Lo primero que vieron de ellas, fue como un aleteo en el abanico de luz de los faros principales del camión, allá adelante, y vieron cómo volaban a la luz de la luna. No volaban exactamente, ya que no tenían alas, sino que se movían a través del aire como los peces lo hacen en el agua, y con la gracia que tienen solamente las cosas que vuelan.
Hubo un momento en que pudieron ser confundidas con ares nocturnas; pero una vez que la mente captó la verdadera imagen y se produjo la racionalización del pensamiento humano, no existía duda de lo que eran.
Eran seres humanos volando. Eran, sencillamente, levitadores Eran por tanto brujas y había todo un aquelarre de ellas.
Blaine comprobó que en el asiento donde se hallaba Riley, éste ya tenía el revólver en la mano por fuera de la ventanilla. Blaine frenó el camión. El arma disparó y el estampido sonó dentro del coche como un trueno.
El camión dio un fuerte regate al detenerse bruscamente y se quedó atravesado en la carretera. Blaine sujetó a Riley por el hombro, alterando su equilibrio, mientras que con la otra mano trató de arrancarle el revólver. Observó con una rápida mirada el rostro de Riley y vio que aquel hombre estaba aterrado y gimiendo. La mandíbula inferior le temblaba espasmódicamente y de las comisuras de los labios se le escapaban espumarajos. Tenía los ojos a punto de saltársele de las órbitas y el rostro tenso y rígido como el de una máscara en la más espantosa expresión de terror imaginable. Con los dedos como garfios, trataba por todos los medios de retener el arma.
—¡Tírala! —tronó Blaine —. ¡Son simples levitadores! Pero aquella palabra no significaba nada para un hombre como Riley. Tenía su razón y su comprensión extraviadas en la ola de terror que le había invadido totalmente el cerebro. Y mientras hablaba a Riley, Blaine se apercibió de una corriente de voces telepáticas que le llegaban claramente en la noche, voces sin sonidos que le hablaban directamente.
—Amigo, una de nosotras está herida (una raya roja goteando sangre a través del hombro). No es de cuidado, y ése tiene un revólver cargado y disparando Para mayor seguridad iremos contra el otro (la figura de un perro ladrando furiosamente, arrinconado, y dispuesto a lanzarse contra un enemigo).
—¡Espera! — gritó Blaine —. ¡Esperad! ¡Todo está en orden! ¡No habrá más disparos!
Blaine presionó con el codo la cerradura de la portezuela lateral del camión que se abrió de par en par. Empujó a Riley y cayó medio fuera del coche, sin dejar de empuñar el revólver. Se lo arrancó de las manos, lo abrió esparciendo por el suelo las balas y lo arrojó a mitad del campo. Se volvió hacia el camión y repentinamente la noche se quedó en el mayor silencio, excepto los gemidos y gruñidos de Riley dentro del coche.
—Todo está en orden — dijo Blaine —. Ya ha terminado el peligro.
Y aquellas criaturas se descolgaron desde el cielo, como si hubieran sido lanzadas desde alguna plataforma invisible, hasta tomar tierra suavemente con sus propios pies. Se movieron lentamente hacia el coche, pisando sin ruido en la noche, permaneciendo silenciosas.
—Ha sido una condenada tontería hacer eso — les dijo Blaine telepáticamente — La próxima vez una de vosotras perderá la cabeza (un cuerpo humano sin cabeza caminando como un borracho y el cuello roto colgando de un lado a otro).
Blaine se dio cuenta de que era gente joven, no más allá de los veinte años, y se vestían con algo parecido a un traje de baño y captó el aire de diversión de aquella gente joven y el perfume de su hermosura. Se movieron con precaución. Blaine miró tratando de captar algún otro signo; pero no lo hicieron.
—¿Quién eres tú? — preguntó uno de ellos.
—Sheperd Blaine, del Anzuelo.
—¿Y adonde vas?
—Hacia Dakota del Sur.
—¿En este camión?
—Y con este hombre — dijo Blaine —. Me gustaría dejarle solo.
—Nos ha disparado. Ha herido a Marie.
—No es nada — dijo Marie —. Ha sido solamente un rasguño.
—Es un hombre que está aterrado — dijo Blaine —. Dispara con balas de plata.
Y se dio cuenta de lo fantástico de aquella situación. La noche alumbrada por la luna, la carretera desierta, el camión atravesado en la calzada de la carretera general, el viento solitario que soplaba a través de la gran pradera y ellos dos, él y Riley, rodeados, no por indios sioux o comanches, o por los Pies Negros, sino por un conjunto de paranormales menores de veinte años, en una juerga nocturna. ¿Y, qué había en aquello para ser censurado reprochado?», se preguntó a sí mismo. Si en aquella pequeña acción de desafío, ellos encontraban cierta medida de autoseguridad en sus vidas perseguidas, si de tal forma hallaban la libre expresión de su dignidad, no era en fin de cuentas distinta de otra acción humana cualquiera y no era para ser condenado.
