VIII

Había sido conocida por diversos nombres. Una vez, se la conoció con el nombre de percepción extrasensorial Y después, hubo un tiempo en que se la denominó psiónica, psi, para abreviar la expresión. Pero, primero del todo, había sido conocida con el nombre de magia.

El médico brujo primitivo, con los óxidos que usaba para pintar, con los huesos de los nudillos con que se rascaba el cráneo, con su saco de contenido nauseabundo, ya la había practicado, siguiendo un camino y un procedimiento zafio y desmañado, antes de que la primera palabra hubiera sido escrita. Se había aferrado a un principio que no comprendía ni se había preocupado de que fuese algo que debiera comprender. Y así fue transmitiéndose su conocimiento, de una mano inepta a otra El médico brujo del Congo ya la usó, los sacerdotes del antiguo Egipto la conocieron también, y los sabios del Tíbet, en el techo del mundo, tuvieron un profundo conocimiento de ella. Pero en todos aquellos casos de la historia de la magia, nunca fue sabiamente empleada en modo alguno, ni fue bien comprendida, mezclándose con una serie de hechicerías y burdas supersticiones, y cuando llegaron los días del triunfo de la razón, fue totalmente desacreditada y apenas si quedó nadie que creyera en ella.

Tras los días del triunfo de la razón, surgió un método y una Ciencia y ya no quedó sitio para la magia, en el mundo que la Ciencia había construido, ya que en ella no existía método, ni sistema, ni podía reducirse a una fórmula ni a una ecuación. En consecuencia, se convirtió en algo sospechoso, fue expulsada, despreciada y considerada como una estúpida locura. Ningún nombre que se hallase en sus cabales podía considerarla seriamente.

Pero la llamaron PK (paranormal-kinética) útilmente, para abreviar tan larga expresión. Y aquellos que la poseían fueron llamados parakinos, siendo perseguidos, encerrados en una cárcel o maltratados de formas aún peores. A pesar de todo y teniendo en cuenta el abismo que mediaba entre la PK y la Ciencia, fue tomando el sistema metódico que la propia Ciencia había ido remachando en la mente del género humano, hasta que la PK tomó carta de naturaleza y comenzó a actuar. «Y por extraño que ello pudiera parecer — se dijo Blaine a sí mismo —, había tenido que ser necesario que la ciencia lo hubiese hecho primero». La Ciencia tenía que haberse desarrollado en primer término, antes de que el Hombre pudiera comprender las fuerzas que poseía en su mente y liberarlas de los grilletes con que se hallaban fuertemente ligadas, antes de que la energía mental pudiera ser registrada, controlada y puesta a trabajar eficazmente por aquellos que sin haberlo sospechado nunca la habían llevado consigo con tal riqueza de poder y energía. Y en el estudio profundo del PK había sido preciso establecer un método y la Ciencia había sido el fundamento de entrenamiento, en el que tal método tenía que ser desarrollado.

En el pasado hubo muchos que dijeron que el género humano se había encontrado con el camino de su vida bifurcado en dos vías: una marcada con el letrero de la «Magia» y otra con el de la «Ciencia», y el hombre había escogido el de la Ciencia para seguir adelante, dejando y olvidando a un lado la otra vía de la Magia. Y muchos también expresaron su opinión de que el hombre había cometido un gravísimo error al hacer la elección del camino.

«¡Qué lejos habríamos llegado — dijeron — si hubiéramos elegido el camino de la Magia primero! «Pero en realidad no tenían razón — se decía Blaine mientras continuaba hablando consigo mismo —, ya que nunca hubo dos caminos, siempre había existido uno». El Hombre tenía primero que dominar la Ciencia para poder después hacerse dueño de lo mágico, aunque era bien cierto que en el primer estado del dominio de la ciencia, se considerase a lo mágico como risible y despreciable. Y quizá la magia hubiera quedado para siempre sepultada en el limbo del olvido y el desprecio, de no ser por los tenaces y testarudos hombres que rehusaron siempre la aceptación del fracaso de poder ir a las estrellas. Eran unos hombres que desafiaron el desprecio, la burla, todo cuanto podía oponerse a la realización del viejo sueño de viajar por el espacio cósmico y alcanzar las estrellas. Blaine siguió imaginando qué habrían sido aquellos primeros tiempos en que el Anzuelo sólo representaba una débil esperanza, un chispazo de la mente, si bien un artículo de fé. Aquel pequeño grupo de hombres tenaces habían llegado, con su esperanza y su fé inquebrantable, hasta conseguir el éxito apetecido, aunque cuando solicitaban ayuda recibían a cambio, al principio, la burla y la desdeñosa intolerancia de los demás.

