El sol había cruzado ya la línea del mediodía en el cielo y descendía hacia el oeste, cuando Blaine se dirigía a grandes zancadas hacia Hamilton, caminando entre el barro, pasada la primera tormenta de la estación otoñal.
«Allí estaba», pensó, casi demasiado tarde de nuevo, no acudiendo tan pronto como habría deseado, ya que cuando el sol desapareciera en el horizonte la víspera de la fiesta de Todos los Santos tendría lugar. Se iba imaginando cuántos centros de paranormales habrían podido ser localizados por las gentes de Hamilton. Quizás habrían tenido suerte… Un pensamiento constante le atenazaba la mente, con las palabras pronunciadas por el venerable padre Flanagan: el dedo de Dios le había tocado en el corazón.
«Algún día, reflexionó mientras seguía caminando, el mundo miraría asombrado ante la locura de entonces, ante la ceguera, la estupidez y la fanática intolerancia. Algún día llegaría la hora feliz de la reivindicación deseada. Y el reposo y la claridad mental de las gentes. Algún día, también, la Iglesia de Roma reconocería a los paranormales, no como a practicantes de ninguna clase de brujería, sino como criaturas dotadas de poderes mentales superiores, como criaturas desarrolladas que contribuirían al mejoramiento del mundo, en gracia de Dios. Y desaparecerían las barreras sociales o económicas entre los paranormal-kinéticos y las gentes corrientes y normales, si para tal tiempo quedaban ya gentes normales. Algún día el Anzuelo ya estaría de más en el mundo. Aunque también sería posible que en tal fecha futura no hubiese necesidad ni de la misma Tierra». Blaine había encontrado la respuesta. Fracasando en hallar a Pierre, había encontrado la gran respuesta a todos los enigmas. Había sido forzado (¿por el dedo de Dios, quizás?) a encontrarla y la había hallado al fin. Era una respuesta mejor que la que había buscado Stone. Era una técnica infinitamente mejor que la que poseía el Anzuelo, ya que éste basaba su poder en las máquinas. Y su respuesta haría del hombre el dueño de sí mismo y de todo el Universo. Enfiló por fin el último tramo que, bajando de las colinas, conducía a Hamilton. En el cielo, todavía había algunas nubecillas dispersas, como retaguardia de la tormenta pasada. Todavía quedaban montones de nieve y barro en los caminos, y a pesar del brillo del sol el viento seguía mordiendo las carnes con su afilado cuchillo de frialdad. Tomó la calle principal arriba, que le conduciría al centro de la pequeña ciudad, y desde un par de bloques de edificios de distancia ya vio a los que le estaban esperando junto a los edificios comerciales en la plaza cuadrada del centro de la población. Y no le esperaban unos cuantos habitantes de Hamilton, sino una verdadera multitud. Seguramente se encontraba allí casi la totalidad de la población reunida.
Caminó a través de la plaza y la multitud le observaba con calma. Miró a la gente congregada en silencio, y buscó con los ojos a Anita Andrews, pero no pudo distinguirla entre la muchedumbre.
A quienes primero encontró fue a los cuatro hombres que había hallado en su primera visita a Hamilton, y se detuvo frente a ellos.
—Buenas tardes, caballeros — saludó Blaine.
—Le sentíamos venir — dijo Andrews.
—No pude hallar a Pierre — dijo Blaine —. Hice cuanto pude por encontrarle para pedir ayuda. Pero la tormenta me sorprendió en el río.
—Nos han bloqueado el teléfono — comentó Jackson —. Pero hemos usado telépatas de largo alcance. Se ha establecido un enlace de gran radio de acción, aunque ignoramos hasta dónde habrá alcanzado finalmente.
—Ni si habrá tenido éxito, como pretendíamos — añadió Andrews.
—¿Vuestros telépatas podrían tomar contacto todavía con esos grupos? — preguntó Shep.
Andrews hizo un gesto con la cabeza.
—Los hombres de Finn están siempre en la sombra y no se muestran a la luz del día — advirtió Jackson —. Nos tiene muy preocupados. Finn sigue persiguiendo su fin de provocar disturbios…
—Tendrían que haberse mostrado — dijo Andrews —. Deberían haber venido contra nosotros en su persecución hacia usted.
—Quizá no querrán hallarme a mi.
