XXII

Belmont empezaba a mostrar los signos de un fin de jornada. Todas las casas, conforme pasaban conduciendo, habían cerrado sus ventanas y en los distritos comerciales las luces de los comercios se iban apagando poco a poco.

Calle arriba, a un bloque o dos de distancia, la marquesina de un hotel todavía brillaba en la neblina y al lado un anuncio de neón proclamaba que el «Bar del Salvaje Oeste» estaba todavía dispuesto a recibir a cualquier cliente.

—No creo — dijo Harriet — que puedas engañar a esos policías por mucho tiempo.

Blaine estuvo de acuerdo.

—Quizá no. Pero al menos hemos parado el primer intento. No hubo nada que pudieran hallar.

—Pensé por un momento que irían a llevarnos detenidos.

—Yo también. Pero tú, sentada allí, te divertiste de lo lindo con ellos. Creo que se alegraron de marcharse. Tuvieron que sentirse como una partida de imbéciles.

Blaine señaló el letrero luminoso del bar.

—Quizá deberíamos empezar por ahí.

—Es tan buen sitio como otro cualquiera. Seguramente el mejor que tengamos a mano.

El bar estaba vacío de público cuando entraron. El dependiente tenía un codo sobre el mostrador, con aire aburrido, y con la otra mano limpiaba unas manchas imaginarias de la barra. La pareja se sentó en sendos pupitres, en la parte opuesta al dependiente.

—¿Qué va a ser?

La pareja encargó unas bebidas. El dependiente puso los vasos y fue a buscar el pedido.

—Poca gente esta noche — comentó Blaine.

—Es casi la hora de cerrar — repuso el dependiente —. Esta gente no se divierte. En cuanto se hace de noche se van a esconderse, todo el mundo es igual en este pueblo.

—¿Mal pueblo?

—No, especialmente. Es como un toque de queda legal. Este pueblo ha conseguido una mala situación. Las patrullas vienen constantemente y la policía es dura. Ellos hacen eso realmente imposible.

—¿Y qué tal con respecto a usted? — preguntó evasivamente la chica.

—Oh, a mí me va bien, señorita. Los muchachos me conocen. Ellos saben las circunstancias. Saben que tengo que andar por aquí, para el caso de que un último cliente, como ustedes, por ejemplo, vengan a tomar un trago. Del hotel vienen la mayor parte. Por eso me conceden unos minutos extra.

—Eso suena duro, realmente — dijo Blaine.

El dependiente movió la cabeza preocupado.

—Y es por nuestra propia protección. Las gentes han perdido el sentido. Si no fuese por el toque de queda, estarían fuera de casa a todas horas donde cualquier cosa podría ocurrirles.

Se detuvo en lo que estaba haciendo.

—Se me acaba de ocurrir — anunció — Acabo de adquirir algo nuevo. Podrían probarlo ustedes.

—¿De qué se trata? — preguntó Harriet.

—Es algo nuevo — dijo el dependiente del bar —. Viene precisamente del Anzuelo. Lo han tomado de un mundo lejano, según creo. El jugo de un árbol o cosa parecida. Probablemente cargado con una gran cantidad de hidrocarburos. He conseguido un par de botellas del factor del Puesto Comercial. Sólo para probar, ¿saben? Pensé que habría mucha gente que le gustaría hacerlo.

Blaine sacudió la cabeza negativamente.

—Para mí no, gracias. Dios sabe lo que eso tenga.

—Y para mí tampoco — dijo Harriet.

El dependiente retiró la botella con cierto sentimiento.

—No se lo reprocho, señores — dijo, sirviendo las botellas que habían pedido —. Yo me tomé un trago de prueba. Sólo para probarlo, porque no soy hombre bebedor. Y no es que tenga nada contra ello — añadió con gesto histriónico.

—Claro que no, por supuesto — comino Harriet simpatizando.

—Es curioso el gusto que tiene esa sustancia — añadió —. No es malo, saben, ni bueno tampoco. Tiene un sabor añejo. Quizá les gustaría tomándose un par de tragos. Y permaneció en silencio por un momento, con las manos plantadas sólidamente en la barra.

—¿Saben lo que estoy pensando?

—Pues no — repuso Harriet.

—Estoy imaginándome toda esta tarde si el factor del Puesto Comercial habrá destilado él mismo ese licor. A lo mejor lo ha hecho como una especie de broma, ¿qué les parece?

—Oh, no se habría atrevido.

—Bien, supongo que tendrá usted razón, señorita. Pero todos esos factores son una partida de individuos algo granujas, ¿sabe? La gente no tiene mucho trato con ellos (al menos, socialmente), pero aún así se las arreglan para saberlo todo, desde luego mucho más que nadie en la población. Tendrán que pasarse todo el tiempo escuchando, porque están al dedillo de todo lo que ocurre. Y — continuó, con marcado énfasis — jamás le dicen a uno una palabra.

—No hay derecho — repuso Harriet, dándole la razón al buen hombre.

El dependiente cayó en un profundo silencio Blaine miró de reojo a la oscuridad de la calle. —Hay mucha gente en el pueblo — dijo—¿Ocurre algo especial?

El dependiente cambió su tono anterior por una voz más confidencial.

—¿Quiere usted decir que no han oído nada de particular?

—No Hace sólo un par de horas que hemos llegado. —Bien, señor, no querrá usted creerlo; pero hemos conseguido una máquina estelar.

—¿Una… qué?

—Una máquina estelar. Uno de esos inventos raros que los parakinos usan para viajar a las estrellas —Nunca oí hablar de semejante cosa. —Sí, claro, es natural. El único sitio legal para tales máquinas es el Anzuelo.

