Aunque no se hubiera inclinado sobre él, Blaine comprendió que Stone estaba muerto. Había en su cuerpo esparcido por el suelo una cierta pequeñez, una suerte de especial dimensión de la forma humana que hubiese rellenado su personalidad mientras vivía y que entonces había desaparecido para siempre. Entonces parecía que debería haber menos de los seis pies de cuerpo que Stone había tenido en vida de estatura y la quietud con que yacía por el suelo resultaba impresionante. Tras él Harriet había cerrado la puerta y echado los cerrojos de la estancia, mientras se le escapaba un sollozo incontenible.
Se inclinó para mirarlo por última vez y en la oscuridad pudo comprobar en el brillo del cabello, la parte en que la sangre había estado goteándole en el cráneo. Harriet cerró las contraventanas.
—Quizás ahora — dijo Blaine — podamos encender la luz.
—Un momento, Shep.
La chica encendió la luz de la estancia y con ella pudieron apreciar el terrible golpe que había destrozado el cráneo al infortunado Stone. No había necesidad de tomarle el pulso ni escucharle el ritmo cardíaco. Nadie podría haber sobrevivido con la cabeza destrozada de aquella horrible forma.
Blaine se echó hacia atrás, apretando los dientes, maravillándose de la ferocidad y quizá la desesperación que había dirigido el brazo que tan deliberadamente había producido semejante golpe.
Miró a Harriet y sacudió la cabeza lentamente, maravillándose de su calma y recordando que en sus días de periodista la muerte violenta no resultaba nada extraño para ella.
—Ha sido Finn — dijo ella, con voz apagada —. No el propio Finn en persona, sino alguien alquilado por él. O alguien que lo ha hecho voluntariamente bajo su inspiración. Uno de sus seguidores fanáticos. Hay mucha gente que haría cualquier cosa por él.
Harriet paseó a través de la estancia y se arrodilló cerca del cadáver con la boca cerrada en una fina línea y las facciones tensas, mientras una lágrima le corría por las mejillas.
—¿Qué haremos ahora? — dijo Blaine —. La policía, imagino.
Ella hizo un rápido signo de contradicción con el brazo.
—Nada de policía — advirtió Harriet —. No podemos permitir vernos envueltos en este asunto. Esto sería exactamente lo que Finn y su canalla desearían. ¿Qué te apuestas a que alguien ha telefoneado ya a la policía?
—¿Quieres decir el mismo asesino?
—Con toda certeza. ¿Por qué no? Basta simplemente que una voz llame y diga que un hombre ha sido asesinado en el número 10 del Motel Plainsman, y que cuelgue rápidamente.
—¿Para ponernos en el atolladero?
—Para poner a quienquiera que estuviese con Godfrey. Ellos deben saber exactamente quienes somos. Aquel médico…
—No sé — repuso Blaine — Bien pudiera ser.
—Escucha, Shep. Estoy segura, por todo lo ocurrido, que Finn está en Belmont.
—¿Belmont?
—El pueblo donde te encontramos.
—Así es, pues, como se llama…
—Hay algo que ha debido ocurrir aquí — dijo ella —. Algo importante. Estaba Riley, y el camión y…
—¿Pero qué vamos a hacer?
—No podemos dejarles que encuentren aquí a Godfrey.
—Podríamos acercar el coche hasta aquí y sacarle por la puerta trasera.
—Habrá probablemente alguien acechando. Y entonces acabarían con nosotros igualmente. La chica se golpeó las manos desesperadamente.
—Si Finn tiene ahora las manos libres — dijo — pondrá en marcha cualquier cosa que haya planeado. No podemos dejarle que nos deje fuera de combate. Tenemos que conseguir detenerle, sea como sea.
—¿Nosotros?
—Tú y yo. Tú irás sobre los mismos pasos de Godfrey. Ahora es a ti a quien corresponde.
—Pero yo…
Los ojos de la chica centellearon repentinamente.
—Tú eras su amigo y oíste su relato y su historia. Y le dijiste que estabas con él.
