Tom Martin abrió el sobre que le acababa de pasar su secretaria. Lo estaba esperando. El director de Photomundi le había llamado para avisarle de que tenía un fax de Doyle.
Leyó la breve línea y rompió el papel. Llamaría de inmediato al misterioso señor Burton. El hombre estaba enfadado. Así se lo había dicho por teléfono hacía un par de días. Había pagado mucho dinero por adelantado, le recordó, y quería resultados. Si el hombre enviado a Irak ya había localizado a Tannenberg y a su nieta, si había logrado infiltrarse entre ellos, ¿por qué no cumplía el contrato?
El presidente de Global Group le explicó que no era fácil la misión en Irak, que si su hombre aún no había cumplido el contrato sería porque realmente era imposible hacerlo y esperaba el momento adecuado; le pidió paciencia, pero el señor Burton le aseguró que la paciencia se le había acabado.
Buscó el último número que le había facilitado el señor Burton y lo marcó. Era un número de móvil británico, pero en realidad no tenía ni idea de dónde estaba el señor Burton.
– Hable.
– ¿Señor Burton?
– Sí, dígame, señor Martin.
– ¡Ah, sabía que era yo!
– Dígame.
– Me aseguran que esta semana estará hecho el encargo.
– ¿Me lo garantiza?
– Le transmito lo que me ha dicho mi hombre.
– ¿Cuándo sabremos si en realidad ha cumplido el encargo?
– Ya le he dicho que esta semana espero darle buenas noticias.
– Quiero pruebas, las noticias no son suficientes.
– Eso, señor Burton, a lo mejor es más difícil, al menos en un primer momento.
– Está estipulado en nuestro contrato.
– Yo cumplo mis contratos, señor Burton.
– Es su obligación, señor Martin.
– Bien, le volveré a llamar.
– Espero sus noticias.
Hans Hausser colgó el teléfono y volvió a mirar el libro que había estado leyendo hasta el momento en que le interrumpió la llamada del presidente de Global Group.
Era tarde, pasadas las siete, pero no podía dejar de llamar a Carlo, a Mercedes y a Bruno. Aguardaban impacientes saber qué estaba pasando en aquel pueblo perdido de Irak donde el monstruo parecía haber anidado junto a su nieta.
Se levantó, cogió la gabardina y se dispuso a salir procurando no hacer ruido para no alertar a su hija Berta, que en ese momento estaba dando de cenar a sus hijos. Pero Berta tenía el oído fino y salió al vestíbulo.
– Papá, ¿dónde vas?
– Necesito estirar las piernas.
– Pero si es muy tarde y está lloviendo.
– ¡Berta, por favor, deja de tratarme como a uno de tus hijos! Llevo todo el día en casa, y tengo ganas de caminar. Voy a dar un paseo y regreso enseguida.
Cerró la puerta sin dar tiempo a que su hija replicara. Sabía que la hacía sufrir, pero no podía evitarlo, no sería leal hacia sus amigos si no les informaba de inmediato.
El profesor Hausser caminó un buen rato alejándose de su casa. Luego subió a un autobús, se bajó cuatro paradas después y buscó una cabina de teléfono.
Carlo Cipriani estaba en la clínica, en el quirófano, asistiendo a la operación de un amigo al que su hijo Antonino le estaba extirpando el riñón. Maria, su secretaria, le aseguró que el doctor Cipriani le llamaría en cuanto regresara al despacho.
El siguiente número que marcó fue el de un móvil del que Bruno Müller no se separaba en los últimos días.
– Bruno…
– Hans…, ¿cómo estás?
– Bien, amigo, bien. Tengo noticias: me aseguran que el encargo se hará esta semana.
– ¿Estás seguro?
– Es lo que me han dicho, y espero que cumplan con su palabra.
– Hemos esperado tantos años que supongo que podemos esperar una semana más…
– Sí, aunque te confieso que siento más impaciencia que nunca. Ojalá terminemos con esto y podamos regresar a la vida normal.
