Creo que la luz dorada que llegaba del dormitorio lo deslumbró un momento, porque se quedó inmóvil con expresión vacía, y luego hizo un aparatoso intento por recuperar el equilibrio. Me aparté y volví a invitarlo a entrar. Me sorprendió la firmeza de mi propia voz. Entró y fijó la mirada en mí. No vio a Tansy en la silla. Cerré las puertas y me apoyé contra ellas. Dije a Tansy:
– Éste es el nombre cuya identidad no quería revelarme, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza, mirándolo horrorizada. Cuando él la vio tuve la impresión de que iba a volverse y a echar a correr. Miró a Tansy y luego la cama dorada con las almohadas recién sacudidas.
– ¿Es una trampa? -dijo con cierto tono de amenaza, tal como yo la recordaba del tribunal.
– Si lo es, se ha esforzado por caer en ella -repuse.
Los abogados aprenden a controlar su expresión y me dirigió la misma mirada firme que me había dirigido en el banquillo de los acusados.
– He venido a recuperar algo de mi propiedad que ha sido robado.
La tarjeta y la nota se hallaban en el suelo junto a los pies de Tansy. Las había dejado caer al dormirme. Crucé la habitación, las recogí y le entregué la tarjeta.
– ¿Es esto?
De nuevo aquella mirada.
– ¿Puedo preguntar cómo la consiguió?
– ¿Confirma usted que es de su propiedad?
– Queda por ver si la tarjeta de visita que uno deja en el consultorio de un médico sigue siendo propiedad de uno, sobre todo si después la roban. Supongo que fue cosa suya, señorita Bray.
– Claro que no. ¿Reconoce su propia letra?
– Todo salvo las tres últimas palabras, que son una burda falsificación, una falsificación hecha con intenciones delictivas.
Me situé en el centro del dormitorio, tratando de imponerle mi presencia, como si de un tribunal se tratase. Me fijé en que ya no volvía a mirar la cama.
– ¿Qué intención delictiva exactamente?
– Estoy seguro de que le resulta más obvio a usted que a mí, señorita Bray.
– Lo dudo, pero déjeme intentarlo.
Los dos podíamos jugar a los tribunales. Me subí a la tarima que elevaba la cama de Topaz y, desde el pie de la cama, me volví hacia él. Tansy permaneció en la silla. No había apartado la mirada de Chester desde que éste entrara.
– Ha confirmado usted que ésta es su tarjeta, robada del consultorio de su médico. La dejó para pedir hora a las once, por supuesto de la mañana.
Él asintió con la cabeza. Su expresión no era tan firme, ahora que tenía que mirarme al otro lado de la cama.
– Ya hemos visto que fue robada y también hemos visto que fue enmendada posteriormente.
– Por medio de una falsificación.
– Efectivamente. Bien, puedo decirle que la robó uno de sus adversarios políticos (y créame, eso supone una muy amplia gama de sospechosos), el cual falsificó las palabras «de la noche» a fin de que pareciera que solicitaba una cita esa noche, y la envió junto con un colgante de ópalo a la señorita Topaz Brown.
El señor Chester hizo una mueca.
– ¿Acepta, señorita Bray, que yo no sabía nada de esto y que, en palabras sumamente comedidas, habría protestado de haberlo sabido?
– Lo acepto.
– Entonces ¿acepta también que fue un malicioso intento de perjudicar mi reputación, dando a entender que existía una relación entre yo y una prostituta?
Tansy se removió y le lancé una mirada de advertencia.
– Más que malicioso yo lo describiría como estúpido. Aparte de eso, acepto lo que dice.
Tansy refunfuñó.
– Muy bien. Entonces no puede sorprenderle que deseara recuperar mi tarjeta.
– No, claro que no me sorprende. -Mi tono razonable lo asombraba.
Metió la tarjeta en el bolsillo del esmoquin.
– Dadas las circunstancias, puesto que a nadie beneficia revelar una acción tan miserable, de momento no presentaré una acusación contra usted y sus engañadas correligionarias. Huelga decir que si esto saliera a la luz, lucharía por defender mi reputación.
