Hamilton dormitaba junto al río. Tenía la brumosidad y el apacible y dulce encanto de las poblaciones ribereñas, siendo además, como era, una población de nueva edificación. Por encima de la pequeña ciudad, sobresalían las colinas erosionadas por el tiempo y bajo ellas y en suave declive, se extendían los campos de cultivo como un tablero de ajedrez, hasta la misma población. En aquella hora temprana del día, un humo perezoso surgía de las chimeneas de las casas y en los vallados florecían puñados de plantas trepadoras, entre las que sobresalían las malvarrosas.
—Parece un lugar apacible — observó el padre Flanagan —. ¿Sabe usted lo que tiene que hacer?
Blaine asintió con un gesto de cabeza.
—¿Y usted, padre? ¿Qué hará usted?
—Allá junto al río hay una abadía y espero ser bien recibido.
—Bien, espero volverle a ver.
—Quizá. Me volveré ahora a mi pueblo, allá en la frontera. Yo soy allí como un solitario centinela en el territorio fronterizo del Anzuelo.
—¿Esperando también a otros que puedan huir?
El anciano sacerdote aprobó en silencio con la cabeza. Cortó la marcha del motor fuera borda de la pequeña embarcación y se dirigió a la ribera para atracar. Encalló suavemente sobre la arena y los guijarros de la orilla y Blaine saltó fuera, a tierra firme.
El padre Flanagan levantó la cabeza hacia el cielo en dirección oeste y pareció oler fuertemente el aire circundante.
—Creo que se aproxima una tormenta — afirmó, con la seguridad de un perro que olfatea un rastro difícil —. Me parece oler su proximidad, aun hallándose todavía lejos.
Blaine se alejó, haciéndole un gesto de despedida con la mano.
—Gracias por el viaje, padre. Me ha ahorrado trabajo y bastante tiempo.
—Adiós, hijo mío. Que Dios te acompañe.
Blaine se volvió para empujar nuevamente el bote dentro de la corriente y el sacerdote puso el pequeño motor en marcha, dando una vuelta completa en sentido contrario Blaine le estuvo observando hasta verle desaparecer en la corriente fluvial y finalmente el padre Flanagan levantó la mano con un paternal gesto de despedida. Blaine se encaminó hacia el pueblo.
Llegó a la primera calle de Hamilton y le pareció sentirse en su propio hogar.
No era como su hogar nativo, ni ningún hogar soñado, sino algo que podría ser un hogar para todo el mundo. Se respiraba la paz y la seguridad, la calma de espíritu, el sentimiento de un bienestar mental, la especie de lugar en que un hombre cualquiera buscaría para quedarse a vivir por toda su vida, simplemente dejando correr los días, sin pensar siquiera en el futuro.
No había una sola persona en la calle, flanqueada por casas limpias y cuidadas, aunque le pareció que era visto a través de todas las ventanas, no espiándole, ni con sospechas de su persona, sino más bien observándole con un amable interés.
Un perro salió de uno de los patios cercanos, un perrazo cazador con aire tristón, y se le aproximó acompañándole y moviendo plácidamente el rabo, yendo junto a él en una amistosa compañía. Llegó al primer cruce de calles y hacia la izquierda se observaba un pequeño grupo de casas comerciales. Unos cuantos hombres se hallaban congregados en la puerta de lo que parecía ser un gran almacén general de mercancías diversas.
Blaine, siempre acompañado del perro, se volvió en aquella dirección. Aquellos hombres le miraron silenciosamente.
—Buenos días, caballeros — saludó Blaine —. ¿Pueden decirme ustedes, por favor, dónde podré encontrar a un señor llamado Andrews? Siguió un instante de silencio y uno de ellos respondió:
—Yo soy Andrews.
—Quisiera hablar con usted.
—Siéntese aquí con nosotros; puede hablarnos a todos.
—Mi nombre es Sheperd Blaine.
—Sabemos quién es usted — dijo Andrews — Lo sabíamos cuando el bote atracó a la orilla del pueblo.