Bruno Müller se quedó unos segundos en silencio. Sentía en el pecho la misma opresión que sabía sentía su amigo. Compartían el mismo deseo violento de saber que Tannenberg era hombre muerto. Ese día, como decía Hans, vivirían, vivirían de una manera distinta a como habían vivido hasta el momento.
– ¿Ya has hablado con Carlo y Mercedes?
– Carlo estaba con su hijo Antonino en el quirófano. A Mercedes le llamo ahora. Siempre temo su impaciencia.
– Cuando hables con Carlo no le preguntes por el pequeño. Sigue sin tener noticias suyas, está destrozado.
– ¿Aún no sabe dónde se ha metido su hijo?
– No, el otro día hablé con él. Me dijo que no les ha escrito ni llamado, y que en su casa sólo le dicen que saben que está bien, pero no le informan de dónde está, salvo que está pasando por una profunda crisis personal. Carlo se siente culpable, no me ha dicho por qué, pero asegura que él es el único responsable.
– Y su amigo el presidente de Investigaciones y Seguros, ¿no puede hacer nada para ayudarle?
– Me temo que el chico ha dejado dicho que si su padre le busca romperá con él para siempre.
– Los hijos son una fuente de alegría, pero también de amargura.
– Sí, lo son, pero no seríamos nada sin ellos.
– Lo sé, amigo mío, lo sé. Bien, llamaré a Mercedes, y en cuanto vuelva a saber algo te lo diré de inmediato.
Mercedes Barreda estaba terminando de maquillarse. Esa noche iba a ir al Liceo. Estaba invitada al palco del consejero delegado de uno de los bancos con los que su constructora mantenía abierta una línea de crédito, y no había podido librarse de la invitación.
No le gustaba especialmente la ópera, aunque le apasionaba la música clásica. Sobre todo, rechazaba el espectáculo social, el acudir a un lugar para ser vistos y ver, al margen del interés por el hecho artístico.
La irritaba sobremanera participar de ese espectáculo social, y por eso estaba de pésimo humor.
Escuchó el sonido del móvil y estuvo tentada de no responder. Súbitamente dio un respingo, consciente de que no era el suyo personal el que sonaba, sino el que había comprado días atrás a la espera de la llamada de Hans y cuyo número le había transmitido a través de internet.
– Sí -respondió con un deje de angustia en la voz.
– Pensé que no estabas.
– He confundido el sonido de este móvil con el otro y me he despistado. Dime, ¿cómo van las cosas?
– Bien, parece que se hará esta semana.
– ¿Qué garantías tenemos?
– Es lo que me han asegurado, de manera que sólo nos queda esperar.
– Estoy harta de esperar.
– Vamos, sólo es una semana, no vamos a ponernos nerviosos en el último momento.
– Tienes razón. ¿Cuándo me llamarás?
– En cuanto me avisen.
– Hazlo, por favor.
– Sabes que lo haré, serás la primera a la que llame.
– Gracias.
– Cuídate.
– Tú también.
Hans Hausser salió de la cabina y caminó bajo la lluvia, hasta que, empapado, decidió parar un taxi para regresar a su casa. Estaba helado y empezaba a toser. Su hija Berta le reñiría por haberse constipado.
Robert Brown abrió la puerta de su casa. Paul Dukais había tocado el timbre varias veces, impaciente, y la impaciencia no era algo característico de la personalidad del presidente de Planet Security.
– ¿Estamos todos? -preguntó Dukais a Brown.
– Sí. Ralph Barry acaba de llegar, y he llamado al Mentor. Iré a verle en cuanto me digas eso tan urgente.
Dukais entró en el salón de Brown y admiró la sencilla elegancia de aquella estancia, que denotaba el buen gusto del presidente de Mundo Antiguo. Ralph Barry estaba sentado con un vaso de whisky. Bien, era mejor que también estuviera Barry, puesto que era parte del negocio como director de la fundación.
Ramón González, el criado de Brown, le preguntó solícito qué deseaba beber.
– Un whisky doble con hielo y sin agua.
Cuando tuvo el vaso en la mano y Ramón hubo salido del salón miró a los dos hombres imaginando el susto que se llevarían cuando les informara sobre el asesinato de Yasir.
