Mientras estuve fuera, la fiesta había llegado a otra fase. La tarima de Marie se hallaba vacía y sus invitados se dirigían poco a poco a una habitación interior, un salón con columnas, sillas doradas dispuestas en filas y, en el extremo, una plataforma con cortina dorada. Jules apareció y me cogió del brazo.
– He reservado dos sillas en las primeras filas para nosotros.
– ¿Dónde está Bobbie Fieldfare?
– Supongo que ha ido a cambiarse.
– ¿A cambiarse?
– ¿No sabía que tiene un papel?
Enfurecida, pensé en la pobre Rose esperándola fuera en la oscuridad. Sin embargo, a menos que la sacara a rastras, no me quedaba más remedio que esperar.
– ¿Cuándo empezará?
– Enseguida.
Desde detrás del telón llegaba el ruido de muebles al ser movidos, pero el público seguía charlando ruidosamente y el champán continuaba circulando.
– ¿Qué está haciendo Marie con Bobbie?
– Creí que usted podría decírmelo -respondió Jules-. Además, ¿no sería más correcto preguntar qué está haciendo la señorita Fieldfare con Marie?
– ¿Para eso me trajo, para preguntármelo?
– Se me ocurrió que podría tratar de convertir a Marie a su causa. Podría llegar a ser una fuente regular de dinero para ustedes: ¡por toda Europa las «grandes horizontales» se levantan y pagan por el voto de las mujeres!
Antes de que pudiera responder, se produjo un silencio y un hombre corpulento y solemne salió de detrás del telón; era el empresario norteamericano de Marie.
– Damas y caballeros, tenemos el privilegio de presentarles a Marie de la Tourelle en una serie de interludios clásicos.
Lo repitió en francés y algunas personas aplaudieron. Un grupo de músicos con flautas y guitarras españolas empezó a interpretar una suave melodía. El telón se abrió para revelar a Marie con una brillante estola plateada y una expresión que sugería el inicio de una jaqueca. Uno de los chicos con turbante corrió y se puso en cuclillas al lado de la plataforma, con un cartel que, para información del público, rezaba: «Antígona.»
A alguien que se hubiese visto atrapado en un fin de semana en una casa de campo, durante el cual se interpretaban charadas, la siguiente hora le habría resultado familiar, salvo que en las charadas se permite reír. Para los interludios clásicos de Marie, y pese a los disfraces y la cantidad de champán ingerido, se produjo un silencio que demostraba que nos hallábamos en presencia del sacrosanto Arte. De todos modos, los franceses tienden a tomarse muy en serio la mímica. Después de que Antígona manifestara sus emociones con gran teatralidad sobre los cuerpos de sus hermanos y tomara parte en una confrontación silenciosa con Creón -interpretado por un actor profesional contratado-, partió decorosamente a ahorcarse tras las bambalinas, no sin haber expresado su desesperación bajando los párpados pintados de color plata sobre sus enormes y oscuros ojos y llevándose una muñeca a la frente, con la palma de la mano hacia fuera. Me había dado una muestra anticipada del gesto al lamentar la muerte de Topaz. El telón se cerró, para dar lugar a otra tanda de desplazamientos de muebles. Aparecieron los esclavos griegos y rellenaron nuestras copas. Renacieron las conversaciones.
– ¿Qué opina? -inquirió Jules.
– Con un público que poseyera apenas un mínimo de educación clásica y sin ningún sentido del ridículo, podría evitar que la lincharan.
– Pero, querida, con esto obtendrá otra fortuna.
– No veo cómo.
– En París irán a verla simplemente porque es Marie, pagarán por el solo privilegio de verla cruzar el escenario. Luego irá a San Petersburgo, donde adorarán, naturalmente, cualquier cosa que haya tenido éxito en París. En Nueva York y Chicago irán en bandadas a ver a la escandalosa francesa que cautivó al zar de Rusia…
– ¿Qué dice?
– El zar no lo negará. En cuanto a Londres, si va allí, se asegurará el éxito si suelta el rumor de que el lord chambelán piensa prohibir la función.
El siguiente interludio fue el asesinato de Julio César que, según su interpretación, parecía haber sido inspirado y guiado por la esposa de Bruto, Porcia, o sea, Marie con una toga de seda blanca, ajustada a sus pechos, que se abría para revelar fugazmente un largo muslo blanco y pantorrillas rematadas en sandalias doradas. El público se removió y susurró, y empecé a revisar mi opinión sobre su posible éxito comercial. Después de esperar pacientemente a que Porcia acabara una serie de poses con la daga -que resaltaban sus brazos desnudos-, el mimo profesional que hacía de César fue debidamente apuñalado por un grupo de asesinos subordinados que se habían entretenido en segundo plano y que se adelantaron de pronto para acabar el trabajo a conciencia.
