaba porque Bobbie sabía que existían mejores pruebas contra Worth, o sea, la tarjeta escrita de su puño y letra, presentándose de nuevo y pidiendo una cita. Eso, suponiendo que Bobbie -o quizá Rose-, hubiese logrado entrar en la suite de Topaz y se hubiese apoderado tanto del colgante como de la tarjeta. Suponiendo, además, que Bobsworth se hubiese enterado de que tenían en sus manos pruebas que lo enviarían a la guillotina, por lo cual habría seguido a Bobbie a la fiesta con su disfraz de sátiro, para tratar de recuperarlas. Luego, al no poder reunirse con Bobbie, se habría centrado en las dos personas que había visto con ella, es decir, Rose y yo. Al pensar en esa posibilidad deseé hallar a Rose, pedirle perdón por no entender la situación a tiempo y por no protegerla. Si Rose, presa del pánico, había matado al hombre, era por mi culpa… y la de Bobbie.
Bobbie había sido más inteligente que yo. Sin embargo, ninguna de las dos lo había sido lo suficiente. Yo fui a Biarritz a fin de recibir las cincuenta mil libras de Topaz para nuestra causa. Si podíamos probar que se trataba de un asesinato y no de un suicidio, eso reforzaría la afirmación de que Topaz estaba cuerda cuando hizo su testamento. Pero muerto Bobsworth no podíamos probar su culpabilidad sin incriminar a Rose.
Para cuando hube llegado a ese punto de mis cavilaciones, los chillidos de las gaviotas se me antojaron socarrones. Me senté en una barca de remos que estaba boca abajo en la arena. Aceptaba, pues, que Sidney había dicho la verdad, que haría unos diez años había existido un amante con ambiciones de ser abogado, y que ése era Worth. Sólo una persona podía ayudarme: Tansy. Aunque el amante del bufete de abogados perteneciese a una época anterior de antes de que ella entrara al servicio de Topaz, ella había sido su confidente y probablemente en algún momento, en una de esas conversaciones que Topaz solía emprender con su criada, lo habría mencionado. Necesitaba hablar con Tansy. Lo malo era que cuando nos habíamos visto la última vez, ella casi me había puesto de patitas en la calle. Bueno, si no me permitía entrar en su habitación, tendríamos que conversar fuera. Sin duda saldría a tomar el fresco.
La esperé desde media tarde hasta después de las seis, en la callejuela, frente a la entrada privada de Topaz. Recibí miradas recelosas de varios cocheros y en un momento dado Demi-Tasse pasó pausadamente a mi lado y, con su habitual cortesía, me deseó las buenas tardes. El sol se estaba poniendo sobre el mar, lanzaba una estela dorada calle arriba y alentaba a las palomas a arrullar en las cornisas del hotel, cuando la puerta lateral se abrió y Tansy salió con una bolsa de la compra. Cerró la puerta con llave, igual que cuando fuimos por las tiendas de ropa interior. No me había visto, así que caminé detrás de ella, pues no quería asustarla y que volviera a entrar a toda prisa. Al llegar a la plazoleta se dirigió directamente a la tienda de ultramarinos. Crucé y me quedé a la puerta de la tienda. Al salir unos diez minutos más tarde con la bolsa repleta, casi chocó conmigo.
– ¡Oh, señorita Bray, qué susto me ha dado! ¿Qué hace aquí? -Parecía nerviosa, pero menos enojada que la última vez que nos vimos en la suite.
– Paseando. Veo que ha ido de compras.
Aferró la bolsa, como si yo tuviera intención de quitársela.
– Más de lo que quería. No entienden cuando una pide sólo una libra.
– Lamento haberla molestado el otro día.
– Y yo lamento haber sido tan ruda, pero tantas preguntas me aturdieron.
Anduvimos en silencio. Se detuvo cuando llegamos a la puerta lateral.
– Bueno, adiós, señorita Bray. Supongo que se marchará pronto, como los demás.
¡Como si yo estuviese de vacaciones! No quería mostrar mis cartas tan pronto, pero no tuve más remedio.
– ¿Puedo subir un momento, Tansy? Hay algo que creo le interesará oír.
Tansy vaciló.
– ¿Qué es?
– Creo saber quién mató a Topaz Brown.
Con rostro inexpresivo, preguntó:
– ¿Quién fue?
– Es una larga historia; será mejor que subamos.
Hizo girar la llave. No sostuvo la puerta para que yo entrara, pero tampoco protestó cuando la seguí. Subimos por el ascensor, silenciosas. Cuando nos hallábamos frente a la puerta de la suite de Topaz, empezó a quejarse.
– No pido mucho, sólo un poco de paz y tranquilidad para arreglar todas sus cosas. Eso es lo único que quiero, señorita Bray, sólo un poco de paz y tranquilidad.
