Había pedido al cochero que me esperara. Ya pasaba de las seis de la tarde, lo que me dejaba justo el tiempo suficiente para lo que tenía que hacer antes de las ocho.
Un cuarto de hora después me hallaba en el estudio de Jules Estevan.
– Señor Estevan, necesito un hombre -le dije.
– Admiro su franqueza, señorita Bray, pero no creo ser el indicado.
– Es usted perfectamente adecuado. De hecho, casi cualquier hombre presentable me servirá.
Pareció ligeramente alarmado e intenté tranquilizarlo.
– No será por mucho tiempo, quizá no más de dos horas, y no hace falta que se cambie, sólo necesita un sobretodo.
– Señorita Bray, ¿sería tan amable de explicarme qué desea exactamente?
– Bobbie Fieldfare y Marie de la Tourelle están a punto de hacer algo terriblemente estúpido. Y quiero estar allí para demostrarles cuán ridícula es la situación.
Soltó el aliento y se dejó caer en el sofá, perdiendo algo de su aplomo.
– Señorita Bray, entiendo su preocupación. Si cree que la señorita Fieldfare y Marie son una mala influencia la una para la otra, hasta estaría de acuerdo. Pero en asuntos de esta índole, sin duda todos tenemos derecho de condenarnos a nuestro modo, ¿no?
Sabía que presumía de no excitarse nunca por nada, pero ahora exageraba.
– Me temo que no puedo ver un intento de asesinato con tan olímpica indiferencia.
Se incorporó.
– ¿Asesinato?
– Por su modo de hablar, creí que lo sabía.
– ¡Claro que no! No sé de qué está hablando.
– Entonces, ¿a qué cree que me refería?
Vaciló y sonrió.
– Me temo que supuse que tenía intención de pillarlas en un devaneo… digamos sáfico.
– ¡Por Dios, no! Le aseguro que tengo cosas más importantes de que preocuparme.
Jules se echó a reír y no pude evitar imitarlo. Creo que nuestras risas eran bastante histéricas; reverberaban en el suelo encerado, en las figuras paganas pintadas en las paredes, en el maniquí de cabeza de porcelana. De pronto me asusté. Me pregunté si había elegido al aliado adecuado, pero, como le había dicho a Jules, precisaba un hombre y no tenía dónde escoger. Cuando nos calmamos le conté únicamente lo que deseaba que supiera. Bobbie y Marie, le expliqué, estaban tramando asesinar a alguien por razones políticas. Preferí no darle el nombre de la víctima. La idea consistía en interrumpir el complot de tal modo que tuviese a Bobbie lo bastante atrapada para poder enviarla directamente a Inglaterra. Al principio Jules no me creyó.
– Ni siquiera Marie sería tan idiota.
– Estoy segura de que Bobbie ha estado manipulando su tan desarrollado sentido teatral. Además, no sería Marie la que apretara el gatillo.
– Una pistola, ¿eh?
– Me temo que sí, pero no hay problema. El hombre al que esperan no irá. La invitación ha sido interceptada, sólo que Bobbie y Marie no lo saben.
– ¿Contra quién va a disparar Bobbie?
– Bueno, en teoría contra usted, pero…
– Ya veo… ¿Dispararán sólo en teoría?
– No llegarán a tanto.
– Me gustaría compartir su confianza.
– Únicamente lo necesito como guía. Verá, Marie habrá dicho a sus criados que espera a un hombre a las ocho de la noche, pero dudo que les haya dado su nombre. Si usted llega a las ocho, los criados supondrán que es el hombre que Marie espera y le dejarán entrar. Bobbie estará escondida en algún lugar de la habitación. Yo lo sigo, pillo a Bobbie con las manos en la masa y la meto en el próximo tren a Inglaterra.
– Hay un pequeño fallo en todo esto: ¿qué ocurrirá si la señorita Fieldfare dispara en cuanto yo entre en la habitación?
– No es eso lo que planean. La idea es que Marie lleve a la víctima a una posición que le dé suficiente tiempo a Bobbie para apuntar y yo habré entrado mucho antes.
– ¿Puede darme una buena razón, señorita Bray, para que haga esto?
