Blaine se fue nuevamente a la ventana y observó a la gente reunirse en la oscuridad del atardecer No lo hacían con mucha prisa, sino lentamente, sin ruido, quietamente, casi con desgana, como si hubieran llegado al pueblo para reunirse en una función de teatro o cualquier otra normal función de pura rutina.
Pudo oír al sheriff ir de un lado a otro de la oficina, tranquilamente, y se imaginó si sabría lo que iba a ocurrir, aunque lo más cierto sería que así fuese, ya que había vivido siempre en el pueblo y tendría sobrados motivos para conocerlo.
Se aferró a las barras metálicas de la ventana, con callada desesperación Más allá en algún punto del patio de la cárcel un pájaro desgranaba el último canto del día, antes de acurrucarse en una rama y dormirse Y mientras continuaba esperando, el Color de Rosa surgió fuera de su escondite y flotó en su mente, expandiéndose como si la rellenase por completo.
—Vine para estar contigo — pareció decir —. Debo permanecer escondido. Lo sé todo con respecto a ti. He explorado hasta el último confín de tu cerebro y conozco la clase de cosa que tú eres. Y a través de ti, la clase de mundo en que vives y en que yo vivo ahora, porque tu mundo es ahora el mismo mío.
—¿No más bobadas? — preguntó la parte de la extraña dualidad que Blaine continuaba siendo.
—No más bobadas — dijo el otro — Nada de gritar más, ni de correr, ni más intentar escaparse. No pienses en la muerte. La muerte no tiene sentido, porque el fin de la vida es inexplicable. Puede sencillamente no ocurrir nunca aunque oscuramente, en lo lejos recuerdos de la memoria, parezca que les ha ocurrido a otros.
Blaine dejó la ventana y volvió a sentarse sobre el catre de la celda, y comenzó a recordar. Pero sus recuerdos eran oscuros y perdidos, llegándole desde muy lejos y como si hubieran transcurrido largos períodos de tiempo, y no pudo estar seguro, si eran fieles recuerdos de su memoria o si no eran más que fantásticas imágenes. Ya que había muchos planetas y muy diferentes gentes y una multitud de extrañas ideas y una caótica mezcolanza de informaciones cósmicas que yacían confusas y revueltas como una pila de billones de muñecos de paja en su alocado cerebro.
—¿Qué tal se encuentra usted? — le preguntó el sheriff, que se había aproximado tan en silencio que Blaine ni se hubo dado cuenta.
—Ah, bien, muy bien — repuso Blaine, levantando la cabeza —. Supongo que ahora vendrán sus amigos a quienes he estado vigilando desde la ventana.
El sheriff emitió una risita entre dientes.
—Bah. No tiene que temer nada — repuso — No tendrán arrestos ni para cruzar la calle Si lo hacen saldré y hablaré con ellos.
—¿Aún en el caso de que sepan que yo soy del Anzuelo?
—Eso es una cosa — dijo el sheriff — que no tienen por qué saber.
—Usted se lo dijo al sacerdote.
—Eso es diferente — repuso e1 sheriff — Creí que debía decírselo al padre.
—¿Y él, no se lo dirá a cualquier otra persona?
—¿Por qué tendría que hacerlo?
No hubo respuesta: era una de esas preguntas que hay que dejar sin contestación.
—Además, usted envió un mensaje.
—Pero no al Anzuelo. Fue a un amigo que lo enviará al Anzuelo.
—Ha sido un trabajo perdido — le dijo Blaine — No tuvo usted que haberse molestado el Anzuelo sabe dónde me encuentro.
Sí, tenía que haber necesariamente varios perros de presa tras su rastro en aquel momento, que ya hubieran captado la pista, haría muchas horas. Sólo habría existido una sola oportunidad para él, haber viajado rápidamente y, desde luego, completamente solo. Podría ser que los agentes del Anzuelo llegaran al pueblo aquella misma noche y esta idea hizo surgir una esperanza en la mente de Blaine, ya que la gigantesca organización no permitiría que le matara aquel populacho.
Blaine se levantó del jergón y se dirigió nuevamente hacia la ventana.
—Será mejor que se marche ahora mismo — dijo el sheriff —. La gente se dirige hacia aquí.
