Se despertó entumecido, temblando de frío y confuso, sin recordar dónde se hallaba. Se fijó en las ramas que tenía encima y le parecieron algo que no había visto nunca antes. Tenía el cuerpo dolorido y se quedó mirando fijamente hacia las ramas de los árboles que tenía sobre él, hasta que al fin se aclaró su mente y supo dónde estaba.
Y por qué.
Nuevamente le asaltó el pensamiento de la fiesta de la víspera de Todos los Santos. Dio un respingo que le hizo darse con la cabeza contra las ramas de los árboles achaparrados que le habían servido de cobijo. Porque había algo más que la víspera de Todos los Santos.
¡Estaba el complot, la maquinación infernal de aquel día!
Se sentó un momento, helado y temblando de frío, mientras la rabia y el temor le rebullían en la sangre. Era algo diabólico y tan simple… era algo propio de una mente como la de Lambert Finn, imaginando una especie de asechanza criminal y sanguinaria como aquella. Era algo que no podía permitirse que ocurriera, ya que, de producirse, una nueva avalancha de hostilidad pública surgiría de nuevo contra los parakinos, y una vez surgida la acción brutal y sin control no habría leyes que lo restringieran. Podría ser el bárbaro comienzo de una matanza sin piedad, que podía costar la vida a miles de parakinos. Tal plan, concebido para la víspera de Todos los Santos, tendría como consecuencia una tormenta de público ultrajado como quizás nunca se había recordado antes, o escasas veces en la historia.
«Y existía una sola oportunidad», pensó Blaine. Tenía que llegar a Hamilton, ya que era la ciudad más próxima en que pudiera encontrar ayuda. Sin duda alguna, las gentes de Hamilton le prestarían toda su colaboración, ya que Hamilton era una población completa de parakinos, que vivía prácticamente del sufrimiento y de la incomprensión de los demás. De ocurrir una cosa así, Hamilton entero moriría y sería borrado del mapa.
Y la víspera de Todos los Santos, según sus cálculos, era dos días más tarde. Pensándolo nuevamente bien, vio que estaba equivocado: era el día siguiente. Si empezaba en aquel momento su acción, tenía delante dos días para tratar de evitarlo.
Salió del escondite en que había pasado la noche y ya el sol apuntaba sobre las colinas del este. En el fresco de la mañana, flotaba un aire puro, aunque frío, y una paz; absoluta le rodeaba por todas partes. Se frotó las manos y se golpeó los brazos para entrar un poco en calor.
Hamilton sería alcanzado andando hacia el norte, a lo largo del río, y según había calculado desde el motel de Plainsman, tendría que recorrer sobre una o dos millas de distancia. Se puso a andar de soslayo subiendo la ladera, y entre sus movimientos y el calor del sol naciente se reunieron para devolverle la fuerza y la agilidad que necesitaba. Llegó a un banco de arena situado a la margen del río y se adentró en él. El agua estaba allí pardusca con la arena y la arcilla. Blaine se encaminó hasta el borde y se agachó, bebiendo en el hueco de las manos, un agua sucia mezclada con arena. Cuando cerró la boca, los dientes le chirriaban con el roce de las partículas arenosas. Pero, al menos, era agua. Trató de refrescarse la cara y la cabeza para despejarse totalmente. Se quedó un momento agachado, comprobando la soledad y la paz que le rodeaban, como si aquel fuera el día siguiente al comienzo de la Creación del mundo, como si todo fuera nuevo, como si aún no hubiese comenzado el drama del hombre, con sus pasiones, sus odios, su ambición y cuantos pecados y desdichas habían plagado a todo el género humano.
Algo que aplastó el agua se oyó en la lejanía como un ruido insólito y Blaine se puso en pie rápidamente. No se veía nada por el momento, ni en el río, ni hasta donde le alcanzaba la vista, ni procedente del pequeño bosquecillo de sauces de una isla existente en el río más allá del banco de arena. «Sería un animal», pensó. Quizás un visón, una rata almizclera, una nutria, o a lo mejor algún oso, o tal vez un pez de gran tamaño…
El chocar sobre el agua le llegó nuevamente a sus oídos y repentinamente un bote apareció a lo lejos a su vista viniendo de la isla de sauces y en su dirección. A proa de la pequeña embarcación iba un hombre envuelto en una capa oscura, moviendo el remo con cierta dificultad. El peso del ocupante arqueaba el bote hacia delante y el pequeño motor fuera borda que llevaba trabajaba en falso la mayor parte del tiempo. A medida que el bote se aproximaba, Blaine comenzó a distinguir algo familiar en el aspecto de aquella persona.