Pensé en recordarle que Marie era amiga suya, pero supuse que eso le resultaría insuficiente.
– Al menos será una experiencia nueva, señor Estevan.
– Aquí nace un mártir de la experiencia…
Se tumbó boca arriba, se levantó, salió y al poco reapareció con guantes blancos y capa de ópera; en la mano llevaba su sombrero de copa.
– Vamos allá.
– Me está esperando un coche de punto.
Los coches de punto en Biarritz cobran dos francos la hora, por lo que ya había gastado tres chelines del dinero de la Unión, pero era la menor de mis preocupaciones. Casi había esperado que Jules se negara, mas había aceptado y me vi comprometida. Ojalá entendiera a Bobbie Fieldfare. Silencioso en el asiento frente a mí en tanto el coche subía con dificultad la cuesta, Jules debió de pensar lo mismo. De pronto dijo:
– Un voto ha de ser muy importante para la señorita Fieldfare.
– Lo es para todas nosotras.
– Para mí, no. Cuando se sabe que la mayoría de la población se equivoca invariablemente, ¿cómo aceptar un sistema político que presupone que esa mayoría siempre tiene razón?
– ¿Qué sistema prefiere?
– Prefiero evitar los sistemas. Lo que quiero decir es que Bobbie Fieldfare es, y usted lo ha reconocido, una jovencita muy resuelta que mataría si creyera que eso ayuda a conseguir su preciado voto. ¿Lo ha hecho ya?
El interior del coche estaba casi en penumbras, pero Jules debió de percibir la tensión de mis músculos.
– ¿Qué quiere decir?
– Acabo de entender la razón de una de sus preguntas. Quería saber si Bobbie sabía lo del legado de Topaz cuando ésta vivía todavía. -No contesté-. Y la respuesta fue que sí, que probablemente lo sabía. -Esperó-. Y bien, señorita Bray, ¿envenenó a la pobre Topaz?
– Incluso si lo sabía, no prueba nada contra ella.
– Ésa no es una respuesta y me doy cuenta de que hay cosas que no me ha dicho.
Era verdad: la visita de Bobbie al médico, quejándose de insomnio; Bobbie vestida de hombre y paseándose delante de la puerta de Topaz.
– Además, está ese extraño asunto del colgante de ópalo -añadió Jules. Al parecer me leía la mente. Se reclinó contra el asiento, pero no se relajó-. Comprendo por qué tiene tantas ganas de sacarla del país.
El coche aminoró la marcha al subir la empinada cuesta. Miré por la ventanilla y vi que tomábamos una de las curvas cerradas cercanas a la Ville des Liles. Ya atardecía y la puesta del sol no era sino una larga mancha dorada encima de un mar violeta.
– El hecho de que me haya reclutado, ¿significa que ya no sospecha de mí?
No vi razón para mentirle.
– No, no del todo, pero algo que averigüé hoy hace que sea un sospechoso menos verosímil.
– ¿Qué averiguó?
– Un hombre nos ha estado espiando, a Bobbie y a mí. Y creo que antes de eso espió a Topaz. Era un inglés y creo que le habían pagado con dinero inglés.
– ¿Era?
– Está muerto.
Silencio.
– ¿Y por qué me hace eso menos verosímil como asesino?
– Francia es su país. Si necesitara a un hombre para espiar elegiría probablemente a un francés y le pagaría en moneda francesa.
– No necesariamente. Si necesitara un espía realmente eficaz la elegiría a usted y le pagaría con mi voto indeseado.
Esto me halagó.
Tomamos la última curva y a la luz del atardecer vi el alto muro de la Ville des Liles. Serían las ocho menos cuarto. Sabía que lo difícil sería averiguar adónde llevaría a Jules el criado que le franqueara la entrada. Le sugerí que preguntara dónde se hallaba Marie y fingiera haber dejado algo en el coche, que saliera y me lo dijera. Yo creía que estaría en el salón donde había interpretado su papel, o en su dormitorio. Jules no estaba de acuerdo.
– No, estarán en el templo de Venus. Mucho más conveniente para una cita, o un asesinato.
– ¿Templo?
– El templo de Marie es un pabellón en el jardín. Si tengo razón, veremos las luces en cuanto traspongamos la reja.
