Sheperd Blaine tuvo la sensación de encontrarse en «casa», o al menos no siendo aquello una casa exactamente, un lugar para habitar en él. Había, en efecto, un sentido de ordenación y proporción, y de forma, que no ocurría en la naturaleza, incluso en la extraña naturaleza de aquel planeta lejano de una estrella desconocida, lejos, muy lejos, de la madre Tierra. Sus pisadas no dejaban rastro sobre el suelo, como las habían dejado sobre la arena de las dunas, antes de haber llegado fatigosamente a aquel lugar donde se hallaba, fuese aquello lo que fuese. El viento era sólo un susurro comparado con el aullido ululante de la tormenta del desierto, a través del cual había avanzado sin cesar. El piso era duro y suave, pulido y de un azul brillante, deslizándose por él con extrema suavidad. Existían formas esparcidas aquí y allá, cosas que igual podían ser fornituras, equipos o dispositivos de un valor estético determinado, y todo era azul en su conjunto, pero no con la caprichosa forma de lo conformado por el viento, el sol o los fenómenos naturales, sino que tenían sus siluetas perfectamente delineadas en líneas rectas o curvas, como algo realmente funcional.
Las estrellas brillaban lejanas y el sol de aquel planeta lucía distante; pero aquella habitación, aquella estancia, no estaba cerrada por ninguna parte.
Blaine avanzó despacio, con sus sensores tensos y expectantes y funcionando a plena capacidad, persistiendo siempre en él el sentido de «casa» y también el de hallarse vivo completamente. Sintió que un apreciable impulso de excitación se agrandaba dentro de él, por cuanto no era frecuente hallar formas de vida en aquellas experiencias. Y allí, en aquella suave y brillante superficie azulada, existía una inteligencia, despierta y viviente.
Su paso se hizo más lento, como si fuese arrastrando los pies, y sus pisadas resultaban como un susurro sobre el suelo azulado y todos sus sensores despiertos y en pleno funcionamiento, apreciando el murmullo de la cinta registradora que absorbía la visión, el color, el sonido y la forma e incluso la dimensión de todo, controlando la temperatura, el tiempo, el magnetismo y todos los demás fenómenos que existían en aquel planeta.
Y observó a la forma viviente, la Cosa que se esparcía blandamente sobre el suelo, como si se tratara de un ser perezoso tumbado sin hacer nada, sin esperar hacer nada, sino sencillamente yaciendo allí… Blaine se acercó poco a poco, conservando sus lentos pasos, teniendo el convencimiento de su incapacidad física para no poder intentar nada acerca de aquella vida allí existente, mientras que los registros que le acompañaban iban tomando nota exacta de todo.
Aquello era rosa, de un excitante color de rosa, no de un tono desagradable como frecuentemente es el tal color, ni de una tonalidad deslavazada, ni un rosa anatómico, sino una bella tonalidad, la clase de color de rosa que se viste la niña de nuestra vecindad en la fiesta de séptimo aniversario de su nacimiento.
Aquello estaba mirándole — quizá no con ojos — pero le miraba. Se hallaba advertido de su presencia, y no parecía existir miedo alguno en aquella apreciación. Finalmente, Blaine se aproximó a unos seis pies de distancia, se detuvo y esperó. Era algo masivo, de doce pies de altura en su mitad aproximadamente y se expandía en un área de veinte o más pies de diámetro. Sobresalía por encima de la pequeñez de la máquina que era Blaine, sin que pareciera existir ninguna amenaza contra él, aunque tampoco mostraba amistad alguna. No era nada concreto todavía. Era sencillamente una gran protuberancia informe. «Aquello era lo peor», según pensó el propio Blaine. Era el momento en que podía tocarlo o destruirlo. El movimiento que hizo entonces podía significar la pauta a seguir para toda su futura relación con aquella cosa con la que se estaba encarando. Permaneció perfectamente rígido, inmóvil y sin hacer nada. Los sensores tiraron de él hacia atrás mientras la cinta registradora continuaba funcionando suavemente. Y ya le resultaba difícil seguir esperando, porque el tiempo pasaba. Había poco que perder.
Y entonces sintió el vivo agitarse de su organismo, recogido por los impulsos electrónicos sofisticados de la máquina que por el momento era su propio cuerpo, el estremecimiento del ser que estaba esparcido sobre el suelo con aquel notable color de rosa, el flujo viviente de un pensamiento a medio formar, el principio de una comunicación, la ruptura del hielo, en fin. Blaine sintió la tensión del júbilo que estallaba en su interior. Era estúpido sentirse contento todavía, ya que no había certeza de indicación de poder telepático. No obstante, aquel flujo misterioso parecía tenerlo, era como una ligera connotación…
—¡Insiste! — se dijo a sí mismo —. ¡Insiste!
—¡Permanece en ese instante!
—¡Sólo por treinta segundos más!
Aquel misterioso flujo le conmovió de nuevo, más alto y con más agudeza como si la criatura esparcida ante él hubiese aclarado su garganta antes de intentar un discurso.
Era difícil tomar contacto telepático con una criatura extraña, de otro mundo, algo más bien raro y poco frecuente. Y nada mejor que la vieja y clásica telepatía.
Y aquella criatura habló.
—¡Eh, amigo! Puedo intercambiar mi mente con la suya…
La mente de Blaine surgió aterrada, con un grito sin sonido audible, en una espantosa sorpresa, próxima al pánico. Por cuanto, sin aviso alguno, él era algo doble: él mismo y aquella otra criatura. Por un instante caótico, él vio lo que ella veía, sintió como la criatura había sentido y supo lo que aquello había sabido igualmente.
Y en aquel mismo instante, él era asimismo Sheperd Blaine, un explorador anzuelo, una mente proyectada hacia el extremo desde la Tierra, y muy lejos de su origen.
Y también, al propio instante, su tiempo terminó.
Se produjo una sensación de precipitarse con violencia, como si el espacio en sí mismo pudiese pasar tronando a una fantástica velocidad. Sheperd Blaine, protestando de aquello, fue lanzado a través de cinco mil años luz de distancia, a un lugar concreto del norte de Méjico.