Varios días antes, cuando acababa de llegar y todavía estaba centrada en el asunto que me había llevado a Biarritz, había concertado una cita para hablar otra vez con el abogado de Topaz. Aunque ahora dudaba que alguna vez pudiésemos reclamar el legado, acudí a la cita y traté de hablar como si nada hubiese cambiado. Le pregunté si tenía una respuesta al telegrama que yo había enviado a nuestras oficinas en Londres.
– Sí, señorita Bray. Esta mañana hemos recibido una carta del abogado de la organización y ya he redactado otra en la que le informo que probablemente pase un tiempo antes de que se arregle lo de las propiedades de la señorita Brown. Oficiosamente puedo decirle, señorita Bray, que la familia va a impugnar el testamento.
– ¿El hermano?
– Así es. Alega que la señorita Brown no podía estar cuerda cuando redactó el testamento, en vista de… de la excentricidad de su legado a su organización y su posterior suicidio.
Se mostró amistoso aunque prudente, y entendí la razón. Si el asunto llegaba a los tribunales, su opinión sobre la salud mental de Topaz constituiría una prueba importante.
Dando un cauteloso paso sobre terreno peligroso, comenté:
– Supongo que el magistrado que la examinó no le cabía duda de que se suicidó.
– No había duda razonable, ¿verdad?, ni siquiera en ausencia de una nota.
La nota de Topaz se hallaba aún en mi bolso. Había tenido intención de entregársela, pero me parecía que había pasado mucho tiempo.
– ¿Envió usted a alguien a la suite de Topaz Brown el día después de que la encontraran muerta, a efecto de examinar sus papeles?
– No. Tendrá que hacerse en algún momento, por supuesto, pero por ahora no hemos hecho nada. ¿Por qué lo pregunta?
– Un hombre fue a su suite. Afirmaba venir de parte del abogado. De mediana edad, rechoncho, con sobretodo y sombrero negros.
El abogado frunció el entrecejo.
– No se parece a nadie que conozcamos.
Creo que habría hecho más preguntas, pero en ese momento un oficinista se asomó por la puerta.
– Le requieren en el consulado, señor Smith: un inglés se ha ahogado y no saben quién es.
El abogado hizo una mueca por la falta de formalismo del empleado.
– Estoy en una reunión. No veo qué puedo hacer yo que no haga el cónsul. Dígales que iré más tarde.
El joven insistió.
– Quieren averiguar si sabe usted si algún inglés organizó una fiesta de disfraces anoche.
Me quedé sin aliento.
– ¿Una fiesta de disfraces?
Ambos me miraron fijamente. Creo que hasta entonces el oficinista no se había dado cuenta de mi presencia.
– ¿Por qué, señorita Bray? ¿Sabe usted si hubo alguna? -inquirió el abogado.
Deseando haber mantenido la boca cerrada, contesté con renuencia:
– Anoche asistí a una fiesta de disfraces en las afueras de la ciudad. Pero no era de ingleses. En todo caso, ¿qué tiene que ver eso con el hombre ahogado?
– Al parecer llevaba un disfraz -respondió el oficinista.
El abogado me miraba de reojo.
– ¿Dónde fue la fiesta, señorita Bray?
– En la Ville des Liles.
El empleado silbó.
– Es la casa de la Pucelle.
Recibió una mirada fulminante del abogado, pero me di cuenta de que ambos se preguntaban por qué yo había ido allí, y no los culpaba.
– Supongo que no existe relación, pero quizá quieran hablar con usted en el consulado, si tiene tiempo. Es abajo.
No podía negarme. Los dos bajamos, cruzamos un pasillo y entramos en una amplia habitación con varios escritorios. El cónsul arqueó las cejas cuando me presenté y me preparé para otro comentario acerca de los ladrillos. El diplomático se contuvo y escuchó la explicación del abogado de por qué me encontraba allí.
– Esa fiesta suya, señorita Bray, ¿era de disfraces especiales?
– Sí, clásicos. Sobre todo estolas y túnicas griegas, cosas así.
El cónsul sonrió y se relajó. Miró el papel sobre su escritorio y comentó:
– En ese caso le estamos quitando tiempo innecesariamente, pues parece que el difunto asistió a otra clase de fiesta.
– ¿Por qué?
– Iba disfrazado de alguna especie de animal.
El alivio que había sentido se disipó.
– ¿Qué clase de animal?
– No está muy claro, pero probablemente un oso.
– ¡Oh, no!
Oí que el cónsul pedía a alguien que trajera brandy. El cansancio y la conmoción debieron de hacer que me tambaleara. Acepté una silla y, tratando de ganar tiempo, pedí un vaso de agua en lugar del brandy.
– ¿Vio a alguien disfrazado de oso? -preguntó el cónsul con tono excesivamente suave.
