XXVII

La luna se alzaba sobre los prominentes picos que se levantaban sobre el valle del río, y en el lecho, a lo largo del valle, una lechuza desgranaba tristemente sus rítmicos lamentos en el aire frío de la noche.

Blaine se detuvo en el borde del río junto a un boscaje de cedros de enmarañadas ramas inclinados sobre la corriente, como viejos encorvados por el peso de los años, permaneció tenso y a la escucha durante un buen rato. No se percibía nada, excepto el canto de la solitaria lechuza y el suave roce de las hojas que todavía colgaban de algunos chopos de Virginia, de una colina situada algo más abajo. Y como música de fondo, un sordo rumor producido por el murmullo de las aguas del gran río a todo lo largo y lo ancho de su gran cauce.

Blaine terminó por sentarse en el suelo, cuando se convenció de que nadie le perseguía ni de que era nuevamente cazado, junto a la sombra protectora de los cedros de la orilla. Por el momento el Anzuelo le dejaría en paz por el incendio del Puesto Comercial, y Finn tampoco le perseguiría, ya que después de lo sucedido sería el último que pudiera intentarlo. Blaine comenzó a recordar, sin la menor traza de piedad en su interior, la mirada que apareció en los ojos de Finn cuando intercambió su mente con la suya, la vidriosa y horrorizada mirada que dejó escapar de sus ojos sombríos, los ojos de un fanático predicador que había enmascarado todo su odio con la capa de algo que si no era precisamente una especie de religión, trataba de parecer que lo fuese, como un nuevo profeta del mal. —¡Qué ha hecho usted! — le había gritado con horror —. ¡Qué ha hecho usted conmigo!

Lambert Finn había sentido instantáneamente en su cerebro la mordedura de aquella cosa extrahumana, que le había hecho en el acto gustar la gran inhumanidad y el odio que había vertido sobre los demás y que procedía del propio Blaine.

—¡Cosa! — le gritó Blaine —. ¡Usted no es más que una repugnante cosa! Ha dejado ya de ser Finn. Ahora sólo es usted humano en parte. En adelante será una parte mía y algo de lo que he encontrado en un mundo distante cinco mil años-luz de la Tierra. Y espero que eso le sirva de provecho.

Finn había abierto la boca en el colmo del estupor y después la había cerrado como un cepo.

—Y ahora salgamos — le ordenó Blaine —. Y para que no haya malentendidos saldrá usted conmigo. Me pondrá usted un brazo alrededor del hombro como si pareciésemos hermanos. Me hablará usted como si fuésemos viejos y buenos amigos, y si falla en hacerlo, le prometo ahora mismo que yo sabré descubrir ante el mundo entero quién es usted.

Finn pareció vacilar.

—Exactamente, quién es usted — repitió Blaine —. Ante todos esos periodistas que esperan abajo como una manada de chacales hambrientos de noticias.

Aquello era demasiado para Finn, mucho más de lo que hubiera podido soportar.

«Porque allí había un hombre, pensó Blaine, que no podía permitir por nada del mundo ser alcanzado por la menor idea de hallarse mezclado en cualquier cosa relativa a la magia, el hombre de rígida moral, de barbilla dura y huesuda, hierático, vulnerable al menor escándalo y que no podía ser herido por la menor sospecha ni el más pequeño susurro contra su proceder». Por tanto, los dos salieron por el corredor y descendieron la escalera y pasaron a través del vestíbulo, cogidos del brazo y charlando en la forma ordenada por Blaine. Habían salido finalmente a la calle, donde las llamaradas del incendio del Puesto Comercial subían hacia el cielo, y anduvieron un buen trecho por la acera de la calle como si tuvieran todavía que despedirse con un último saludo. Y finalmente, Blaine se había deslizado por la larga avenida y había corrido en dirección al este, hacia las colinas del río.

Y allí se encontraba, de nuevo metido en un aprieto, de nuevo en la estacada, sin ningún plan determinado que seguir, simplemente huyendo de nuevo. Aunque ahora la cosa era muy distinta. Había sabido batir a Finn e impedido que le siguiera las huellas. Le había sacado de la mente su horrible perfidia contra los parakinos y el peligro que suponía para ellos y había diluido algo en la mente de aquel fanático, que jamás, mientras Finn pudiera vivir, volvería a ser tan estrecha, mezquina y egocéntrica como lo había sido hasta entonces.

