Hamilton estaba sumido en el silencio. Y tan vacío que podía sentirse toda ausencia de movimiento y de vida. Blaine detuvo el coche en la plaza cuadrada del pueblo y salió inmediatamente.
No se apercibía una sola luz y el sonido rumoroso del río le llegaba con toda claridad a sus oídos.
—Se han marchado todos — dijo.
Harriet salió también del coche, dio la vuelta y se puso a su lado.
—De acuerdo, camarada — dijo la chica —. Adelante con lo tuyo.
Blaine sacudió la cabeza.
—Pero tienes que ir, tienes que seguirlos. Tú perteneces a ellos…
—Algún día — dijo Blaine —, cuando hayan pasado años de esta fecha. Hay todavía mucho trabajo por hacer. Quedan muchos parakinos esparcidos por el país y por el mundo, llenos de temor y escondiéndose. Tengo que buscarlos y ayudarles. Debo salvar a la mayor cantidad que pueda.
—No vivirás lo suficiente para hacerlo, Shep. Tú serás un objetivo especial. Los hombres de Finn no descansarán…
—Si la cosa se pone demasiado fea, me iré. No soy ningún héroe, Harriet. Básicamente, soy más bien un hombre pacífico.
—¿Prometido?
—Sí, te lo prometo. Y tú volverás al Anzuelo, allí te encontrarás segura. Vete inmediatamente al primer aeropuerto con Pierre. La chica se volvió hacia el coche, lo puso en marcha y se volvió de nuevo.
—Pero tú necesitarás un coche.
Blaine se sonrió levemente.
—Si necesito uno, aquí tengo una población llena de coches a mi disposición, donde poder elegir. Ellos no han podido llevarse los coches.
Y la chica se puso al volante y volvió la cabeza para decirle adiós.
—Una cosa todavía, Harriet. ¿Qué pasó cuando yo estaba en el cobertizo?
La chica se rió de buena gana.
—Cuando Rand llegó, me marché. Fui a tratar de conseguir ayuda, calculando que podría obtenerla telefoneando a Pierre. Allí tenía que haber un grupo de hombres dispuestos a ayudarnos.
—¿Y entonces?
—La policía me detuvo y me llevó a la cárcel. Me soltaron a la mañana siguiente y desde entonces estuve buscándote…
—Buena chica — dijo Blaine. Y entonces se percibió un sordo rumor en el aire, un rumor que procedía de lejos.
Blaine se detuvo cortando la respiración, escuchando atentamente. El ruido aumentaba por momentos, era el ruido de muchos coches en patrulla.
—¡Pronto! — dijo Blaine —. Nada de luces. Deslízate por encima de los escarpados, alcanzarás la carretera hacia el norte.
—Shep, ¿qué es lo que ocurre?
—Ese ruido que se oye son coches. Un pelotón de fuerza se dirige hacia aquí. Saben que Finn está muerto.
—¿Y tú, Shep?
—No te preocupes. Saldré adelante.
Ella comenzó a acelerar el coche.
—Te volveré a ver, Shep.
—¡Márchate, Harriet, por favor! Y muchísimas gracias. Gracias por todo. Saluda a Charline.
—Adiós, Shep, y buena suerte — dijo finalmente la chica, despegando el coche, que describió un círculo sobre la calle en dirección al escarpado sobre las colinas. «Ella saldría con bien de todo aquello», pensó Blaine. Una persona que como Harriet es capaz de conducir a ciegas entre las montañas, burlando a las gentes del Anzuelo, no tendría mucho de qué preocuparse allí. «Adiós, Harriet, saluda a Charline», había dicho… Un saludo y una despedida a la vieja vida, más que verosímilmente, un completo adiós al pasado. Aunque en el Anzuelo no había pasado. Charline seguiría con sus animadas fiestas y la gente más destacada continuaría igualmente asomándose allí sin ser invitada. Ya que el Anzuelo era lo brillante, lo atractivo, y un fantasma. Sin saberlo ya, el Anzuelo estaba muerto. Y era lástima. Porque el Anzuelo había sido una de las cosas más grandes, más vertiginosas y más colosales y extraordinarias que jamás había conocido la raza humana. Permaneció solitario en la plaza y escuchó el furioso ruido producido por la patrulla de coches que se aproximaban. Por el oeste pudo percibir los destellos de las luces de la patrulla. Una brisa helada le llegaba desde el río y le produjo escalofríos. «En todo el mundo, pensó Blaine, aquella noche aparecerían patrullas de coches buscando la muerte, muchedumbres aullantes y gente que correría huyendo del terror y del fanatismo». Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sintió la forma y el peso de la pistola que había caído del bolso de Harriet. Sus dedos se adaptaron al arma, aunque, pensándolo mejor, no era el mejor camino el de luchar contra los asaltantes.
