III

Blaine fue surgiendo de aquel pozo de obscuridad, donde había estado sumergido, empeñándose con ciega persistencia en terminar el camino emprendido, como algo parecido a conducirse por el puro instinto. Y se dio cuenta dónde estaba, estuvo bien seguro, aunque sin asirse a aquel conocimiento. Se había encontrado en aquel pozo momentos antes, muchas veces antes también, y ello le resultaba familiar; pero ahora sentía algo extraño que jamás había experimentado con anterioridad.

Era él mismo, sin duda alguna, pero en él radicaba aquella extrañeza casi como si fuese otra persona, como si solo fuese la mitad de sí mismo, y su otra mitad estuviese en poder de un ser desconocido, que le empujase contra un muro, inyectándole un temor insuperable que le aplastaba, abandonándole en la más absoluta soledad, una soledad llena de pavor cósmico insufrible, insoportable.

Fue surgiendo de aquel pozo sin fondo con un titánico esfuerzo de voluntad, como si tuviera que luchar con uñas y dientes, y su mente también tenía que luchar fanáticamente, como si no quisiera volver a sentir jamás aquella mortal y espantosa sensación, huyendo de aquella cosa que parecía haber formado parte de su propia vida y permaneciendo aparte, no obstante, tanto tiempo como viviera. Descansó un momento del salto experimentado y trató de dividirse, de clasificarse a sí mismo; pero él se hallaba mezclado con demasiadas cosas, había estado en muchos otros lugares misteriosos y aquello le tenía totalmente confuso. Era un ser humano (en cualquier forma que lo fuese) y era al propio tiempo una máquina escurridiza, además de ser aquella cosa color de rosa esparcida en un brillante suelo azul. Asimismo, era aquella insensatez que caía a través de eones de tiempo gritando terror, aunque en puras matemáticas sólo fuese una fracción de segundo.

Surgió, por fin, a la total consciencia de su experiencia. La obscuridad se desvaneció y advirtió a su alrededor una suave luz. Se hallaba yaciendo de plano sobre la espalda y se sintió en su hogar, en su mundo, con un profundo agradecimiento al saberse así de nuevo. Por fin despertó. Era Sheperd Blaine, un explorador para el Anzuelo. Había permanecido lejos, muy lejos en el espacio cósmico para husmear y saber lo que ocurría en lejanas estrellas. Había viajado muchos años luz, en tiempos que a veces tenían alguna significación y en otras, ninguna. Pero esta vez había encontrado una cosa y una parte de aquella cosa había vuelto a la Tierra con él mismo.

Lo había buscado y encontrado en un rincón de su mente, apretado estrechamente contra sus temores, y trató de acomodarse a la nueva situación, aún temiéndola. Era algo terrible hallarse capturado por una mente extraña, perteneciente a un mundo lejano y extraño. Y de otra parte, era algo repulsivo tener algo parecido enroscado dentro de la propia mente.

«Es duro para los dos», pensó Blaine, hablando para sí y para la otra cosa que ya formaba parte de sí mismo.

Trató de poner sus pensamientos en orden. Había partido antes, hacía unas treinta horas, no él, por supuesto, ya que su cuerpo había permanecido inmóvil allí, sino su mente como una máquina escurridiza y deslizante hacia aquel planeta inimaginado que giraba alrededor de un sol desconocido. El planeta no era en sí muy diferente de otros muchos planetas. Era simplemente un mundo salvaje y extraño, causando el mismo efecto que los demás, cuando se caía por primera vez sobre ellos. Pero esta vez se había encontrado con terribles tormentas de arena, al igual que en otros desiertos helados, o bien inmensos territorios de rocas primitivas. Durante treinta horas había luchado con aquella terrible arena sin haber apreciado nada. Y, repentinamente, había llegado a aquella estancia azulada con el Color de Rosa esparcido en su interior y al tomar contacto con el Color de Rosa, o la sombra de aquello, había vuelto a la Tierra con ello. Surgió de donde había estado escondido, sintiendo el contacto de la cosa nuevamente, y el pleno sentimiento y conocimiento de ello. La sangre le corría por las venas como un torrente helado, sintiéndose transido por la extraña influencia cósmica que ya formaba parte de su propio ser, sintiéndose igualmente impelido a gritar, loco de terror; pero no lo hizo. Continuó controlándose, y el Color de Rosa enrollado en el secreto escondrijo de su mente.