Piensa, me dije, no les digas más de lo necesario. Hablé pausadamente, con la esperanza de que lo achacaran a la conmoción.
– Me fijé en un hombre. No hablé con él, así que no sé si era inglés. Creo que fingía ser un sátiro, pero llevaba un pantalón abombado y lanudo que le daba aspecto de patas de oso.
El cónsul miró nuevamente el papel.
– ¿Cómo era?
– Llevaba media máscara, así que no le vi el rostro. Me fijé en que era bastante rechoncho y no se movía como un joven. Su cuello era grueso y rojo.
El cónsul apoyó los codos en el escritorio y, sujetándose la cabeza con las manos, me miró.
– ¿Estaría dispuesta a ir a comisaría? Podría ayudarnos a identificarlo.
Eso era lo último que deseaba, pero no podía rehusar. Tampoco pude hacerlo cuando, tras una entrevista en comisaría, me pidieron cortésmente que fuera al depósito de cadáveres. De camino, en el vehículo cerrado, pregunté al cónsul:
– ¿Por qué creen que era inglés?
– Había una etiqueta en su chaleco.
El depósito de cadáveres era un edificio gris en las afueras de la ciudad, a un kilómetro y medio y a un mundo de distancia de los hoteles de lujo. Pensé que diez días antes debieron llevar allí el cuerpo de Topaz desde el Hôtel des Empereurs. Un agent de pólice nos guió por un corredor embaldosado y con azulejos en las paredes. Iba entre el cónsul y el abogado. Tuve la horrible impresión de hallarme de vuelta en la cárcel. Habían colocado el cuerpo en un cuarto lateral, a solas. Cuando el policía alzó la sábana percibí el olor a desinfectante y salitre; vi una boca abierta y unos ojos redondos, también abiertos. Había perdido la máscara y la cara regordeta se parecía a la que había visto junto al ángel de piedra en el entierro de Topaz. Todavía llevaba la camisa rusa, pero, como no descubrieron todo el cuerpo, no supe si le habían quitado los pantalones en forma de patas de oso.
– Cuando lo vi en la fiesta llevaba media máscara y no estaba cerca de él, pero sí, es él.
La muerte tiene sus propias exigencias y por ello, por mucho que lo deseara, no pude irme sin más. Pasé más tiempo en la comisaría, explicando mi conocimiento del hombre, en una versión cuidadosamente escueta. Dije sencillamente que lo había visto un par de veces en la fiesta y que la última fue en el jardín de la Ville des Liles poco antes de la medianoche. No mencioné la persecución por el jardín, ni que lo había visto en otra ocasión. Les dije, con toda veracidad, que no había intercambiado una sola palabra con él y que no tenía idea de su identidad. Ya estaba avanzada la tarde cuando terminamos con eso, y el cónsul insistió en llevarme a mi pensión. Iba sentado frente a mí en el coche de punto y me observaba con expresión aprensiva.
– Creo que Scotland Yard le ayudará a identificarlo -comenté.
– Estoy seguro de que la policía francesa les enviará una descripción. Examinarán la lista de personas desaparecidas y…
– Creo que es más que eso. Creo que trabajaba para Scotland Yard.
– ¿Qué?
– Tengo mis razones para creer que me estuvo vigilando casi todo el tiempo en Biarritz. He adquirido cierta reputación por actividades políticas, y creo que Scotland Yard se las arregló para que me siguiera.
Eso, al menos, evitaba las referencias a Bobbie y Rose.
Inquieto, el cónsul se removió.
– Señorita Bray, la policía no funciona así. No son espías.
No contesté, pero vio mi expresión.
– Si sospecharan que usted o alguien estuviese implicado en actividades ilegales en tierra extranjera, probablemente advertirían a las autoridades de ese país. No harían que un hombre la siguiera por toda Europa. En Inglaterra no existe el equivalente de la policía del zar, señorita Bray.
¡Para qué gastar saliva! Era su deber decir eso, pero percibí su incomodidad.
– De todos modos, le sugiero que envíe su propia descripción a Scotland Yard en cuanto pueda. Sería justo para con su familia. ¿No llevaba identificación?
– No. Pero un hombre que saliera disfrazado de medio oso no llevaría una cartera llena de tarjetas.
– Tendría que llevar algo, ¿no? Como mínimo necesitaría dinero para el regreso a casa.
– Tal vez lo perdió al caer al mar.
La policía francesa había encontrado una fractura en la parte posterior del cráneo, lo que sugería que había caído y, al golpearse contra una roca, perdido el conocimiento, aunque murió ahogado. Lo descubrieron unos pescadores en la playa de los Vascos, a medio camino entre la Ville de Liles y la ciudad.
Nuestro coche de punto avanzaba lentamente debido a la cantidad de coches y automóviles que llevaban a la gente de vuelta a los hoteles.