La prensa había hecho del asunto un campo de batalla, cuando aparecieron en Washington solicitando ayuda financiera. Como era de suponer, el gobierno no quiso saber absolutamente nada de aquel fantástico proyecto. Si la Ciencia, con todo su poderío y su gloria, había fracasado para alcanzar las estrellas, ¿qué esperanza podía existir para conseguirlo de otro modo cualquiera? En consecuencia, aquel puñado de hombres valerosos y tenaces tuvieron que continuar trabajando en solitario, excepto alguna ayuda que recibieron de la India, de Filipinas y de Colombia. También fueron apoyados por algunas Sociedades Metafísicas y por unos cuantos donantes particulares, entusiasmados con el proyecto y simpatizantes de la idea.

Después, un país de gran corazón, Méjico, les invitó a ir, desarrollando en su interior una gran Institución, proveyéndoles de dinero en abundancia, alentando la constitución de un gran Centro de Estudios y un gran laboratorio. Además, fueron alentados con la riqueza de la ayuda moral, en vez de la burla y el desprecio que habían estado recibiendo hasta entonces por el resto de sus compatriotas y de casi todo el mundo.

«Y yo soy una parte de todo eso — pensó Blaine —. Aquí sentado en esta celda miserable de la cárcel de un pueblo, una parte de esa gran sociedad secreta virtualmente, aunque el secreto no es culpa de ella, sino más bien la consecuencia de la defensa contra la envidia, la intolerancia y la superstición de tanta gente. Aun hallándome en fuga, incluso estando ahora perseguido, sigo formando parte del Anzuelo.»

Se levantó del pequeño catre, tapado con una manta sucia, y permaneció en pie junto a la ventana, mirando fijamente al exterior. Podía ver la calle, cocida por el sol terrible, y los encanijados árboles plantados en las calles restantes, y las tristes y derrotadas edificaciones comerciales, con unos cuantos y destartalados coches antiguos, aparcados en la curva. Algunos eran tan viejos que todavía estaban equipados con ruedas y provistos de motores de combustión interna. Aquellos pobres hombres del pueblo escupían y se sentaban en las escaleras de madera que conducían a las escasas tiendas del pueblo, mascando tabaco que escupían en las mismas aceras, que acaban formando como manchas de sangre sobre la madera del suelo.

Allí continuaban sentados lánguidamente, mascando su tabaco y ocasionalmente charlando entre ellos mismos, sin mirar la pequeña corte judicial del pueblo ni a nada en particular, sino con un absoluto desprendimiento de cuanto les rodeaba.

«Sin embargo, vigilaban la cárcel», se imaginó Blaine Le vigilaban a él, al hombre que tenía una mente como un espejo brillante, la mente que la vieja Sara había referido al sheriff, capaz de tumbar a cualquiera de espaldas. Y todo aquello sólo podía ser obra de Rand Kirby, al poner a toda la gigantesca organización del Anzuelo sobre su pista. Lo que significaba que Rand, si no era precisamente un delator, era ciertamente un sabueso al servicio del Anzuelo. Aunque no importaba mucho que Rand fuese lo uno o lo otro, ya que un soplón corriente no estaba en condiciones de leer en una mente que tumbaba de espaldas a cualquiera, en opinión de la vieja Sara.

Aquello no podía deberse a una casualidad. Alguien habría tenido que advertirlo, o hacer circular su informe psíquico.

—Tú — dijo a la criatura que se ocultaba en su cerebro —. ¡Sal de donde te encuentras!

