IX

El sacerdote entró en la celda y permaneció un momento de pie, parpadeando en la semioscuridad del recinto Blaine se puso en pie.

—Me alegro que haya venido. Todo cuanto puedo ofrecerle es un asiento en este jergón.

—Está muy bien — dijo el pastor —. Se lo agradezco. Soy el padre Flanagan, y espero no me considere como a un intruso.

—En absoluto — repuso Blaine —. Me alegro de verle.

El padre Flanagan se sentó lo más cómodamente que pudo en el catre, bufando un poco por el esfuerzo. Era va un hombre de edad, más bien corpulento y pesado, con cata de bondad y unas manos algo deformes, como si hubiesen sido ya víctimas de la artritis.

—Siéntese, hijo mío — dijo —. Espero no molestarle. Le advierto desde el principio que soy una persona demasiado ocupada constantemente. Debe ser la consecuencia de ser el pastor de almas de un grupo de gentes terriblemente infantiles e irrespetuosas. ¿Hay algo sobre lo que quiera hablarme?

—De cualquier cosa, excepto, posiblemente, de religión.

—¿No es usted hombre religioso, hijo mío?

—No, en particular — repuso Blaine —. Siempre que lo considero, me vuelvo más confuso.

El anciano sacudió la cabeza.

—Vivimos en días de impiedad. Hay muchos hombres iguales que usted. Y es para mí una gran preocupación, al igual que para la Santa Madre Iglesia. Hemos caído en unos tiempos duros y difíciles para las cosas del espíritu. La mayor parte de la gente se halla afectada por el miedo del mal, en vez de contemplar el bien. Una conversación cualquiera sobre hombres convertidos en lobos, íncubos o diablos, hace cien años, se habría desvanecido rápidamente de nuestras mentes.

Se volvió con cierto trabajo para sentarse de forma que pudiera contemplar mejor a Blaine.

—El sheriff me ha dicho — continuó el sacerdote — que usted procede del Anzuelo.

—No valdría la pena que lo negase.

—Nunca he hablado con nadie que perteneciese al Anzuelo — dijo el viejo cura —. Yo sólo he oído hablar de esa sociedad y muchos de los relatos concernientes al Anzuelo resultaban increíbles y fantásticos. Aquí hubo un factor de esa gente, cuando la gente fue a prenderle fuego al Puesto Comercial; pero nunca fui a verle. La gente no lo habría comprendido.

—Por lo ocurrido aquí esta mañana — dijo Blaine — dudo, en efecto, que lo hubieran podido entender.

—Dicen que es usted un paranormal…

—La palabra justa es parakino, padre — dijo Blaine—. No es preciso que emplee usted eufemismos.

—¿Y es usted realmente uno de ellos?

—Padre, no consigo comprender su interés por todo esto.

—Es solamente académico — contestó el padre Flanagan —. Puedo asegurarle que es puramente académico. Algo que tiene interés para mí exclusivamente. Usted se encuentra tan seguro conmigo como si estuviera bajo secreto de confesión.

—Hubo un día — comentó Blaine — en que la ciencia estaba sumida en profundas sospechas referente a los enemigos ocultos en todas las verdades religiosas. Tenemos aquí la misma cuestión.

—Pero el pueblo — dijo el padre Flanagan —, tiene miedo de nuevo. Cierran sus puertas con barras y cerrojos. Nadie se atreve a salir de noche. Ponen fetiches y símbolos cabalísticos en lugar del Santo Crucifijo, colgados de sus puertas y en el frontispicio de sus casas. Murmuran cosas que se hallan ya muertas y cubiertas por el polvo del olvido, propias de la pasada Edad Media; tiemblan en la confusa niebla que reina en sus mentes y han perdido mucha de la fé antigua. Siguen yendo a los ritos religiosos: pero yo lo veo en sus rostros, lo siento en sus conversaciones, lo intuyo en sus mentes. Han perdido, en suma, el arte simple y sencillo de la fé.

—No, padre; yo no creo que lo hayan hecho así. Son simplemente gentes que se encuentran perturbadas.

—La totalidad del mundo se encuentra perturbado — convino el padre.

«Y aquello era cierto», pensó Blaine; la totalidad del mundo estaba perturbado. Y es que había perdido a su héroe cultural, y no había sido capaz de hallar otro, en todo cuanto lo había intentado. Había perdido su áncora, la que le había sostenido contra los vientos de la ilógica y la sinrazón y ahora se hallaba a la deriva sobre un océano donde no había carta de navegación, ni puerto en qué refugiarse.