En alguna parte había visto a aquel hombre que tan pesadamente movía el remo del bote, y sus vidas habían tomado contacto por primera vez, sin recordar exactamente dónde. El navegante saltó fuera de la embarcación cuando la proa quedó encallada suavemente en el banco de arena.
—Dios le guarde, hijo — dijo —. ¿Qué tal se encuentra usted esta mañana?
—¡Padre Flanagan! — gritó Blaine.
El anciano sacerdote le hizo un gesto bondadoso y lleno de humanidad cálida y cordial.
—Se encuentra usted ahora muy lejos del hogar, padre — le dijo Blaine.
—Yo voy donde Dios me envía, hijo mío — repuso el sacerdote.
Trató de desembarcar vacilante y con dificultad.
—¿Por qué no viene a echarme una mano? — invitó el anciano —. Que Dios me perdone; pero vengo cansado y molido del viaje.
Blaine se apresuró a tirar de la proa del bote y a situarlo más adentro en el banco de arena. Con sus fuertes brazos ayudó al sacerdote a salir de la embarcación. El padre Flanagan se apoyó con sus manos artríticas, pero suaves, en los hombros del joven.
—Me hace mucho bien volver a verle, padre.
—Y yo me encuentro lleno de confusión, hijo — r puso el sacerdote —, porque debo confesarle que he estado, siguiéndole a usted.
—Creo, sin embargo, querido padre Flanagan, que un hombre de su persuasión debería tener mejores cosas que hacer.
—Ah hijo, así son las cosas. No ha habido para mí mejor ocupación que seguirle el rastro.
Y el sacerdote anduvo unos pasos hacia delante, apoyándose las manos en sus cansadas piernas.
—Es muy importante — dijo — que usted comprenda. Tiene que escucharme con suma atención. Y no disgustarse, dejándome hablar cuanto deseo.
—Pues claro que sí, padre — repuso Blaine. —Habrá usted oído quizás — dijo el sacerdote — que la Santa Madre Iglesia es inflexible y rígida, que permanece aferrada a las viejas costumbres y al pensamiento antiguo, y que cambia muy lentamente, si es que realmente cambia. Que la Iglesia es austera, y dura, y…
—Sí, sí, ya he oído todas esas cosas.
—Pero no es verdad, hijo mío La Iglesia es también moderna y también cambia. Si se hubiera opuesto a los cambios de los tiempos, Dios nos salve, no habría sido enriquecida con toda su grandeza y su gloria. Es algo que no está a merced de los caprichosos vientos y veleidades humanas y permanece fiel a sí misma contra los ataques y los reveses de las costumbres de los hombres, cuando conducen al mal. Pero la Iglesia también sabe adaptarse, aunque lo haga con cautela y suavidad. Esa lentitud tiene su causa en la absoluta seguridad con que mantiene su paso eterno…
—Padre, no querrá usted decir…
—Sí que voy a decirlo. Una vez le pregunté a usted, si lo recuerda, si usted era en realidad un brujo, y usted encontró aquello divertido…
—Claro que me lo pareció.
—Era una cuestión básica — dijo el padre Flanagan —, una pregunta demasiado simple quizá; pero con el propósito de que pudiera ser respondida con un sí o con un no.
—Le responderé de nuevo, padre. No soy ningún hechicero, ni ningún brujo.
El viejo sacerdote suspiró resignado.
—Usted persiste en suponer algo distinto de lo que yo quiero expresar y hace más difícil lo que quiero decirlo realmente…
—Adelante, padre — repuso Blaine —. Le escucho con todo respeto y atención.
—La Iglesia tiene necesidad de conocer si los paranormal-kinéticos son criaturas humanas, dotadas de una capacidad humana o si se trata de un poder mágico y extraño. Un día, quizás unos cuantos años a partir de ahora, todo eso pueda ser perfectamente regulado. Tiene que tomar una posición, como lo ha hecho a través de los siglos en todas las cuestiones de moral humana. No es ningún secreto que un grupo de teólogos tiene esta cuestión bajo profundo estudio…
—¿Y usted? — preguntó Blaine.
—Yo soy solamente un hombre a quien se le ha asignado el papel de investigador imparcial. Nosotros nos limitamos a reunir todas las evidencias posibles, que a su debido tiempo irán a manos de los teólogos, quienes harán su escrutinio.