El populacho se daba prisa, naturalmente. Tenían necesidad de llevar a cabo su obra, antes de que la noche cayera sobre el pueblo. Cuando las sombras del crepúsculo se convirtiera en completa oscuridad, se encerrarían en sus casas, con las puertas cerradas a doble llave y con el cerrojo y barras puestas y con los signos fetichistas colgados ostensiblemente en las puertas, ya que entonces y sólo entonces, se verían seguros de las ocultas y terribles fuerzas del mal que patrullaban entre las oscuras sombras de la noche, en que se mezclaban los fantasmas, los íncubos y súcubos, los duendes, las brujas…
Blaine oyó al sheriff volverse por el corredor hacia la oficina. Se oyó el ruido metálico de un revólver al tomarlo, desmontarlo y rellenar el tambor con las balas.
La multitud se movía como una manta flotante obscura y se dirigía en un silencio absoluto del que sólo se apreciaba el rastrear de sus pies. Blaine lo observaba como fascinado, como si fuera algo que estuviese ocurriendo al margen de su persona, como a una circunstancia que no le concerniese en absoluto. Y resultaba más extraño todavía, porque aquella multitud venía en su busca, precisamente, sin lugar a dudas. Pero no había diferencia en la apreciación, ya que no existiría la muerte. La muerte era algo que no tenía sentido en absoluto y nada para ser pensado. Era una estúpida pérdida de tiempo y resultaba intolerable.
¿Y quién fue que dijo tal cosa?
Ya que él sabía que la muerte existía, que la muerte tenía que existir si la evolución era un hecho, que la muerte es uno de los mecanismos que biológicamente empujan la acción del progreso en las especies evolutivas. —Tú — dijo a la cosa que se albergaba en su mente, una cosa que realmente ya no era ninguna cosa, sino una parte de él mismo —, esa es tu idea: la muerte es algo que tú no puedes aceptar…
Pero allí había algo actual que tenía que ser aceptado, era como una presencia constante, y la sensación indiscutible de enfrentarse con la brevedad de la vida. Existía la muerte… y estaba próxima. Sí, allí se hallaba entre la multitud que se dirigía hacia la cárcel, que ya tomaba la entrada de la pequeña corte de justicia del pueblo, discutiendo con el sheriff, cuya voz, retumbante al principio y audible a través de la puerta principal, increpando a las gentes a que se volvieran cada uno a sus hogares.
—Todo lo que vais a conseguir — decía el sheriff —, será una granizada de tiros en la barriga.
Pero la gente le increpó más fuerte a él y el sheriff gritó a su vez y pudo oírse la agria disputa durante un cierto rato. Blaine permanecía en la celda, cogido a las rejas de la entrada, esperando. Un temor frío comenzó a invadirle, lentamente al principio, rápidamente después, como una ola maligna que recorriese sus venas.
Después, el sheriff entró dirigiéndose hacia su celda, acompañado de tres hombres huraños, hombres encolerizados y llenos de temor al mismo tiempo, pero cuyo temor estaba encubierto por el sombrío propósito que les animaba. El sheriff se detuvo al exterior de la reja de la celda y miró a Blaine, tratando de guardar oculta la cobardía que le invadía.
—Lo siento, Blaine — le dijo — pero no he podido evitarlo. Esta gente son amigos míos. Me crié con ellos y ahora no puedo tirotearlos.
—Por supuesto que no puede — repuso Blaine — siendo un cobarde de tamaña naturaleza.
—Dame las llaves — dijo uno de los tres —. Vamos a sacarlo fuera.
—Están colgadas en un clavo al lado de la puerta — repuso el sheriff.
El sheriff miró de reojo a Blaine.
—No hay nada que pueda hacer — dijo en son de excusa.
—Puede salir fuera y pegarse usted mismo un tiro. Yo se lo recomendaría especialmente. El hombre vino con la llave y el sheriff se echó a un lado. La llave sonó dentro de la cerradura. Blaine se dirigió al hombre que abría la puerta:
—Hay una cosa que quiero que quede bien comprendida. Yo saldré solo de aquí.
—¡Huh!
—Dije que quería salir solo. No quiero que me arrastren.
—Vendrá usted en la forma que queramos nosotros — repuso el tipo aquél —. Vamos, ¡adelante! — ordenó, abriendo la celda.
Blaine salió al corredor y tres hombres le envolvieron, uno a cada lado y el otro a la espalda. No hicieron ademán de levantar una mano para tocarle. El hombre que llevaba las llaves las tiró al suelo, llenando con su ruido todo el corredor. «Ya estaba ocurriendo, pensó Blaine, por increíble que pareciese».