—Sí, quizás — dijo Jackson fríamente — usted no es quien dice ser.
Blaine sintió la sangre subirle a la cara y su temperamento estalló.
—¡Al infierno con ustedes! — gritó —. Casi he estado a punto de morir por su causa. ¡Vayan y sálvense ustedes mismos!
Se volvió y se alejó del grupo con la rabia de la incomprensión de aquella gente, sacudiéndole todo el cuerpo. No era aquella su lucha. No, de manera alguna, su lucha personal, aunque la había emprendido. A causa de Stone, a causa de Rand y de Harriet, a causa del sacerdote que había venido siguiéndole la pista a través de medio continente, él había luchado por todo aquello como cosa propia. Y quizá también por algo indefinido, desconocido para el propio Blaine, algo profundamente arraigado en su sentido de la justicia, de una básica aversión hacia los fanáticos y los mojigatos y los reformadores.
Había llegado a aquella ciudad con un regalo… había corrido como un desesperado jugándose la vida para traerlo. Y, en respuesta, aquella gente ponía en duda, con sus preguntas, su propia integridad personal. «Al infierno con ellos», se dijo.
Había sido empujado demasiado lejos. Ya estaba bien, y dejaría de hacerlo en adelante. Había tan sólo una cosa digna de amar, de un inestimable valor, algo por lo que valía la pena de sufrir y de esperar y de hallarla donde estuviera escondida.
—¡Shep!
Blaine detuvo su marcha.
—¡Shep!
Blaine se volvió para mirar a quien le llamaba con aquel grito. Anita se había despegado de la multitud.
—No.
—Pero ellos no son los únicos — dijo la chica con voz suplicante —. Hay el resto de nosotros, los jóvenes. Ellos te escucharán.
Anita tenía razón, desde luego. Existía el resto de muchas otras personas. Anita y los demás como ella. Las mujeres y los niños y todos aquellos hombres que no ostentaban ninguna autoridad, ya que era la autoridad la que hace a los hombres suspicaces y duros de mollera. La autoridad y la responsabilidad que hace que no sean ellos mismos, en realidad, sino una especie de cuerpo social que trata de pensar como tal persona corporativa, más bien que como una persona aislada. Y en tal aspecto, un paranormal-kinético, al igual que toda una comunidad de ellos, no se comportaba de forma muy diferente a una comunidad de personas normales. La capacidad paranormal, después de todo, no cambiaba a la persona demasiado. Sencillamente le proporcionaba la oportunidad de ser una persona mejor.
—Has fracasado — dijo Anita —. No podíamos esperar que pudieras tener éxito. Lo has intentado y eso es suficiente.
Blaine adelantó un paso hacia ella.
—Pero no he fracasado — dijo Blaine.
Y entonces, toda la gente se le vino encima, una verdadera masa de gente, silenciosa y tensa, aproximándose a Blaine como a una áncora de salvación. Al frente de todos ellos iba Anita Andrews. La bella muchacha se le aproximó hasta mirarle de cerca a la cara.
—¿Dónde has estado? — le preguntó con una voz suave —. Varios de nosotros hemos estado buscando en el río de arriba a abajo. Solamente pudimos localizar la canoa.
Blaine la tomó por un brazo y la mantuvo a su lado.
—Te lo diré dentro de un instante. ¿Qué hay de esa gente?
—Están asustados — repuso la chica —. Se aferran a cualquier esperanza.
La multitud llegó, deteniéndose a una docena de pies de distancia, y un hombre que había en la vanguardia dijo:
—Usted es un hombre que procede del Anzuelo.
Blaine asintió con un gesto de cabeza. —Yo estuve con el Anzuelo. Hace tiempo que dejé de pertenecer a él.
—¿Como Finn?
—Sí, igual que Finn.
—Y como Stone también — añadió Anita —. Stone procedía del Anzuelo igualmente.
—Ustedes tienen miedo. Miedo de mí, de Finn y del mundo entero. Pero yo he encontrado un lugar donde jamás volverán a sentir el temor en sus vidas. He hallado un nuevo mundo y, si ustedes lo desean, es suyo.
—¿Qué clase de mundo, señor? ¿Uno de los mundos lejanos del espacio?
—Un mundo como lo mejor de la Tierra — dijo Blaine —. Acabo de regresar de él…
—Pero usted ha venido caminando desde la colina. Le hemos visto andar por el camino.
