XXXIII

El vestíbulo del hotel estaba casi vacío y en calma. Un hombre dormitaba en una silla y otro leía un periódico. Un empleado aburrido permanecía tras el comptoir, mirando a la calle y chasqueando los dedos, casi ausente. Blaine franqueó el vestíbulo y se dirigió hacia el pequeño corredor que daba a la escalera. El encargado del ascensor se aproximó a su llegada.

—¿Quiere subir, señor?

—No se moleste, gracias — le dijo Blaine —. Voy cerca.

Se volvió y comenzó a subir la escalera general del hotel sintiendo un escalofrío en la espina dorsal. Porque muy bien podía en aquel momento caminar hacia una muerte segura.

Pero Blaine tenía que jugársela.

La alfombra absorbía el ruido de sus pasos y así fue subiendo silenciosamente, a excepción de su respiración nerviosa. Llegó al segundo piso y lo encontró en idéntica condición que la vez anterior. No había cambiado absolutamente nada. El perro guardián continuaba sentado en la misma silla, con su repelente cara de gorila. Mientras Blaine se le aproximaba se levantó y esperó sin quitarle ojo de encima.

—No puede venir ahora — le dijo a Blaine —. Echa a todo el mundo a la calle. Dijo que quería dormir.

Blaine aprobó con un gesto de cabeza.

—Sí, lleva una temporada muy atareada.

El guardián le dijo en un tono confidencial.

—No he visto a un hombre tan cambiado. ¿Qué calcula usted que haya podido tener la culpa?

—Seguramente algo de esa maldita magia.

El hombre movió la cabeza prudentemente.

—Parece otro hombre diferente del que usted vio la primera vez. Cuando usted se marchó, pareció cambiar totalmente.

—Yo no le noté ninguna diferencia.

—Como le he dicho a usted, parecía normalmente bien. Y volvió de acompañarle perfectamente. Pero una o dos horas más tarde, miré y estaba sentado en una silla, mirando fijamente a la puerta; pero con una mirada muy extraña, como si se sintiera herido en su interior. Ni siquiera se fijó en mí, estando mirándole. No se dio cuenta de mi presencia, hasta que le hablé.

—Quizás estaría pensando.

—Sí, claro, eso supongo. Pero ayer estaba tremendo. Estuvo aquí toda la muchedumbre venida para oírle hablar, con todos los periodistas y reporteros, y salieron para el cobertizo donde tenía su máquina estelar…

—Yo no estaba aquí — dijo Blaine —; pero he oído hablar de eso. Quizás habrá sido un choque nervioso.

—Creí que se moría allí mismo — dijo el guarda —. Allí mismo en el sitio. Se le puso la cara de color grana y…

—¿Qué le parece que echemos un vistazo? — preguntó Blaine —. Si está durmiendo, me iré. Pero si está despierto, me gustaría hablar con él un momento, es realmente muy importante.

—Bien, supongo que tiene usted razón. Y puesto que usted es tan amigo suyo…

Aquello había sido el final de la fantástica partida. Finn no se había atrevido a pronunciar una palabra contra él, porque no se había atrevido a hacerlo. Finn había dejado ver que era su amigo íntimo, porque tal presunción era un escudo para el propio Finn, y por ello no se había lanzado a su persecución. Por eso los sabuesos de su escolta no habían revuelto Hamilton frenéticamente en su busca.

Allí estaba su desquite, pues…, a menos que no fuese una trampa.

El guarda estaba rebuscándose la llave en los bolsillos.

—Oiga, espere un momento — dijo Blaine —. ¿No me cachea usted? El hombre le hizo un gesto comprensivo.

—No hace falta — dijo —. Usted vino antes sin ninguna arma y le vi salir cogido del brazo de Finn. Me dijo que era usted un viejo amigo que no había visto desde hacía años.

Encontró la llave y abrió la puerta.

—Entraré primero — dijo el guardián —. Miraré si está durmiendo.