Se incorporó lentamente y anduvo varios pasos, convenciéndose de que sólo se oía el rumor de la corriente y los gritos de la lechuza escondida por el bosque, en la ribera. Repentinamente se apercibió de otro sonido distinto, algo que le hizo chocar los dientes con un nuevo temor y sentir un terrible escalofrío que le dejó paralizado por el momento. Era algo parecido al viejo terror del principio de los tiempos, cuando el hombre se refugiaba en la caverna y tenía que vivir constantemente sufriendo el terror de la noche. «Sería un perro, quizá, pensó Blaine, o un lobo de las praderas, ya que no existían los hombres-lobo de las antiguas supersticiones de la Edad Media». Sintió de nuevo el instinto de hallar refugio, de esconderse donde fuera, para huir del peligro delator de la luna. Permaneció en pie, tenso, esperando oír de nuevo aquel extraño ruido; pero no volvió a sentirlo más. Tenía el cuerpo agarrotado y los nervios a punto de estallar, y habría corrido de haber creído que con aquello se hubiera salvado mejor. Era un reflejo sencillo, primero creerlo y después correr. Aquello era lo que hacía a los hombres de Finn tan peligrosos. Se comportaban con el instinto humano que yace bajo la piel… el instinto del temor, y tras el temor, el odio.

Abandonó el boscaje de cedros y caminó con cuidado a lo largo de la colina, procurando no engañarse por la luz. de la luna, entre la media sombra que engaña el paso, haciendo rodar piedras y evitando caer dentro de los hoyos que sólo se advierten cuando ya se ha caído en ellos. Y pensó nuevamente en la única cosa que seguía dándole vueltas en el cerebro y que tan profundamente le había herido, desde que había hablado con Finn. Lambert le había dicho que Harriet Quimby era una espía del Anzuelo. Aquello no podía ser verdad, en absoluto, ya que había sido ella quien se había arriesgado a permitirle escapar precisamente de las garras del Anzuelo.

Y con todo… ella había estado con él en aquel pueblo donde había estado a punto de ser ahorcado. Ella había estado con él cuando Stone había sido asesinado. Y también había estado en su compañía en la carretera general, cuando Rand le había atrapado en el cobertizo.

Era ridículo. Harriet no podía ser una espía. Era una chica valiente y decidida, dedicada a su profesión con verdadero entusiasmo, y una maravillosa muchacha, incapaz de una ruindad semejante. Harriet habría sido una buena espía, de habérselo propuesto y haberlo deseado; pero aquello era contrario a su naturaleza. En Harriet no había subterfugios.

La colina fue cayendo lentamente hasta la misma orilla del río, donde había un espeso matorral y una maraña de árboles retorcidos y mezclados con otros arbustos y maleza. Blaine caminó hasta la misma orilla, pudiendo apreciar el fluir de la masa oscura acuosa, plateada por la luz de la luna, y el bosque del valle que formaba el río en la orilla opuesta, más oscuro que la corriente, mientras que las elevaciones del terreno, con sus fantásticas formas surgiendo a ambos lados, parecía un sepulcral cortejo de fantasmas plateados.

La lechuza había dejado de cantar; pero entonces había aumentado de tono el murmullo de la gran corriente del río, ya que podía oír el gorgoteo de las aguas en su rápida corriente, al deslizarse lamiendo los bancos de arena y rozando las raíces de los árboles ribereños, que parecían anclas echadas como seguridad de su vida vegetal, en la misma orilla. Aquello no parecía un lugar adecuado para pasar la noche, no tenía manta ni cobertor para cubrirse; aunque los árboles podrían prestarle al menos un buen refugio y ocultarle. Y estaría más seguro que en los demás sitios que había utilizado hasta la fecha. Se acurrucó buscando el refugio entre la broza existente bajo los árboles. Removió varias piedras, apartó un tronco, y en la oscuridad desplazó un gran montón de hojas caídas. Tras toda aquella faena, pensó repentinamente en las serpientes de cascabel, «aunque, pensó después, la estación ya avanzada del Otoño era demasiado fría para la presencia de aquellos temibles reptiles». Se acomodó lo mejor que le fue posible al abrigo de las hojas. Aquello resultaba pasable y de todos modos no tendría que permanecer, muchas horas en tal situación, ya que el sol saldría relativamente pronto. Permaneció sin movimiento en su improvisado refugio y los sucesos del día comenzaron a danzarle en la mente, como un resumen de las cosas que había tratado de conseguir sin éxito. Si pudiera detenerlas de algún modo y pensar en algo que le ayudase… Y aquel algo en que pensaba estaba en su cerebro. Era la mente de Lambert Finn.