– ¡Por Dios! -exclamé.
Varias personas me miraron con cara de reproche, pero no pude evitarlo. Ver a Bobbie Fieldfare con toga y corona de laureles en el papel de asesino fue demasiado para mí. El interludio terminó y Jules rió de mi expresión.
– Su joven amiga parece poseer talento: lo ha matado de modo muy convincente.
– Está haciendo el ridículo; desearía poder sacarla de ahí.
– Todavía falta Cleopatra.
La siguiente escena tuvo que ver, creo, con Roxana y Alejandro Magno y su principal propósito fue que Marie luciera los pies descalzos, pantalón de harén y bolero cubierto de piedras preciosas. Yo estaba demasiado preocupada para fijarme en más, aunque me di cuenta de que el intervalo entre esa y la siguiente escena fue más largo que los anteriores. Cuando Jules me dijo que terminarían con Cleopatra, sentí alivio de que la función tuviera un fin.
Aplausos, alimentados por la buena voluntad y el champán, recibieron la aparición de Marie en el Nilo. Yacía en una barcaza dorada junto a un galgo blanco con collar de esmeraldas y rubíes; como trasfondo, una tela con pirámides y palmeras pintadas; dos niños la abanicaban con abanicos de plumas de pavo real. El disfraz de Marie era de gasa y joyas. Si el público iba a pagar para verla, ése era el momento culminante. El actor que había interpretado a Creón, César y Alejandro Magno cargó con el papel de Marco Antonio y se marchó tras una larga pantomima de despedida. Marie volvió a expresar su idea de la desesperación, quizá para dar a entender el paso del tiempo y una batalla perdida, y Bobbie Fieldfare entró con estola a rayas, fez rojo y una serpiente en una canasta.
Aunque no sé mucho de egiptología, estoy casi segura de que Cleopatra no se suicidó con una pequeña pitón reticulada. De todos modos, es de suponer que resulta difícil conseguir áspides en Biarritz y, además, el público no estaba de humor criticón. Se oyeron jadeos cuando Marie sacó la serpiente de la canasta y se la enroscó lentamente alrededor del cuello, cogiéndola con firmeza por la cabeza; hasta Jules jadeó, pero su jadeo se produjo un segundo después que los otros y no era la serpiente la que lo había provocado.
– Mire el ópalo en su muñeca. -O su sorpresa era genuina, o Jules era mejor actor que los del escenario.
– ¿Qué muñeca?
Marie estaba cubierta de refulgentes joyas y no me parecía que alguna fuese más espectacular que las demás.
– La que sujeta la cabeza de la serpiente. Por eso me fijé.
– ¿En qué?
– Se lo diré después.
Se le veía tenso por la excitación, sentado al borde del asiento. Se diría que estaba extasiado por la interpretación de Marie. Vi la gema: un ópalo girasol engastado en un pesado colgante, pero todavía no entendía por qué le provocaba tanto asombro. En ese momento el público perdió el aliento. Marie apretó la cabeza de la pitón contra su pecho, se estremeció y cayó elegantemente sobre el diván, con el cuerpo arqueado y la cabeza echada hacia atrás, estirando el blanco cuello. El telón se cerró y el público aplaudió con entusiasmo y la vitoreó.
Jules se volvió hacia mí.
– ¿Lo ha visto?
– Sí, pero…
– Lo he visto antes… hace diez días, ya sabe dónde.
Marie estaba saludando al público, que gritaba de exaltación y le enviaba besos.
– Es el que me enseñó Topaz.
– No puede ser… Sin duda es uno que se le parece.
– No lo creo. Lo observé atentamente ese día, porque Topaz se mostraba enigmática con respecto a quién se lo había enviado.
Recordé que Tansy había dicho algo de un colgante y que Topaz se había mostrado muy excitada.
– ¿Es muy valioso?
– No; ahí radicaba el enigma. Para Topaz, o para Marie, no es sino una chuchería, y el engaste es anticuado.
– Entonces, quizá Topaz se lo dio a Marie.
– Topaz no le habría dado a Marie ni un recorte de uña. En todo caso, Marie nunca habría aceptado un regalo de ella.
El público empezaba a regresar a la fiesta. Marie había bajado de la tarima y en el salón la gente se arremolinaba alrededor de ella y la felicitaba. Entre la multitud divisé el fez rojo de Bobbie.
Jules me estaba mirando, a la espera de mi siguiente movimiento. De nuevo recordé su insistencia en que asistiera a la velada y me pregunté si podía confiar en él.