Blaine abrió los ojos y vio en el techo el resplandor de un bulbo eléctrico que le apuñalaba la vista. Hizo un inventario de su cuerpo y comprobó que todo estaba en perfecto orden. Realmente, no había razón alguna para lo contrario, ya que había permanecido en el mismo sitio durante aquel período de treinta horas consecutivas.

Estremecido, se levantó, incorporándose para sentarse de nuevo, viendo rostros que le miraban fijamente, rostros que se balanceaban en la luz.

—¿Difícil, eh? — preguntó una cara.

—Todos son difíciles — repuso Blaine.

Saltó de aquella máquina en forma de catafalco, estremeciéndose de nuevo por el frío.

—Aquí tiene su chaqueta, señor — dijo uno de aquellos rostros que le observaban, con el cuerpo embutido en una blusa blanca.

La mujer le ayudó a vestirse, encogiéndose de hombros al hacerlo.

La mujer le acercó un vaso, del que tomó un sorbo, comprobando que era leche. Tendría que haberlo supuesto por anticipado. En cuanto alguno de ellos volvía en sí, se le proporcionaba en el acto un vaso de leche. ¿Con algo dentro, quizá? Nunca se le había ocurrido a Blaine preguntar sobre aquello. No era sino una de las mil cosas pequeñas en apariencia, con que el Anzuelo le había hechizado a él y a todos los demás como él. El Anzuelo, en un siglo o más de existencia, se las había arreglado para acumular una completa tradición de antiguas costumbres y pequeños detalles en diversas gradaciones.

Gradualmente se hacía con su personalidad, mientras bebía el vaso de leche. Ahora encontraba familiar cuanto le rodeaba. Allí estaba la gran sala de operaciones con sus hileras de brillantes máquinas estelares, algunas de las cuales permanecían cerradas y el resto abiertas. En las cerradas yacían otros como él mismo, con sus cuerpos allí en reposo y las mentes lejos, muy lejos, en los espacios cósmicos.

—¿Qué hora es? — preguntó Blaine.

—Las nueve de la noche — repuso un hombre que sostenía una agenda en la mano.

La sensación de lo extraño volvía a torturarle de nuevo la mente, y allí surgían otra vez las mismas palabras: ¡Eh, amigo! Puedo intercambiar mi mente con la suya…

Pero entonces, a la luz de la razón humana, aquello era verdaderamente sorprendente, insólito. Era como un saludo perfectamente inteligible. Como un cordial apretón de manos de un amigo. Siendo un choque amistoso de las dos mentes, la sensación aún era más apreciable que si se hubieran apretado las manos materialmente.

La chica se le aproximó y le tocó en un hombro.

—Termine su leche, por favor — le dijo.

Y Blaine pensó que de haber sido un truco de su imaginación, sus percepciones no serían tan reales como lo eran. Sí, efectivamente, la sensación de extrañeza cósmica seguía yaciendo en un rincón de su cerebro, viva y palpitante.

—¿La máquina me ha hecho regresar perfectamente? — inquirió Blaine, inquieto.

—Sin el menor inconveniente — le respondió el hombre de la agenda.

«Media hora», pensó Blaine con calma, sorprendiéndose de hallarse tan encalmado interiormente. Media hora había permanecido con la mente proyectada hacia los espacios interestelares, con el tiempo requerido para la impresión de los registradores. Sí, allí estarían todos los datos, contando la completa historia de lo sucedido, sin el menor error, en ello no había duda posible. Y antes de que ellos lo leyeran, él debería marcharse lejos.

Miró a su alrededor y de nuevo sintió la satisfacción, la excitación y el orgullo que, hacía años atrás, había experimentado por primera vez, cuando fue llevado a aquella estancia. Allí se encontraba el corazón vivo, el cerebro de la organización, el Anzuelo, donde se proyectaban las mentes hacia el exterior, hacia los más remotos lugares del profundo espacio cósmico.

Pero no era cuestión de meditar sobre aquello, simplemente, debía marcharse. Acabó el vaso de leche y devolvió el recipiente a la joven que aguardaba. Se volvió hacia la puerta.

—Un momento — le dijo el hombre de la agenda —. Se olvida usted de firmar, señor.

Refunfuñando, Blaine tomó el lápiz que colgaba de la agenda y firmó. Aquello formaba parte de las mil y una cosas rutinarias del servicio, había que firmar al entrar, al salir, permanecer con la boca bien cerrada y todo en el Anzuelo actuaba como si el lugar fuese a disolverse en un montón de polvo si alguien descuidaba el más pequeño trámite.

Blaine se dispuso a marcharse.