—Sí, claro; debí haberlo imaginado.
—Estos amigos son — dijo Andrews a modo de presentación — Thomas Jackson, John Cárter y Ernie Ellis.
—Me alegro de conocerles — dijo Blaine — y de hacerlo con cada uno de ustedes.
—Siéntese — dijo Thomas Jackson —. Habrá venido usted a decimos algo, suponemos…
—En primer lugar — dijo Blaine —, debería decirles que soy un fugitivo del Anzuelo.
—Sabemos bastante de usted — le dijo Andrews — Mi hija le encontró hace varias noches atrás, cuando viajaba usted con un individuo llamado Riley. Y después trajimos a un amigo suyo muerto hasta el pueblo…
—Está enterrado en la colina — dijo Jackson —. Le hicimos un funeral bastante pobre, pero un funeral al fin. No era desconocido para nosotros.
—Se lo agradezco mucho, señor — dijo Blaine.
—La pasada noche también — continuó Andrews — supimos algo de lo ocurrido en Belmont…
—No nos hace felices el que ocurran semejantes cosas — interrumpió Carter —. Estamos desgraciadamente demasiado propicios a caer envueltos en todo eso.
—Lo siento, si tal es el caso — dijo Blaine —. Y temo que venga a traer a ustedes más preocupaciones. Me refiero a ese hombre llamado Finn. ¿Lo conocen ustedes?
Aquellos hombres asintieron en silencio.
—Hablé con Finn la noche pasada. Descubrí algo de su propia personalidad, algo en fin que no tenía desde luego la menor intención de haberme dicho.
Sus interlocutores esperaron.
—Mañana noche es la víspera de Todos los Santos — dijo Blaine —. Es entonces cuando tiene que ocurrir.
— Aquellos hombres hicieron unos gestos nerviosos, pero Blaine continuó —: No estoy seguro de cómo va a arreglárselas para conseguirlo Finn ha ido minando y creando una amenaza mortal permanente contra los parakinos. Ninguna de ellos, seguramente, sabe que Finn se encuentra tras todo eso. El propósito es algo así como un seudopatriótico movimiento, una especie de protesta cultural a la vista del país. Algo que por el momento no sea demasiado extenso, ni completo. Todo lo que necesita es crear, provocar unos cuantos incidentes aislados, unos cuantos ejemplos de horror. Así es como trabaja, usando unos cuantos ejemplos horribles para excitar el frenesí de las masas y del público. Y la preparación astuta de su plan consiste en haber preparado, trabajando a través de los paranormales jóvenes, una serie de demostraciones PK en la noche de la víspera de Todos los Santos. Una oportunidad, se les ha dicho malévolamente para demostrar sus maravillosos poderes paranormales. Una oportunidad, en fin, para borrar las diferencias de algunas rencillas. Y Dios sabe hasta dónde puede conducir semejante plan.
Blaine se detuvo, mirando a sus interlocutores. —Y ustedes podrán comprender — continuó Blaine — lo que supondría una docena de tales demostraciones hechas en apartados lugares del mundo, con la clase de propaganda secreta que Finn ha realizado, en la mente y en la opinión de las gentes normales.
—No sería una docena — repuso Andrews con calma—. Por todo el mundo, podrían ser cientos, un millar o quizá varios millares. Al día siguiente nos habrían barrido del mundo.
Carter se adelantó.
—¿Y cómo ha descubierto usted eso? — preguntó —. Finn no se lo habría dicho jamás, a menos que usted hubiese estado de su parte.
—He intercambiado mi mente con la suya — dijo Blaine —. Es una técnica que capté entre las estrellas. Yo le he dado una especie de pauta de mi mente mientras que he recibido de su parte un duplicado de la suya. Algo así como una copia hecha con papel carbón. No puedo explicarlo a ustedes; pero es cosa que puede hacerse.
