Casi era medianoche cuando por fin pudimos dejar a Marie en manos de su doncella española, para que la acostara. Jules y yo nos encontrábamos casi demasiado cansados para hablar. El criado nos llevó al porche y descubrimos que Bobbie se había ido en nuestro coche. Supongo que debí anticiparlo. Al pensar en la larga caminata hasta la ciudad me pregunté si mis botas aguantarían. Jules, que parecía haberle tomado gusto a adoptar decisiones, informó al criado que nos quedaríamos allí esa noche. El hombre no se inmutó, ni siquiera cuando Jules le informó que queríamos cenar.
– ¿Está seguro de que Marie no se molestará?
– ¿Por qué habría de molestarse? Además, es por su culpa.
Seguimos al hombre hacia el interior, a un íntimo comedor de paredes verde pálido y cortinas beige. Creía estar demasiado cansada para comer, pero cambié de opinión cuando llegó la cena: pollo frío con mayonesa y gelatina, decorado con pequeñas rodajas de trufa y acompañado de ensalada verde en la cual brillaba el aceite de oliva. Por costumbre, el criado nos llevó champán, pero Jules le pidió moscatel. Jules me acercó una silla, se sentó y sirvió el pollo y el vino.
– Me temo que la bodega de Marie no se distingue por su calidad. En eso, Topaz la superaba fácilmente.
Pensé en Marie, arriba. Su doncella le estaría cepillando el cabello. Luego evoqué el caballo blanco haciendo una reverencia en el cementerio. El pollo estaba sabroso y comí con apetito. Jules sirvió más vino.
– ¿Decía la verdad la señorita Fieldfare?
– ¿Cuando dijo que no había matado a Topaz? Sí.
– Parece muy segura.
– No creo que me mintiera.
– Pero la creyó capaz de cometer un asesinato.
– ¡Oh, sí! Bobbie es capaz de cualquier cosa, pero no creo que haya asesinado a Topaz. He pasado algo por alto, pero no sé qué es.
– Su plan de desacreditar a ese político que tan mal le cae, ¿habría dado resultado?
Cogí otro trozo de pollo del plato que me alcanzó y me lo pensé.
– De haber sido uno de esos hombres que caen en esa clase de trampas y si ella le hubiese hecho la dichosa fotografía y la hubiese utilizado como quería, sí, quizá. Pero Bobbie se equivocó en algo importante.
– ¿En qué?
– Tiene ideas muy románticas acerca de la atracción sexual, sobreestima su poder. Para una jovencita tiene ideas demasiado anticuadas.
Jules se atragantó.
– ¿Anticuadas?
– Sí, carece de experiencia y cree que es una fuerza salvaje, como en las leyendas clásicas o en el Antiguo Testamento, Marte y Venus, Salomé y el rey Herodes. Se imaginó que lo único que tenía que hacer era exponer al hombre a esta fuerza, así de sencillo.
Jules me miraba de un modo inquietante.
– Y usted, señorita Bray, ¿no lo considera una gran fuerza salvaje?
– Me temo que las grandes fuerzas no son salvajes, sino demasiado comedidas. Son sobre todo ignorancia y vanidad.
– Ha dicho que la señorita Fieldfare carece de experiencia, eso significa que usted…
– No significa nada, señor Estevan. -Eso debió de irritarme, pero me eché a reír. Era muy tarde y había bebido dos copas de vino.
– Creo que usted es una mujer salvaje, señorita Bray.
– Entonces, usted es un hombre salvaje. ¿Qué lo empujó a saltar sobre Bobbie?
– Vi que algo se movía y me dejé llevar por el instinto. Ser presa del instinto es terriblemente vulgar y tendría que sentirme avergonzado.
Pero no se le veía nada avergonzado.
El criado entró, retiró los platos y sirvió un cuenco lleno de peras y melocotones de invernadero. Jules mondó un melocotón en largas tiras regulares.
– Así que usted dice que Bobbie Fieldfare no mató a Topaz. ¿Todavía cree que la asesinaron?
Como tenía la boca llena de pera, asentí con la cabeza.
– Entonces, ¿quién lo hizo?
Tragué y, vacilante, pregunté:
– ¿Ha pensado en Sidney Greenbow?