Me miró nuevamente por unos segundos, se volvió y echó a andar hacia la puerta. Esperé hasta que cogió el pomo y pregunté:
– ¿También hemos de callar lo que ocurrió después?
Se volvió.
– ¿Qué quiere decir?
Le enseñé la nota de Topaz, pero no me moví. Él se quedó junto a la puerta.
– ¿Qué es eso?
– Una invitación de la señorita Brown.
– No veo en qué puede incumbirme.
Debería haber abierto la puerta y salido, mas no movió un solo músculo.
– Fija una cita para las ocho de la noche. La nota empieza con «Demasiado tarde». ¿Qué supone usted que quiere decir?
– No puede esperar que lo adivine.
– Creo que es muy sencillo: las once de la noche es demasiado tarde y prefiere las ocho. Es la respuesta al mensaje en su tarjeta, señor Chester.
– Si lo es, es una respuesta a un mensaje falsificado, que, según usted misma ha reconocido, formaba parte de una trampa.
Pero su voz ya no era tan serena. De haber sido un abogado rival, habría sabido que la balanza se inclinaba hacia mí.
– Pero la señorita Brown creyó que la tarjeta era de usted, así que debió de enviarle a usted la respuesta.
– No recibí esa nota. -Dio un paso hacia mí.
– Pues yo creo que sí la recibió, señor Chester, y que la trajo cuando visitó a la señorita Brown a las ocho de la noche, para preguntarle qué significaba esa invitación, aunque sospecho que ya se había hecho una idea al respecto.
Adoptó sus modales de tribunal.
– En ese caso mi comportamiento habría sido inexplicable. Está usted pidiendo al… -Casi dijo «al tribunal»-. Alega usted que, sin motivo, recibí una invitación de una notoria prostituta y que fui a preguntarle personalmente qué quería. Sin duda eso es lo que habría hecho un tonto, ¿no?
– Claro que sí, si no conociese usted a la señorita Brown desde antes.
– Si quiere dar a entender que suelo frecuentar prostitutas, señorita Bray, he de decirle que su mente es todavía más retorcida de lo que esperaba, dadas sus actividades.
Se había exaltado de indignación.
– No lo estaba acusando de eso.
– Entonces ¿de qué?
– Creo que en una relación normal entre un hombre y una mujer como Topaz Brown, el hombre paga sus gastos. En el caso de usted, fue al revés.
Leí la nota de Topaz, aunque ya me la sabía de memoria:
– «Devolución de un pagaré por una carrera.» La carrera de usted, señor Chester, su carrera tan próspera. Sin embargo, al principio dependió del apoyo de Topaz Brown y de su dinero.
Fingió marcharse, aunque dio un solo paso hacia la puerta.
– Tiene la mente desquiciada Por el odio que siente hacia mí.
– Tengo una testigo. -Señaló a Tansy-. Es Tansy Mills, la doncella de Topaz Brown. Me ha dicho que Topaz le habló una vez de un hombre, un abogado, al que había ayudado en sus inicios. Dijo que se comportó como un hombre desagradecido. Sin embargo, Tansy se negó a darme su nombre y ahora se lo voy a preguntar de nuevo.
– Sí, era él -graznó Tansy.
– Haremos esto como es debida Tansy. ¿Cómo se llamaba el hombre que, según Topaz era un desagradecido?
Otro graznido:
– David Chester.
Él dio dos pasos en su dirección pero se detuvo.
– La ha preparado, es una de sus acólitas.
– ¡Oh, no! Si hay alguien en el mundo que se oponga más que usted al voto de las mujeres, ésa es Tansy Mills. Si hay una persona que siente más antipatía por mí que usted, ésa es Tansy Mills.
– Es cierto -confirmó ella con un nuevo graznido.
Chester la miró a ella y luego a mí, desconcertado.
– La persona que le preparó esta estúpida trampa no tenía idea de cuán mortal era. Ni ella ni yo sabíamos que tenía usted relación con Topaz Brown.
– No la creo.
