XVII

Blaine yacía desde hacía tiempo sintiendo su cuerpo mojado, ya que ahora tenía un cuerpo físico que sentir. Podía sentir la presión en él, sentir el movimiento del aire, tocándole la piel; se dio cuenta del sudor que le corría por los brazos y la espalda, por la cara y el pecho.

Ya había dejado de permanecer en la lejana estancia azul, porque allí no tenía cuerpo, y no percibía tampoco el lejano aullar del viento del desierto del lejano planeta donde vivía el Color de Rosa. En su lugar, percibía un olor penetrante y agresivo, el olor antiséptico que parece envolver el cuerpo entero en la habitación de un hospital.

Dejó abrirse sus párpados lentamente, para acostumbrarse a cualquier sorpresa. Todo lo que vio a su alrededor era blanco, plano y sin relieves. Todo lo que vio fue la blancura de un techo. Tenía la cabeza sobre una almohada, y tenía una sábana bajo el cuerpo, hallándose vestido con una especie de uniforme.

Movió la cabeza, y vio, próxima, otra cama y, sobre ella, una momia. El tiempo, según había dicho la criatura en el otro mundo, era la cosa más simple que existe. Y le había dicho que se lo explicaría; pero no se lo había dicho, ya que no había permanecido lo suficiente para escucharlo.

«Había sido como un sueño, pensó, volviendo hacia atrás con la mente, un sueño evidente con todas sus calidades». Pero en realidad no lo había sido, ya que él había permanecido en la gran estancia azul brillante y había estado con la extraña criatura que era su habitante. Había escuchado sus relatos y su sabiduría. No había huecos ni lagunas en aquello, reteniendo en su momento el completo relato de tantas cosas como había oído, sin un fallo, como suele ocurrir en los sueños.

La momia yacía sobre la cama, repleta de vendajes. Había agujeros en el vendaje que la envolvía totalmente, para la nariz y la boca; aunque no para los ojos. Y mientras respiraba, baboseaba. Las paredes tenían la misma blancura que el techo, y el suelo estaba recubierto de mosaicos, existiendo por todas partes una esterilidad que denunciaba claramente la identidad de la estancia.

Estaba, simplemente, en la sala de un hospital con una momia baboseante. El temor empezó a penetrarle la mente, como una súbita oleada; pero procuró dominarse. Ya que aun dentro del temor, sabía que se consideraba seguro. «¿Dónde había estado? — se imaginó —, ¿dónde, aparte de la estancia azul? Su mente fue rehaciendo el camino hacia atrás, y recordó dónde había estado… en el bosquecillo de sauces, junto al arroyo, al borde del pueblo».

Se oyeron pasos en la habitación de al lado y un hombre con una chaqueta blanca entró en la sala. El hombre se detuvo pasada la puerta y se le quedó mirando.

—¡Vaya, recobró el conocimiento! ¿Qué tal se encuentra? — dijo el doctor —. ¿Cómo se siente ahora?

—No muy mal del todo — respondió Blaine, ya que en realidad se sentía bien en aquel momento. Pero tenía algo que preguntar a su vez y se dirigió al médico —. ¿Dónde me recogieron?

El médico no respondió. A su vez, hizo otra nueva pregunta.

—¿Le ocurrió esto alguna vez, antes de ahora?

—¿Ocurrirme, qué?

—Un desvanecimiento, caer en coma — dijo el doctor.

Blaine rodó la cabeza de un lado a otro de la almohada.

—No, que yo recuerde.

—Es algo casi como si usted hubiera sido víctima de un maleficio.

Blaine sonrió.

—¿Brujerías, doctor?

El doctor hizo una mueca.

—No, yo no imagino tal cosa. Pero nunca se sabe. Los pacientes a veces lo creen así. Cruzó la habitación y vino a sentarse en el borde de la cama.

—Soy el doctor Wetmore — dijo a Blaine, presentándose —. Lleva usted aquí dos días. Unos chicos fueron a cazar conejos al este de la ciudad y le encontraron. Estaba usted acurrucado bajo unos sauces. Dijeron que estaba usted muerto.

—Y entonces, me trajeron ustedes aquí.

—La policía lo hizo. Salieron con un coche y le trajeron al hospital.

—¿Y qué es lo que me ocurre?

Wetmore sacudió la cabeza.

—Pues lo ignoro por el momento.

—No tengo dinero y no podré pagarle, doctor.

—Eso — dijo el médico — es algo que no tiene interés por el momento.

El médico continuó mirándole atentamente.

—Hay algo, sin embargo. No tiene usted documento alguno. ¿Recuerda usted quién es?

—Seguro que sí. Soy Sheperd Blaine.

—¿Y dónde vive usted?

—En ninguna parte — repuso Blaine —. Ahora viajo de un lado a otro.

—¿Cómo llegó usted a este pueblo?

—No puedo recordarlo bien. — Y sentándose en la cama, se encaró con el doctor Wetmore —. Escuche, doctor, ¿qué tengo que hacer para marcharme de aquí? Estoy ocupando una cama del hospital…

El médico movió la cabeza pensativo.