En un tiempo, la ciencia había servido como héroe cultural. Tenía lógica y razón y una última precisión que probaba su eficacia en la conquista del átomo y fuera, en el lejano borde del espacio cósmico. Había engendrado dispositivos por millones, para confort de sus glorificadores y que había situado la mano y el ojo del hombre sobre el universo entero, por delegación. Era algo en lo que podía confiarse, ya que era el summum de la sabiduría humana entre otras muchas cosas.

Pero, principalmente, fue traducido en máquinas y en tecnología mecánica, ya que la ciencia en sí es una cosa abstracta; pero las máquinas eran algo que todo el mundo podía ver concretamente. Después, vinieron los días en que el hombre, con todos sus portentosos adelantos, sus maravillosas máquinas y su afamada tecnología, había sido rechazado del espacio, había sido barrido y obligado a volverse al refugio profundo de la Tierra, su hogar originario. Y aquel día el dios de la cultura y de la ciencia continuó existiendo, todavía se le usaba diariamente, todavía conservaba una vasta importancia; pero dejó, desde luego, de constituir un culto como hasta entonces.

Aunque el Anzuelo empleaba máquinas, no lo eran en realidad, consideradas con el concepto clásico de máquinas, ni cuyo concepto fuese aceptado por las gentes, ya que no tenían pistones, ni ruedas, ni engranajes, ni ejes, ni palancas ni siquiera un simple botón, no tenían nada de las partes componentes de una máquina corriente y conocida. Eran algo extraño, que no tenía ninguna referencia común con otros mecanismos conocidos.

Así, el hombre había perdido su héroe cultural y ya que su naturaleza estaba conformada para tener siempre algún ideal heroico a que asirse, porque significaba una absoluta necesidad tener ese ideal y tener una meta, se había creado un horrible vacío que gritaba por ser rellenado nuevamente.

Los paranormal-kinéticos, por todas sus cualidades misteriosas y extrañas, por el concepto que de ellos se tenía como ajenos a lo normal y corriente, llenaron el expediento eficazmente. Ya que allí, finalmente, estaban todos los cultos inofensivos completamente justificados, allí, al menos, estaba la promesa de la sustitución fundamental del vacío creado, allí se hallaba algo bastante exótico, o que podía convertirse en exótico y fantástico para satisfacer la profundidad de la emoción humana, de la forma en que jamás podía hacerlo una simple máquina.

¡Y aquí, que Dios nos ayude, se hallaba lo mágico!

Y el mundo se precipitó en la borrachera de lo mágico.

El péndulo había ido demasiado lejos, como siempre, y ahora retrocedía amenazadoramente y el horror de la intolerancia había sido derramado por toda la Tierra. Y nuevamente el hombre se hallaba sin su héroe cultural, pero había adquirido, en su lugar, una neosuperstición que caminaba por la oscura senda de una segunda Edad Media.

—Me he embrollado y confundido mucho sobre la materia — dijo el padre Flanagan —. Es algo que, naturalmente, concierne aun a un indigno servidor de la Iglesia como yo lo soy, ya que cualquier cosa que concierna a los hombres, a las almas y a las mentes de los hombres, es de interés para la Iglesia y para el Santo Padre. Es la histórica posición de Roma que nosotros debemos continuar en nosotros mismos.

Blaine se inclinó ligeramente, en reconocimiento de la sinceridad de aquel anciano sacerdote; pero hubo un matiz de amargura en su voz al contestarle:

—Así ha venido usted a estudiarme. Está usted aquí para hacerme preguntas…

Se apreció un tono de tristeza en la voz del anciano sacerdote. —He rogado para que usted no lo viese en ese aspecto. Ya veo que he fracasado. He venido hacia usted como cualquiera que pudiera ayudarme, y a través de mí, a la iglesia. Ya que, hijo mío, la Iglesia necesita a veces ayuda también. No resulta muy glorioso decir esto, por todo lo que ha sido cargado, a través de toda su historia, con excesivo orgullo. Usted es un hombre, un hombre inteligente, que es parte de esta cosa que sirve y contribuye a confundirnos y a embrollarnos a nosotros. Pensé que podría ayudarme.

Blaine se sentó en silencio, y el sacerdote continuó mirándole, como un hombre humilde que busca un favor y que tiene, con todo, un sentido de fuerza interior que no puede comprobarse, sino sentir.