– ¿El Cid? Era su más antiguo amigo. ¿Por qué habría de matarla?
– Por los caballos, sus dones. ¿Sabía usted que ella le prestó una buena suma de dinero para comprarlos? Supongamos que lo estuviera presionando para que le devolviera el préstamo porque necesitaba el dinero para el viñedo.
Por su expresión, me di cuenta de que Jules no se lo creía.
– Topaz no era así. Nunca la he visto presionar a nadie para que pague una deuda. ¿Es ésa su única razón?
– No. Ya le expliqué que un hombre había espiado a Topaz y luego a Bobbie y a mí. Era un inglés que trabajaba en el circo.
– Y dice usted que ha muerto.
– ¿Se acuerda del sátiro astroso, en la fiesta de Marie? Era él. Lo encontraron muerto al día siguiente, ahogado.
No tenía intención de hablarle de Rose: ya me sentía demasiado culpable por encontrarme tan a gusto en casa de Marie cuando debería estar buscándola en la ciudad.
– ¿Y usted cree que el Cid pagó a ese hombre?
– No puedo probarlo, pero se conocían.
De pronto, Jules pareció cansado y apenado.
– Eso le molesta, ¿verdad? -dije-. ¿Sidney Greenbow es amigo suyo?
– No especialmente. Lo vi algunas veces en compañía de Topaz y me pareció divertido, a su manera. Sólo que…
– ¿Sólo que qué?
– Supongo que no deseo pensar que alguien la mató. Cuando sepamos quién fue, si alguna vez lo sabemos, estará totalmente muerta. Será como matarla de nuevo.
Me estremecí. Me sentía tan cansada como él.
– Es hora de irse a la cama.
Jules pulsó un timbre junto a la chimenea y el hombre regresó para llevarnos arriba. En mi puerta Jules me deseó las buenas noches con una ligera reverencia; supuse que la hacía con ironía, pero me hallaba demasiado cansada para irritarme.
Me desnudé y me deslicé bajo sábanas de fino satén, tan suaves como una zambullida en un sueño. Topaz habría dormido así muchas noches. Me quedé dormida deseando haber hablado con ella, aunque fuera una sola vez.
A la mañana siguiente Jules se sentía profundamente desgraciado.
– Es un sentimiento horrible. Como si mi piel tratara de quitársela de encima.
Al despertarse se había dado cuenta de que no tenía camisa limpia.
– Y no me cambié antes de que me secuestrara usted anoche. ¿Se da cuenta de que eso significa que llevo la misma camisa desde hace veintidós horas?
Parecía culparme; sin embargo, no se había enfadado cuando creyó que estuve a punto de hacer que lo mataran. Sin compasión mencioné que en la cárcel de Holloway nos dejaban cambiar de blusa una vez por semana. Cerró los ojos y se estremeció. La camaradería de la noche anterior parecía haberse desvanecido, o quizá se trataba de que Jules se retraía a su habitual distanciamiento del resto del mundo. Apenas dejó que tomáramos rápidamente un café antes de apresurarse hacia el porche, donde nos esperaba el cochero de Marie con dos ponis grises enganchados a una carretela.
– ¿No deberíamos esperar para darle las gracias a Marie?
– ¡Por Dios, no! No se levantará antes del mediodía.
Mientras avanzábamos al trote por la avenida del Bois de Boulogne, Jules permaneció quieto y desdichado, con los hombros encorvados, como si intentara mantener la mayor distancia entre su cuerpo y su camisa. Lo compadecí y sugerí que el cochero lo dejara en casa primero y luego me llevara al centro. Opuso una simbólica resistencia, pero una vez en su casa entró rápidamente con una despedida de lo más breve. Me lo imaginé arrancándose la molesta prenda en cuanto se cerrara la puerta a sus espaldas.