– Usted recibió esta nota. -Crucé la habitación y se la enseñé, aunque no la puse en sus manos-. La pobre Topaz Brown quería decir exactamente lo que dijo: la conmovió el colgante que, según creía, usted le había enviado. Estaba dispuesta a perdonar su ingratitud, a olvidar lo que le debía. Preparó una cena para recordarle los viejos tiempos, cuando ambos eran pobres: pescado frito y vino barato. Hasta salió a comprarse ropa interior de la que usaba antes de poder comprarla de mejor calidad.
Los ojos de Chester parpadearon al oír mencionar la ropa interior.
– Pero usted también se había preparado, ¿verdad? Topaz compró vino y usted compró láudano. Llegó a tiempo para la cita, envenenó a Topaz y regresó a tiempo para una cena tardía con su esposa y sus amigos. Cogió la llave de su puerta privada y la usó después de las dos de la madrugada para asegurarse de que estuviese o muerta o a punto de morir.
– ¿Sin que mi esposa se diera cuenta de mi ausencia? Absurdo.
Estaba entrenado para luchar hasta el final, por muy imposible que fuese la causa.
– Por lo que su esposa sabía, usted estaba velando el sueño de su hija Louisa. Probablemente le administró unas gotas de láudano en un terrón de azúcar para que no despertara mientras usted estaba fuera.
Chester cerró los ojos al oír el nombre de su hija. Creo que esas gotas de láudano le provocaban mayor sentido de culpabilidad que las que vertió en la copa de vino de Topaz.
– Pero todavía tenía un problema, ¿verdad? Cuando llegó aquí, Topaz debió de agradecerle el colgante y, naturalmente, usted debió de preguntarle cómo sabía que se lo había enviado, y ella respondió que lo había recibido junto con su tarjeta. A la mañana siguiente pensó que no podía dejar que descubrieran su tarjeta entre sus papeles. Pagó a un hombre para que la cogiera y se la devolviera, haciéndose pasar por lo que no era; cuando eso falló, le dio la llave y le dijo que la robara. Eso también falló. Peor aún, ese hombre guardó la llave y trató de chantajearlo: para entonces ya sabía mucho, porque también le pagó por espiarnos, por si habíamos intuido algo.
– ¿Podría presentar a ese hombre para que diera su testimonio en un tribunal?
– Sabe bien que no, que está en el depósito de cadáveres. Aunque puedo decirle su nombre: Robert Worth. Usted lo conoció en Londres hace más de diez años, cuando él trabajaba para un abogado. Y lo reencontró aquí, probablemente cuando llevó a Naomi y Louisa al circo.
Eso fue algo que adiviné de repente, pero con ver su expresión supe que había dado en el blanco. Estoy segura de que lo que yo sabía sobre su familia fue lo que más lo abatió. Hizo ademán de abalanzarse sobre mí y me dispuse a defenderme, pero pasó por mi lado, subió a la tarima y se sentó pesadamente en la cama de Topaz. Por una vez, Tansy no protestó por la profanación. Permaneció sentado con la cabeza cogida entre las manos y los largos dedos presionados contra la frente. Recordé las horas que yo había pasado en el banquillo de los acusados y no lo compadecí… bueno, sólo un poco.
– Lo siento -dijo.
Para una confesión era increíblemente inadecuado, mas no estaba confesando.
– Lo siento, necesito aire. ¿Hay un balcón?
Le hice una señal a Tansy de que siguiera donde estaba, lo conduje cual a un ciego por el oscuro salón y abrí la puerta de doble batiente del balcón. Una ráfaga de aire frío nos golpeó, así como el rumor de las olas del Atlántico contra la playa, a cien metros de allí. Estaba oscuro. Horas antes habían apagado las farolas del paseo marítimo y nos encontrábamos demasiado alto para ver las ventanas de los otros hoteles. Chester salió al balcón y aspiró hondo varias veces. Yo había supuesto que tenía algo que decirme que no quería que Tansy oyera. Lo seguí, con la sensación de estar pisando los fragmentos de algo valioso, e intenté decirme que ese algo merecía estar roto. Chester me daba la espalda y miraba hacia el mar. Esperé.
– ¿Qué piensa hacer? -Lo preguntó sin volverse; su voz era firme nuevamente. Ésa era la pregunta que yo quería hacerle.
– ¿Qué espera que haga?
Mi voz sonó tan firme como la suya. Parecíamos dos colegas hablando de un caso difícil.