—Claro que lo dije — repuso Blaine —. Pero me he quedado frío. No conozco apenas nada de todo esto…
—Detén a Finn — dijo ella —. Descubre qué es lo que está haciendo y paraliza su actuación sobre la marcha. Lucha con una acción retardada…
—Ya estás tú y tus ideas militares. Tus acciones retardadas y tus líneas de retirada. (Toda una hembra vestida de general con unas enormes botas de montar y un enjambre de medallas y condecoraciones colgando de un pecho ostentoso.)
—¡Suprime eso!
—Eres una chica periodista. Y tú eres objetiva…
—Shep — dijo Harriet —. Cállate. ¿Cómo puedo yo ser objetiva? Yo creía en Godfrey. Creía en todo cuanto estaba haciendo.
—Y supongo que yo también. Pero todo es tan nuevo, tan rápido…
—Quizá sería lo mejor dejarlo todo y correr…
—¡No! Espera un momento. Si lo abandonamos todo y huimos, estaríamos fuera de todo ello, tan seguro como que nos cogerían aquí.
—Pero, Shep, no hay ningún camino.
—Tiene que haberlo — le dijo a Harriet —. ¿No hay una ciudad cerca de aquí que se llama Hamilton?
—Pues claro que sí. A una o dos millas solamente. Abajo, por el río.
Blaine pareció repentinamente haber tomado una decisión. Miró a su alrededor. El teléfono estaba en la mesita de noche, entre las dos camas.
—Qué…
—Un amigo — dijo Blaine —. Alguien a quien encontré en el viaje. Alguien que podría ayudarnos. ¿Dices que sólo está a una o dos millas de distancia?
—Sí, Hamilton está a esta distancia.
Blaine se dirigió rápidamente hacia el teléfono y marcó el número de la centralita.
—Quiero un número de Hamilton, por favor.
—¿Qué número, señor?
—El 2-7-6.
—Le llamaré en seguida.
Volvió la cabeza hacia Harriet.
—¿Está oscuro en el exterior?
—Lo estaba cuando he cerrado las contraventanas.
Blaine sintió la señal de llamada en el teléfono.
—Necesitarán alguna oscuridad — dijo — No podrán venir así.
—No lo sé — dijo Harriet —. Quién sabe lo que pueden hacer…
—¡Alló! — dijo una voz en el otro extremo del teléfono.
—¿Está Anita ahí, por favor?
—Sí, está en casa — dijo la voz —. Un momento. Anita, es para ti. Un hombre.
—¡Alló! — repuso la alegre voz de la chica —. ¿Quién es?
Y la conversación continuó telepáticamente.
—Blaine. Sheperd Blaine. ¿Me recuerdas? Cuando estaba con el hombre que tenía el revólver con las balas de plata.
—Sí que lo recuerdo, perfectamente.
«Y era verdad, pensó Blaine. No era nada que hubiese imaginado. ¡Era posible usar la telepatía por el teléfono!»
—Me dijiste que te avisara si necesitaba ayuda.
—Sí, te lo dije.
—Ahora la necesito. (Un cuerpo en el suelo, el coche de la policía a toda máquina por la carretera, la luz roja intermitente y las sirenas aullando, el anuncio que marcaba el lugar del Motel Plainsman y el número del apartamento en la puerta.) Mi palabra de honor, Anita. Es una situación urgentísima y apurada. No puedo explicártelo ahora. No pueda dejarles que lo encuentren ahora aquí.
—Nos lo llevaremos de tus propias manos.
—¿Prometido?
—Seguro. Esta noche estaréis con nosotros.
—¡De prisa!
—Ahora mismo. Voy a buscar a otros camaradas.
—Gracias, Anita. — Pero la chica, ya se había marchado.
Blaine dejó el receptor, mirándolo fijamente una vez puesto en la horquilla.
—He captado parte de todo eso — dijo Harriet —. Parece imposible.
—Por supuesto que no lo es — dijo Blaine —. La transmisión telepática sobre un cable. No tendrías que decírmelo a mí.
Se quedó mirando fijamente al hombre que yacía en el suelo.