—¡Cállense, estúpidos! — gritó Anita —. Denle la oportunidad de que pueda explicarse.
—Sí, he encontrado un camino — continuó Blaine —. Lo he captado, llámenle ustedes como quieran, para poder ir a las estrellas, tanto en cuerpo como con la mente unida. Estuve allí la pasada noche y he vuelto esta mañana. No es precisa ninguna máquina. Todo lo que necesitan ustedes es comprenderlo.
—Pero ¿cómo podríamos…?
—No pueden ustedes. Tienen que jugarse esa posibilidad, eso es todo.
—Pero el Anzuelo, señor…
—La pasada noche — siguió Blaine, lentamente —, el Anzuelo ha quedado definitivamente reducido a una cosa inútil y anticuada. No volveremos a tener necesidad alguna de él. Podemos ir a donde queramos, sin auxilio de máquina alguna. Todo lo que necesitamos es nuestra mente. Y esa es la meta de la búsqueda paranormal. Las máquinas nunca fueron más que un artilugio para ayudar nuestra mente. Ahora hemos superado la necesidad de ningún dispositivo mecánico, ni de ninguna clase. No tenemos la menor necesidad de ellos.
Una mujer de faz enjuta se adelantó entre la muchedumbre.
—Dejemos toda esta discusión tonta — dijo resueltamente —. ¿Ha dicho usted que ha encontrado un nuevo planeta?
—Sí, señora, eso he dicho.
—¿Y podrá usted llevarnos hasta allí?
—Nadie necesita llevarla a usted. Puede usted ir por sí misma.
—Usted es uno de los nuestros, joven. Y tiene usted cara de persona honesta y sincera. Usted no podría engañarnos.
—Jamás lo podría hacer — repuso Blaine.
—Entonces, díganos qué tenemos que hacer.
—¿Podemos llevarnos algunas cosas con nosotros? — preguntó alguien.
Blaine movió la cabeza.
—No mucho. Una madre puede llevarse a su niño, con tal de que lo abrace contra su pecho. Pueden ustedes llevar algunas cosas en un saco manejable que puedan sujetarse a la espalda o colgado del hombro. Y llevarse algunas herramientas elementales.
Otro hombre se mostró en primera fila.
—Tendremos que hacerlo. Tendremos que calcular lo que vamos a llevarnos. Llevaremos algunos alimentos, semillas para sembrar y algunas ropas y útiles…
—Pero pueden volver en busca de más cosas, conforme las necesiten — dijo Blaine —. No hay inconveniente alguno en hacerlo.
—Bien —. dijo la mujer de cara enjuta —. Dejémonos de permanecer aquí parados sin hacer nada. Vamos derechos al asunto. ¿Por qué no nos lo explica usted, señor?
—Una cosa importante — advirtió Blaine —. ¿Tienen ustedes telépatas de largo alcance aquí?
—Yo soy uno de ellos — dijo la mujer —. Estamos Myrtle, Jack, que está allí, yo misma y otros más…
—Tienen que pasar el aviso en todas direcciones, a tantos como puedan hacerlo, y esos otros a su vez deben hacerlo a otros más. Hemos de abrir las puertas de la evasión a tantos como nos sea posible.
La mujer afirmó con un gesto de cabeza.
—De acuerdo. Y ahora, díganos cómo hemos de hacerlo.
Se produjo un murmullo de la muchedumbre y todos se movieron hacia delante, dirigiéndose hacia Blaine y Anita, rodeándoles como un anillo humano.
—De acuerdo — dijo Blaine —. Concéntrense.
Y Blaine sintió cómo unían su conocimiento, suavemente aproximado sobre su propia mente, como si todos ellos se convirtieran en una sola persona con él.
«Pero aquello no era todo», pensó Blaine. Él se había convertido en uno con todos ellos. En aquel círculo de su alrededor, las diversas mentes se habían hecho una sola mente. Se había formado una gran mente sola y en ella había ternura, calor humano, cordialidad y una plenitud de amorosa bondad. Era como la sensación de un amanecer de primavera con perfume de lilas y el olor de la niebla del río en la noche y sobre toda la tierra la sensación del color del otoño cuando las colinas se pintan de púrpura. Se sentía el crujir del fuego ardiendo con los troncos que ardían en la tierra, y el ladrido familiar de los perros, y el rumor de las hojas de los árboles del jardín y del viento silbando suavemente en el exterior del hogar en paz. Era la sensación de la calma hogareña y de la amistad, de los buenos días y las buenas noches, de la cordial vecindad de los seres humanos y el sonido de las campanas de la iglesia tañendo alegremente.