—Finn — comentó Andrews — no le dará las gracias por eso. La de usted debe ser la más turbulenta e inquietante mente que pueda Finn tener dentro de su cabeza.
—Se halla ahora totalmente subvertido.
—Y esos chicos — comentó caviloso Carter —. Tendrían que comportarse como las brujas de antaño, haciendo estallar puertas, transportando coches de un sitio a otro, volcando pequeñas casas y mil diabluras parecidas. Y haciendo sonar voces y quejidos por todas partes.
—Tal es la idea original — le dijo Blaine —. Algo parecido a una fiesta de víspera de Todos los Santos, al viejo estilo, sólo que ahora lo seria como algo surgido del propio infierno. Y no se trataría sólo del perjuicio de las víctimas del plan, sino que todas las fuerzas del viejo oscurantismo quedarían sueltas por el mundo entero. Se volvería a la certeza de la existencia endemoniada de los duendes, los hombres-lobo y los fantasmas. Y en la imaginación popular, eso crecería más allá de toda imaginación. Al día siguiente aparecerían hombres y mujeres con la garganta abierta sobre las cercas de sus casas y harían una masacre incluso con los niños que encontraran a mano. No lo harían aquí, seguramente, donde tendría lugar la demostración, sino siempre en cualquier otro lugar. Y así, la gente creería. Se creerían todo cuanto se les dijera.
—Pero todavía — dijo Jackson — no puede usted criticar a esos chicos jóvenes demasiado duramente si quisieran hacerlo. Le digo a usted que no sabe de qué forma han quedado reducidos al aburrimiento y al ostracismo. Aquí los tenemos, al principio de sus vidas, viendo por todas partes levantarse rejas que los aprisionan, dedos que les acusan sin motivo…
—Ya, ya lo sé — añadió Blaine —, pero aun así, no hay otro remedio que detener eso. Tiene que haber una forma de detenerlo. Pueden ustedes usar la telepatía por teléfono. De una u otra forma…
—Sí, ya lo conocemos — dijo Andrews —. Precisamente es un dispositivo sencillo; pero bastante ingenioso. Lo empezamos a desarrollar hace un par de años.
—Úsenlo — afirmó Blaine con calor —. Llamen a todos los que puedan. Pasen esa urgencia máxima a cada uno de los que avisen, para que ellos a su vez continúen, advirtiéndolo por todas partes. Formen como una cadena de comunicación telepática.
Andrews sacudió la cabeza.
—No nos será posible comunicarnos con todos.
—Tiene usted que intentarlo — disparó Blaine impulsado por su entusiasmo enervante.
—Lo intentaremos, por supuesto — contestó Andrews —. Todos haremos lo que esté en nuestras manos. No piense que somos ingratos. Muy lejos de tal cosa. Le estamos agradecidos y nunca podremos pagarle este favor. Pero…
—Pero, ¿qué?
—No podrá usted permanecer aquí, Blaine — dijo Jackson —. Finn está sobre su pista, y el Anzuelo también, con toda seguridad. Y vendrán aquí a echar un vistazo, sin lugar a dudas. Tienen que figurarse que ha venido usted a refugiarse en Hamilton.
—¡Dios mío! — exclamó Blaine —. He venido aquí porque…
—Lo sentimos de veras, Blaine — le dijo Andrews —. Sabemos lo que piensa usted. Trataríamos de esconderle; pero si le encontraran…
—Bien, de acuerdo. Podrían, al menos, dejarme un coche.
—Demasiado peligroso. Finn estará vigilando los caminos. Y podría fácilmente localizar la matrícula.
—¿Y qué podría hacer entonces? ¿Las colinas, quizá?
Andrews afirmó con un gesto de cabeza.
—¿Podrían proporcionarme comida?
—Yo le daré lo que necesite, Blaine — afirmó Jackson.
—Y ni que decir tiene que podrá volver cuando lo desee — dijo Andrews —. Cuando todo esto haya pasado, seremos felices de tenerle entre nosotros.
—Muchísimas gracias — concluyó Blaine.