—¡Vamos! ¡Anda, parakino apestoso! — le dijo el tipo de la espalda, empujándole.
—¿No quería dar un paseo? — dijo otro —. Pues a eso vamos, a dar un paseo.
Y Blaine continuaba marchando, recto y firme, concretándose en cada paso para no desfallecer, ya que necesitaba no desfallecer, pues sería su última desventura «La esperanza todavía vivía en su interior», se dijo a sí mismo Había una oportunidad para que alguno del Anzuelo pudiese encontrarse en el exterior y pudiera arrancarlo de aquellos fanáticos. O bien, que Harriet hubiese podido conseguir alguna ayuda y pudiese llegar de un momento a otro. Aunque aquello parecía inverosímil. Ella no habría tenido tiempo bastante, ni sabría la urgencia que el caso requería. Siguió marchando a través de la oficina del sheriff y descendiendo los escalones hacia la puerta de la calle, siempre con aquellos tres hombres pegados a él como perros de presa.
Alguien sostuvo la puerta de salida a la calle con un gesto burlón de cortesía para dejarle pasar. Blaine vaciló por un instante, mientras el terror se posesionaba de él por completo. Si echaba un paso afuera y se encaraba con la multitud, toda esperanza estaría perdida.
—¡Vamos, fuera, asqueroso bastardo! — gruñó el hombre que había a su espalda, mientras le propinó un brutal empujón, haciéndole salir dando traspiés a la calle. Blaine se recuperó para no caer y continuó dando unos pasos más. ¡Allí estaba el feroz rebaño que le esperaba!
Surgió un murmullo animal que hervía entre toda la multitud, un sonido en el que se mezclaba el odio y el temor, como el aullido colectivo de una bandada de lobos que van siguiendo un rastro sangriento, como el rugido del tigre que está cansado de esperar en la selva, y con algo, en todo ello, del desesperado espanto del animal arrinconado, cazado hasta la muerte.
«Y aquellos — pensó Blaine con una parte separada de su cerebro — eran los animales cazados, la gente perseguida. Allí se apreciaba el odio, el terror y la envidia contra los iniciados, allí estaba la frustración de aquellos que habían quedado atrás, al margen, allí estaba la intolerancia y la testarudez de los que rehusaban comprender, la retaguardia de un viejo orden sosteniendo el mezquino paso contra los exploradores del futuro».
Y le matarían a él, como habrían matado a otros, como matarían a muchos más; pero el odio del rebaño estaba allí presente, pues la fácil batalla ya la habían ganado.
Alguien le volvió a empujar desde atrás, obligándole a dar unos cuantos pasos hacia delante. Resbaló y rodó por el suelo y la turba se apelotonó sobre él. Muchas manos cayeron sobre Blaine, con feroces dedos pellizcándole, golpeándole, sintiendo el repugnante aliento de muchas bocas sobre su rostro. Aquellas manos le pusieron nuevamente en pie, traqueteándole como a un muñeco de paja. Alguien le golpeó brutalmente en el vientre, y otros le abofetearon sin piedad. De entre la multitud surgió una voz chillona.
—¡Vete, parakino bastardo! ¡Telepórtate a ti mismo! ¡Eso es lo que tienes que hacer! ¡Telepórtate!
Siguieron los golpes y la burla, ya que realmente existían los que, en efecto, podían teleportarse a sí mismos. Existían los levitadores, que podían moverse libremente por el aire como los pájaros, y había otros que podían teleportar pequeños objetos, y los había, como Blaine, que podían teleportar su mente sobre muchos años luz de distancia. Pero el verdadero teleportador, que podía teleportar su cuerpo de un lugar a otro, en la fracción de un instante, era extremadamente raro. El rebaño tomó como canción la burlona cadencia de: «¡Telepórtate tú mismo, telepórtate, telepórtate, asqueroso parakino!» Y reían ferozmente mientras continuaban sus golpes y sus burlas, descargando todo el odio contenido sobre su víctima, sin cesar por un momento de descargar los pies y manos sobre el abatido Blaine.
Blaine sintió el cálido fluir de la sangre por sus mejillas y los labios tumefactos por un golpe terrible, sintiendo un gusto a sal en la boca. Le dolía atrozmente el vientre y las costillas parecían habérsele destrozado, mientras continuaba la infernal danza de patadas y puñetazos sobre él.
