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Enrique Gómez paseaba por el parque de María Luisa buscando la sombra de los árboles centenarios. Tenía en el estómago un nudo del que no había logrado librarse desde que recibió las fotos de la ejecución de aquellos dos desgraciados.

Frankie había insistido en que debían verse y George había terminado aceptando a regañadientes. Desde que se separaron cincuenta años atrás, las ocasiones en que se habían encontrado habían sido escasas. Quizá ésta fuera la última, habida cuenta de su edad. Lo más sorprendente es que George había terminado aceptando que la cita fuera en Sevilla. Él se había opuesto con toda la energía de que era capaz, pero Frankie había convencido a George de que en Sevilla pasarían más inadvertidos.

George llevaba un par de días en Marbella jugando al golf. Frankie estaba en Barcelona. Una hora más y los tres amigos se encontrarían en la penumbra del bar del hotel Alfonso XIII.

Emma, la esposa de Frankie, se había empeñado en alojarse en el hotel más emblemático de Sevilla, el hotel en el que se alojaba todo aquel que era alguien en el Gotta o en las páginas de papel cuché de las revistas de moda.

Rocío estaba inquieta. Llevaba varios días atosigando a Enrique con preguntas sin respuesta. Afortunadamente esa tarde se había ido a casa de su hermana para asistir a la prueba del traje de novia de su sobrina. Enrique no le había dicho que al caer la tarde tenía una cita en el Alfonso XIII.

George llegaría en coche y luego regresaría a Marbella, Frankie se quedaría un par de días como cualquier turista millonario de paso por Sevilla. Sólo se verían el tiempo necesario. Una hora, dos, tres lo más.

Había salido de casa pronto porque necesitaba respirar. Sentía aquel maldito nudo en el estómago.

Enrique había almorzado con Rocío y con su hijo José; sus, nietos Borja y Estrella estaban en Marbella apurando los últimos días del verano, que en Andalucía se arrastran hasta septiembre. Su hijo José le dijo que le notaba preocupado, lo qué vino a confirmar los peores temores de Rocío.

Cuando le dejaron solo a la hora de la siesta intentó dormir pero no lo consiguió, así que se levantó y, en cuanto escuchó a Rocío salir de casa, él también lo hizo. Dejó atrás las estrechas callejuelas y las recoletas plazas del barrio de Santa Cruz para caminar sin rumbo por el parque, esperando la hora de ir a la cita con sus amigos de antaño.


George estaba sentado en una mesa en un rincón apartado del bar. Enrique se dirigió hacia él. A los dos les brillaban los ojos. Era la emoción del reencuentro. Pero no se abrazaron, sólo se estrecharon la mano. Sabían que no debían llamar la atención.

– Te veo bien -le dijo George.

– Yo a ti también.

– Ya somos viejos; tú menos que yo.

– Un año, sólo un año.

– ¿Y Frankie?

– Supongo que aparecerá en cualquier momento; se supone que está alojado aquí.

– Sí, eso me dijo, que Emma se había empeñado.

– Está bien. De todas formas teníamos que vernos en algún lado. ¿Qué has pensado?

– Alfred está enfermo, sabe que se muere, que es cuestión de meses, y ya no le importa nada, sólo su nieta. De manera que está actuando como un loco, sin considerar las consecuencias.

– Pienso lo mismo. ¿Qué crees que quiere?

– Que su nieta encuentre la Biblia de Barro. Si es así, será de ella y de nadie más.

– ¿Y el tal Picot qué pretende contratar?

– No se puede abordar una excavación de esas características sin profesionales, sin arqueólogos de verdad. Alfred puede contratar cuantos obreros necesiten, pero necesita arqueólogos y en Irak no los tiene.

Frank Dos Santos entró en el bar buscándolos con la mirada. Fue hacia ellos sin un gesto de más. Ni siquiera les dio la mano, se sentó e hizo una seña al camarero que ya acudía a preguntar qué iba a tomar.