– Pero ¿por qué iba Marie a…? -¿Por qué iba Marie, que llevaba una fortuna en joyas, a coger una chuchería de su rival?
Jules adivinó lo que pensaba y dijo:
– A menos que le importara mucho quien se lo envió.
– Quiero verlo más de cerca.
No sabía a qué jugaba Jules, pero si me grababa en la cabeza el aspecto exacto de la joya podría preguntarle a Tansy si era la que me había descrito. Me abrí paso hacia Marie y Jules me siguió. Tuve que hacer cola para llegar a su lado.
– Nos conocimos hace unos días, en circunstancias menos agradables. Quisiera decirle que nunca he visto nada como su actuación de esta noche.
Hablé en francés porque me cuesta menos ser hipócrita en un idioma extranjero y porque era consciente de la mirada fría que Bobbie me dirigía desde detrás de Marie. Ésta tendió amablemente la mano, inclinó la cabeza y me dio las gracias. Debí dejar mi lugar a la siguiente persona de la cola, pero decidí que tendrían que achacar mis malos modales a la excentricidad inglesa. Sostuve su mano un segundo más de lo que requería la buena educación y fingí ver el ópalo por primera vez.
– Qué piedra tan extraña y hermosa, muy adecuada para Cleopatra.
Esto, por supuesto, era imperdonable y encajaba más con un vendedor ambulante que con una invitada. Vi la mirada de Marie recorrer el público, como preguntándose quién me había invitado. Por suerte decidió tomárselo a broma.
– ¿Le parece? Es una chuchería.
Desenrolló la cadena de su muñeca y dejó caer el colgante en mi mano.
– Mírelo.
Alguien rió. La mirada de Bobbie era fría, pero me tomé mi tiempo, le di la vuelta y traté de memorizar cada detalle de la piedra y el engaste, para luego contárselo a Tansy. Cuando por fin quise devolvérselo, Marie agitó la cabeza y sonrió.
– No, por favor, consérvelo como recuerdo de esta velada.
Risas descaradas. Se trataba de un gesto magnánimo y sin duda al día siguiente se comentaría en todas partes; todos hablarían de cómo Marie había regalado una joya de unos cientos de libras a una extraña inglesa, como recuerdo. Me dispuse a insistir en devolvérselo, pero recordé que no podía permitirme ser demasiado escrupulosa. Cuando se lo agradecí, Marie miró a Bobbie por encima del hombro y se encogió de hombros, como compartiendo la broma. Mas Bobbie no parecía divertida. ¡Por Dios! ¿Acaso creía que iba a rivalizar con ella por la atención de Marie? La dejé mirándome airadamente y me alejé del grupo. Jules me esperaba.
Regresamos al vestíbulo, ya vacío a excepción de los cansados camareros y las botellas vacías.
– Si éste es realmente el colgante de Topaz, ¿cómo es que Marie lo tenía?
– No soy yo el detective, señorita Bray.
– Sin embargo, usted se aseguró de que lo viera.
– Me sorprendió.
– Es inconcebible…
– ¿… que Marie envenenara a Topaz por esa joya?
– ¿No lo es? Además, ella sabe que hay una relación entre Topaz y yo: me vio en su suite y en su entierro. O no tiene sentido o…
– ¿O qué?
– O Marie es una mujer excepcionalmente fría y resuelta. -Pensé en la sorprendente firmeza con que sujetaba la cabeza de la pitón.
– Lo es, decididamente -afirmó Jules.
Cuando salimos al porche, el sátiro astroso estaba esperando, apoyado contra un pilar, detrás de una maceta de azucenas. Se enderezó al vernos, pero fingió no mirarnos.
– ¿Tiene algo que ver con usted?
Al parecer Jules lo divisó por primera vez.
– ¡Por Dios, no! ¿Será el juguete de alguien?
– Más bien su sabueso.
– Le gustan los animales, ¿verdad? ¿Por qué no espera aquí y se hace amiga de él mientras yo voy por nuestra calesa?
Entonces recordé a Rose, que seguiría esperando pacientemente en la glorieta.
– Señor Estevan, lo siento, pero he de hacer algo antes de irnos. ¿Podría esperarme unos diez minutos? Hay alguien que quizá agradezca un asiento en la calesa.
– Un amigo suyo, señorita Bray…
– Si no he vuelto en diez minutos, váyase, no me espere. Ya encontraré la forma de regresar. -Intentaría convencer a Rose de irse sin ver a Bobbie, aunque tal vez se mostrara obstinada-. Y si puede hacer algo para distraer al sátiro, se lo agradeceré.
– Su vida es muy complicada. Haré lo posible por conversar con esa criatura, si es que habla.