– Señorita Bray…
Se interrumpió y se sonrojó.
– ¿Sí?
– Se me ocurre que si creía que el hombre la seguía, podría haber… aunque equivocadamente…
– ¿Podría qué? -Sabía muy bien lo que seguiría.
– Quizá tuvo… un altercado con él.
– ¿O sea que tal vez lo golpeé en la cabeza con un ladrillo -hizo una mueca al oír la palabra-, y lo arrojé al mar? Es posible, pero le aseguro que no lo hice. Tenía tantas ganas de evitar un altercado, como lo llama usted, que hasta me subí a un árbol para eludirlo.
Afligido, cerró los ojos.
– No estoy seguro de que hiciéramos bien al no contárselo a la policía francesa.
– En su lugar, yo esperaría a consultar con Scotland Yard. No quiere cargar con un incidente diplomático, ¿verdad?
Por su expresión, me di cuenta de que había ganado.
En cuanto llegué a mi pensión, la propietaria me entregó una nota con la caligrafía de Bobbie. Éste era su escueto mensaje: «Tengo que hablar contigo. ¿Puedes reunirte conmigo a las ocho en el lugar donde hablamos la otra noche?»
Llegué al puerto y me situé entre las nasas langosteras mucho antes de la hora fijada. Observé a los pescadores trabajar a la luz del atardecer: preparaban sus barcas para navegar a la mañana siguiente. Dieron las ocho… las ocho y media… oscureció, los pescadores se fueron y Bobbie no daba señales de vida.
Al cuarto para las nueve me levanté de un salto, me maldije por ser tan idiota y corrí hacia el camino principal. Prácticamente requisé un coche de punto y le dije que fuera al Hôtel d'Angleterre a toda prisa; una vez allí, le arrojé unas monedas sin esperar el cambio y corrí escalones arriba. Entré en el vestíbulo; casi esperaba ver policías y empleados de la funeraria. Todo parecía normal, desde el salón llegaban las notas de los valses que tocaba la orquesta, gente vestida de gala entraba y salía, y los botones esperaban en las puertas. No podrían estar tan tranquilos si alguien hubiese intentado asesinar a un huésped.
Me acerqué a recepción y pregunté si el señor Chester estaba en el hotel. La recepcionista consultó con un empleado: sí, se hallaba en el comedor, con su esposa. ¿Deseaba enviarle un mensaje? Tenía que hablar con la señora Chester, dije, y era muy urgente. Estaba tan preocupada que de ser necesario me habría enfrentado al mismísimo Chester, pero esperaba dar un mensaje que no involucrara a Bobbie. Le diría a la señora Chester que la vida de su marido corría peligro y que debía sacarlo de allí enseguida. Un botones llevó presuroso la nota que garabateé para la señora Chester en papel del hotel. Permanecí junto al mostrador de recepción. La recepcionista me miró con curiosidad. Examiné todos los jóvenes con esmoquin, por si alguno era Bobbie disfrazada, y se me ocurrió otra idea.
– ¿La señorita de la Tourelle cena aquí esta noche?
La joven lo lamentaba, pero no, no cenaba allí esa noche. Su mirada se volvió más curiosa.
Una figura regordeta enfundada en un vestido verde olivo salió del comedor y se dirigió hacia mí. Caminaba tan deprisa que sus zapatillas de noche resbalaron en el suelo de mármol.
– Gracias a Dios. He querido hablar con usted, pero me olvidé de preguntarle su nombre y…
– Mi nombre no importa. Se trata de su marido. Me temo que corre peligro, mucho peligro. Debe llevarlo de vuelta a casa, enseguida.
– Lo sé, lo sé. ¡Este horrible lugar! Tenía usted toda la razón. Desearía no haber venido. Louisa no ha mejorado, y ahora esto. No sé qué hacer.
– ¿Lo sabía?
Me quedé apabullada, maravillada por una mente tan desordenada que podía hablar de una amenaza de muerte contra su marido en la misma frase que la enfermedad insignificante de su hija.
– Sí, leí la carta. Pero ¿cómo se enteró usted? ¿Están comentándolo todos?
Para entonces me había contagiado algo de su confusión. Sugerí que nos sentáramos y la llevé a un sofá junto a una palmera en una maceta. Nos envolvía la música de vals.
– ¿Dónde está su marido?
– En el comedor.
– Dice que ha leído la carta. ¿Qué carta?
– La de esa horrible mujer. Había oído hablar de mujeres como ella, pero no sabía que les permitían entrar aquí, o nunca habría venido. Le ha escrito a David, se ha atrevido a escribirle. No puedo creer tanto descaro.
Si Bobbie había enviado una carta a David Chester diciéndole que estaba dispuesta a matarlo, la palabra descaro me parecía demasiado moderada.
– ¿La firmó?
