XX

Harriet tomó posiciones cómodamente en la silla del restaurante, esperando ordenar la comida que tanto necesitaban.

—Y ahora, dime — demandó la chica —. ¿Qué ocurrió en aquel pueblo? ¿Y qué ha ocurrido desde entonces? ¿Cómo viniste a parar a esa sala de este hospital?

—Más tarde — objetó Blaine —. Ya tendré tiempo más tarde para contártelo todo. Primero, cuéntame qué le ocurre a Godfrey exactamente, qué es lo que no va bien con él.

—¿Te refieres al hecho de haberse quedado sentado pensando en la habitación?

—Sí, a eso. Pero creo que hay algo más. Esa extraña obsesión suya. Y la expresión de sus ojos, por la forma en que se expresa, acerca de los hombres que tienen que ir a las estrellas y que tienen que salvar sus almas, más bien parece un viejo eremita que ha tenido una visión celestial.

—Y la ha tenido — dijo Harriet —. Eso es exactamente lo que le ha ocurrido.

Blaine se la quedó mirando fijamente.

—Le ocurrió en el último viaje exploratorio por las estrellas. Volvió «tocado». Vio algo que le ha conmovido profundamente para toda su vida.

—Ya sé — dijo Blaine —, hay tantas cosas en los espacios cósmicos…

—Horribles, querrás decir.

—Horribles, seguro. Eso es parte de ello. Incomprensible, es la palabra mejor. Procesos, motivos, hábitos, situaciones que son absolutamente imposibles de concebir a la luz del conocimiento humano y con arreglo al canon de moralidad del hombre. Es un muro de piedra contra el que se estrella la inteligencia humana. Y eso enloquece a cualquiera, al final. No se tiene ningún punto de referencia, ni orientación posible. Se permanece totalmente solo, rodeado totalmente por la nada, excepto lo que fue siempre tu mundo…

—Y con todo, ¿tú lo has soportado?

—Siempre lo hice — continuó Blaine —. Eso implica un cierto estado de la mente, un estado mental que el Anzuelo procura inducir en uno por la eternidad.

—Con Godfrey fue diferente. Fue algo que comprendió y reconoció. Quizá lo reconoció demasiado bien. Era la bondad absoluta.

—¡La bondad!

—Un mundo débil — añadió Harriet —, una clase especial de mundo fantástico, mortecino y feliz.

—La bondad — repitió nuevamente Blaine, dándole vueltas a la palabra como si quisiera captar su olor y su sabor.

—Sí, un lugar donde no existe la avaricia, ni el odio, ni las ambiciones personales. Un mundo perfecto y una raza de criaturas perfecta. Un paraíso social.

—No veo…

—Piensa un minuto y lo tendrás. ¿No has visto nunca una cosa, un objeto, una pintura, una pieza estatuaria, un escenario, tan bello y tan perfecto, que después sufres al dejar de verlo?

—Sí, me ha ocurrido una o dos veces.

—Bien, entonces piensa que una pintura o una estatua es una cosa fuera de la vida humana, de tu vida. Es sólo una experiencia que nada tiene que ver, absolutamente nada, contigo mismo. Podrías vivir muy bien el resto de tu vida, sin necesidad de volverlo a ver, aunque lo recordases de cuando en cuando y lamentaras el hecho concreto de no verlo nuevamente. Pero imagínate una forma de vida, una cultura, un vivir, un vivir tuyo, que tú pudieses vivir por ti mismo, y tan bello, que te hiciera sufrir su ausencia como en el caso de la pintura pero aumentado en mil veces más. Eso es lo que Godfrey vio, de eso es de lo que habla siempre. Por eso es por lo que volvió «tocado». Sintiéndose como un niño sucio y desarrapado que mirase a través de los barrotes de una reja, ese país de ensueño y maravilla, real, verdadero, actual, que pudiese tocarlo y gozarlo; pero que nunca forma parte de él.

Blaine dejó escapar un profundo suspiro de preocupación.

—Entonces, es eso… es eso lo que desea.

—¿No te gustaría a ti también?

—Supongo que sí. Si lo hubiese visto.

—Pregúntale a Godfrey. Él te lo dirá. O mejor, no se lo preguntes. Te lo dirá de todos modos.

—¿Te lo contó a ti?

—Sí.

—¿Y te sentiste impresionada?

—Estoy aquí, ya me ves.