Estudió sus rostros los que podía ver de cerca, a la luz de los faros y de la luna y leyó en ellos una cierta indecisión. Desde el interior del camión llegaban los quejidos de un hombre muerto de pánico.
—¿El Anzuelo? — preguntó otro — (Los enormes edificios sobre la colina, el enorme espacio que ocupaba y el conjunto masivo, majestuoso, imponente.)
—Eso es — repuso Blaine.
Una de las chicas se apartó del grupo y se aproximó a Blaine. Le ofreció la mano.
—Amigo — dijo — No esperábamos ninguno Todos nosotros sentimos mucho haberte molestado.
Blaine alargó la suya, y al estrechar la mano de la chica pudo apreciar el fuerte apretón de sus dedos.
—No solemos encontrar ninguno en la carretera por la noche — dijo otra. —Sólo tratábamos de divertirnos un poco — dijo una tercera —. Apenas si tenemos ocasión de divertirnos.
—Ya lo sé — repuso Blaine —. Ya he visto qué pequeña oportunidad.
—Nos reverencian — dijo otra todavía.
—¿Reverenciar? Ah, sí. (Un puño golpeando en una ventana cerrada, la puerta de un jardín colgando de un árbol, un signo cabalístico tirado por el suelo.)
—Es bueno para la gente.
—Estoy de acuerdo — convino Blaine — Pero es peligroso.
—No mucho. Están demasiado asustados.
—Pero eso ayuda muy poco a resolver la situación.
—Señor, no hay nada que pueda ayudarnos.
—Pero ¿el Anzuelo? — preguntó la chica que había frente a Blaine.
Blaine la estudió mejor y se dio cuenta de que era guapísima, unos maravillosos ojos azules y un cabello dorado, con una especie de aire que en los tiempos pasados habría sido suficiente para ganar cualquier concurso de belleza, uno de los antiguos ritos paganos que habían sido felizmente olvidados en el bullicioso movimiento de la nueva adhesión al PK.
—No puedo decírtelo — repuso Blaine —. Lo siento de veras, pero no puedo aclararte nada.
—¿Un apuro? ¿Estás en peligro?
—Por el momento, no.
—Podríamos ayudarte.
—No es preciso — dijo Blaine, de la forma más indiferente que pudo aparentar.
—Podríamos llevarte a donde quisieras.
—Es que yo no soy un levitador.
—No hace falta que lo seas. (Podríamos llevarte por el aire, entre dos de nosotros, cogiéndote un brazo cada uno.)
Blaine se encogió de hombros.
—No, gracias, chicos. Creo más bien que no es preciso.
El pobre Riley se había tirado al suelo, puesto de rodillas y gemía desesperadamente.
—¡Dejadle solo! — gritó Blaine.
La chica se volvió. Sus pensamientos surgieron claros y con agudeza:
—¡Apartaos de él! ¡No tocarle! ¡No le hagáis nada!
—Pero Anua…
—Ni una palabra — repuso la chica.
—Es un cobarde y un cerdo. Ha tirado con balas de plata.
—¡He dicho que no!
Los demás se marcharon.
—Tenemos que irnos — dijo Anita —. ¿De veras no necesitas nada?
—¿Te refieres a ese hombre?
Ella afirmó con la cabeza.
—Puedo manejarlo bien.
—Mi nombre es Anita Andrews. Vivo en Hamilton, y mi teléfono es el 276. Apúntatelo bien.
—Apuntado — repuso Blaine, mostrando los nombres y los números.
—Si necesitas ayuda…
—Te llamaré.
—¿Prometido?
—Prometido. (Una cruz sobre un corazón.)
Riley se había puesto tembloroso en pie nuevamente y se hurgaba frenéticamente los bolsillos en busca de balas. Blaine se arrojó sobre él. Cogió a Riley de frente, le rodeó el cuerpo con un brazo y con la otra mano le arrancó el revólver. Y mientras tanto, gritó:
—¡Marchaos de aquí! ¡Todos, pronto!
Cayó al suelo boca abajo, sobre el roto pavimento de la carretera, sintiendo el magullamiento de su carne y la rotura de sus ropas contra los agujeros del camino, pero había conseguido arrastrar con él a Riley. A ciegas, Blaine sólo deseaba echar mano al arma, que en uno de los golpes de Riley le cayó sobre el costado, haciéndole un daño horrible en las costillas Soltó un juramento y le echó mano; pero Riley ya había levantado el arma para propinarle otro golpe. Blaine golpeó desesperadamente en la oscuridad, y con el puño pudo evitar el segundo golpe de muerte que Riley pretendía asestarle con el revólver. El arma se apartó por una fracción de segundo de su rostro adonde iba dirigida brutalmente. Con el puño pudo atenazar la mano de Riley que empuñaba el revólver, se revolvió furiosamente, hasta conseguir definitivamente arrancárselo. Blaine rodó por el suelo, llevando consigo el revólver, y rápidamente se puso en pie. Fuera del alcance de la luz, vio cómo Riley cargaba sobre él como un toro enloquecido, con los brazos extendidos y la boca abierta rugiendo como una fiera. Blaine levantó el revólver y lo lanzó lejos, en la oscuridad, cuando ya tenía a Riley casi encima de él. Se echó a un lado, aunque a poca distancia. Uno de los brazos de Riley le alcanzó por la cadera y aunque trató de sostenerse en equilibrio, no le fue posible. Cayó rodando con Riley y ambos se retorcieron por el suelo frenéticamente. Blaine se levantó de nuevo y Riley volvió a atacarle ciego de furor. Al querer apartarse de nuevo, el impulso de la acometida llevó a Riley a estrellarse literalmente contra la parte delantera del camión. Se oyó un golpe terrible y Riley cayó al suelo como un montón de trapos, desvencijado y sin vida. Blaine permaneció observando a Riley cómo quedaba inconsciente.