– Creo que descubrirá que habla inglés.
Atravesé la terraza corriendo y bajé por la escalinata hacia el jardín. Era una noche clara pero sin luna, y necesité un rato para encontrar la glorieta…
– ¿Rose?
Oí un movimiento y una oscura silueta salió a saludarme. Cuando apoyé una mano en el brazo de Rose comprobé que tenía los músculos entumecidos, de frío y angustia.
– ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde está Bobbie?
– Dentro, bastante ocupada. ¿Por qué no regresa conmigo? Ya la verá mañana.
– No; quiero verla esta noche.
– ¿Quiere que le lleve un recado?
Por la amistad entre Marie y Bobbie y el asunto del colgante estaba resuelta a mantener a Rose tan alejada de ellas como fuera posible.
– No. -Era un rechazo duro, casi grosero.
– Rose, sea lo que sea que están haciendo, no le recomiendo que lo hagan aquí. El hombre disfrazado que vio entre los matorrales… tengo razones para creer que es de la policía secreta.
Se sobresaltó.
– ¿Dónde está?
– Hace unos minutos estaba apostado junto a la puerta principal. No podrá entrar para ver a Bobbie sin pasar frente a él y ella no puede salir.
Se hallaba a unos centímetros de mí, y percibí su tensión y su recelo.
– Debe de haber una puerta trasera.
– Con sirvientes por todos lados. -Intenté empujarla suavemente hacia la terraza-. Jules nos llevará a la ciudad y ambas veremos a Bobbie por la mañana.
– ¡He dicho que no!
Se apartó bruscamente y corrió en la oscuridad hacia un lado de la casa. Me dispuse a seguirla cuando oí un ruido sordo y ramitas rompiéndose; después, pasos más pesados corriendo en la misma dirección que Rose. La tonta había conseguido que el sátiro astroso la siguiera. Me temo que mi reacción fue puramente instintiva. Cuando un policía persigue a una colega, cualquiera sean su disfraz y sus razones, lo natural es hacer todo lo posible por obstaculizarlo.
– ¡Aquí! -grité y eché a andar tan ruidosamente como pude en dirección al acantilado. Mis pasos produjeron un satisfactorio estrépito en un sendero de grava y me di cuenta de inmediato de que el sátiro se había detenido. Imaginé a aquella bestia peluda confundida, sin saber a quién perseguir. Grité de nuevo para alentarlo y volví a oír sus pisadas, esta vez crujiendo en mi dirección. Tenía que hacer que la persecución durara lo suficiente para que Rose llegara allá donde fuera, así que serpenteé entre los lechos de flores. Resbalé en unos fragantes arbustos de lavanda, me levanté y seguí corriendo. Quizá no fui demasiado astuta en mis serpenteos, porque mi perseguidor atajó por un camino más lento pero más directo, por encima de los lechos de flores. Cuando oí sus jadeos y sus pesados pasos, supe que lo había dejado aproximarse demasiado.
Para salvarse cuando los sátiros las persiguen, las ninfas se resguardan dentro de un árbol. Yo hice algo casi tan efectivo: trepé a un magnolio en plena floración blanca, justo antes de que el sátiro llegara. Un banco rústico alrededor del árbol me dio apoyo para subir a las ramas, y allí permanecí, sentada, oculta entre las flores, en tanto la frustrada bestia me buscaba entre los lechos de flores. Jadeaba mucho y resollaba. Creo que no lo entusiasmaba lo que estaba haciendo. Pasado un rato, se alejó arrastrando los pies y yo, cómoda en mi rama, decidí quedarme allí un tiempo prudencial; luego regresaría de algún modo a la ciudad y le enseñaría el colgante de ópalo a Tansy. Para mayor seguridad, al subir al magnolio me lo había puesto. Me lo dejé puesto y pasé el tiempo redactando mentalmente la carta que nunca me atrevería a enviar a la señora Pankhurst:
Querida Emmeline:
Con respecto a tus instrucciones de evitar cualquier escándalo, he de decirte que un sátiro acaba de perseguirme por un jardín, propiedad de una próspera cortesana que parece sentirse muy atraída por una de las jóvenes entusiastas de nuestra causa. Hasta ahora no he logrado nada en cuanto a asegurar la entrega sin obstáculos del legado de Topaz Brown, pero he adquirido un colgante con un gran ópalo, ropa interior con lazos y encaje, y un kilo de pescado precocinado, del que ya me he deshecho. Esta tarde fui al circo. Es medianoche y estoy sentada en lo alto de un magnolio. Espero que cuando recibas la presente te sientas como yo ahora.
Sinceramente,
Nell Bray.