El coche entró por la verja y avanzó por el sendero de grava. A diferencia de la noche de la fiesta, la casa y el jardín se hallaban silenciosos y, al parecer, vacíos, aunque había luces en algunas habitaciones de la planta baja. Al detenerse el coche, Jules me tocó el brazo.
– Mire.
Vi una ventana iluminada a unos cien metros, en un edificio blanco rodeado de arbustos, sobre una colina.
– Allí están.
Lo bastante cerca para oír las ruedas del vehículo en la grava y creer que David Chester caía en su trampa. Me pregunté cómo se sentiría Bobbie y la imaginé dando un último repaso a la pistola. Marie estaría preparando una pose adecuada.
– Vaya a la casa para que los criados sepan que ha llegado -susurré-. Yo iré allí directamente y esperaré fuera.
Nos apeamos. Pedí al cochero que esperara y observé a Jules dirigirse hacia la casa. Cuando le oí tocar el timbre bajé por unos escalones al jardín en pendiente y lo crucé rumbo al pabellón.
La tierra estaba blanda y no hice ruido. El edificio se encontraba a mi derecha. La luz provenía de una ventana semicircular cerca de la parte alta del muro. Al acercarme olí humo de leña. Con la mayor cautela me abrí paso entre arbustos de hojas rasposas, asusté a un pájaro que descansaba y que huyó ruidosamente y finalmente me quedé quieta. No oí ningún sonido dentro. Esperé un minuto y seguí mi camino. Ya había oscurecido del todo y tuve que subir la pendiente con cuidado. Cuando llegué al muro vi que las primeras piedras sobresalían más que las otras. Eso me dio pie para alzarme y mirar por la ventana.
La habitación parecía un escenario: un rectángulo blanco tenuemente iluminado; un fuego en una chimenea de mármol blanco; un sillón de orejas, tapizado de terciopelo verde manzana; en las paredes, tapices modernos en los que figuraban dioses y diosas en poses atléticas. El mueble principal era un enorme sofá cubierto de pieles rojizas. Marie se hallaba en él; lucía un vestido de color pálido que se deslizaba sobre su cuerpo cual nata líquida. Sin embargo, por una vez no estaba posando: parecía una colegiala, con los pies descalzos hundidos en las pieles, las piernas dobladas y el mentón apoyado en las rodillas, rodeadas éstas por un brazo. Su largo cabello estaba suelto. Comía algo, creo que una ciruela. Bobbie se encontraba sentada en el borde del sofá. A diferencia de Marie parecía preocupada y miraba repetidamente la puerta. Llevaba chaqueta y falda corrientes y no vi la pistola. Supuse que se hallaba detrás de una serie de macetas llenas de helechos y azucenas en el extremo de la habitación frente a mí: un arreglo floral desproporcionadamente voluminoso para esa estancia, pero perfecto como protección para un asesino.
Esperé con los dedos aferrados al alféizar y la punta de los pies apoyados en el muro. De haber alzado la mirada, Bobbie me habría visto, pero observaba a Marie. No obstante, creo que oyó los pasos de Jules en la grava casi al mismo tiempo que yo. Con una lámpara de queroseno en la mano, el criado lo guiaba por el sendero paralelo al muro. La primera parte de mi plan había funcionado y al parecer nadie dudó que Jules fuese el visitante que Marie esperaba. Bobbie dijo algo a ésta, que arrojó la ciruela al fuego, agitó los pies desnudos y los sacó de debajo del confort de las pieles, cruzó los tobillos y, de cara a la puerta y apoyada en un hombro, se recostó. Con dos estudiados y rápidos movimientos de la muñeca se soltó el cabello, que cayó cual dos obedientes ríos a cada lado y la enmarcó desde la frente hasta los blancos pies. Entretanto, Bobbie había desaparecido detrás de los helechos y las azucenas, con la misma presteza que un conejo en su conejera. En el sendero, a mi derecha, Jules y el criado ya se hallaban a la par conmigo. A la luz de la lámpara vi el rostro de Jules. Parecía preocupado y me habría gustado poder indicarle que me encontraba muy cerca. El criado se detuvo, señaló la puerta y le dijo algo antes de volver al sendero con su lámpara. Deseé con todas mis fuerzas que Jules continuara. Vaciló un momento y luego oí sus pasos en la grava y una firme llamada a la puerta. Desde dentro, Marie le dijo en inglés que entrara. Cuando lo oí empujar la puerta y abrirla salté de mi asidero y corrí pendiente abajo hacia la luz que se filtraba por la puerta abierta. Llegué justo a tiempo para oír la exclamación de sorpresa y enfado de Marie.