La noche estaba en un completo silencio. Sólo se hallaban allí ellos dos solos. Los demás se habían marchado. Allí estaban, él, Riley fuera de combate y el renqueante camión. Blaine miró a todo su alrededor y hacia arriba, hacia el cielo nocturno iluminado por la luna, donde nada podía observarse excepto el satélite y las estrellas, y el solitario viento de la pradera.
Se volvió hacia Riley y vio que el hombre estaba vivo, según pudo comprobar. Le ayudó a sentarse. Tenía una herida en la frente, producida por el choque contra el capot del camión. Respiraba trabajosamente y en sus ojos se apreciaba una mirada ausente. Blaine le sacudió hasta que le pareció ver que Riley recobraba el sentido.
—¡Maldito estúpido! — le gritó —. Si le hubieras tirado de nuevo, nos habrían destrozado a los dos.
Riley se le quedó mirando fijamente y sus labios quisieron moverse, sin que las palabras fluyeran a su voluntad. Sólo se le oía una palabra: —Tú… tú… tú…
Blaine se le aproximó y le ayudó a ponerse en pie; pero Riley trató, espantado, de apartarse de su contacto, presionando su cuerpo fuertemente al camión, como si quisiera meterse dentro de la chapa metálica del chasis.
—¡Tú… eres uno de ellos! — gritó —. Me lo imaginaba todos estos días.
—¡Estás loco!
—¡Pero sí que lo eres! Tenías miedo de que te vieran. Sólo querías estar encerrado en el camión. Yo siempre he sido el que ha tenido que ir a buscar la comida y el café. Tu no has ido una sola vez. Yo he tenido que buscar la gasolina. Y nunca tu…
—El camión es tuyo — repuso Blaine —. Tú eres quien tienes el dinero, y yo no. Ya sabes que estoy sin un centavo.
—Por la forma que te acercaste a mí — continuó Riley jadeando —. Viniendo desde un bosque de chopos. ¡Tú tienes que estar escondido durante la noche en los bosques! Y tú no crees en nada de lo que todo el mundo cree normalmente.
—Yo no soy un estúpido — repuso Blaine —. Esa es la única razón. Yo no soy más PK de lo que tú puedas serlo. Si lo fuera, ¿crees que tendría que viajar en un cacharro inmundo como este?
Se aproximó a Riley y le ayudó a sostenerse en pie Le sacudió para que Riley pudiese mover la cabeza de un lado a otro. Riley miró aterrado en todas direcciones.
—¡Vamos, ya está bien! — le gritó Blaine —. Estamos seguros. ¡Vámonos de aquí!
—¡El revólver! ¡Lo has tirado!
—¡Al diablo con el revólver! ¡Métete en el camión de una vez!
—¡Pero tú hablaste con ellos! ¡Lo estuve oyendo! —Yo no he pronunciado una palabra. —No con la boca — repuso Riley —, ni con la lengua, pero yo sé que has estado hablando con ellos. No todo lo que habéis hablado. Pero lo he cogido a retazos. Te digo que te he oído.
Blaine le empujó para entrar en el camión, abriendo la puerta con una mano y ayudándole con la otra.
—¡Siéntate ahí y cierra el pico de una vez! — dijo Blaine, amargado —. Tú y tu condenado revólver. ¡Y con tus estúpidas balas de plata!
Blaine comprendió que era demasiado tarde. Resultaría completamente inútil darle explicación alguna, que Riley no habría comprendido de ningún modo. Sería una preciosa pérdida de tiempo. Blaine dio la vuelta al camión y se sentó al otro lado. Puso en marcha el motor y arrancó. Caminaron durante una hora en silencio, con Riley acurrucado en su asiento.
Finalmente, Riley habló:
—Lo siento, Blaine. Supongo que tú tenías razón antes.
—Seguro que la tenía — repuso Blaine —. Si hubieras continuado tirando.
—No me refería a eso — dijo Riley —, me refería a que si tú hubieras sido uno de ellos, te habrías marchado en su compañía. Ellos te habrían llevado a cualquier parte, mucho más rápidamente que con este trasto viejo.
Blaine sonrió entre dientes.
—Para demostrártelo y que te quedes tranquilo, yo iré por la mañana a buscar la comida y el café. Si es que quieres confiarme el dinero, desde luego…