—¿Quiere usted decir que esa es ilegal?

—No podría ser más ilegal. La policía del Estado la guardó allá abajo en el viejo cobertizo de la carretera general. Es el único que existe en el borde oeste del pueblo. Seguramente ha pasado usted por allí al venir en el coche.

—No recuerdo.

—Bien, de todos modos, está allí. Y encima de todo este asunto, el que irá a mostrarla será Lambert Finn.

—¿Lambert Finn, ese personaje tan famoso?

—Sí, no hay otro Está ahora en el hotel. Ha venido para llevar a cabo una reunión de masas, mañana en el cobertizo de la carretera general. He oído que la policía está de acuerdo en sacar esa máquina y mostrarla al público, mientras que Finn pronunciará un gran sermón, a la vista de todo el mundo. Le digo a usted, señor, que será una cosa digna de ver y de oír. Finn echará por la boca más rayos y truenos que de costumbre. Atacará a los parakinos especialmente, y les sacará la piel a tiras. No se atreverán ni a mostrar la cara en público.

—No habrá muchos parakinos por aquí, seguramente, en una población como esta.

—Bien — dijo el dependiente, remarcando las palabras —. No es que los haya en el pueblo en sí. Pero hay un lugar muy cerca de aquí, río abajo, que se llama Hamilton. Todas las gentes lo son. Es un pueblo entero de parakinos Es la nueva población que construyeron para vivir en comunidad. Está lleno de parakinos de todas partes. Hay una palabra para un sitio así, y sé esa palabra, pero no puedo acordarme ahora de ella. Es algo así como el lugar que usan para guardar a los judíos en Europa.

—Un ghetto.

—¡Eso es! ¿Cómo habría olvidado esa palabra? Sí, señor, esa es la palabra. El ghetto. Sólo que antiguamente estaba en la parte más pobre de una ciudad y ahora se encuentra en el país, en la zona más pobre del país La tierra que ocupa ese pueblo, allá río abajo, es miserable. No es sitio para edificar una ciudad; pero a los parakinos les gusta vivir allá. Mientras que ellos no molestan a nadie, la gente los deja en paz. Pero en cuanto asoman la nariz, ya estamos encima. Así, sabemos dónde están, y ellos saben que nosotros lo conocemos. Así, también, en cuanto algo empiece a ir mal, ya sabemos a dónde tenemos que mirar.

Y miró al reloj.

—Si van ustedes a tomarse otra ronda, aún tienen el tiempo justo para hacerlo.

—No, gracias — repuso Blaine — Vámonos — Y dejó dos billetes de dólar sobre la barra.

—Vaya, gracias, señor. Muchísimas gracias.

Mientras se deslizaban de los taburetes, el dependiente les dijo:

—Yo, en su lugar, iría a recocerme lo más pronto posible. Los policías vendrán en seguida y podrían echarles mano.

—Lo haremos — repuso Harriet —. Y gracias por la conversación.

—Ha sido un placer — contestó el barman —. Muchísimo gusto

Ya fuera del bar, Blaine abrió la portezuela para dejar pasar a Harriet y dio la vuelta para ponerse al volante.

—Al cobertizo de la carretera — dijo.

—Shep, ¿qué quieres hacer allí? Meterte en la boca del lobo.

—Me he trazado un plan. No podemos, sencillamente, permitir que con esa máquina pueda Finn predicar un sermón.

—Supongo que tendrás una idea de cómo llevártela.

—No. Supongo que no será posible Demasiado grande y pesada Pero tiene que haber una solución Tenemos que asestar un golpe a ese fanático de Finn. Ya me las arreglaré.

—Tendrán una guardia puesta.

—No lo creo, Harriet. La tendrán cerrada y guardada; pero sin guardia especial. No habría nadie en este pueblo capaz de quedarse allí de guardia. Esta gente está demasiado asustada.

—Eres igual que Godfrey — dijo la chica —. Los dos vais siempre por todas partes jugándose el cuello.

—Piensas demasiado en Godfrey.

—Sí, no puedo evitarlo.

Blaine arrancó el motor y lanzó el coche sobre la calle. El viejo cobertizo de la carretera estaba envuelto en la oscuridad y en completo silencio, y nada indicaba allí que hubiese cualquiera en sus alrededores. Rodaron por dos veces en ambos sentidos, moviéndose lentamente, y siempre vieron lo mismo. El viejo cobertizo, una reliquia de los viejos tiempos en que había carreteras generales que vigilar y cuidar, para guardar maquinaria y utensilios con que mantener la superficie y el firme en forma.

Blaine sacó el coche de la carretera y lo condujo con cuidado a través de un bosque de sauces, donde tomó contacto con el suelo suavemente y apagó las luces. Un absoluto silencio cayó sobre la pareja, la oscuridad era completa y no se oía el menor ruido sospechoso.

—Harriet.

—Sí, Shep.

—Quédate aquí. No te muevas. Voy a subir al cobertizo.

—No tardes mucho. Creo que no hay nada que puedas hacer.

—No tardaré — repuso Blaine —. ¿Tienes por ahí una linterna?

—Creo que hay una pequeña, en la guantera. Blaine sintió cómo la chica rebuscaba en la oscuridad. Oyó el chasquido de la guantera al abrirse y la débil lucecita interior, se encendió. La linterna de mano, está revuelta entre mapas y diversos otros objetos del coche y de Harriet. La chica se la dio y Blaine corrió el botón para comprobarla. Funcionaba, y con ella salió del coche.

—Quietecita.

—Y tú, ten cuidado — le advirtió ella.

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