La camarera volvió con los pedidos, grandes filetes de carne con patatas cocidas y ensalada. Puso, además, una botella de café caliente en el centro de la mesa.

—Esto tiene buen aspecto — comentó Harriet —. Siempre estoy hambrienta. ¿Recuerdas, Shep, la primera vez que nos encontramos?

Blaine sonrió.

—No lo olvidaré nunca También estabas hambrienta aquella vez.

—Y me compraste una rosa.

—Me parece que lo hice.

—Eres un tipo estupendo, Shep.

—Si yo recuerdo correctamente, eras una chica periodista. ¿A qué viene…?

—Estoy todavía trabajando en un relato.

—El Anzuelo — dijo Blaine —. El Anzuelo es tu historia.

—En parte solamente — repuso la chica, insistiendo sobre la comida.

Comieron durante algún tiempo, sin hablar de nada más.

—Hay todavía otra cosa — dijo Blaine —¿Que ocurre con Finn? Godfrey me dijo que era una persona peligrosa.

—¿Qué sabes tú de Finn?

—Apenas nada. Se salió del Anzuelo antes de que yo entrara. Pero su historia ha circulado por todas partes. Volvió de un viaje a las estrellas enloquecido, loco de atar. Algo debió ocurrirle también.

—Sí, algo le ocurrió realmente — dijo Harriet —. Se dedica a predicar por todo el país. —¿Predicar?

—Sí, sobre el infierno, con su olor de azufre y todo, vomitando rayos y truenos. Un predicador de los que sueltan bombas a cada paso con la Biblia en la mano, sólo que él no lleva Biblia ninguna. Habla del maleficio de las estrellas El hombre, según él, debe permanecer en la Tierra. Es la única y sola plaza segura para él. Fuera de la Tierra está el mal Y han sido los parakinos los que han abierto las puertas para que el mal se expanda por todas partes.

—¿Y el pueblo se ha tragado esa paparruchada?

—Sí, se la ha tragado Es que eso viene a satisfacer las conciencias y las mentalidades mezquinas. Lo han adoptado absolutamente. Ya que no pueden alcanzar las estrellas, su mayor satisfacción es cargar sobre ellas todo lo malo que existe.

—Y los parakinos, sospecho, serán también malos. Serán duendes y malos espíritus…

—Y brujos — añadió Harriet — Y arpías, y lodos los nombres que quieras añadir a la lista.

—Total, que nuestro hombre se ha convertido en un charlatán.

Harriet sacudió la cabeza.

—No es un charlatán. Es tan serio como Godfrey. Cree en la encarnación del mal. Porque, debes saber, que él ha visto al diablo, a la encarnación del mal.

—Y Godfrey vio el bien.

—Ahí está la cuestión. Es tan sencilla como todo eso. Finn es el hombre convencido de que el hombre no tiene que ir jamás a las estrellas, en tanto que Godfrey lo está de que allí se encuentra su salvación.

—Y ambos están en lucha abierta contra el Anzuelo.

—Molestándolo, solamente. No hay forma de luchar y combatir contra el Anzuelo, realmente. Godfrey busca a los que quieran unirse a su movimiento. Pero Finn ha descubierto algo y lo considera como la única clave que puede aplastar a los parakinos y reducirlos a la impotencia absoluta. Si puede, los dejará liquidados.

—Tú no pareces muy preocupada.

—Godfrey no lo está tampoco. El problema de Finn es otro problema, otro obstáculo que vencer.

Terminaron la comida y marcharon paseando por la faja de pavimento que corría a lo largo de los apartamientos que formaban el conjunto del motel. El valle del río yacía allá abajo en sombras oscuras y purpúreas, con el río como un monstruo de bronce que se deslizara lentamente en la agonizante luz del día. Las crestas de los acantilados todavía brillaban con la luz del sol en la cumbre y allá lejos, en el cielo, un halcón volaba majestuoso, moviendo sus alas de plata que se tornaban a veces de un color azulado.

Llegaron hasta la puerta de su apartamento y Blaine empujó y abrió la puerta, dejando pasar a Harriet, y siguiéndola después. No había hecho más que cruzar el umbral, cuando tropezó con algo que le hizo perder el equilibrio. Blaine oyó el ahogado sollozo de la chica y su cuerpo, apretado contra el suyo, estaba tenso y tembloroso por la emoción.

Mirando por encima del hombro de Harriet, vio a Godfrey Stone de cara al suelo, caído sobre el pavimento.

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