– Alfred Tannenberg ha mandado asesinar a Yasir. Pero no se ha conformado con quitarle la vida. Ordenó que le cortaran las manos y los pies y le sacaran los ojos, y todo eso lo metió en una caja, la precintó y nos la ha enviado de regalo. Me acaba de llegar, por eso os he llamado. Tengo también una carta del propio Tannenberg para tu Mentor y sus socios. Y he logrado hablar con uno de mis hombres en El Cairo, que a su vez ha podido hablar con Ahmed, aunque me ha dicho que éste parece haber enloquecido, impresionado por el asesinato de Yasir.
Paul Dukais no les ahorró la visión de los restos de Yasir y abrió una caja de metal de la que a su vez sacó otra caja, que destapó dejando al descubierto un amasijo de carne y huesos mezclado con sangre seca y unos ojos a punto de descomponerse.
El presidente de Mundo Antiguo se puso en pie pálido, demudado, con la boca abierta y los ojos desorbitados por el horror.
Ralph Barry se había quedado igualmente en estado de shock. Ninguno de los dos parecía capaz de decir una palabra. De repente Barry salió corriendo conteniendo un ataque de náuseas.
– ¡Guarda eso! -gritó histérico Robert Brown.
Paul Dukais tapó la caja y la introdujo de nuevo en la de metal. Cerró esta última con una llave, que guardó en el bolsillo, y clavó la mirada en Robert Brown al que, pensó, se le había puesto cara de loco ante la visión de los restos de Yasir.
– ¡Dios mío, qué horror! ¡Tannenberg es un demonio!
Dukais no respondió. Pensó que Robert Brown no era mejor que él mismo ni que Tannenberg: también participaba del negocio del robo y del asesinato, sólo que desde lejos, evitando que le salpicara el barro. Lo que le diferenciaba de los hombres a los que empleaba como sicarios es que éstos se jugaban la vida en el intento; entretanto él se tomaba un whisky mientras esperaba el resultado del encargo.
Ralph Barry regresó con el rostro descompuesto después del esfuerzo del vómito.
– ¡Eres un hijo de puta! -reprochó a Dukais.
– A mí tampoco me ha gustado ver esto -dijo Dukais, señalando la caja que había depositado en una mesita cercana al sofá-, pero es lo que hay, y no me lo iba a tragar yo solo. Vosotros sois parte del negocio, así que no tengo por qué ahorraros ningún detalle.
Paul Dukais se levantó y se sirvió generosamente de la botella de whisky.
– Beber whisky quita el mal sabor de boca.
Ni Brown ni Barry se movieron de donde estaban, aún conmocionados por la visión de los restos de Yasir. Por fin, Robert Brown salió de su ensimismamiento y preguntó por la información recibida.
– ¿Qué ha dicho Ahmed?
– Ahmed y mis hombres en Safran parecían coincidir en que Alfred estaba muriéndose. No le daban ni una semana de vida, pero se equivocaron. Su manera de decirnos que está vivo ha sido matar a Yasir, quiere que sepamos que aquél continúa siendo su territorio y que no podemos movernos sin su permiso.
– Pero ¿qué ha dicho Ahmed? -insistió Robert Brown.
– Mi hombre de El Cairo dice que lo único que quiere Ahmed es salir corriendo. De todas formas cumplirá su parte. Mi hombre le dejó claro que de este negocio nadie sale cuando quiere. No tenemos que hacer ningún cambio, sólo esperar. Faltan muy pocos días para que comience la maldita guerra.
– ¿Y Clara Tannenberg? -preguntó Ralph Barry.
– Al parecer Ahmed cree que se ha vuelto un demonio, como su abuelo.
– ¿Han encontrado las tablillas?
– No, Ralph, no las han encontrado, pero por lo que parece Clara está dispuesta a mover unas cuantas toneladas más de tierra. ¡Ah! Ahmed ha avisado de que Picot ha convencido a Clara y ella a su abuelo para sacar de Irak todas las piezas que han encontrado en la excavación. Planean organizar una gran exposición en varias capitales europeas, e incluso piensan traerla aquí, así que seguro que tarde o temprano te llamarán. Tú eres amigo de ese Picot, ¿no?