—No me importaría — dijo Blaine —. No es que piense ni por un momento que ello condujese a nada bueno Usted es una parte de lo que está en este pueblo.

—No es eso, hijo. Nosotros, ni sancionamos ni condenamos. No tenemos hechos suficientes.

—Le diré algo respecto de mí mismo — dijo Blaine— si eso es lo que desea usted saber. Yo soy un viajero cósmico. Mi oficio es ir hacia las estrellas. Yo salto dentro de una máquina… bien, no exactamente una máquina más bien es un mecanismo simbólico que ayuda a liberarme de la mente, y que posiblemente empuja mi mente en la dirección justa. En ciencia, eso serían matemáticas; pero ahora no se trata de lo matemático. Es una vía para evadirse hacia los espacios cósmicos y de conocer dónde se va.

—¿Magia?

—¡Diablos! No, perdón, padre. No, no es magia. Una vez que consigue usted comprenderlo, una vez que consigue usted sentirlo, se hace claro y simple y se convierte en parte de usted mismo. Es algo tan natural como respirar y tan fácil como arrojar un trozo de madera. Yo imaginaría…

—Supongo — interrumpió el padre Flanagan — que es innecesario acudir a las matemáticas. ¿Podría usted decirme qué se experimenta cuando se está en otro sistema solar?

—Bien, pues no mucho más diferente de lo que se experimenta estando aquí sentado con usted. Al principio, quiero decir en los primeros viajes, uno se encuentra un tanto desnudo, solo con la mente y no con el cuerpo…

—¿Y su mente, permanece errabunda?

—Pues, realmente, no. Podría, por supuesto, hacerlo así; pero no es lo corriente. Usualmente uno permanece encerrado en la máquina que le envía a las lejanías del espacio a otros mundos.


—¿Una máquina?

—Más bien un ingenio comprobador. Recoge todos los datos, que deposita en un registrador. Uno consigue la descripción completa de lo que ve. No lo que ve por sí mismo (aunque no se trata de ver exactamente con los ojos físicos), es más bien el registro de las sensaciones, todas las cosas que pueden captarse. En teoría y largamente en la práctica, la máquina recoge los datos y la mente está allí para la interpretación solamente.

—¿Y qué suele ver usted?

Blaine se puso a reír.

—Padre, eso nos llevaría demasiado tiempo, mucho más del que disponemos usted y yo.

—¿No es nada parecido a la Tierra?

—No lo es con frecuencia, ya que no hay muchos planetas parecidos a la Tierra. Proporcionalmente, puede considerarse así. Pero nosotros no nos limitamos a los planetas parecidos a nuestro mundo. Podemos ir a cualquier lugar posible del Cosmos y en la forma en que esas máquinas están dispuestas, significa casi a cualquier parte imaginable.

—¿Incluso al mismo corazón de otro sol?

—No con la máquina, que resultaría destrozada. Supongo que la mente podría hacerlo. Pero esto nunca se hace. Al menos, por lo que yo sepa, es así.

—¿Y sus sensaciones? ¿Qué piensa usted?

—Yo observo — dijo Blaine —. Para eso es para lo que voy.

—¿No se siente usted poseído de la idea de ser el rey de la Creación? ¿No tiene usted el pensamiento de que el hombre puede sostener todo el universo en el hueco de la mano?

—Si es el pecado del orgullo y de la vanidad en que usted está pensando, no, nunca. A veces se experimenta una excitación al conocer donde se está. Muchas veces, también, se encuentra uno pleno de maravilla; pero más frecuentemente uno está realmente embrollado y confuso. Sólo sirve para recordarle a uno, una y otra vez, cuan insignificantes somos. Y hay veces en que se olvida uno de que es humano. Entonces, sólo se es una simple burbuja de vida, hermana, no obstante, de todo lo que siempre ha existido o siempre existirá. —¿Y piensa usted en Dios?

—No — dijo Blaine —. No puedo decir que siempre lo haga.

—Es lástima — comentó el padre Flanagan —. Es más bien algo espeluznante. Encontrarse en los espacios lejanos, solo…

—Padre, desde el primer instante, le dije a usted que yo no era concretamente una especie de hombre religioso, no en el sentido generalmente aceptado y así es. Creo que he sido sincero con usted. —Así ha sido, hijo.

—Y si su próxima pregunta va a ser: ¿Puede un hombre religioso ir a las estrellas y permanecer reteniendo su fé, puede ir allá y volver lleno de esa misma fé, y continuar viajando por los espacios cósmicos y detraer algo de la verdadera creencia que mantiene? Entonces, tendría que pedirle que definiese usted sus propios términos. —¿Mis términos?