– Me alegro de veros. Bueno, creo que no estamos tan cambiados, sólo tenemos sesenta años más -rió entre dientes Dos Santos.

– Bien, podemos consolarnos diciéndonos que nos encontramos igual de bien que hace más de sesenta años, pero tenemos la edad que tenemos, estamos en la recta final -le interrumpió George Wagner-. ¿Qué te parece lo que está haciendo Alfred?

– ¡Ah, Alfred! Está haciendo lo que haría un hombre desesperado. Tus amigos del Pentágono van a freír a Sadam. Dentro de unos meses no sabemos si existirá Irak, así que no tiene opción: o encuentra ahora la Biblia de Barro o nunca será suya -respondió Frank Dos Santos.

– Podríamos haberla buscado después de la guerra -musitó George.

– Las guerras se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban.

La afirmación de Enrique Gómez fue tajante y sus dos amigos asintieron.

– ¿Cuándo van a bombardear? -preguntó el sevillano.

– En marzo a más tardar -respondió George.

– Estamos en septiembre -terció Frank-, de manera que quedan como mucho seis meses, seis meses para encontrar la Biblia de Barro.

– Si hace dos meses los americanos no bombardean entre Tell Mughayir y Basora, no se habría encontrado el edificio; el destino ha querido que fuera ahora -dijo con convencimiento Gómez-. Bien, ¿qué hacemos?

– Si logra encontrar las tablillas intactas, o al menos que se puedan reconstruir, pasaría a los anales de los descubrimientos arqueológicos. No hace falta decir cuál sería el valor de las tablillas en el mercado. Eso sin contar con la presión que sin duda hará el Vaticano para hacerse con ellas, teniendo en cuenta que son la prueba de la inspiración divina del patriarca Abraham. El Génesis contado por Abraham es un descubrimiento extraordinario. El idota de Bush sería capaz de regalárselas al Vaticano en un gesto de buena voluntad, puesto qué el Papa está contra la guerra.

La reflexión de George dejó pensativos a sus dos amigos.

– Si Alfred las encuentra -terció Frank-, no será para dejárselas a Bush, de manera que…

– De manera que hará lo imposible para aprovechar el poco tiempo de que dispone -afirmó George-. Pero ¿por qué sé ha puesto al descubierto a través de su nieta?

La respuesta la volvió a dar Enrique Gómez.

– Para que nadie le arrebate las tablillas. Ahora todos los arqueólogos del mundo saben que en Irak un grupo local encabezado por Ahmed Huseini y su extravagante esposa han encontrado los restos de un templo o palacio y que allí puede haber unas tablillas dictadas por el mismísimo Abraham. Pase lo que pase, ya nadie se podrá apuntar el tanto. De ahí el numerito de Roma.

– Se arriesga mucho -observó Frank.

– Sí, pero se está muriendo, así que no le quedan muchas alternativas -insistió Gómez-. Bien, George, ¿tu gente sabe quién contrató a los italianos?

El aludido negó con la cabeza.

– No, no hemos podido averiguarlo. Sabemos que eran hombres de una compañía que se llama Investigaciones y Seguros. Alguien contrató los servicios de esa compañía para seguir a Clara Tannenberg. Pero mis hombres no han encontrado nada en los archivos de Investigaciones y Seguros, ni un papel, ni una referencia. Nada. El contrato se haría a través del presidente, o de algún directivo, alguien que no tuviera que dar explicaciones, sólo órdenes. Pero por ahora no podemos meter más las narices. El dueño de Investigaciones y Seguros es un antiguo policía antimafia, condecorado en varias ocasiones y con amigos en toda la escala policial. De manera que si cometemos un error, lo único que conseguiríamos es tener a la policía italiana detrás.

– Pero necesitamos saber quién contrató a esos hombres y por qué. Tenemos un flanco al descubierto -insistió Frank.