Repentinamente, una voz sonora surgió de entre el rebaño:
—¡Déjenos! ¡Dejad a ese hombre solo!
La multitud se echó haría atrás, permaneciendo en forma de anillo a su alrededor y Blaine en el centro del circulo humano, mirando a su alrededor, observando en las ultimas sombras del atardecer cómo le brillaban los ojos a aquellas fieras desatadas y cómo la saliva caía de sus bocas. El círculo se abrió por la mitad y dos hombres entraron dentro: uno pequeño e insignificante, un tipo parecido a un escribiente o conserje de alguna casa comercial y el otro, un hombretón macizo con una cara donde parecía que una bandada de pájaros hubiera estado picando y escarbando. El hombretón llevaba una larga cuerda enrollada en un brazo.
Los dos se detuvieron frente a Blaine y el hombre pequeño se volvió hacia la multitud que formaba el círculo alrededor.
—Caballeros — dijo con voz propia de un director de funeral —, tenemos que conducirnos con cierta decencia y dignidad. No tenemos nada personalmente contra este nombre, es solamente contra el sistema y contra la abominación, de los cuales él forma parte.
—¡Bien dicho, Buster! — gritó una voz entusiasmada.
Y el hombrecito con voz de director de funeral, levantó una mano reclamando silencio.
—Es una triste y solemne obligación la que tenemos que hacer — dijo —, pero es un deber. Procedamos en debida forma. —¡Sí! — gritó el entusiasta anterior —. ¡Vamos, cuanto antes! ¡Colguemos a ese sucio bastardo!
El hombretón se aproximó a Blaine y levantó el nudo de la cuerda. Lo puso sobre los hombros de Blaine, con suavidad, tras haberlo metido por la cabeza, cerrándolo con cierta blandura hasta que quedó justo a la medida del cuello. La cuerda era nueva, pinchosa y le quemaba en la piel como si fuera de hierro al rojo vivo. Blaine sintió el temblor de la muerte en todo su cuerpo, como si se hallase ya desnudo y vacío frente a la eternidad.
Durante todo aquel tiempo, había permanecido con la convicción subconsciente de que aquello no ocurriría, de que no iría a morir de aquella forma, de que podría ocurrirle a otras personas; pero no a Sheperd Blaine. Pero entonces la muerte se hallaba a pocos minutos de distancia, el instrumento de la muerte ya estaba situado en su lugar. Aquellos hombres, aquellos hombres a quienes no conocía, a quienes nunca había conocido, estaban a punto de arrancarle la vida.
Trató de levantar sus manos para sacarse la cuerda del cuello; pero los brazos no se movieron del lugar en que le caían de los hombros, fláccidos y sin vida. Tragó saliva, ya que creyó que comenzaba el primer síntoma de estrangulación.
¡Y todavía no habían empezado a ahorcarle!
Un frío horrible de todo su ser vacío comenzó a hacerse más y más helado como consecuencia de un terror espantoso, un terror total a la muerte tan próxima, un terror que le dejó helado como si fuese un témpano de hielo. Le pareció que la sangre le había cesado de circular en las venas, que no tenía ningún cuerpo y que el hielo depositado dentro de su cerebro se agrandaba más y más hasta reventarle. Y desde alguna remota región de su cerebro le llegó la completa sensación de que ya no era un hombre, sino simplemente un animal aterrorizado. Demasiado frío, demasiado helado en su terror, ni para mover un solo músculo, y sin gritar porque la lengua y la garganta habían dejado de funcionarle como tales órganos.
Pero aunque no pudiese gritar en alta voz, lo hizo interiormente. Y conforme aquellos gritos de terror interiores aumentaban más y más, una tensión crecía que no encontraba apaciguamiento posible, sabiendo que si aquella tensión no disminuía de algún modo, su organismo estallaría literalmente.
Y en una instantánea fracción de segundo, se produjo un extraño fenómeno, no fue una ausencia, ni una pérdida del conocimiento, sino que se encontró solo y sin la menor sensación de frío alguno.
Permaneció de pie, en la vieja acera de ladrillo del pueblo, que daba a la corte de justicia del pueblo, con la cuerda todavía colgándole del cuello; pero no se veía a una sola criatura en ninguna parte.
¡Estaba absolutamente solo en todo el pueblo!