– Jules, ¿qué hace aquí? ¡Márchese!
Un momento de silencio, seguido de un destello tan brillante como un rayo, un fuerte chasquido, una maldición en francés y el sonido de un cuerpo pesado al caer en el follaje. Marie chilló. Sendero arriba, el criado gritó y regresó corriendo. Me maldije por mi estupidez. Traspuse a toda prisa la puerta abierta y vi la pierna elegantemente enfundada de Jules revolverse entre los helechos y las azucenas destrozados -lo supuse agonizante-, y a Bobbie pegándole en los hombros con un palo, cual un niño matando un ratón. Me abalancé sobre ella. En todo momento oí los gritos de Marie y el aroma de azucenas combinado con un olor a metal quemado; dejé caer todo mi peso sobre ella, me arrodillé encima y le quité el palo. La punta estaba totalmente astillada. Le grité a Bobbie que era una tonta y una asesina, como si lo uno fuese tan malo como lo otro. A mi lado, el cuerpo de Jules no dejaba de removerse. Bobbie me gritaba también, pero no entendía lo que decía dado el ruido que hacía Marie. Como Bobbie seguía debatiéndose, empujé su cabeza contra la puerta y me encogí al oír el golpe: no le hizo perder el conocimiento, pero al menos la tranquilizó lo suficiente para que me encargara de Jules. Le quité un helecho de la nuca y le di la vuelta con delicadeza sobre su capa rasgada. En su rostro había un rictus de dolor y su pecho subía y bajaba, en busca de aliento. Le rodeé los hombros con un brazo y descansé su cabeza sobre mi regazo.
– Jules, lo siento, no tenía idea…
Hizo un esfuerzo por decir algo.
– … equivocada, estaba usted equivocada.
– Sí, me equivoqué, pero eso no importa ahora, ahora tenemos que conseguirle un médico y…
El criado estaba de pie, contemplándonos.
– … No necesito un médico -logró pronunciar Jules. Le costaba menos respirar, pero quizá eso no fuese bueno-. Equivocada-, no es una pistola…, es una cámara… ¡Oh, Dios mío!
Inhaló hondo y se incorporó. Antes de que pudiera digerir sus palabras comprendí lo que le ocurría: reía con una risa histérica y temblorosa, no muy lejana al dolor.
– ¿Una cámara?
Todavía no lo había digerido cuando miré el palo astillado con que Bobbie había golpeado a Jules y lo reconocí: era la pata rota de un trípode. Las otras dos patas y un trozo de madera astillada se hallaban entre los destrozos de los helechos, quemados éstos por los restos del magnesio del foco. Detrás estaba la cámara. Bobbie se había incorporado y la miraba fijamente, como preguntándose cómo había llegado allí. Luego me miró y, en voz queda, dijo:
– No tenías por qué hacer eso, Nell. Aunque lo desaprobaras, no tenías por qué hacerlo.
Me levanté. Sentía las piernas débiles, así que me senté al lado de Marie en el sofá cubierto de pieles. Marie había dejado de gritar y me miraba airadamente. El criado levantó a Jules y lo ayudó a sentarse en el sillón de orejas. Todavía aturdida, Bobbie se liberó del follaje.
– De todas las ideas idiotas que he oído, ésta debe de ser la peor -declaré.
A Bobbie sin duda le dolía la cabeza, pero no por eso perdió el ánimo.
– Habría funcionado perfectamente, si no hubieses metido la cuchara. Tal vez todavía funcione, si te vas.
– No funcionará. La cámara está rota y el señor Chester no vendrá, porque tu invitación fue interceptada.
– ¿La interceptaste tú?
No contesté.
