Blaine, acostado en su cama, miraba fijamente el techo de la sala del hospital. Una brisa fresca entraba por la ventana próxima y las hojas verdes de un árbol exterior rozaban jugueteando con la pared. Debería ser un árbol obstinado y pertinaz, que se resistiera a perder su verde ropaje, ya que se encontraban en la última época de octubre.
Oyó el apagado rumor de los ruidos que le llegaban desde los corredores, más allá de la sala que ocupaba, mientras el picante olor antiséptico continuaba flotando en el aire circundante. «Tenía que marcharse, pensó, tenía que continuar su camino a toda costa». Pero su camino, ¿hacia dónde? Sólo tenía el que le dirigía hacia Pierre, desde luego, hacia Pierre y Harriet, si Harriet continuaba allí. Pero hallar a Pierre, en sí, era algo sin sentido y que no constituía un propósito determinado. Hasta donde podía imaginar no había en todo aquello propósito alguno. Era sencillamente un lugar a donde dirigir temporalmente su carrera constante, en su huida sin descanso.
En realidad, no hacía otra cosa que huir, huir siempre, en una carrera ciega y desesperada. Se hallaba corriendo, desde el mismo instante en que volvió de su última misión en las estrellas lejanas, allá en el Anzuelo. Y lo peor de todo era que corría y huía sin una finalidad, lo hacía para estar seguro, para escapar a una imaginaria amenaza mortal.
La falta de finalidad también hiere y destroza a un hombre. Hace de él una cosa vacía.
Continuó como estaba y pensando con amargura, otra vez más, si realmente había sido inteligente el haber huido de aquella forma del Anzuelo, si era aquella la cosa que debía de haber hecho. Entonces recordó a Freddy Bates, con su sonrisa hipócrita, la maldad en sus ojos y la pistola en el bolsillo. Y entonces no le cupo duda de que realmente había hecho lo que tenía que hacer.
Pero en alguna parte debería existir algo a qué asirse, algo a qué dedicarse, un jirón de esperanza o la promesa de algo para qué vivir. Lo que no podría sería continuar huyendo siempre de aquella forma, sin propósito definido. Un día tendría que llegar en que debería detenerse y sentar los pies y mirar a su alrededor.
En su cama, Riley continuaba inmóvil, respirando con dificultad, quejándose inconsciente y sin pronunciar palabra. No tenía sentido alguno permanecer en el hospital, como el doctor Wetmore deseaba, ya que no había nada que el médico pudiera encontrar, ni nada que Blaine pudiera decirle, y ningún provecho existía para ninguno de los dos.
Se tiró de la cama y se dirigió, a través de la sala, hacia la puerta que verosímilmente debía conducir al lavabo. Abrió la puerta y allí estaba el servicio, y sus ropas colgando de una percha. No había señal alguna de ropa interior; pero allí estaban sus pantalones y la camisa con los zapatos debajo. La chaqueta se había descolgado y yacía por el suelo en un montón informe. Se quitó la bata del hospital y tomó los pantalones.
Al ponerse la camisa se sintió afectado por la quietud del otoño, una sensación de paz, de suave dulzura y de calma. La paz de las hojas amarillas, de la suave neblina que se cernía allá sobre las colinas y la nostálgica tristeza propia de la estación.
Pero aquella quietud era falsa.
Debería continuar el sonido de la respiración sofocada y angustiosa del otro hombre que yacía en la cama frente a la que él había ocupado.
Con los hombros encogidos y la respiración en suspenso, Blaine esperó unos segundos para volver a oír aquel ruido angustioso. Pero no hubo sonido ni ruido alguno. Se dirigió hacia la cama, se inclinó sobre ella y esperó. El cuerpo vendado de Riley permanecía en una absoluta quietud y su aliento se había helado en el agujero que tenía abierto el vendaje.
—¡Doctor! — gritó Blaine —. ¡Doctor! ¡Por favor! — Y se dirigió corriendo hacia la puerta del corredor, aun sabiendo que aquella prisa y aquellos gritos eran una tontería y que su reacción era ilógica por completo. Alcanzó la puerta y se detuvo. Puso las manos contra el quicio y asomó la cabeza por el corredor.
El médico acudía de prisa, sin correr. Con una mano empujó a Blaine dentro de la sala. Se inclinó sobre la cama de Riley y con un estetoscopio indagó sobre la momia unos segundos, hasta que se volvió de la cama.
Miró dúramente a Blaine.
—¿Dónde iba usted? — le preguntó.
—Está muerto — dijo Blaine —. Su respiración se detuvo hace ya rato…
—Sí, ha muerto. No tenía apenas oportunidad de sobrevivir. Aun con la gobatianina resultaba imposible.
—¿Gobatianina? ¿Es eso lo que ha empleado usted? ¿Estaba así envuelto, por esa circunstancia?
—Estaba destrozado — replicó el médico —. Como un juguete que alguien ha tirado por el suelo y luego es aplastado. Estaba…
El médico se interrumpió y miró intrigado a Blaine.
—¿Qué es lo que sabe usted de la gobatianina?
—He oído hablar de ella.
—Es una droga de otro planeta — explicó el doctor Wetmore —. Usada por una raza de insectos. Una raza de insectos guerreros. Puede hacer verdaderos milagros, remendando y recomponiendo prácticamente un cuerpo destrozado. Puede reparar los huesos y los órganos, haciendo crecer nuevos tejidos.
Miró tristemente lo que quedaba de Riley y después a Blaine.
—¿Ha leído usted la literatura concerniente a la droga?
—Oh, una simple divulgación, en una revista — contestó Blaine evasivamente.