—Perdone, señor Blaine, pero descuidó usted de anotar cuándo volverá para la evaluación.

—Mañana temprano, a las nueve — repuso brevemente Blaine.

Ya podría anotar cuanto quisiera, ya que él no pensaba volver más. Ya había perdido treinta minutos, no podía malgastar ni uno más.

El recuerdo de la memoria de aquella noche de hacía ya tres años atrás, se le hizo más agudo a medida que transcurrían los segundos. Podía recordarlo, no sólo por las palabras, sino hasta en el tono que se empleó con ellas. Cuando Godfrey Stone le había telefoneado aquella noche, allí se oían perfectamente los sonidos de unos sollozos en su garganta, como si hubiese estado corriendo desesperadamente, y en los que se notaban un sentimiento de pánico.

—Buenas noches a todos.

Se dirigió hacia el corredor y cerró la puerta tras él, hallándose el lugar completamente vacío a su alrededor. Las puertas laterales se hallaban todas cerradas, aunque algunas luces brillaban en el interior. El corredor estaba completamente desierto y todo se hallaba en la mayor quietud. Pero aun dentro de aquella quietud y soledad, se intuía una sensación de maciza vitalidad, como si todos los del Anzuelo permaneciesen a la escucha. Como si todo aquel poderoso complejo no dejara jamás de montar la vigilancia y jamás descansaran del todo, en los laboratorios y estaciones experimentales, en las factorías y en las universidades, en todas las oficinas de proyectos, en las vastas bibliotecas y en los almacenes y todo lo demás. Se detuvo un momento, considerando la situación. Todo era sencillo. Podía salir de allí y una vez hecho, nada habría que pudiera detenerle. Podría tomar su coche del aparcamiento, que se encontraba a cinco bloques de edificios más allá, y dirigirse hacia el norte, hacia la frontera. Pero aquello sería demasiado simple, demasiado fácil. Sería lógicamente el camino que los del Anzuelo supondrían que habría tomado. Y había algo más: el pensamiento machacón, la monstruosa duda. ¿Debería realmente salir corriendo?

Cinco hombres en tres años, desde aquello de Godfrey Stone… ¿era toda la evidencia?

Continuó adelante en el corredor de salida mientras que su mente iba analizando toda suerte de dudas. Llegó a la conclusión de que no había lugar para las dudas. Cualquier duda que pudiese surgir, no le impediría tener la certeza de que se hallaba en el camino recto, aunque tal rectitud fuese una posición intelectual y la duda emocional.

Se convenció a sí mismo de que todo quedaba reducido a un simple factor: no deseaba huir y escapar del Anzuelo, le gustaba quedarse allí, no deseaba salir… Pero aquello le había causado una lucha interior que duraba meses. Y había llegado a la decisión final. Llegado el momento, se iría. No importaba cuánto deseaba quedarse, tiraría todas las cosas por la borda y huiría. Godfrey Stone, en su desesperada huida, le había hecho una llamada, no de ayuda, sino de aviso.

—Shep — le había dicho, con voz sollozante y entrecortada, como si se hallase corriendo desesperadamente —. Shep, escucha y no me interrumpas. Si alguna vez comienzas a sentirte enajenado, márchate en el acto. No esperes ni un minuto más. Márchate sin pensarlo. — Y el receptor cayó sobre el aparato telefónico. Aquello fue todo.

Blaine recordaba cómo había permanecido allí, todavía con el teléfono en la mano.

—Sí, Godfrey — había respondido, aun sabiendo que al otro extremo sólo existía el silencio —. Sí, Godfrey, lo recordaré. Gracias y buena suerte.

Y no había mediado ni una sola palabra más de nuevo. Jamás había vuelto a saber nada de Godfrey Stone.

«Si llegas a enajenarte…», le había dicho Stone. Y ahora se hallaba a sí mismo convertido en un ser enajenado, extraño, ya que podía sentir la extrañeza de una fantástica criatura cósmica de otro mundo, arrinconada en un escondite secreto de su cerebro. Allí estaba la advertencia, materializada ahora de su amigo Stone. Pero, ¿qué habría ocurrido con los otros? Ciertamente que no habrían encontrado el Color de Rosa, como él, a cinco mil años luz de distancia. ¿Cuántos otros caminos podrían convertir a un hombre en un ser enajenado?