– Sí, lo tenemos; por eso os he dicho que debemos reforzar las medidas de seguridad y no cometer errores. Hay una filtración en alguna parte, o bien Alfred ha engañado más de la cuenta a alguno de sus socios locales y éstos quieren darle una lección -explicó George.

– Hay un agujero negro que no somos capaces de ver.

Enrique Gómez no podía disimular su angustia, angustia que se traducía en un permanente nudo en la boca del estómago.

– Tienes razón -asintió George-. Hay un agujero negro y debemos encontrarlo. Por primera vez ha pasado algo que no controlamos. Lo de Alfred es otra cosa; a él podemos controlarlo y lo haremos. Por cierto, ¿creéis que podemos contar con el marido de la nieta, con Ahmed Huseini? Ese hombre me parece una pieza clave. Nuestra gente de allí ha informado de que, Huseini está harto de Alfred y de su esposa, que ha perdido el respeto a nuestro viejo amigo y hace unos días se los escuchó gritar. El marido de Clara es un hombre valioso e inteligente.

– Me temo que está despertando su conciencia -apostilló Frank-. Al menos eso se deduce del informe que todos hemos leído sobre los últimos días en la Casa Amarilla. No hay, nada más peligroso que alguien que decide ser decente en el último minuto. Hará cualquier cosa por intentar enmendar su pasado.

– Entonces no contaremos con él; simplemente le utilizaremos -afirmó sin reservas George-. Bueno, ahora quiero que escuchéis lo que he pensado que debemos hacer. Amigos míos, ésta será sin duda la última vez que nos veamos y tenemos que estar de acuerdo en todos los pasos que vayamos a dar. Nos jugamos mucho.

– Nos jugamos poder morir tranquilamente cada cual en su casa el día que nos toque -respondió Frank.

Enrique Gómez sintió otra punzada de dolor en el estómago.

Los tres hombres continuaron hablando. George entregó a cada uno una carpeta repleta de papeles.

Eran más de las diez y media de la noche cuando dieron la conversación por concluida. Habían bebido varios whiskies, acompañándolos de tacos de queso y jamón. Enrique había respondido a dos llamadas impacientes de Rocío, que le preguntaba dónde estaba y si iría a cenar. Frank avisó a Emma de que se adelantara y fuera al tablao donde tenían mesa reservada junto a otros turistas que viajaban en el mismo grupo que ellos en una gira por España.

«Yo no tengo que dar explicaciones a nadie», pensó George. Se sintió satisfecho de haber podido mantenerse por sí mismo, sin necesidad de nadie. Las canas le aseguraban la respetabilidad que todo el mundo esperaba en un hombre de su fortuna y posición. Le había costado mucho defender su soledad, sobre todo los avisos de sus amigos, que le instaban a refugiarse en una pareja. Se había mantenido firme y había ganado la partida. Vivía con una corte de criados que le cuidaban en silencio sin alterar jamás sus rutinas. No necesitaba más.

Fue el primero en salir y dirigirse al coche que había alquilado en Marbella. Dada su avanzada edad le habían puesto alguna pega cuando entregó el carnet de conducir. Pero no hay nada que el dinero no arregle y menos en una ciudad como Marbella. De manera que pudo alquilar un cómodo Mercedes Benz último modelo. La tecnología alemana seguía siendo la mejor.

Frank pidió un taxi en la recepción mientras Enrique Gómez salía al calor de la noche, decidido a ir caminando hasta su casa, en el barrio de Santa Cruz.

El nudo en el estómago le apretaba tanto que a veces sentía que no podía respirar. Ni siquiera el encuentro con sus viejos amigos le había calmado. Al contrario, se había vuelto a dar de bruces con su pasado. Ellos eran el espejo de la realidad, de una realidad de la que su hijo José y sus alocados nietos no sabían nada, pero sí Rocío. Por eso sabía que nunca podría engañar a su mujer. Ella le conocía, sabía mejor que nadie quién era.

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