– Fuiste tú, ¿verdad, Nell? Has estado espiándome. Sé que no estamos de acuerdo en todo, pero podrías haber seguido haciendo las cosas a tu manera y dejado que yo las hiciera a la mía.
– ¿Incluyendo el chantaje? ¿Qué habrías hecho con la fotografía comprometedora si la hubieses conseguido?
– Habría enviado copias a todos los periódicos, a todos los obispos y a todos los jueces del tribunal supremo.
Marie ordenó al criado que se fuera. Se me antojó el primer acto de sensatez que hacía en varios días. El criado se marchó sin mirar atrás y me pregunté si en casa de Marie estas situaciones formaban parte de la rutina.
– Aunque hubiese funcionado, es un modo miserable de luchar.
– ¿Poco femenino?
– Poco caballeroso.
Bobbie se acercó a la chimenea a grandes pasos, sin dejar de golpearse el muslo con un puño.
– Nell, no sabes cuánto me irritas. Crees que si continuamos luchando según sus reglas, acabarán por invitarnos a ser miembros de su agradable club de caballeros y todas seremos felices. Pero no lo harán. Mantendrán la puerta cerrada con toda su fuerza bruta y con todos los trucos sucios a su alcance. La única manera de lograrlo es machacando.
– ¿Y éste fue el mejor modo de machacar que encontraste? Por Dios, ¿qué te hizo pensar que David Chester vendría? El hombre me cae tan mal como a ti, pero en cuanto a su vida privada, es un modelo de hombre hogareño.
– Eso no existe.
– Habría venido por mí. De haber recibido la carta, habría venido -afirmó Marie.
Se estaba calentando los pies junto al fuego de la chimenea y arreglando el cabello con la misma eficacia con que un músico guarda su instrumento al término de un concierto.
– ¿Por qué?
– Porque siempre lo hacen.
Desde el sillón de orejas, Jules comentó:
– Ambas tienen una fe conmovedora en la lascivia masculina.
– No; en la vanidad masculina -respondió Marie.
– Se trataba de encontrar el anzuelo adecuado -aseguró Bobbie.
Marie hizo una mueca, pero Bobbie estaba demasiado enfadada conmigo para darse cuenta.
– Has estudiado el tema, ¿eh?
– Sabes muy bien lo que he hecho. Probablemente fuiste tú la que interfirió la primera vez. Sí, estoy segura de que fuiste tú.
Hasta entonces yo no había oído hablar de otro intento, pero no lo reconocí.
– Creí que pensabas cometer un asesinato.
Bobbie resopló.
– Ojalá lo hubiese pensado, así ya todo estaría acabado.
– Ya está acabado. Lo mejor que puedes hacer es regresar a Inglaterra en el primer tren. Tengo un coche esperando y tú ya has causado suficientes daños.
– No me voy sin Rose.
– A ese daño me refiero precisamente. Tienes que irte sin ella.
– Sabes dónde está, ¿verdad? La estás ocultando.
No contesté. En ese momento no deseaba compartir nada con ella.
– La engañaste para que te lo contara todo, ¿verdad? Me acusas de comportarme como una miserable, pero has utilizado tu puesto en el movimiento para aterrorizar a la pobre Rose.
– No se trata de aterrorizar. Has metido a Rose en muchos problemas y lo mejor que puedes hacer es irte y dejar que yo me encargue.
Bobbie me dio la espalda y contempló el fuego.
Como si de una conversación intrascendente se tratara, Jules preguntó a su espalda:
– Señorita Fieldfare, ¿mató usted a Topaz Brown?
Bobbie se dio la vuelta, pálida de indignación.
– ¿Qué ha dicho?
– Que si mató usted a Topaz Brown.
Nos quedamos todas de piedra: Marie con los brazos detrás de la cabeza, a punto de ponerse una horquilla, Bobbie como una estatua, y yo mirándola fijamente y con la sensación de haber dejado un rastro de pólvora, pólvora que Jules había decidido encender. En el silencio se oía el chisporroteo de los leños y la tierra que salía poco a poco de una maceta volcada.
– ¿Por qué habría de matar a Topaz Brown?