—Me gustaría dejarle; pero hay diversos ensayos que hacer…

—Eso me proporcionará muchos disgustos.

—Nunca he tenido un caso como el suyo — dijo el médico —. Está usted haciéndome un favor. No hay nada malo que le ocurra. Nada orgánico, quiero decir. Su ritmo circulatorio se halla retardado. Su respiración igualmente un poco alterada y su temperatura en un par de grados. Pero por lo demás está usted perfectamente, excepto el hecho de haber perdido el conocimiento. No había forma de despertarle.

Blaine inclinó la cabeza hacia la momia.

—Se encuentra en un mal apuro, ¿verdad?—Sí, un accidente de carretera.

—Eso es más bien poco corriente. Apenas si existen ahora.

—Circunstancias fuera de lo usual — explicó el doctor —. Conduciendo un antiguo camión. Un neumático reventó cuando rodaba a gran velocidad, y cayó por una de las curvas que hay encima del río.

Blaine miró agudamente al hombre que yacía en la otra cama; pero no había forma de reconocerlo. Nada de lo que pudiera ser se mostraba para ser identificado. Su respiración era fatigosa y babeante; pero no había modo de poder decir quién era.

—Podré arreglarle otra habitación — dijo el doctor.

—No es preciso. Deseo marcharme cuanto antes.

—Mi deseo es retenerle un poco todavía. Puede usted sufrir nuevamente ese ataque. Y no ser encontrado esta vez.

—Pensaré en ello — repuso Blaine.

Y de nuevo se recostó sobre la cama.

El médico se levantó y se dirigió hacia la otra. Se inclinó sobre el paciente vendado de pies a cabeza y escuchó la respiración. Tomó un trozo de algodón hidrófilo y le sacó la boca. Murmuró algo al hombre que yacía allí y se volvió a Blaine.

—¿Desea usted alguna cosa? — preguntó a Blaine —. Tendrá usted que tener apetito.

Blaine afirmó con la cabeza. Ahora que lo pensaba, lo tenía.

—Daré razón en la cocina — dijo el doctor Wetmore —. Encontrarán algo para usted.

Se volvió y salió vivamente de la sala, mientras Blaine escuchaba cómo se perdían sus pasos a lo largo del corredor.

Y repentinamente supo, o recordó, por qué él estaba ahora seguro. La señal del espejo, el destello de su mente, había desaparecido, nunca se había sentido tan humano como entonces. Aunque por primera vez, bajo su humanidad, sintió el empuje, la tensión potente de un nuevo conocimiento, que yacía en unos profundos estratos que hasta ahora le habían sido por completo ignorados.

En la otra cama, aquella momia vendada roncaba, respiraba con trabajo y baboseaba por el agujero de la boca. —¡Riley! — murmuró Blaine. No hubo alteración en su respiración, ni signo de haberlo reconocido. Blaine saltó de su cama y se sentó en el borde de la del otro, con los pies en el suelo, que le resultó helado. Se inclinó sobre aquel desgraciado y aproximó la boca lo más cerca posible de aquella cosa vendada como una momia egipcia.

—¡Riley! ¿Eres tú? Riley, ¿puedes oírme?

La momia pareció moverse un poco.

Trató de mover la cabeza hacia Blaine; pero no pudo Se movieron sus labios con un terrible esfuerzo. La lengua luchó para componer unas palabras.

—Dile… — intentó hablar, arrastrando la palabra con un esfuerzo terrible. Y trató de nuevo de repetirlo —: Dile a Finn — dijo finalmente.

Y no dijo nada más. Blaine pareció sentir que ya había dejado de hablar para siempre el desventurado Riley. Esperó, de todas formas. Aún movió los labios con mucha dificultad; pero todo quedó en silencio y la lengua se escondió en aquella horrible caverna. No dijo un sonido más.

—¡Riley! — pero no hubo respuesta.

Blaine se volvió hacia su cama y se quedó mirando fijamente a la inmóvil figura que yacía en la cama opuesta. El terror había cazado finalmente a aquel pobre hombre, el terror que le había hecho a él mismo recorrer medio continente. Allí quedaba lo último de Riley y lo único que suministraba como la última información de su vida era un hombre llamado Finn. ¿Quién era Finn y dónde estaría? ¿Qué habría tenido que ver con Riley?

¿Finn?

Había existido un Finn.

Una vez, hacía tiempo, él había conocido el nombre de Finn.

Blaine hizo un esfuerzo para recordar el nombre que ahora le intrigaba tan poderosamente.

Aunque bien pudiera ser otro Finn distinto.

Ya que Lambert Finn había sido también un viajero cósmico en el Anzuelo, aunque había desaparecido, de igual forma que Godfrey Stone había desaparecido también; pero muchos años de que lo hiciera Stone, y mucho antes, desde luego, de que él mismo, Blaine, hubiese entrado a formar parte del Anzuelo. Después, su nombre se murmuraba como un susurro, como una leyenda, un personaje intrigante en una intrigante historia, uno de los cuentos de horror del Anzuelo.

Ya que, según lo que se contaba, Lambert Finn había vuelto un día de su viaje a las estrellas, como un maníaco loco de atar…

Загрузка...