Cautelosamente rebuscó en ella hasta encontrar su rostro, un rostro frío, y una mezcla de temor y de odio que se removía enmarañadamente como un balde de gusanos. Y en el centro de aquella masa apareció el horror extrahumano, el horror perteneciente a un mundo extraño y lejano que había sido el causante de transformar a un observador humano, viajero de las estrellas, en el maníaco loco de atar que había salido de la máquina estelar, hacía años, con los ojos de enajenado, las facciones descompuestas y las manos agarrotadas como garras de una fiera. Resultaba algo repulsivo y obsceno, algo opuesto a lo humano, farfullando cosas con el aspecto de una cabeza de muerte, era un espectro horrible, que nada tenía en detalle apreciable que fuese limpio o claro; sino un conjunto repelente de maldad abismal. Blaine procuró alejar aquella visión, con un tremendo esfuerzo mental, que le hizo sentirse angustiado de horror. La visión se apartó del foco central de sus pensamientos; pero quedó persistiendo otra visión terrible, otro pensamiento flotando.

Era la víspera de la fiesta de Todos los Santos, la imagen que lo representaba.

En la mente de Blaine quedó firmemente expuesta aquella idea, rodeada de un horror extrahumano, como si hubiera sido añadida al paso inacabable de un film de ideas. La víspera de Todos los Santos, la suave noche de fin de octubre, con sus montones de hojas de árboles humeando en las calles de las poblaciones, alumbradas por las luces callejeras o la gran iluminación natural del plenilunio, por encima de las copas desnudas de los árboles, con una luna más grande de lo que jamás había recordado, como si quisiera aproximarse más a la Tierra para espiar y divertirse con el espectáculo. Un coro de voces chillonas, agudas y excitadas, corrían a lo largo de las calles, llenándolo todo con su parloteo y el animado conjunto de sus bailes y danzas, y sus correteos de nerviosos pies, yendo de un lado a otro, mientras que los grupos vestidos de hadas o duendes de los bosques hacían su alegre ronda, gritando su alegría y llamando a todas las puertas. Las luces de las casas estaban encendidas en todo; los portales como una alegre invitación a la fiesta de la chiquillería, que con sus sacos al hombro, se divertían hasta la saturación, y que engrosaban más y más con los regalos de los vecinos a medida que transcurría la noche Blaine recordó con todo detalle la alegre fiesta tradicional, como si hubiera sido ayer, en que siendo un chico feliz, recorría con sus amiguitos toda la ciudad gozando de la típica fiesta anual. Pero, desgraciadamente, aquello había quedado ya demasiado lejos. Aquella hermosa fiesta de la infancia había existido antes de que el temor se hubiera esparcido como una mala semilla, cuando lo mágico todavía era un capricho y una maravillosa diversión y se hallaba placer en ello y los padres no sentían temor alguno, dejando a sus hijos gozar de la víspera de Todos los Santos, que llegaba para feliz acontecimiento de la chiquillería.

Y ahora, la fiesta de la víspera de Todos los Santos resultaba inimaginable. Ahora era una noche de terror, en que las gentes, asustadas, tenían que poner dobles cerrojos en las casas, tapar la chimenea y colgar en el dintel dobles signos fetichistas para alejar los malos espíritus.

«Había sido una gran lástima», pensó Blaine. Era algo hermoso y tan divertido para la infancia. Recordaba especialmente aquella noche en que él y Charline Jones habían ido a llamar a la ventana del viejo Chandler y el anciano, gruñendo y simulando una rabia que no sentía, se había asomado con una escopeta en la mano… Salieron disparados con tanta prisa que cayeron de bruces en una pequeña zanja llena de agua de la casa del vecino Lewis.

Y aquí estaba ahora otro tiempo, sombrío, amenazador y lleno de fúnebres presagios, idea que a Blaine no se le podía apartar de la mente…

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