Ralph Barry bebió un trago largo de whisky y suspiró antes de responder a Dukais.
– Somos conocidos. En el mundo académico nos conocemos todos los que hemos llegado a algo.
– De manera que las piezas de Safran no llegarán junto con el resto -murmuró Robert Brown.
– No, ésa es una de las sorpresitas de Clara y su abuelo. Parece que Alfred no se opone a su venta, está dispuesto a que las piezas desaparezcan, pero sólo después de que su nieta se haya paseado por medio mundo con ellas. Creo que Alfred considera que debemos ser pacientes porque sólo es cuestión de tiempo.
– ¡Está loco! -afirmó con desprecio Robert Brown.
– Yo diría que sigue estando cuerdo -sentenció Paul Dukais.
El presidente de Planet Security abrió su portafolios y sacó tres dossieres, que entregó a Robert Brown.
– Aquí tienes un informe detallado de todo, con un relato pormenorizado de cuanto ha sucedido en los últimos días en Safran, incluida la muerte de una joven enfermera y dos guardias.
– Pero ¿cómo no nos lo has dicho? ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó un cada vez más alterado Ralph Barry.
– Os lo estoy diciendo. Lo leeréis en el informe. Me habíais pedido conocer el verdadero estado de salud de Tannenberg, pero éste es prácticamente invisible, sobre todo desde su llegada a Safran, por lo que uno de mis hombres logró meterse en su habitación; al parecer tuvo dificultades y se vio obligado a liquidar a la enfermera y a los guardias. También dejó malherida a la vieja criada de Tannenberg. Vio a Alfred enchufado a unos cuantos aparatos y en las últimas, pero por lo que parece ha revivido. Ahí está todo. Ahora os dejo; ya me diréis si tenemos que hacer algún cambio.
– No, no haremos cambios, no nos saldremos del plan previsto -aseguró Robert Brown.
Paul Dukais se levantó y salió sin despedirse. Estaba igual de conmocionado que Brown y Barry, pero no podía permitirse manifestarlo. Él dirigía una organización de hombres dispuestos a matar por las causas más repugnantes y de las maneras más brutales, así que no era cosa de mostrarse impresionado por un par de pies, un par de manos y un par de ojos metidos en una caja.
Lo único que le tranquilizaba era que Mike Fernández, el ex coronel de los boinas verdes, le había asegurado que el plan estaba meticulosamente preparado y no tenía por qué irse al garete. Confiaba en Mike más que en ningún otro de sus soldados y si él le decía que el plan seguía adelante es que podía seguir adelante.
Robert Brown y Ralph Barry se quedaron un rato en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Los dos exquisitos hombres del mundo del arte estaban conmocionados. Lo peor de todo, pensaba Robert Brown, sería la reacción de su Mentor. George Wagner ardería en cólera, aunque sin decir una palabra más alta que otra. Le temía sobre todo por su frialdad; la dureza de su mirada dejaba bien a las claras de lo que era capaz. En realidad era como Alfred, sólo que se movía por los enmoquetados despachos de Washington, mientras que Tannenberg lo hacía por los callejones oscuros de cualquier ciudad de Oriente.
– Voy a llamar por teléfono, espérame un minuto -le pidió a Ralph Barry.
Éste asintió. Sabía que su jefe iba a afrontar una conversación difícil. George Wagner no era un hombre que aceptara desafíos, ni siquiera de su viejo amigo Tannenberg.
Los hombres estaban exhaustos. Clara apenas les permitía descansar. En la última semana habían movido toneladas de arena desescombrando el templo.
Yves Picot la dejaba hacer, apenas participaba de la actividad frenética que Clara había impuesto a los obreros.
El equipo de arqueólogos la ayudaba al tiempo que iban embalando el material para tenerlo listo en cuanto Ahmed Huseini les avisara de que podían marcharse. Aun así no eran capaces de negarse a algunos de los requerimientos de Clara, que continuamente era vigilada por Ayed Sahadi.