Como me encontraba detrás de ella, lanzó las palabras a la puerta y buscó su llave con aspavientos, preguntándose en voz alta qué había hecho con ella; luego la encajó ruidosamente en la cerradura, como si ésta la hubiese ofendido. El gran salón parecía desarreglado. En los doce días desde la muerte de Topaz su aspecto se había convertido en el de una lujosa sala de espera, impersonal e inquietante. En una mesita había una bandeja con tazas de té. Tansy dejó las bolsas en la mesa.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien, qué?
– ¿Quién fue?
– Tansy, no voy a decírselo a la primera. Quítese el abrigo y siéntese.
Me arrellané en un sillón. Tansy siguió mi ejemplo, aunque todavía tensa como un resorte.
– ¿Quién fue?
– Me temo que primero tengo una pregunta y espero que sea la última.
– Creí que era usted quien me iba a contar algo, para variar.
– Sí, lo haré. Pero antes conteste mi pregunta. Es muy importante.
– Se supone que todas lo son.
Esperó con las manos entrelazadas sobre el regazo y muy juntos los pies enfundados en sus prácticas y polvorientas botas.
– ¿Alguna vez le habló Topaz de los hombres que conoció antes de que usted trabajara para ella?
Me miró airadamente.
– Ya le he dicho que nunca cotilleé sobre su trabajo y no pienso empezar ahora.
– No era cuestión de trabajo, Tansy. Se trata de un hombre por el que sentía cariño y al que trató de ayudar. Este hombre estudiaba la carrera de abogado, lo conoció hará unos diez años.
– Eso fue tres años antes de mi llegada.
– ¿Alguna vez le habló de esa persona?
Calló. Al principio pensé que era su habitual silencio obstinado, pero luego vi que su expresión no reflejaba obstinación, sino pena; tenía las manos tan fuertemente entrelazadas que se le pusieron blancas. La realidad y la necesidad de saber lo que podía contarle libraban una batalla. Intenté facilitarle las cosas.
– Está bien, Tansy, no tiene que decirme su nombre, pues ya lo conozco. Pero hubo un hombre, ¿verdad?
Asintió levemente con la cabeza; de no haberla estado mirando no lo habría advertido.
– ¿Le habló Topaz de él?
Otro asentimiento.
– ¿A menudo?
– Una vez. -La palabra chirrió como la bisagra de un baúl que no se ha abierto en años.
– ¿Qué dijo?
– Lo había ayudado y él se había mostrado ingrato. Me lo contó un día que comentábamos que los hombres son desagradecidos.
– ¿Fue reciente esa conversación?
– No; hará un par de años. Lo recuerdo porque ella no solía criticar a la gente. Verá, ese hombre le gustaba, le gustaba mucho.
Pronunció «le gustaba» como la mayoría de las mujeres pronunciaría «lo amaba». Permaneció inmóvil, con la mirada fija en mi cara.
– Y bien, ¿qué tiene que decirme?
Aspiré hondo.
– Creo que él la mató, Tansy. Estuvo aquí en Biarritz y es probable que le enviara el colgante con una nota pidiendo verla de nuevo. Ella accedió, incluso compró ropa interior y vino baratos para recordar los viejos tiempos, antes de que ella tuviera tanto dinero. Y el pescado, bueno… supongo que en aquel entonces comerían pescado y patatas fritas. Topaz quería sorprenderlo con un guiño privado y él la mató.
– Ya veo… ya veo.
Guardamos silencio. En la habitación sólo se oía nuestra respiración; desde abajo nos llegaban los sonidos del tráfico vespertino, pasos de caballos, cláxones. Recordé que Jules había dicho que Topaz descansaría en paz cuando se supiera quién la había matado, y supuse que así se sentía Tansy en ese momento.
Me pregunté si la ayudaría saber que Robert Worth había muerto, y que su propia hermana había vengado accidentalmente a Topaz. Decidí que no. El silencio se extendió durante largos minutos y la luz en la habitación pasó del dorado al rojo cobrizo cuando el sol se puso en el mar. Yo estaba cansada, pero tenía que dejar a Tansy con su pena y salir a buscar a Rose. Sólo una cosa podía hacer por ella antes de irme, una minucia, pero una minucia que no debía pasarse por alto.
– Prepararé té, Tansy.
Me acerqué a la mesa con las tazas y el infiernillo.
– ¡No! Deje eso, no quiero té.
Pero su exclamación llegó demasiado tarde: ya las había atisbado. Encendí la luz y descubrí una bandeja con dos tazas sucias encima de la mesa.
– ¿Un visitante, Tansy?
– Sí, mi amiga Janet.
No era buena embustera. Recordé su prisa por sacarme de la suite la anterior vez, la bolsa de la compra repleta, su dificultad para abrir la puerta con la llave. Me dirigí a la puerta de doble batiente que daba al dormitorio y la abrí.
– Yo de usted saldría, Rose.