—Es una de las cosas de que él hablaba. Algo más grande de lo que el Anzuelo pudiese haber tenido idea — dijo él.
La chica no contestó.
—Estoy pensando en el número con que contará — dijo Shep.
—Ella dijo que vendrían por Godfrey ¿En qué forma vendrán por él? ¿Y cuándo? ¿Con qué rapidez? — Y en la voz de Harriet había un leve tinte de histerismo.
—Ellos vuelan — le dijo Blaine — Son levitadores. Brujas.
Y Blaine dejó escapar una amarga sonrisa.
—Pero tú…
—¿Cómo quieres que les conozca? Nos tendieron una emboscada una noche cuando huía con Riley. Y a causa de aquello se organizó un pequeño infierno. Riley echó mano de un revólver y…
—¡Riley!
—Sí, el hombre que murió en el hospital. Murió en un accidente.
—Pero, Shep. ¿Tú estabas con Riley? ¿Cómo pudiste venir con él?
—Le eché una mano en la carretera. Se asustaba horriblemente por las noches y necesitaba a alguien que le acompañara. Entre los dos fuimos haciendo marchar su viejo camión…
Harriet le miraba fijamente, con una mirada asustada.
—Espera un momento — dijo Blaine —. Tú dijiste algo allá en el hospital. Dijiste, si no recuerdo mal, que habías estado…
—Sí, buscándolo. Godfrey lo había alquilado y se retardaba en la llegada y…
—Pero…
—¿Qué ocurre, Shep?
—Hablé con él momentos antes de morir. Trató de darme un mensaje; pero no consiguió expresarlo. El mensaje era para Finn. Fue la primera vez que oí hablar de Finn.
—Todo ha ido equivocadamente — dijo la chica con desesperación —. Todo en absoluto. Contábamos con la máquina estelar…
La chica se detuvo en lo que estaba hablando y cruzó la habitación para reunirse junto a Blaine.
—Pero tú no sabes acerca de esa máquina, ¿verdad? ¿O lo sabías?
Blaine sacudió la cabeza.
—¿Como las que tiene el Anzuelo? ¿Las que nos ayudan a enviar la mente a las estrellas?
Ella aprobó con un gesto de cabeza.
—Sí, eso era lo que Riley guardaba encerrado en el camión Godfrey lo había arreglado todo para conseguirla y quería utilizarla con Pierre de cualquier forma. Por eso alquiló a Riley…
—¡Una máquina estelar de contrabando! — dijo Blaine un tanto asustado —. Tú sabes que todas las naciones, y por todo el mundo, tienen leyes que prohíben la posesión de talas máquinas. Solamente son legales si están en el Anzuelo.
—Godfrey sabía todo eso. Pero necesitaba una a toda costa. Trató de construirla; pero no pudo. No existen los fotocalcos necesarios.
—Puedes apostar por tu vida a que no los hay, desde luego.
—Shep, ¿qué es lo que va mal en ti?
—Pues no lo sé. No creo que haya nada de especial. Sólo que estoy un poco confuso, quizá. De pensar de que forma, a todo lo largo de este drama, he sido atrapado en todo esto.
—Tú siempre puedes huir. —Harriet, tú lo sabes mejor que yo. No hago otra cosa hasta ahora que correr y huir. No hay sitio para mí donde ir.
—Siempre podrías entrar en contacto con cualquier grupo financiero. Estarían encantados con tenerte. Te darían un magnífico empleo, y te pagarían cuanto quisieras por todo lo que sabes acerca del Anzuelo.
Blaine meneó la cabeza cavilosamente, pensando que allá, en la fiesta de Charline, estando con Dalton, aquel hombretón de largas piernas y cabellos revueltos como un nido de ratones y siempre mascando el habano, le había dicho: «Como capacidad consultiva, usted vale una fortuna».
—Bien, podrías hacerlo — añadió Harriet.
—No tendría estómago para hacerlo, Harriet. Además hice una promesa. Le dije a Godfrey que estaba con él. Y no me gusta el camino que han tomado las cosas. No me gusta la gente que a cada instante puede cogerme y colgarme, por el solo hecho de ser un paranormal-kinético. No me gustan las cosas que vi a lo largo de las carreteras y…
—Estás amargado, Shep. Y tienes razón para estarlo.