Cuando por fin salieron, sus palabras fueron tan calmadas como la pregunta de Jules, y la contestación de éste igualmente tranquila.
– Por su dinero. Para usted no, claro, sino para el voto.
– ¿Cómo podría haberlo hecho?
– ¿Sabías antes de que muriera que nos había legado su dinero? -pregunté.
Bobbie asintió con la cabeza. Se me ocurrió que se sentía aliviada al oír una pregunta para la que tenía respuesta.
– Sí, lo supe la noche antes. Todo el mundo lo sabía.
– La noche en que murió Topaz Brown, un joven se paseó de arriba abajo frente a su entrada privada desde las diez hasta después de la medianoche. Ese joven eras tú.
Sólo un repentino movimiento denotó la sorpresa de Jules. Marie dio un respingo. La expresión vacía de Bobbie se convirtió en furia, una furia fría y resuelta.
– Sí, lo era.
Marie fue a decir algo, pero Jules alzó una mano para callarla.
– Su testigo, señorita Bray.
– Había un colgante con un ópalo girasol. Lo vieron en manos de Topaz el día antes de su muerte. Más tarde estaba en manos de Marie. Creo que tú se lo regalaste.
– Sí, me lo regaló.
Por fin a Marie le habían dado una entrada que reconocía. Traslució horror con toda la fuerza de sus grandes ojos oscuros, se tocó el cuello con una mano; la parte de su cabello que quedaba suelta le caía como una cascada; con la otra mano señaló a Bobbie, gesto innecesario puesto que se hallaba a pocos metros.
– Ella me lo regaló. Me dijo que me lo había enviado un admirador. Es una asesina. Me ha traicionado. Ha asesinado a mi amiga…
Jules se levantó, cogió su larga cabellera, cual una cuerda, y suave pero firmemente le tapó la boca con ella, pese a sus protestas. Ella trató de morderlo, pero él era más fuerte de lo que parecía. A continuación, Jules se sentó a su lado, con el brazo derecho sobre sus hombros y la mano izquierda sosteniéndole con firmeza el cabello contra la mejilla. Vistos desde atrás, podría tomárseles por enamorados observando el fuego. La tranquilizó con un tono de voz que Sidney Greenbow utilizaría para calmar a un caballo nervioso.
– Marie, ma mignonette, ahórreselo para los que tengan entradas, estese quieta y escuche.
Bobbie no se había movido.
– Además, está lo de tu visita al doctor Campbell. No quiso decirme qué te había recetado para el insomnio. ¿Era láudano?
Vi que el brazo de Jules se tensaba sobre el hombro de Marie. Bobbie pareció perpleja, y luego enfadada. Percibí un cambio en el equilibrio de fuerzas, como si con la última pregunta hubiese metido la pata, devolviéndole la iniciativa, aunque no veía por qué.
– ¿Láudano? No. Además, no lo habría tomado. No me pasaba nada.
– Claro que no. Entonces, ¿por qué visitaste al médico?
Esperé su contestación y, mientras esperaba, ella sonrió ligeramente y luego esbozó una amplia y socarrona sonrisa. Me miró a los ojos.
– ¡Ay, Nell Bray, eres una tonta! Y yo fui casi más tonta que tú. No lo sabes, ¿verdad? Te estabas echando un farol.
– No es un farol. Mataste a Topaz Brown, ¿sí o no?
– No. -Echó a andar hacia la puerta-. No lo hice y no sé quién lo hizo, si es que alguien la asesinó.
Jules soltó a Marie y se levantó. Ambos nos dirigimos hacia Bobbie.
– ¿Van a pararme, a detenerme por el asesinato de Topaz Brown?
Bobbie dio otro paso, retándome a ponerme entre ella y la puerta. Podría haberla parado, pero, después de eso, ¿qué habría hecho? La dejé pasar. En la puerta, nos saludó a todos con la mano.
– Lo siento, Marie, no fue por mi culpa. Buena caza, Nell Bray.
Oímos cómo caminaba sendero arriba con paso resuelto. Luego Jules y yo tuvimos que centrarnos en Marie, que había decidido que era el momento de interpretar rabia y sensación de traición, tomando más o menos como modelo a Dido, la reina de Cartago. Tardamos un buen rato.