—Y yo soy una parte de esa evidencia…
El padre Flanagan movió la cabeza solemnemente.
—Hay una cosa en cuya comprensión he fallado — dijo Blaine —. Y es de por qué su fé tendría que sufrir de dudas en absoluto. Ustedes tienen sus milagros, completamente documentados. Y ¿quién le dice que sus milagros no pueden envolver algo de lo concerniente al PK? En alguna parte del Universo los poderes humanos y divinos tienen que hallarse eslabonados. Eso podría ser el puente de unión entre ambos conceptos…
—¿Usted cree eso realmente, hijo?
—Yo no soy un hombre metido en la religión…
—Ya lo sé. Ya me dijo usted entonces que no lo estaba. Pero, respóndame: ¿es eso lo que usted cree?
—Pienso más bien que así es.
—No sé — dijo el padre Flanagan —. No sé si puedo estar completamente de acuerdo con usted. La idea tiene cierto olor a herejía. Pero no es cuestión de una cosa o de la otra. Lo fundamental en todo lo que a usted concierne es que yo le encuentro algo de extrahumano, algo extraño que no he hallado en ningún otro hombre.
—Yo soy realmente medio extrahumano — repuso Blaine — Ningún otro hombre quizás haya sufrido tal distinción. Usted habla ahora, no sólo conmigo, sino con un ser que no sólo es remotamente humano, sino que se encuentra viviendo en un planeta que está situado a cinco mil años luz de distancia de nuestro mundo. Ha vivido millones de años. Y seguramente seguirá viviendo otros tantos. Esa criatura, ese ser fantástico, envía su mente a visitar otros planetas y siempre lo hace solidariamente. El tiempo dejó de ser un misterio para ella. Y creo que aún posee facultades superiores a todo eso. Todo lo que ella sabe, yo lo conozco también, y puedo hacer de todo ello el mejor uso, cuando disponga de tiempo suficiente, si es que alguna vez consigo tenerlo, para poner en orden todas las ideas, conocimientos y facultades que, como en un revoltijo fantástico, se hallan mezclados todos dentro de mi cerebro.
El sacerdote dejó escapar el aliento, lentamente.
—Me había imaginado que le ocurría algo parecido.
—Así, puede usted cumplir con su obligación — continuó Blaine —. Tome agua bendita y rocíeme con ella, a ver si salgo convertido en una bocanada de humo sucio y negro.
—Equivoca usted mi propósito y mi actitud — dijo el padre Flanagan —. Si no existe el mal en esos poderes extranormales que le envían su mente a las estrellas, no habrá razón alguna tampoco para que exista incidentalmente en lo que usted haya podido absorber allá.
Y una mano cariñosa apretó el brazo de Blaine con fuerza y con sentimiento, a pesar de sus deformaciones propias de la senectud del anciano sacerdote.
—Usted goza de un gran poder — continuó el sacerdote —. Y un gran conocimiento. Usted tiene la obligación de usarlo para la gloria de Dios y para el bien de la humanidad. Yo, que sólo soy una débil voz, le pongo sobre los hombros esa responsabilidad y esa tarea a realizar. Esta carga no ha sido puesta con mucha frecuencia sobre un hombre y usted no puede reducirla a la nada y perder inútilmente sus facultades. No puede usar de esos poderes equivocadamente. Recuerde que le ha sido dado, quizá por la intervención de algún poder divino, aunque ni usted ni yo seamos capaces de comprender ahora y para un propósito que tampoco sabemos ninguno de los dos. Tales cosas no ocurren, hijo, por un simple juego de azar.
—El dedo de Dios — dijo Blaine con un gesto ambiguo.
—Sí, hijo, el dedo de Dios — afirmó convencido el padre Flanagan —. El dedo de Dios está apuntando a su corazón.
—No me había hecho semejante idea — dijo Blaine — y de habérmelo preguntado alguien, habría respondido seguramente que no. Y dígame, padre Flanagan, como otro nuevo favor de los que ya me ha hecho. Me dijo usted que me seguía hace tiempo. ¿Cómo ha podido seguirme la pista?
—¡Vaya, bendita sea su alma! — repuso el sacerdote—. Pensé que se lo habría imaginado. Para que lo sepa, hijo mío, yo soy uno de los vuestros. Soy también un seguidor de pistas ocultas bastante eficiente.