—¿Y tú?
—No estoy amargada. Sólo asustada. Asustada hasta el tuétano de los huesos.
—¡Asustada tú! ¡Una periodista combativa!
Y Blaine se volvió hacia ella, recordando algo, el lugar donde aquella mujer ciega vendía rosas. Aquella noche él había quitado la máscara que ocultaba a la verdadera Harriet Quimby y ésta era la segunda vez. Y su cara, le dijo la verdad… la dura periodista también, a veces, podía mostrarse y hallarse realmente asustada. Blaine la estrechó en sus brazos y ella se mostró dulce y acariciante, realmente femenina.
—Todo irá bien… Todo irá bien, cariño.
Y se imaginó ante la repentina ternura y protección que brindaba a aquella bella muchacha, qué parte realmente ajena a su mente era la de otro mundo en relación con lo que existía acerca de Harriet, a la que tenía entre sus brazos.
—Pero el camión se ha destrozado y el chófer muerto y la policía, o quizá el mismo Finn, tengan ahora la máquina estelar. Y ahora aquí está el desventurado Godfrey muerto y la policía viene a buscarnos…
—Bien, peguemos contra todos. Nada habrá que pueda detenernos… — dijo Blaine a Harriet.
Una sirena dejó oír su aullido lejano, un quejido que dispersaba el viento de la pradera.
Ella se apartó rápidamente de él.
—¡Shep, ya vienen!
—¡La puerta trasera! — repuso Blaine rápidamente — Corre hacia el río. Nos esconderemos entre los rompientes.
Blaine saltó hacia la puerta y soltó el cerrojo, arrancándolo de un tirón. Al abrir la puerta, el abanico de luz envolvió el gracioso rostro de Anita Andrews y tras ella, otras caras juveniles.
—Habéis llegado a tiempo.
—¿Es este cuerpo?
—¡Sí, pronto!
El grupo de jóvenes entró inmediatamente.
La sirena sonaba más y más cerca.
—Era un gran amigo nuestro — dijo Harriet con cierta vacilación — Esto parece un camino mortal…
—Señorita — dijo Anita —, tendremos cuidado de él. Le daremos todos los honores fúnebres que se merece.
La sirena aullaba tan cercana, que el ruido parecía llenar toda la habitación.
—¡Pronto! — ordenó Anita telepáticamente —¡Volad bajo! Procurad que no se aprecie nuestra silueta contra el cielo…
Y mientras se expresaba así la habitación quedó vacía y sin cuerpo alguno sobre el suelo.
Ella vaciló un momento, mirando a los dos.
—Algún día me dirás lo ocurrido.
—Te lo prometo. Y gracias, Anita.
—En cualquier ocasión — dijo Anita —. Nosotros los parakinos tenemos que luchar siempre juntos. Tenemos que hacerlo o nos aplastarán si no lo hacemos.
Ella se aproximó mentalmente a Blaine y él sintió el contacto de Anita mente contra mente, y se produjo un repentino efecto sensible de luciérnagas que brillaban entre la bruma de un atardecer y el olor de lilas embalsamando el ambiente en la dulzura calmosa de la orilla de un río. Después se marchó y la puerta se cerró. Alguien golpeó fuertemente en la puerta frontal del apartamento —Siéntate — dijo Blaine a Harriet telepáticamente —.Actúa con naturalidad tanto como te sea posible. Afecta un aire indiferente y relájate. Estamos aquí, sencillamente hablando y pasando el tiempo tranquilamente. Godfrey había estado con nosotros; pero se fue al pueblo después. Alguien vino y se lo llevó en su coche. No sabíamos quién era. Debería estar de vuelta dentro de una o dos horas.
—De acuerdo. Adelante — repuso Harriet.
La chica se sentó en una silla y puso las manos sobre la falda indolentemente.
Blaine se dirigió hacia la puerta para dejar paso a la Ley.