El cochero me preguntó adónde quería ir y le dije que a cualquier lugar del paseo marítimo. Me parecía que era hora de continuar buscando a Rose, aunque no sabía por dónde empezar. De pronto, en los escalones de un hotel vi a una mujer rechoncha con dos niñas, agitando la mano. Casi saltaba para atraer mi atención: era la señora Chester. Ni necesitaba ni quería hablar ya con ella, pero habría sido un desaire pasar de largo. Miré alrededor, para asegurarme de que su marido no estaba a la vista y le dije al cochero que me bajaría allí. La señora Chester cruzó la calle; sus dos pequeñas la seguían arrastrando los pies. Como de costumbre, estaba tan absorta en sus preocupaciones familiares que no le extrañó que una supuesta aya se apeara de uno de los coches más elegantes de Biarritz.
– ¡Ay, querida!, estoy muy contenta de verla. ¿Sabe que nos marchamos mañana? Deseaba despedirme.
El coche de Marie dio la vuelta y se alejó. Traté de parecer interesada en lo que me decía la señora Chester, pero ahora que sabía que su marido no había corrido peligro de caer bajo los disparos de la pistola de Bobbie, no me importaba que se quedaran o se fueran. Fingí un cortés interés por la salud de su hija Louisa, la que tosía.
– ¡Oh!, está contenta de volver a casa, ¿verdad, querida? El pobre David estuvo con ella casi toda la noche, yo la había acompañado la noche anterior y él insistió en que durmiera.
Las dos chicas, que no se interesaban por lo que decía su madre, la arrastraban hacia la acera.
– Mamá, ¿podemos ir a mirar los barcos?
Distraída, y hablando todavía conmigo, dejó que la llevaran al otro lado de la calle, a un telescopio montado en la balaustrada del paseo, buscando monedas en su bolso. Sentía impaciencia por librarme de ella, pero el rosario de tonterías domésticas continuó y ella parecía decidida a no soltarme. Al hallarse las dos niñas ocupadas, peleándose por el telescopio, entendí por qué. Su voz se convirtió en un susurro.
– Esa horrible mujer, la de la carta, ¿ha hecho usted algo al respecto?
– Le aseguro, señora Chester, que la mujer lamenta sinceramente haberla enviado y estoy segura de que a su marido no lo molestará con una repetición.
– ¡Oh! ¡Le estoy muy agradecida!
Allí, entre los paseantes, me cogió la mano y me la estrechó entre las suyas. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¡Estoy tan agradecida! Él es tan bueno y considerado que me siento fatal cuando algo lo inquieta. Nosotras las mujeres no entendemos el peso con que cargan los hombres públicos como él. Lo único que podemos hacer es tratar de…
Eso era el colmo y liberé mi mano.
– Le aseguro, señora Chester, que no tiene por qué darme las gracias. Por cierto, he de hablar con alguien. Que tenga buen viaje de regreso a casa.
La dejé boquiabierta por mi brusquedad y me dije que no debía sentirme culpable. El suyo era un mundo miserablemente pequeño y yo había hecho lo posible porque fuese más seguro. Al fingir tener que hablar con un conocido había mentido para alejarme de ella, pero antes de que hubiese cruzado la calle mi mentira se convirtió en realidad. Frente al hotel se hallaba lord Beverley, con abrigo y gorra de conductor, junto a su automóvil. Me reconoció y me saludó con la mano.
– Buenos días, señorita Bray. Esta mañana volvemos a casa.
La alta sociedad se preparaba para la migración desde la costa del Atlántico a los parques de Londres y París, empujadas por un instinto tan misterioso y fiable como el de las golondrinas. A la puerta del edificio se encontraban una montaña de baúles y maletas. El capó del automóvil de lord Beverley estaba abierto y él tenía una llave inglesa en la mano.
– Estoy ajustándolo. Mi padre cree que no llegará y me ha prometido que si arribamos a Londres sanos y salvos, me lo comprará.
Le pregunté cuáles eran las probabilidades y me contestó que cinco a uno, si conducía con moderación. Me explicó detalladamente lo que estaba haciéndole al vehículo. Al parecer, el mundo entero conspiraba para hacerme perder el tiempo esa mañana. Insistió en que mirara el motor para ver la pieza por medio de la cual se alimentaba de combustible. Nuestras cabezas se hallaban casi juntas, encima de tubos y cilindros, en medio de vapores de gasolina, cuando me di cuenta de lo que deseaba. Me susurró:
– ¿Tiene alguna noticia acerca de la pobre Topaz?