– Que me diga cuál es su precio.
– ¿Precio…? -Empecé a indignarme, pero entonces me di cuenta de que no hablaba de dinero-. ¿A qué precio se refiere?
– ¿Un voto?
– ¿Qué voto?
– El mío -musitó. Seguía mirando hacia el mar.
– ¿Su voto en el Parlamento?
– No carezco de influencia.
Para oírlo tuve que aproximarme tanto que casi podía tocarlo, aunque él no me miraba.
– ¿He de entender que me ofrece votar por nuestra causa la próxima vez que la cuestión del voto de las mujeres se presente en el Parlamento?
Su «Sí» fue casi inaudible, pero el alboroto que causaría en Londres supondría nuestro avance más sonado en años. Y tenía razón en cuanto a su influencia: otros lo seguirían y quizá con ellos pudiésemos conquistar el derecho al voto.
– ¿Y a cambio qué quiere? -Lo sabía: olvidar lo de Topaz, que nunca nos había apoyado; olvidar a Bobsworth, que formaba parte de las miserias inevitables del mundo.
Chester murmuró algo, tan bajo que tuve que acercarme más, pero al moverme algo le ocurrió a mi cuerpo: mis costillas se apretaron hacia adentro impidiéndome respirar, el cielo se oscureció y mi espalda chocó con algo duro. Tras un segundo de oscuridad y pánico, comprendí que estaba intentando arrojarme por el balcón. Pero mi cuerpo supo sobreponerse y, aun sin instrucciones del cerebro, se preparó para resistir el ataque. Mis piernas patalearon e hicieron contacto con algo sólido; mi brazo izquierdo se liberó y cogió una tela. Para cuando mi mente acertó a centrarse, mis dedos ya se hallaban aferrados a su solapa y yo trataba de enderezarme y apartarme de la barandilla del balcón. Me oí gritar.
Chester había dado unos pasos atrás, le di un puntapié en la espinilla y casi logré enderezarme. Su cara se encontraba a centímetros de la mía, su expresión era resuelta y sus ojos, no más fríos que en el tribunal: era un hombre que intentaba llevar a cabo una tarea necesaria. Liberé mi otro brazo y le arañé la cara. Él gruñó de dolor. Sentí cómo se rasgaba su piel. Pero no me soltó, y yo, doblada hacia atrás, seguía sin recuperar el equilibrio. Volví a sentir la barandilla contra la espalda y mis piernas pataleaban ya sin contacto con el suelo. Lo único que veía era el cielo nocturno y una constelación cuyo nombre no recordaba. Me pregunté si lo recordaría durante mi caída al vacío. Uno de mis pies hacía contacto con el balcón, aunque se estaba deslizando.
– ¡Basta! -La voz de Tansy podría haberse dirigido a un perro que estuviese robando los restos de la comida. Chester no se lo esperaba, pues en el mundo sólo nos encontrábamos él y yo. Vaciló lo suficiente para que yo apoyara un pie en el suelo y echara hacia adelante el peso de mi cuerpo. Tansy se limitó a cogerlo de una oreja y tirar.
Creo que fue la indignidad de aquello lo que realmente lo distrajo. Respingó cuando su cabeza dio media vuelta. Yo conseguí apartarme y por un momento pareció que atacaría a Tansy, pero yo ya me hallaba a su lado. Nos miró. Jadeaba entrecortadamente y con una mano se masajeaba la dolorida oreja.
– Estaos quietos -dijo Tansy.
La regañina era para ambos, pero Tansy y yo lo habíamos arrinconado en un extremo del balcón.
– Yo lo vigilaré -ordenó Tansy-. Vaya a pedir ayuda.
De pronto, Chester se movió, aunque no hacia nosotros. Al momento siguiente había una figura contra el borde del balcón, recortada contra el cielo, pero a continuación hubo únicamente cielo. No hizo ruido. Tras un silencioso vacío peor que un grito, se oyó una especie de violento portazo contra el pavimento, allá abajo.
Al entrar en la sala, parpadeando por el sueño, Rose nos encontró a Tansy y a mí abrazadas como niñas perdidas en un bosque.