Alfred Tannenberg había advertido al militar que ejercía como capataz que si volvía a producirse algún suceso en el campamento sería él quien lo pagaría con su vida.
Tampoco Gian Maria se despegaba de Clara; parecía sobresaltarse cada vez que no la tenía ante su vista.
Fabián y Marta procuraban prestar todo su apoyo, asombrados por la voluntad desplegada por Clara, que apenas dormía ni perdía el tiempo en comer.
Sólo dejaba la excavación para ir a ver a su abuelo y a Fátima, con los que apenas pasaba unos minutos porque inmediatamente regresaba al trabajo.
Clara se reprochaba no estar con su abuelo en los que sabía eran los últimos días de su vida. Alfred Tannenberg estaba consumido y sólo su enorme voluntad parecía mantenerle vivo.
Fátima ya se levantaba y, aunque apenas podía hacer nada, había suplicado al doctor Najeb que le permitiera estar en la casa cerca de su señor.
– Señora Huseini.
Clara no hizo caso a quien la llamaba así y continuó despejando con una espátula y un pincel restos de lo que parecía ser un capitel. Había decidido no responder cuando alguien la llamaba por el apellido de su marido; no lo había dicho, pero esperaba que todos se dieran cuenta y dejaran de hacerlo. Pero la voz insistía.
– Señora Huseini…
Se volvió irritada. Un niño de apenas diez años la miraba expectante temiendo su cólera. Le habían dicho que la señora tenía mal carácter y gritaba. Se relajó cuando la vio sonreír.
– ¿Qué quieres?
– Me mandan avisarle que vaya a la casa; el doctor Najeb quiere verla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó preocupada.
– No lo sé, sólo me han dicho que viniera a buscarla.
Clara se levantó de un salto y siguió al pequeño, que corría de nuevo hacia el campamento. Temía lo peor. Si el doctor Najeb la mandaba llamar es que su abuelo había empeorado.
Entró en la casa y el silencio le anunció que algo malo pasaba. El cuarto de su abuelo estaba vacío y no pudo evitar ponerse a llorar al no verle. Salió de la casa gritando.
El pequeño se acercó a ella y le señaló el hospital de campaña. Ahí la esperaban, le dijo.
El doctor Najeb y Aliya intentaban reanimar a Alfred Tannenberg. Le habían trasladado al hospital después de que el anciano sufriera un infarto cerebral.
Inconsciente y con la mitad del cuerpo paralizado, Tannenberg luchaba por su vida desde las profundidades de la inconsciencia desde donde la señora de la guadaña le invitaba a seguirla.
Se quedó quieta, observando lo que hacían el médico y la enfermera. Ninguno de los dos se acercó a hablarle, y sólo el doctor Najeb la miró y le hizo un gesto de desesperanza.
No supo cuánto tiempo había pasado hasta que el doctor Najeb se dirigió a ella, y agarrándola del brazo la sacó del hospital.
– No sé cuánto aguantará, puede que unas horas, un día… pero dudo que pueda recuperarse.
Clara rompió a llorar. Estaba agotada por su batalla contra el tiempo, pero sobre todo porque no se sentía capaz de seguir adelante sin la presencia de su abuelo. Necesitaba saberle vivo para poder vivir ella.
– ¿Está seguro? -balbució.
– No sé cómo ha aguantado tanto. Le ha dado un infarto cerebral. No creo que recupere la conciencia, pero si lo hace, lo más seguro es que no pueda hablar, a lo mejor ni siquiera la reconoce; tampoco se podrá mover. Su estado es crítico. Lo siento.
– ¿Y si le sacamos de aquí? -preguntó buscando un destello de esperanza.
– Se lo pedí reiteradamente, pero ni usted ni su abuelo quisieron hacerme caso. Ahora es demasiado tarde. Si le trasladamos no creo que sobreviva al viaje.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Hacer? Nada, todo lo que podía hacerse ya lo he hecho. Ahora sólo queda esperar a ver qué pasa. Aliya y yo no nos moveremos de su lado, y yo que usted me quedaría cerca; ya le he dicho que puede morirse de un momento a otro.