– ¿Qué clase de noticia?
– Parecía usted creer que alguien la había asesinado. ¿Se ha arreglado todo?
– No hay nada nuevo.
Era cierto en el sentido de que no había sucedido nada que me ayudara a encontrar al asesino de Topaz. No tenía intención de hablarle de Bobbie ni del sátiro astroso. Lord Beverley soltó un profundo suspiro de alivio sobre las entrañas del automóvil.
– Así pues, ¿fue un suicidio?
– Ése es todavía el veredicto oficial.
– ¡Gracias a Dios! Ya de por sí me ha costado mucho tranquilizar a mi padre. Si creyera que he estado involucrado en un caso de asesinato…
Desde los escalones del hotel, una voz dura y malhumorada gritó:
– ¡Charles, el hombre dice que no le encargamos una cesta de comida! ¡Te dije que la pidieras!
Lord Beverley suspiró de nuevo, se incorporó y dejó la llave.
– Es mi padre. Discúlpeme, señorita Bray, tengo que hablar con él. No los presentaré, si no le molesta. No es precisamente uno de sus aliados.
Esperé apoyada contra el vehículo y dándoles la espalda, en tanto padre, hijo y gerente del hotel arreglaban el problema de la cesta de comida. Lord Beverley regresó al cabo de unos minutos.
– Lo siento. Así que todo se ha acabado: las sufragistas obtienen su dinero y todo el mundo queda satisfecho. Pero es una lástima.
Me preguntó si pensaba quedarme mucho tiempo en Biarritz. Me disponía a contestarle cuando se oyó un grito. Una larga y negra fusta con látigo surgió como por ensalmo, cual dientes de serpiente, y azotó el abrigo de cuero de automovilista de lord Beverley.
– ¡Esto es por ella, cabrón! -gritó un hombre.
Me volví y ahí, a unos metros, se encontraba Sidney Greenbow, con las piernas abiertas y recogiendo el látigo en la mano derecha. Alrededor, la gente que había estado charlando al sol se quedó atónita.
Lord Beverley no se movió durante unos segundos, limitándose a mirar fijamente a Sidney. Se llevó la mano al hombro donde lo había fustigado el látigo. Se le veía más perplejo que enojado. Si oyó lo que le gritó Sidney, no pareció entenderlo.
– ¿A qué se debe esto? -preguntó con tono lastimero.
– Sabes perfectamente a qué.
Sidney se preparó para fustigarlo nuevamente y esta vez se oyó un coro de gritos. Me encontraba a unos centímetros de lord Beverley, pero no se me ocurrió apartarme. Como todos, no daba crédito a mis ojos. El látigo silbó de nuevo, cerca de mi mejilla, pero en esta ocasión lord Beverley ya no estaba en el mismo lugar. Gritó algo incoherente y se arrojó sobre Sidney antes de que éste pudiese recoger el látigo para un tercer azote. Fue tan rápido que pilló a Sidney con la guardia baja. Lord Beverley era más alto que él y pesaría unos quince kilos más. Los dos cayeron sobre la grava del patio delantero. Sidney aferraba la fusta y lord Beverley se sentó a horcajadas sobre él, tratando de quitársela. Pero la ventaja en cuanto a tamaño y peso de lord Beverley no era rival para los músculos circenses de Sidney. Tras muchos gruñidos y jadeos, la posición se invirtió: la cabeza de lord Beverley se hallaba ahora contra el suelo y la rodilla de Sidney sobre su pecho. Lord Beverley casi no podía hablar y apenas le quedaba aliento para preguntar a Sidney qué se suponía que había hecho. Sidney repetía una y otra vez:
– ¡Lo sabes, cabrón, lo sabes!
Nadie hizo nada por detenerlos hasta que me acerqué a ellos.
– Sidney, ¿qué está haciendo? Éste es lord Beverley.
– Hola, señorita Bray. Sí, sé perfectamente quién es, y me importa un rábano que sea lord. Quizá la policía no pueda tocarlo, pero yo sí.
– Déjelo levantarse, le está haciendo daño.
– Dejaré que se levante si promete que pelearemos como es debido. No quiero que huya corriendo en busca de su papaíto.