El Anzuelo sabría que él ya lo era. No había forma de poder ocultarlo, de disimularlo. Lo sabrían en cuanto pasaran los registros de la máquina estelar y le pondrían inmediatamente bajo estrecha custodia, vigilándole constantemente, ya que conocerían el hecho de haberse enajenado, aunque no se calcularan, ni el alcance, ni la manera en que se había vuelto un ser de otro mundo. Su vigilante secreto podría hablarle amistosamente, incluso con simpatía, tratando de arrancarle de su cerebro el elemento extraño insertado, para descubrir lo que pudiera ser.

Llegó al ascensor y cuando tocaba el botón, se abrió una puerta del hall.

—¡Oh, Shep, es usted! — dijo el hombre que apareció en la puerta —. Le oí bajando al hall. Me imaginaba quién podría ser…

Blaine se volvió hacia el ascensor.

—Sí, claro, es que me marchaba en este momento.

—¿Por qué no viene usted un momento?— le invitó Kirby Rand —. Es una ocasión excelente para abrir una botella y tomarse un trago.

No era momento de vacilaciones. O aceptaba la invitación de tomarse una o dos copas o se marcharía con cualquier excusa cortés. Y de ser así Rand entraría en sospechas, ya que la sospecha era el oficio de Rand. Era el jefe de seguridad del Anzuelo.

—Gracias — repuso Blaine tan naturalmente como pudo —. Por poco tiempo. Hay una chica por medio. Y no deberé dejar que me espere…

«Aquello — pensó Blaine — sería la mejor forma de bloquear una excesiva detención bebiendo y charlando, o que surgiera la invitación para cenar o ir a algún espectáculo» Oyó subir el ascensor; pero se apartó, no tenía más remedio que aceptar. Mientras pasaba a la oficina de Rand, éste le golpeó en el hombro con aire campechano. —¿Un viaje feliz, eh?

—Sin el menor inconveniente.

—¿Muy lejos?

—Sobre unos cinco mil…

Rand movió la cabeza de un lado a otro.

—Supongo que es una tontería preguntar eso — dijo—. Todos viajan ahora a grandes distancia. Hemos ido terminando las exploraciones más cercanas. Tras otros cien años a partir de ahora, y tendremos que hacerlo a diez mil años luz.

—Bah, no hay gran diferencia — repuso Blaine —. Una vez que se proyecta la mente, allá se va y la distancia no es ningún factor de importancia. Quizá más tarde se sufra algún retraso, a medio camino de la Galaxia; pero incluso entonces, cuando eso llegue, ni siquiera puede que ocurra.

—Los teóricos de casa dicen que no… — dijo Rand.

Se dirigió a través de la oficina hacia el macizo mueble que le servía de biblioteca y de uno de los compartimientos extrajo una botella que destapó.

—Usted ya sabe, Shep — continuó Rand — estamos metidos en un asunto fantástico, que queremos llevar adelante a grandes saltos, aunque a veces se convierta en una cosa aburrida para nosotros. Pero la fantasía siempre sigue teniendo su cabida en todo ello.

—Sí, precisamente porque llega tarde a nosotros — comentó Blaine —. Quizá será porque forzamos nuestra capacidad demasiado, a veces. Tenemos en nosotros todo el tiempo y nunca lo habíamos usado. Porque no era una cosa práctica, sino más bien algo fantástico. Porque no quisimos realmente creer en él. Los antiguos se aferraron al borde; pero no supieron comprenderlo. Pensaron que aquello sería lo mágico.

—Y eso es lo que todavía cree mucha gente — insinuó Rand.

Rand llenó dos vasos, puso en su interior unos trocitos de hielo del refrigerador incrustado en la pared y alargó uno a Blaine.

—Bebamos.

Rand se dejó caer en un cómodo sillón próximo a donde se hallaba.

—Siéntese, Shep — dijo a Blaine —. No creo que tenga demasiada prisa. Y permaneciendo de pie, creo que pierde algo del placer de beberse este trago.

Blaine tomó asiento.

Rand puso los pies por encima de la mesa y se echó hacia atrás confortablemente.

¡No pierdas más de veinte minutos!

Y allí sentado, con el vaso en el hueco de la mano, en el segundo que medió de silencio antes de que Rand volviese a hablar, Blaine pareció sentir una vez más que podía sentir el pulso de aquella cosa gigantesca que era el Anzuelo, asentado en la tierra madre, al norte de Méjico, como si tuviese corazón, pulmones y un sistema circulatorio palpitante viviente, que él pudiese escuchar y percibir claramente.

A través de la gran mesa de despacho, Rand hizo una mueca que quiso aparecer de graciosa genialidad.