Pero la cosa Color de Rosa debería estar a gusto como un perro agradecido. No salió de su escondite. Blaine se volvió hacia el catre y se sentó en el filo.

Harriet tendría que volver con alguna ayuda. O quizás el sheriff le permitiera marchar, tan pronto como lo considerase en seguridad. Aunque el sheriff quizá no lo haría entonces, por tener en su poder una prueba legal para tenerle arrestado: la pistola.

—¡Vamos! — dijo a su compañero mental —. ¡Tienes que despertarte! Tenemos necesidad de otro truco cualquiera.

Era evidente que la cosa encerrada en su mente se había sacado un truco de la manga anteriormente, un truco fantástico jugando con el tiempo. ¿O seria un fenómeno metabólico? No había forma de saberlo con certeza, si es que él se había movido a una rapidez enorme, o si es que el tiempo se había acortado para todos los demás, excepto para él.

Y cuando saliera de la cárcel, ¿qué ocurriría entonces?

¿Iría hacia Dakota del Sur, como Harriet había dicho?

«Bien podría ser» — se dijo a sí mismo —, ya que no tenía ningún plan mejor. No tenía tiempo para madurar ni reflexionar sobre ningún plan. Se encontraba como algo vacío, desprovisto de toda protección al huir de las garras del Anzuelo. Años atrás, se había forjado muchos; pero aquello ahora era cosa muy lejana, parecía una circunstancia que nunca le hubiera ocurrido a él. La realidad actual era triste y vulgar, se veía encerrado en una sucia cárcel de un pueblo, del que no conocía ni el nombre, sin más que quince dólares en el bolsillo, que para colmos se hallaban en la mesa del sheriff.

Se sentó y oyó un coche de gasolina traquetear sus viejos huesos calle arriba, y en algún lugar un pájaro cantaba sus trinos. Y él, metido en un grave apuro, dejado en la estacada, de donde no sabía cómo iría a salir.

Los hombres continuaban esperando allá afuera, sentados en los escalones de las casas, tratando de disimular que vigilaban la cárcel, y sus miradas no le gustaban lo más mínimo. La puerta del sheriff se abrió y se sintieron pasos a lo largo del piso. Le llegaron unas voces indistintamente. Blaine trató de escuchar. ¿Para qué le serviría hacerlo? ¿Que le serviría de nada? Entonces, las pisadas del sheriff se movieron deliberadamente a través de la oficina y luego por el corredor; Blaine miró cuando la autoridad del pueblo se asomó a su celda.

—Blaine — dijo el sheriff —, el padre quiere verle.

—¿Qué padre?—El cura, el pastor de esta parroquia.

—No comprendo — dijo Blaine — por qué puede estar interesado.

—Usted es un ser humano, ¿verdad? Y tiene usted un alma.

—No lo niego.

El sheriff le miró con mirada sombría y confusa.

—¿Por qué no dijo usted que pertenecía al Anzuelo?

Blaine se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia habría supuesto?

—Buen Dios, hombre — continuó el sheriff —. Si la gente de este pueblo hubiera sabido que es usted un hombre del Anzuelo le habrían ahorcado sin compasión. Podrán dejar que se les escape un parakino cualquiera; pero que no sea del Anzuelo. Quemaron el Puesto Comercial, hace tres años, el mes pasado, y el factor iba en cabeza de la manifestación.

—¿Y qué habría podido hacer usted, si hubieran decidido ahorcarme?

—Bien, creo que, naturalmente, habría hecho todo lo posible por impedirlo.

—Muchas gracias, sheriff — repuso Blaine —. Supongo que tomó usted contacto con el Anzuelo.

—Les dije que vinieran por usted. ¿Por qué ha venido a perturbar un pueblo como éste? Ésta es una población tranquila, apacible y decente, hasta que gentes como usted vienen a mostrarse en público.

—Estábamos hambrientos — dijo Blaine —. Nos detuvimos sencillamente para almorzar.

—Se ha jugado usted la cabeza — le dijo el sheriff sombríamente —. Espero que Dios le saque con bien de todo esto.

Se marchó y se volvió un momento.

—Le mandaré el padre en seguida.

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