Al creer que Sidney se había distraído, lord Beverley intentó de nuevo quitárselo de encima. Pero tras un brusco forcejeo acabaron más o menos como al principio. Para entonces, alguien había pedido ayuda, que llegó en forma de cuatro fornidos empleados del hotel y el padre de lord Beverley, el duque. Cuando éste vio la escena, se sonrojó y gritó:
– Charles, ¿qué diablos estás haciendo ahora?
A lord Beverley apenas le quedaba aliento para decir que no era culpa suya.
– ¿Y bien? ¿Qué hacen ahí parados? ¡Quítenle ese hombre de encima!
Los empleados del hotel se aproximaron. Sidney los miró y se levantó lentamente, tomándose su tiempo. Lord Beverley lo imitó, un tanto tembloroso y resollando, pero lo que más parecía preocuparle era la reacción de su padre.
– No sé a qué se debe esto. Este hombre se acercó y empezó a azotarme con un maldito látigo.
– ¿Por qué trataba usted de azotar a mi hijo?
Uno de los empleados había recogido el látigo. Sidney permaneció inmóvil con los brazos cruzados. El duque miró los rostros de la multitud, tratando de entender. Por desgracia, se fijó en mí. Vi que me reconocía, y su rostro se tornó de un rojo subido.
– Conozco a esa mujer. Es una maldita sufragista. ¡Por Dios!, ya no les basta con atacar a la gente en las calles de Londres, tienen que venir aquí, a fastidiarle a uno sus vacaciones.
Traté de protestar, de decirle que el incidente no tenía nada que ver conmigo.
– Ha hablado con el hombre del látigo -dijo una mujer-. Lo ha alentado. Fue ella quien lo organizó todo.
Lord Beverley trató de ayudarme.
– No fue culpa de la señorita Bray, señor. Estaba hablando conmigo cuando ese maniático llegó. No tiene nada que ver con ella.
– Te estaba distrayendo mientras él se acercaba sigilosamente. Era parte del plan. Eres mi hijo y eso les basta. No hay nada que no estén dispuestas a hacer. La cárcel es demasiado poco para ellas.
Sidney trató de decir algo pero el duque le ordenó callar. La mujer que dijo que yo había alentado a Sidney sugirió que llamáramos a la policía. Lord Beverley parecía completamente apenado.
– Le repito que no tuve nada que ver con esto -declaré.
– Es cierto. Nada -confirmó Sidney.
Supongo que lord Beverley me creyó. En todo caso, debió tener suficientes dudas a mi favor para hacer lo que hizo a continuación.
– No creo que sea buena idea, señor… llamar a la policía.
– ¿Por qué no? -Ahora que creía que lo había atacado una sufragista, el respeto del duque por su hijo había aumentado.
– Nos retrasarían varios días con sus preguntas y luego tendríamos que ir a los tribunales. No merece la pena. Además, le he dado su merecido a ese hombre.
Esto no era del todo cierto, pero, dadas las circunstancias, no lo culpé.
– ¿Y qué hay de ella? No podemos dejar que salga impune.
– Insisto en que la señorita Bray no tuvo nada que ver con esto, señor.
El duque resopló.
– Claro que sí -replicó, pero lo de visitar un tribunal francés tuvo obviamente mucho peso en su decisión.
Era la clase de hombre que consideraba siniestra cualquier cosa extranjera. Se volvió hacia mí, con las mejillas enrojecidas, masticando su rabia como si fuese carne de buey cruda.
– Déjeme decirles, a usted y a todas esas arpías que van contra la naturaleza, que pueden hacer lo que quieran, que pueden romper todas las ventanas del 10 de Downing Street y atacarnos con ladrillos y fustas, o cualquier cosa que encuentren, pero no vamos a rendirnos. No cederemos mientras en Inglaterra haya hombres de verdad.
No dije nada, no valía la pena. Me miró airadamente, se volvió y apoyó una mano en el hombro de su hijo.
– Vamos, Charles. Que alguien te traiga un brandy.
Por encima del hombro de su padre lord Beverley me dirigió una mirada mezcla de disculpa y perplejidad.