—Aquí están las coordenadas del planeta donde tenéis que ir — les dijo finalmente.
Y les proporcionó aquellos datos preciosos, repitiéndolos para que no hubiese el menor error.
—Y así es cómo lo haréis.
Y dejó escapar de su mente el conocimiento extrahumano que poseía y lo sostuvo al alcance de aquellas personas que le rodeaban, para acostumbrarlas a él y después, paso a paso, fue suministrándoles la técnica necesaria y la lógica precisa, aunque realmente no fuese necesaria, ya que una vez que se había visto el sustrátum del conocimiento preciso, la técnica y la lógica se hacían evidentes por sí mismas.
Volvió a repetir los mismos datos para evitar cualquier falsa interpretación.
Aquellas mentes retrocedieron de pronto de Blaine, y permaneció solo con Anita a su lado.
Blaine vio a la muchedumbre mirarle fijamente mientras retrocedían.
—¿Qué ocurre ahora? — le preguntó a Anita.
La chica se encogió de hombros.
—Ha sido horrible.
—Naturalmente. Pero yo he visto cosas peores. Y así había sido, desde luego. Blaine había visto algo mucho peor, pero aquellas gentes nunca lo habían visto. Ellos habían vivido sus vidas en la Tierra, nunca habían tocado ningún concepto extrahumano, y sus conceptos eran tal y como eran, simplemente humanos. Aquello era solamente ajeno a este mundo, solamente extrahumano. Había muchísimas cosas extrahumanas que ponían el cabello de punta, mientras que para él, en su propia contextura extrahumana, eran cosas corrientes y sabidas.
—¿Querrán hacer uso de ello? — preguntó Blaine.
La mujer de la cara enjuta le respondió: —Lo he comprendido, joven. Es algo terrible; pero lo usaremos. ¿Qué más tenemos que hacer? —Pueden quedarse aquí, si quieren. —Lo utilizaremos — dijo la mujer.
—¿Y lo pasarán de unos a otros?
—Lo haremos lo mejor que podamos.
La muchedumbre comenzó a disolverse. Parecían a disgusto y como si se hallasen bajo el efecto de una broma sucia y de mal gusto.
—¿Y tú? — preguntó Blaine a Anita. La chica se volvió para mirarle a la cara. —Lo has conseguido, Shep. No había otro camino. No comprenderás nunca el servicio que les has prestado.
—No. Yo he vivido tanto tiempo con seres extrahumanos que soy en parte terrestre y en parte extrahumano, realmente. Yo no soy completamente humano…
—¡Silencio! — dijo Anita —. Yo sé muy bien lo que tú eres.
—¿Estás segura, Anita?
—Muy segura.
Blaine la atrajo hacia si y la mantuvo muy junto a su cuerpo y la miró a los ojos amorosamente viendo las lágrimas que se escondían tras su bella sonrisa.
—Tengo que marcharme — le dijo —. Todavía tengo algo que hacer.
—¿Lambert Finn? Blaine aprobó con un gesto.
—Pero ¡no puedes hacerlo! — gritó la chica —. ¡No puedes!—No es lo que tú piensas — le dijo Blaine —, aunque bien sabe Dios que me gustaría. Debería matarle como a una alimaña. Hasta este mismo instante no he deseado hacer otra cosa.
—¿Pero es seguro… de que puedas volver?
—No lo sé. Tenemos que verlo. Tengo que ganar tiempo y soy el único hombre que puede hacerlo. Finn me tiene miedo.
—¿Necesitas un coche?
—Si pudieras encontrarme uno…
—Nosotros nos marcharemos, probablemente en seguida de que oscurezca. ¿Podrás estar de vuelta para entonces?
—No lo sé.
—¿Volverás para marcharte con nosotros? Tienes que venir para conducirnos…
—Anita, no puedo prometerlo. No me obligues a hacer una promesa.
—Si nos fuésemos, ¿nos seguirías?
Blaine se limitó a sacudir la cabeza con un gesto afirmativo.
No pudo dar otra respuesta.