Abrió la puerta con cuidado y anduvo a través de la habitación, con Blaine detrás siguiéndole continuamente los talones.

El guarda se detuvo tan bruscamente que Blaine chocó contra él.

Blaine le empujó a un lado con la mano.

Finn yacía en el suelo.

Y se le notaba una extraña sensación de algo extrahumano en él. Su cuerpo se hallaba retorcido como si alguien lo hubiera cogido y zarandeado más allá de la posición natural que suele adoptar un cuerpo humano. El rostro, que descansaba sobre una mejilla, era el de un hombre que ha entrevisto el fuego del infierno y ha olido la carne de los cuerpos que se queman por la eternidad. Sus vestidos negros tenían un horrible brillo a la luz de la lámpara que descansaba sobre una mesita junto a la silla no lejos del cuerpo. Se apreciaba una gran mancha de algo oscuro sobre la alfombra alrededor de la cabeza y el pecho Y lo horrible era la garganta, que había sido degollada por completo, dejándola abierta.

El guarda estaba paralizado de estupor a un lado de la puerta y de su garganta salían murmullos entrecortados.

Blaine se aproximó al cuerpo de Finn y allí, junto a una de sus manos sin vida, se hallaba el instrumento de la muerte: una navaja de afeitar de viejo modelo de hoja recta y afilada, que seguramente habría sido sacada de un museo.

Y entonces Blaine comprendió que toda esperanza se había disipado. No habría trato alguno que hacer con él, ya que Lambert Finn estaba más allá de cualquier convenio posible. Hasta el último momento de su vida había permanecido en carácter, fiel a sí mismo No había sido un camino fácil, sino el duro que siguen todos los hombres que se quitan su propia vida.

«Pero aun así, pensó Blaine, mirando fijamente con frío horror el espantoso tajo que tenía en la garganta, no se comprendía cómo tenía que haber reaccionado de tal forma, acudiendo a un suicidio tan horrible con la navaja de afeitar». Sólo un hombre cargado de odio pudo haberlo hecho, un hombre que había despreciado y maldecido aquello en lo que se había convertido.

Contaminado… contaminado con una mente extrahumana dentro de su cráneo estéril y antiséptico. Algo así llevaría a un hombre como Lambert Finn a la muerte, un espantoso fanático que se había convertido en un obseso de sus propias ideas, concebidas en una pauta rígida, no podía sobrevivir con el desordenado enigma de una mente sobrehumana, de otro mundo lejano.

Blaine volvió sobre sus pasos y salió de la habitación. En el corredor, el guarda estaba en el rincón aterrado, sin saber qué hacer.

—Quédese aquí — le dijo Blaine —. Llamaré a la policía.

El guarda abandonó su postura de hombre sumido en el estupor. Sus ojos estaban dilatados por el pánico. Se rascó débilmente en la mejilla.

—Dios mío — dijo —, quiero preguntarle, señor, ¿ha visto usted nunca algo así…?

—Siéntese y tómelo con calma. Volveré lo antes que pueda.

Aunque ni que decir tiene que no lo haría. Ahora ya no disponía de tiempo y cada minuto contaba mucho. El guarda estaba demasiado atónito para reaccionar, hasta pasado algún tiempo. Pero cuando la noticia se esparciera, el infierno entero se destaparía. ¡Que Dios amparase al parakino que fuese cogido aquella noche!

Se dio prisa por el corredor y corrió escaleras abajo. El vestíbulo continuaba desierto y salió disparado a la calle. Mientras traspasaba la puerta algo surgió ante él inopinadamente caminando con rapidez también. Un bolso de señora cayó por el suelo y las manos de Blaine se inclinaron para recogerlo.

—¡Harriet! ¡Márchate de aquí! ¡Pronto!

—¡Mi bolso!

Harriet se dirigía igualmente hacia la calle. Blaine la cogió por el brazo urgiéndola a marchar de prisa Llegaron al coche que había traído Shep y entraron rápidamente en el vehículo.