Observé a padre e hijo entrar y centré mi atención en Sidney Greenbow, rodeado todavía de empleados del hotel. Dos lo cogieron bruscamente de los brazos cuando intentó seguir a lord Beverley, y otro sostenía todavía el látigo en la mano.
– Ya pueden soltarlo -les dije.
Eso me confirmaría como su cómplice, pero no podía dejarlo así. Creo que los empleados se alegraron de soltarlo. Sidney tendió la mano, pidiendo su látigo, pero el hombre que lo tenía negó con la cabeza y lo escondió a sus espaldas.
– Vámonos -dije a Sidney-, no puede culparlos.
Él me siguió de mala gana, refunfuñando que el látigo le había costado cinco libras. La multitud se apartó y nos dejó pasar, murmurando y mirándonos con desconfianza. No vi a la señora Chester; esperaba que se encontrase en la playa. En cuanto dejamos atrás la zona elegante, llevé a Sidney a un café. Creo que empezaba a entrar en ese estado de abatimiento que se da cuando uno ha hecho uso de la violencia. Conocía la sensación.
– ¿Por qué está tan seguro de que lord Beverley mató a Topaz?
Me miró fijamente.
– Era su último cliente, ¿no?
– ¿Sólo por eso, porque creyó que era su último amante?
Se inclinó y apoyó los codos en la mesa de metal. Percibí su olor a sudor y al heno de las cuadras.
– Mire, señorita Bray, le dije que la profesión de Topaz era peligrosa. Uno de los riesgos es que alguien quiera obtener sus servicios gratis, y que la mate si la chica no accede.
– Pero lord Beverley no esperaba sus servicios gratis, como dice usted. Había gastado mucho dinero en ella.
Sidney asintió con la cabeza.
– Se gastó en ella todo lo que había ganado. Suele ocurrir así. Una noche llegan, convencidos de que la chica los ama porque se han acostado con ella varias veces. Pero ella les dice que si no pagan la entrada no hay espectáculo, ellos se enfurecen y luego ocurre lo que ocurre.
Era un resumen horrible, pero su ingenuidad me sorprendió. Consideraba a Sidney Greenbow un hombre ingenioso. Ahora bien, si un hombre ingenioso desea apartar las sospechas de su persona, el numerito de esa mañana habría funcionado muy bien. Nos trajeron el café.
– No creo que lord Beverley pensara eso. No parecía afectarlo mucho el que ya no le quedara dinero. Para eso había venido, para gastárselo.
– Pero se había enamorado de ella.
– No lo creo. Le gustaba, sí, pero nada más. En todo caso, si de verdad cree que la asesinó, ¿por qué no se lo dice a la policía?
Soltó un bufido socarrón.
– ¿Qué harían? Sería su palabra contra la mía. Yo no puedo probarlo. Pero le debía algo a Topaz, y era eso.
Bebió un sorbo de café. Me pregunté si debía mostrarle una de mis cartas y decidí que no perdería nada con ello.
– ¿Por qué está tan seguro de que lord Beverley fue el último?
– He preguntado por ahí. Conozco a mucha gente.
Tenía un truco: mirar a su interlocutor directamente a los ojos. Le devolví la mirada.
– Sí, conoce usted a mucha gente y también le pagaba a cierta persona, ¿verdad?
Parpadeó.
– ¿Qué quiere decir?
– Al hombre apodado Bobsworth, Robert Worth le pagaron por vigilar a Topaz. Luego, después de su muerte, empezó a seguirme a mí y a alguna gente relacionada conmigo. Creo que quien contrató a Bobsworth fue usted, señor Greenbow.
Negó con la cabeza.
– Yo no. De haber querido un espía, habría conseguido uno mejor que Bobsworth.
– Robert Worth era un hombre culto, no siempre había trabajado en un circo.
– ¡Oh!, eso dicen todos. Si hemos de creerles, entre los que levantan la carpa, tenemos a dos profesores universitarios y a un príncipe real.
– Él no era tan ambicioso, pero trabajó en la oficina de un abogado hasta hace ocho años.
– ¿Eso le dijo?
– Nunca he hablado con él.
– Entonces ¿cómo lo sabe?