– Sí, abiertamente. Marie de la Tourelle, como si fuese respetable.
– Marie… ¿Su marido recibió una carta de Marie de la Tourelle?
La señora Chester asintió con la cabeza y los ojos se le anegaron de lágrimas.
– ¿Y usted la leyó?
– Esperaba una carta del médico sobre el medicamento de Louisa para el regreso. La abrí y… ¡ay Dios!
– ¿Qué decía exactamente?
– No puedo… Léala usted misma.
Sacó, supongo que del corsé, un pequeño sobre cuadrado, que olía a un perfume que recordé de la velada anterior. Típico de Marie enviar una amenaza perfumada. Con letra delicada, rezaba: «Estimado señor Chester: Soy una admiradora suya y me agradaría mucho conocerlo. Me encantaría que me visitara en mi casa, la Ville des Liles, mañana por la noche. Marie.»
Miré a la señora Chester y otra vez la nota. Me pregunté quién de nosotras estaba volviéndose loca.
– Pero si no es más que una invitación.
– Todos saben lo que significa una invitación de una mujer así. Y pensar que la envió descaradamente a mi marido, ¡y para una noche de domingo! Si la hubiese visto, se habría enfadado mucho. Es mi culpa que hayamos venido…
– Si la hubiese visto… ¿quiere decir que no la ha visto?
– ¿Pondría usted una nota así en manos de su marido? Estaría enfadado, muy disgustado, asqueado.
Sentí ganas de reír de alivio. Me pregunté si la señora Chester se sentiría más tranquila si le explicaba que la nota presagiaba un atentado contra la vida de su marido, no contra su virtud. Casi me reí por la sencillez de la trama. Sin duda después de ensayar el papel de Dalila, Marie debía atraer a la víctima hacia su perfumado jardín; entonces Bobbie saltaría desde detrás de las adelfas, blandiendo la pistola de la familia. Pero la bruma se esfumó y volví a sentirme furiosa con Bobbie, aunque al menos ahora sabía que esa noche David Chester se encontraba a salvo.
– Me gustaría guardar esta carta -dije.
La señora Chester no había apartado la mirada de la nota, diríase que la fascinaba.
– Podría enseñársela a alguna autoridad; estoy segura de que no les agradará enterarse de que a los visitantes distinguidos se les someta a esta clase de trato.
Puesto que esa clase de trato era precisamente el que venían a buscar algunos de esos distinguidos visitantes, me pregunté si la señora Chester se creería una mentira tan patente.
– No querría que su nombre saliera a relucir… hay quienes creerían que… -manifestó la señora Chester.
– Claro que no, pero ¿está de acuerdo en que hemos de detener a esta mujer?
Asintió con la cabeza.
– Y más vale que no le diga nada de esto a su marido. Si cree que se enfadará, sería mejor no decírselo.
Ella negó con la cabeza y se secó los ojos con un pañuelo grande, bordado de encaje pero útil, típico de las madres angustiadas.
– ¿Se preguntará qué estaba haciendo aquí?
– Le diré que es el hombre que trae las medicinas de Louisa.
La observé regresar al comedor -sus tacones repiqueteaban contra el suelo- y guardé la carta en mi bolso. Apenas podía creer mi suerte: Bobbie y Marie se habían puesto en mis manos. Regresé andando a mi pensión.
Frente a la puerta me esperaba una mujer.
– Nell Bray, necesito hablar contigo.
– Bobbie, ¿qué haces aquí? Te estuve esperando en el puerto.
Al menos esta vez vestía ropa de mujer. Su rostro parecía envejecido, pálido y tenso.
– Estaba buscando a Rose. De eso quería hablarte. Desde anoche no la encuentro.
– ¿Quieres decir desde anoche en la villa?
– No. Rose no fue a la villa.
– Sí fue. Estaba en el jardín buscándote. Hablé con ella.
– Se suponía que no iría. ¿Qué estaba haciendo?
Nunca había visto a Bobbie tan preocupada.
– Dijo que tenía que darte algo. Estaba trastornada, perpleja. Eso es lo normal cuando uno hace amistad con la gente y luego la abandona.
– No la he abandonado, y ella lo sabe.
– No parecía saberlo anoche.
– ¿Adónde fue? No la habrás abandonado allí, sin más, ¿verdad?
Respiré hondo.
– La última vez que vi a Rose, la seguía un policía disfrazado de sátiro. Logré desviar su atención, pero no sé qué ocurrió después.
Bobbie gruñó. Parecía más cansada que yo, pero no por eso me compadecí.
– Como he dicho, no sé qué ha pasado con ella, pero sí sé lo que ha ocurrido con el policía: lo encontraron ahogado, con un golpe en la cabeza. Vi su cuerpo en el depósito de cadáveres.
La empujé y entré en la pensión, dejándola boquiabierta y muda por una vez en su vida.