—Pero, Shep, mi coche está en el bloque próximo…

—No hay tiempo. Hay que huir de aquí inmediatamente…

Salió disparado con el coche y, conduciendo mucho más despacio de lo que deseaba, volvió con precaución un bloque de edificios y se dirigió hacia la carretera general. Justo enfrente surgía la destrozada estructura del Puesto Comercial. Blaine había sostenido el bolso en las piernas y ahora lo entregó a la chica.

—¿Para qué quieres ese revólver? — le preguntó.

—Venía a matarlo — repuso Harriet —. Venía dispuesta a dejarlo en el sitio.

—No es preciso matarlo ya. Está muerto.

Harriet se volvió rápidamente hacia él, asombrada.

—¡Tú!

—Bien, ahora imagino que podría decir eso.

—Pero, Shep, ya sabes. Uno de los dos ha matado al otro.

—De acuerdo — dijo —. Le he matado.

Y no mentía realmente. No importaba bajo qué mano había caído Lambert Finn; él, Sheperd Blaine, le había matado.

—Yo tenía una razón — dijo Blaine —. Pero ¿y tú?

—Él mató a Godfrey Stone. Eso era una razón más que suficiente también.

—Estabas enamorada de Stone…

—Sí, supongo que sí lo estaba. Era un hombre magnífico, Shep…

—Sí, yo conocía lo grande que era. Fuimos amigos en el Anzuelo.

—Es horrible, Shep… Oh, Shep, ¡qué daño me ha hecho!

—Y aquella noche…

—No había tiempo para las lágrimas — dijo la chica —. Nunca hay tiempo para llorar.

—Tú conocías todo esto…

—Hacía mucho tiempo. Mi oficio era conocerlo.

Blaine alcanzó la carretera general y, volviéndose, enfiló el vehículo hacia Hamilton. Se había puesto el sol. El crepúsculo se había esparcido por la tierra, y por el este una estrella parpadeaba en el cielo, encima de la pradera.

—¿Y ahora? — preguntó Blaine.

—Ahora ya tengo una larga historia. Más de lo que podía pensarme.

—Y tendrás que escribirla. ¿Lo harás en tu periódico?

—No sé; pero tengo que escribirla. Tú comprendes por qué tengo que relatarla. Me voy a Nueva York.

—Creo que te equivocas — dijo Blaine —. Te irás al Anzuelo. Y no en coche. Desde el aeropuerto más próximo.

—Pero, Shep…

—No es seguro, Harriet, no a causa de ninguno que tenga lo más mínimo de parakino, ni aun por el menor de los telépatas, como tú misma.

—No puedo hacerlo, Shep. Yo…

—Escucha, Harriet. Finn había preparado una matanza para esta noche, víspera de la fiesta de Todos los Santos. Una obra maestra de maldad. Los otros parakinos, cuando se han enterado, han tratado de detenerla. Lo consiguieron en parte; pero no se conoce la extensión de su acción protectora. Se había preparado la cosa para provocar incidentes sueltos, aunque mortales para muchas personas, y habría existido alguna violencia, pero demasiada, según los propósitos de Finn vivo. Pero ahora ha muerto y no se sabe lo que ocurrirá…

Harriet dejó escapar un suspiro.

—Nos barrerán, Shep — murmuró la chica.

—Harán lo que puedan. Pero hay un camino…

—¿Y sabiéndolo has matado a Finn?

Mira, Harriet, yo no he matado personalmente a Finn. Yo fui y realicé un trato con él. He hallado la forma de sacar a los parakinos de la Tierra. Había prometido hacerlo y llevarme a todos y a cada uno limpiamente siguiendo ese camino, si él hubiera aguantado a sus perros rabiosos por una o dos semanas.

—Pero tú dijiste que le habías matado.

—Quizás — dijo Blaine —. Yo puedo ocupar un hueco en eso. Así, cuando te decidas a escribir tu historia, podrás hacerlo en su totalidad.

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