No contesté. Por alguna razón, esa información pareció interesarle mucho, pero no entendía por qué. Durante un par de minutos no habló. Cuando finalmente rompió el silencio, me hizo una pregunta inesperada.
– Así que trabajó en Londres, ¿eh?
– Sí.
– ¿Hace ocho años?
– Hace ocho años dejó el puesto. Debió de trabajar para el bufete unos años. Le dieron una referencia.
Otro largo silencio y luego:
– Me pregunto…
– ¿Qué se pregunta?
– Si le digo lo que estoy pensando seguramente pensará que estoy llegando a conclusiones apresuradas.
– Llegó a una conclusión apresurada al tratar de azotar a lord Beverley.
– Sí, tiene razón. -Esta vez no me miró a los ojos-. Lo que usted acaba de decir hace que me pregunte si me equivoqué.
– ¿Lo que dije sobre Bobsworth?
– Es algo agarrado por los pelos, pero…
– Que lo sea o no, más vale que me lo cuente.
Eso hizo, inclinado, con los codos apoyados en la mesa y mirándome a los ojos para ver mi reacción.
– Tenemos que retroceder diez u once años, cuando Topaz actuaba todavía en los teatros de variedades y empezaba a irle bien con el otro trabajo. Yo la veía ocasionalmente, cuando estábamos en la misma cartelera, y me habló de un hombre que tenía que ver con eso de los abogados…
– ¿Un cliente?
– No; esta vez las cosas eran al revés. Él trabajaba para pagarse los estudios, pero el dinero no le alcanzaba y Topaz lo ayudaba.
– ¿Por qué?
– Porque él le gustaba, supongo. Creo que también trataba de probar que ella podía pagarse un hombre y el que él tuviera algo que ver con el mundo de los abogados significaba un ascenso para ella. Por supuesto, después pudo haberse conseguido todos los jueces del Tribunal Supremo, de haberlo querido, pero en aquel entonces todavía no.
Ya imaginaba adónde quería llegar, pero quería que lo expresara en voz alta.
– ¿Qué tiene que ver con Bobsworth?
– Bueno, cuando me ha dicho que la espiaba y que trabajaba en el bufete de un abogado, empecé a sumar dos y dos.
Yo también estaba sumándolos, a tal velocidad y con tanto júbilo que perdí el aliento, como ocurre cuando el viento te azota al caminar. Veía al joven oficinista, humilde pero ambicioso, trabajando para ascender de oficinista a abogado; lo veía hundirse en su mundo a la vez que Topaz ascendía en el suyo, lo imaginaba robando para impresionarla, arruinándose. Pero, años más tarde, por cruel coincidencia, trabajaría y viviría con aprendices de payaso en una carreta circense, mientras ella dormía sobre sábanas doradas en la misma ciudad. «Pagaré por una carrera.» Por el brillo de los ojos de Sidney supe que percibía mi excitación.
– Supongamos que fue Bobsworth -dijo, como si me susurrara palabras cariñosas.
Imaginé a Bobsworth pidiéndole una cita a Topaz, tarde, por la noche, cuando terminara su trabajo en el circo, y a Topaz encabezar la nota de respuesta con «Demasiado tarde». Demasiado tarde para Bobsworth, demasiado tarde para todo. Traté de no dejarme llevar por la imaginación…
– ¿No estaba trabajando en el circo esa noche?
Sidney sonrió.
– A nadie le habría extrañado que Bobsworth se hubiese largado de nuevo.
El camarero había servido más café y esta vez Sidney lo bebió lentamente.
– ¿Y dice que Bobsworth ha muerto?
– Ahogado. He visto su cuerpo.
Permanecimos un rato sin hablar. El café empezaba a llenarse de parroquianos que querían comer temprano. Sidney sacó un franco y unos céntimos, y los dejó sobre el mantel.
– Entonces, caso resuelto.
Parecía haber recuperado su desenvoltura. Salimos juntos al brillante sol matinal.
– Supongo, pues, que azoté a la persona equivocada, ¿verdad?
– Sí.
– Merezco haber perdido el látigo.
Me deseó buenos días y se alejó; caminaba entre los paseantes como un marinero entre marineros de agua dulce. Así que él creía que el caso estaba resuelto.