Había otro modo de combatirles, un amplio camino que llevar a la práctica para hacerlo. Aislarlos y estrangularlos en su propia mediocridad. Darles lo que deseaban, un planeta lleno de gentes que eran simplemente normales. Un planeta lleno de personas vulgares que pudiesen vegetar allí y echar raíces, que nunca conocerían el espacio, que jamás irían a otro lugar ni harían nada. Como un hombre que se sienta en su mecedora a mecerse toda su vida sentado en el porche de cualquier casita olvidada en un villorrio sin nombre.
Sin reservas de paranormales, el Anzuelo iría desapareciendo poco a poco en cien años y llegaría a ser una cosa muerta y olvidada totalmente en otros cien, ya que los paranormal-kinéticos, viviendo en otros planetas, se llevarían a todos sus hermanos del Anzuelo, aunque tuvieran que atravesar medio universo para rescatar a los de su propia especie.
Pero no habría más problemas pasados aquellos cien primeros años, ya que los elegidos se hallarían en seguridad en otros planetas, construyendo la clase de vida y la clase de cultura que se les había denegado en la Tierra. Empezó a moverse a través de la plaza, dirigiéndose hacia los escarpados del pueblo, sobre las colinas, ya que necesitaba salir del pueblo antes de que los coches llegaran.
Y se encontró de nuevo sobre un sendero solitario; pero ahora no lo sería tanto, porque ya tenía un propósito. Un propósito que le henchía el pecho de orgullo, porque había sido su obra personal. Encogió los hombros contra el frío de la noche y del viento, y se apresuró más en sus pasos. Había mucho trabajo que realizar por delante todavía.
Algo se movió entre las sombras de los árboles hacia su izquierda y Blaine, captando el movimiento, con un rincón de su mente, se volvió en el acto. Lo que se movía caminaba hacia su encuentro y casi con incertidumbre.
—¡Shep!
—¡Anita! — gritó —. ¡Tú, pequeña loca! ¿Qué haces aquí?
Ella corrió hacia él y se refugió en sus brazos.
—No quería marcharme — dijo —. No quería hacerlo sin ti, Shep. Sabía que volverías…
Blaine la abrazó apasionadamente contra su pecho, se inclinó sobre las bellas facciones de la muchacha y la besó.
Y desapareció todo a su alrededor como si la Tierra no existiera, como si nada existiera en todo el universo, excepto ellos dos.
Pero les despertó brutalmente de su sueño de amor el brutal ruido de los coches asaltantes de la patrulla invasora sobre Hamilton. Blaine la arrastró rápidamente consigo.
—¡Corre! — gritó —. ¡Es preciso, Anita!
Y corrieron a todo correr.
—Vamos arriba, a los escarpados — dijo la chica —. Hay un coche allá arriba. Lo llevé allí cuando se hizo de noche.
A medio camino de los escarpados, se detuvieron para mirar hacia atrás.
Las primeras llamas de los incendios surgieron en la noche, entre la oscuridad de la población, y los gritos de rabia inútil, de odio frustrado. Por todas partes se ametrallaba todo lo existente en Hamilton, y el infernal ruido del ametrallamiento era arrastrado por el viento frío que soplaba ignorante de las bajas y sucias pasiones humanas.
—Están disparando a las sombras — dijo Anita —. No queda nada en el pueblo. Ni aun los perros y los gatos. Los niños se los llevaron en su compañía.
«Pero en muchos otros pueblos, pensó Blaine, en muchos otros lugares, habría por desgracia algo más que sombras». Habría pistolas, cuchillos, y correría sangre inocente. Habría tiros y funcionaría la cuerda del verdugo.
—Anita — dijo Blaine —, ¿existen realmente los hombres-lobo?
—Sí — respondió ella —. Los hombres-lobo están allá abajo, en Hamilton, ahora.
Y aquello era cierto, sin duda. La oscuridad mezquina de la mente, la aridez y frialdad del pensamiento y la trivialidad de los propósitos… Aquellos eran los hombres-lobo del mundo.
La pareja volvió la espalda a aquella miseria y continuó subiendo por la ladera de la colina hacia el escarpado.
Tras ellos, las llamas del odio crecían más altas, más ardientes, pero frente a ellos, sobre la cima del escarpado, las estrellas distantes resplandecían con una promesa cierta.
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(1)Dodo. Especie de ave de pico curvo, alas cortas inservibles para el vuelo, patas delgadas y cortas con pies de cuatro dedos, que vivió en las Islas Mauricio y en Madagascar, y que se ha extinguido.