Ayed Sahadi aguardaba expectante a pocos pasos de Clara y el doctor Najeb, intentando no perder ni una palabra de la conversación. Gian Maria estaba junto al capataz dispuesto a prestar ayuda a Clara en lo que fuera necesario.
Ella se irguió y contuvo las lágrimas. Se las secó con la mano, dejando un surco de arenilla por la cara. No podía aparentar debilidad en un momento como ése. Su abuelo se lo había advertido: allí los hombres sólo se movían al son del tambor y el látigo.
– Ayed, redobla la guardia alrededor del hospital. Mi abuelo ha sufrido una crisis, pero la superará, nuestro buen doctor está haciendo lo necesario -dijo mirando fijamente a Salam Najeb, que no se atrevió a contradecirla.
– Sí, señora -acertó a responder el capataz.
– Bien, haz lo que te he dicho y que nadie deje de trabajar. No hay motivo para hacerlo. Yo me quedaré aquí un rato.
– Yo me quedaré también -afirmó Ayed Sahadi.
– Tú harás lo que te acabo de decir. Ve a la excavación y ocúpate de que los hombres trabajen.
– El señor Tannenberg me prohibió que me separara de usted.
Clara se plantó delante de Ayed y el hombre temió que le golpeara, dada la ira que reflejaba su mirada.
Luego, en voz muy baja, volvió a repetir la orden:
– Ayed, cuando estés seguro de que todo marcha como quiero, vuelves. ¿Lo has entendido?
– Sí, señora.
– Mejor así.
Clara se dio media vuelta y entró en el hospital seguida de Gian Maria, que le puso la mano en un hombro pidiéndole que le escuchara.
– Clara, desconozco si tu abuelo era un cristiano practicante, pero si tú quieres… si tú quieres… yo soy sacerdote, puedo darle la extremaunción para ayudarle en su camino hasta encontrarse con el Señor.
– ¿La extremaunción?
– Sí, el último sacramento. Ayúdale a morir como un cristiano, aunque su vida no haya sido cristiana. Dios es misericordioso.
– No sé si mi abuelo consentiría en recibir la extremaunción de estar… de estar consciente…
– Sólo pretendo ayudarle, ayudarte a ti. Es mi obligación, soy sacerdote, no puedo ver morir a un hombre que nació en la religión de Cristo sin ofrecerle el último consuelo de la Iglesia.
– Mi abuelo no creía en nada. Yo tampoco. Dios nunca ha formado parte de nuestras vidas, simplemente no estaba, no teníamos necesidad de ningún dios.
– No le dejes morir sin la extremaunción -insistió Gian Maria.
– No, no puedo dejarte que le des la extremaunción, él nunca me dijo que llamara a un sacerdote cuando estuviera muriéndose. Si te dejo hacer un rito con él sería… sería como un sacrilegio.
– ¡Pero qué dices! ¡No sabes lo que dices! -protestó el sacerdote.
– Lo siento, Gian Maria. Mi abuelo morirá como ha vivido. Si tu Dios existe y es misericordioso como dices, tanto le dará que le des a mi abuelo la extremaunción o no.
– ¡Clara, por favor! Déjame ayudarte, déjame ayudarle. Lo necesitáis ambos aunque no lo sepáis.
– No, Gian Maria, no; lo siento.
Le dio la espalda y entró en el hospital. No estaba dispuesta a someter a su abuelo a ninguna ceremonia sin su permiso. En realidad, no sabía en qué consistía la extremaunción. Ella no era católica, ni cristiana; tampoco era musulmana. Dios no había ocupado ningún lugar, ni en la Casa Amarilla ni en su hogar de El Cairo. Su abuelo y su padre jamás le habían hablado nunca de Dios. Para ellos la religión era un asunto de fanáticos e ignorantes.
Gian Maria se quedó quieto sin saber qué hacer. Clara se había mostrado irreductible, y él no podía imponerle nada.