Y Blaine pudo ver, por unos instantes, la locura hirviente de aquel planeta, una fantástica jungla, donde él había encontrado la droga que usaban aquellos seres vivientes, aunque realmente no se tratase de insectos ni fuese tal droga lo que usaban. Pero aquello no era problema para preocuparse demasiado. La terminología, siempre difícil, se había hecho imposible con los viajes a las estrellas. Se empleaban expresiones aproximadas de las cosas y se hacía todo lo mejor que se podía, el resto quedaba a cargo de los científicos.
—Le cambiaremos a otra sala — insinuó el médico.
—No es preciso, doctor — repuso Blaine —. Lo que quiero es marcharme inmediatamente.
—No puede — dijo el doctor Wetmore, en tono autoritario —. No se lo permitiré. No quiero tenerle a usted sobre mi conciencia. Hay algo que va mal en usted, algo realmente fuera de lo normal. No hay nadie que venga a preguntar por usted, ni amigos, ni parientes, nadie.
—Deseo marcharme ahora mismo.
El médico se le aproximó más aún.
—Tengo el presentimiento — dijo — de que usted no está diciéndome la verdad. Me oculta la mayor parte de la verdad…
Blaine se apartó de él. Entró nuevamente en el lavabo y se acabó de poner la camisa. Se puso también los zapatos y tomó la chaqueta.
—Ahora — dijo —, si me deja pasar, me marcharé del hospital.
Se oyó en aquel momento el ruido de pasos por el corredor, de alguien que llegaba. Quizá sería la persona a quien el médico había encargado la comida prometida. Quizás sería mejor esperar a comer algo, ya que lo necesitaba realmente.
Pero había más de una persona en dirección a la sala, ya que se oían, por lo menos, las pisadas de dos. A lo mejor alguien había oído los gritos llamando al médico y acudiría en su ayuda.
—Espero que pueda usted cambiar de opinión — dijo el doctor —. Aparte el deseo natural de ayudarle, está también la cuestión de las formalidades…
Blaine no oyó el resto, ya que los que venían habían abierto la puerta y entrado en la estancia.
Harriet Quimby, fría como el hielo, decía en aquel momento:
—Shep, ¿qué viento te ha traído hasta aquí? Hemos estado buscándote por todas partes. — Y telepáticamente sintió en su mente el latigazo de las palabras de la chica —: ¡Vamos! ¡Pronto!—Tienes que reclamarme (una mujer feroz arrastrándole sin ninguna ceremonia). Si lo haces, me dejarán marchar. Me encontraron inconsciente bajo unos sauces…
— (Un borracho que ha caído en el campo y que no puede levantarse, con el aspecto risible y asustado del hombre que se encuentra excesivamente bebido.)
—No, no es eso — le dijo Blaine —; me recogieron bajo los árboles, y todo el mundo creía que estaba muerto. El médico cree que hay algo en mí fuera de lo normal…
—Hay…
—Pero no lo que…
Y Godfrey Stone estaba entonces diciendo, suavemente, con amistoso acento y con una sonrisa medio preocupada v medio aliviada:
—Vaya, así has vuelto a lo de siempre Demasiado licor, supongo… Ya sabes lo que te dijo el médico…
—¡Al diablo! — protestó Blaine —. Sólo unos cuantos tragos… No era suficiente…
—Tía Edna ha estado como loca — dijo Harriet —. Se estaba imaginando toda suerte de desgracias. Ya sabes lo imaginativa que es. Estaba convencida de que te habías marchado por las buenas todo este tiempo…
¡Godfrey! ¡Godfrey! ¡Oh, Dios mío, tres años…!
—Ten calma, Shep. No hay tiempo ahora para eso. Tenemos que sacarte de aquí.
El doctor Wetmore dijo:
—¿Conocen ustedes a este hombre? ¿Es un pariente de ustedes?
—No, no somos parientes — repuso Stone —. Antiguos amigos. Su tía Edna…
—Bien, vamos — propuso Blaine.
Stone miró interrogativamente al médico y Wetmore afirmó con la cabeza.
—Deténganse en la recepción del hospital — dijo — y recojan el alta. Yo avisaré por teléfono. Les tomarán nota de sus nombres.
—Con mucho gusto — repuso Stone —. Y muchísimas gracias, doctor.
—No hay de qué.
Blaine se detuvo en la puerta y se volvió hacia el médico.
—Lo siento — dijo —. No le dije toda la verdad. Y no me siento orgulloso en absoluto de haberlo hecho así.
—Todos nosotros — contestó el doctor — tenemos momentos en los cuales no podemos sentirnos orgullosos. No es usted solo.
—Adiós, doctor.
—Hasta siempre — repuso Wetmore —. Y cuídese bien.
Recorrieron el largo corredor los tres amigos.
—¿Quién estaba en la otra cama? — preguntó Stone.
—Un individuo llamado Riley.
—¡Riley!
—Un conductor de camión.
—¡Riley! Era el hombre que estábamos buscando. Por eso veníamos por ti…
Stone se detuvo y trató de volverse.
—Es inútil — dijo Blaine —. Está muerto.
—¿Y el camión?
—Destrozado. Se salió de la carretera.
—¡Oh, Godfrey! — gritó Harriet.
Stone le hizo un gesto con la cabeza.
—Es inútil, completamente inútil.
—¿Y qué va a pasar ahora?
—Lo veremos más tarde. Primero, salgamos de aquí cuanto antes.
Stone tomó a Blaine por el brazo.
—Una cosa, Stone. ¿Cómo es que Lambert Finn está mezclado en todo esto?
Y Stone repuso en voz alta.
—Lambert Finn es el hombre más peligroso que tiene hoy el mundo.