—Sí, la fé, por ejemplo. ¿Qué quiere usted significar por fé? ¿La fé es bastante para el hombre? ¿Estaría satisfecho con la fé solamente? ¿Es que no existe un camino para descubrir la verdad? ¿Es la actitud de la fé la de creer en algo para lo cual no existe más que una prueba filosófica, la verdadera marca de un cristiano? ¿O debiera la Iglesia hace tiempo…?

—¡Hijo mío! — protestó el padre Flanagan levantando las manos —. ¡Hijo mío!

—Olvídelo, padre No debiera haberlo dicho.

Ambos hombres permanecieron sentados por un momento, mirándose el uno al otro, sin comprenderse recíprocamente. «Como si fueran seres de dos mundos distintos», pensó Blaine. Con puntos de vista que no coincidirían ni en un millón de años, y con todo, ambos eran hombres. Lo lamento sinceramente, padre.

—No es preciso que lo haga. Lo dijo. Hay otros que lo creen, o piensan que lo creen; pero nunca lo dirían. Usted al menos, es honesto.

Se dirigió a la salida y golpeó amistosamente el brazo de Blaine.

—¿Es usted telépata?

—Y teleportador además. Pero limitado. Muy limitado.

—¿Y eso es todo?

—Pues, no sé. Yo nunca he averiguado más.

—¿Quiere usted decir, que puede tener otras capacidades de las que no se halla todavía advertido?

—Mire, padre, en PK uno tiene una cierta capacidad mental. Primero se empieza por las cosas más sencillas, el telépata, el teleportador, el premonitor. Se continúa adelantando, siempre hacia delante, o surge algo que le detiene a uno a veces, mientras que otros crecen en poder. Cada una de esas capacidades no están separadas, ya que tales capacidades son simplemente manifestaciones de una totalización de la mente. Están amontonadas, revueltas conjuntamente, la mente trabajando como si siempre lo hubiera hecho así normalmente.

—¿Y eso no es el mal?

—Ciertamente que puede llegar a serlo. Haciendo un uso equivocado, es el mal. Y de hecho es utilizado equivocadamente por mucha gente, un grupo de aficionados que nunca se preocuparon de comprender o analizar el poder que tienen. Pero el hombre también ha hecho mal empleo de sus manos, ha robado, ha matado…

—¿No es usted un hechicero?

Blaine estuvo a punto de soltar la carcajada, la risa surgió a punto de estallar, pero no pudo reír. Estaba sobrecogido de terror, para poder hacerlo.

—No, padre. Se lo juro a usted. No soy ningún hechicero, ni ningún brujo, ni…

El anciano sacerdote levantó una mano para detenerle en su discurso.

—Ahora ya estamos en paz — dijo —. Yo, también, dije algo que no debiera haber dicho.

Se levantó pesadamente del catre.

—Gracias — le dijo a Blaine —. Dios le ayudará.

—¿Estará usted aquí esta noche?

—¿Esta noche?

—Cuando la gente venga a cogerme y llevarme a la horca. ¿O es que piensan quemarme vivo amarrado a un poste? El rostro del anciano sacerdote se retorció con repugnancia.

—No debería usted pensar en cosas semejantes. Seguramente que no, en este…

—Ya quemaron el Puesto Comercial y querían haber matado al factor.

—Aquello fue un error — repuso el sacerdote —. Ya les dije que lo era. Sé que ciertos miembros de mi parroquia participaron en aquello, entre otros muchos; pero deberían haber conocido la cosa mejor. He trabajado muchos años entre ellos, precisamente contra todo eso.

Blaine tendió su mano para apretar la sarmentosa del padre Flanagan. Los dedos artríticos del anciano le apretaron con calor, en un cordial adiós.

—El sheriff es un buen hombre — dijo el sacerdote — Hará lo mejor que esté a su alcance. Por mi pateo, hablaré con la gente.

—Gracias, padre.

—Hijo mío, ¿tiene miedo de morir?

—No lo sé. Con frecuencia he pensado que no debería tenerlo… Tendré que esperar para comprobarlo.

—Necesita tener fé.

—Quizá tenga razón, y lo deseo. Ojalá la encuentre. ¿Dirá usted una oración por mí?

—Dios vela por ti, hijo. Rogaré a Él en los oficios de esta tarde.

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