—Ustedes son unos tipos que lo pasan en grande — dijo —. Yo les envidio muchas veces…

—Es un oficio — repuso Blaine.

—Usted estuvo hoy a cinco mil años luz de distancia Y habrá podido obtener alguna cosa de semejante experiencia.

—Supongo que habrá sido como una especie de satisfacción — contestó Blaine —. La excitación intelectual de conocer donde esta uno. Actualmente, es como si hubiera uno conseguido también algo de otra vida distinta.

—Cuente, cuéntemelo — insistió Rand.

—No es cosa que pueda contarse. Encuentro esto, cuando el tiempo va corriendo. No pude tener oportunidad alguna para hacer nada, hasta que fui traído de regreso. Debería usted también comprobar algo de eso, Kirby.

Rand sacudió la cabeza.

—Me temo que no esté a mi alcance — repuso Rand.

—Creo que el tiempo límite que se emplea no debería ser tan arbitrario. Se mantiene a un hombre la totalidad del tiempo de la experiencia, treinta horas exactamente, como a mí en este último viaje mental, y se le hace volver, sin razón aparente alguna, cuando se encuentra al borde mismo de hallar algo interesante.

Rand hizo un gesto hacia Blaine.

—No me diga usted que no puede actuar como quiera — insistió Blaine —. Y no pretenda que eso es imposible. El Anzuelo tiene docenas de científicos, clasificados y adiestrados en sólidas filas…

—Oh, supongo que eso sería posible — repuso Rand —. Nosotros nos limitamos únicamente a controlar las experiencias.

—¿Miedo de que alguno se reprima?

—Eso es bien posible — dijo Rand.

—¿Y para qué? — preguntó Blaine —. Uno no es un hombre que se encuentre nunca en el interior, sino un cuerpo humano con su mente, enjaulado en una elegante máquina.

—Nos gusta tal y como es — dijo Rand —. Después del todo, ustedes son unos individuos de gran valor, y necesitamos tomar medidas de seguridad. ¿Qué ocurriría si se perturbara a cinco mil años luz de distancia de este lugar? ¿Y qué, si ocurriese algo y usted, por ejemplo, se hallase totalmente incapacitado de ejercer ningún control? Lo perderíamos, pues. Pero por este procedimiento, todo es automático. Cuando les enviamos al exterior, sabemos el momento en que deben hallarse de vuelta.

—Nos dan ustedes un valor demasiado excesivo — dijo Blaine secamente.

—En absoluto — respondió Rand —. ¿Se da usted cuenta cuánto tenemos invertido en ustedes? ¿Tiene usted idea de a cuantos hombres debemos probar y reprobar, hasta conseguir uno que nos sirva? Uno que sea al mismo tiempo telépata y sea también al mismo tiempo una clase de teleportador, uno que tenga el equilibrio mental suficiente como para soportar el impacto de cualquier cosa extraña que descubra en las lejanías del espacio y, finalmente, que además de todo eso, sea leal al Anzuelo.

—Ustedes compran la lealtad — dijo Blaine —. No existe ninguno de nosotros que jamás haya reclamado por no estar bien pagado.

—No es a eso a lo que me refería — repuso Rand — y usted lo sabe muy bien.

«¿Y qué calificaciones tenía un tipo como Rand para la seguridad?», pensó Blaine. El atisbar era una de sus cualidades, la cualidad de mirar en la mente de los demás; pero ninguna evidencia había existido en todos aquellos años, para que Rand fuese un escudriñador de mentes ajenas. Si lo era, ¿para qué tenia a sus órdenes a aquellos hombres de su Departamento, cuyo sólo propósito consistía en la habilidad para olfatear y atisbar?

—De todos modos — repuso Blaine en voz alta —, no veo cuál sea la finalidad de todo eso, no dándonos tiempo suficiente para nuestro propio empleo, fuera del control de la máquina. Podríamos…

—Y no veo tampoco por qué tendrían ustedes que preocuparse — interrumpió Rand —. Volverá usted a su precioso planeta. Puede usted recomenzar por donde ahora ha terminado.

—Ah, sí, claro, por supuesto, volveré de nuevo. Lo encontré yo, ¿no es cierto? Eso me concede una cierta propiedad.

Blaine acabó la bebida, puso el vaso sobre la mesa e hizo intención de marcharse.

—Bien, me marcho — dijo —. Gracias por la bebida.

—Encantado, Shep — repuso Rand —. No puedo retenerle más tiempo. ¿Volverá mañana?

—A las nueve en punto — contestó Blaine.

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