Decidió quedarse cerca del hospital y pediría a Dios que iluminara a Clara para permitirle dar la extremaunción a su abuelo.
Picot, Fabián y Marta se acercaron al hospital para ofrecer a Clara cualquier ayuda que pudiera necesitar. Lo mismo hicieron el resto del equipo de arqueólogos.
Marta dio un paso más y se ofreció a volver a la excavación hasta que Clara pudiera reincorporarse.
– Te lo agradezco, Marta; si tú estás allí estaré más tranquila. Esa gente es incapaz de hacer nada sin dirección.
– No te preocupes, te relevaré hasta que puedas volver.
Aquélla fue la noche más larga de la vida de Clara. Veía morirse a su abuelo y se sentía impotente para evitarlo.
Salam Najeb le dijo que no creía que el enfermo llegara a la mañana. Se equivocó. Apenas había amanecido cuando Alfred Tannenberg abrió los ojos. Daba la impresión de venir de muy lejos y su mirada perdida indicaba angustia y dolor.
El anciano parecía reconocer a Clara, pero no era capaz de decir ni una sola palabra. Tenía la mitad del cuerpo paralizado y una extrema debilidad.
Clara seguía en silencio cada movimiento del doctor Najeb, aguardando a que el médico le dijera qué podían esperar, pero no fue hasta bien entrada la mañana cuando el médico le hizo una seña para que saliera con él del hospital.
– Su abuelo está estabilizado, váyase a descansar.
– ¿Quiere decir que no morirá?
– No lo sé, no sé si dentro de una hora sufrirá otro infarto y volverá al coma, no sé si va a aguantar así un día, dos o tres semanas más. En realidad, no me explico siquiera cómo ha logrado superar la situación crítica en que estaba.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Qué va a hacer usted?
– Por lo pronto, darme una ducha y descansar un poco, y usted debería hacer lo mismo precisamente porque no sé qué puede pasar. Descanse; está usted agotada y así no le será de ninguna ayuda ni a su abuelo ni a usted misma.
– Pero ¿y si le pasa algo?
– Aliya está a su lado. Ella está despejada porque ha podido echar una cabezada, ahora mismo no nos necesita. Y Fátima la acompaña. No es que esté recuperada, pero en caso de necesidad puede avisarnos de inmediato.
Decidió seguir la recomendación del médico. Estaba agotada y llevaba casi un día sin comer, aunque no tenía hambre. En cuanto se echó en la cama se quedó profundamente dormida.
El hombre llamó a Marta. El golpe del pico había abierto un boquete por el que se podían entrever los restos de una estancia.
– Señora, mire, ahí hay otra sala… -indicó el obrero a la arqueóloga.
Marta observó a través de la abertura y lo que vio fue una sala pequeña y restos de cerámica. Otra sala más del templo, aunque ésta parecía más pequeña que el resto.
Explicó a los obreros cómo debían de hacer una abertura mayor para poder acceder a la sala pero con el mínimo destrozo. Al cabo de dos horas habían apuntalado los restos del muro y facilitado la entrada a esa nueva estancia.
Nadie parecía tener especial entusiasmo. Salvo que encontraran alguna estatua o un bajorrelieve intacto, aquélla sería una sala más de las muchas que tenía el templo-palacio.
El suelo estaba repleto de trozos de arcilla, de tablillas caídas en el fragor de la batalla. En un extremo del muro de la sala parecía haber muescas donde antaño estarían colocadas las tablas de madera para almacenar las tablillas.
Examinó algunas de las tablillas destrozadas, y lo que leyó no le llamó en exceso la atención. Poemas, poemas sumerios conocidos y repetidos, pero ordenó que recogieran con cuidado todos los restos y los trasladaran al almacén para estudiarlos y clasificarlos.
También encontraron varias estatuas de pequeño tamaño destrozadas, así como restos de cálamos.
Encargó a un obrero que avisara a Picot y a Fabián para que vieran esa nueva estancia por si acaso ellos consideraban que tenía algo de especial.
Cuando los dos hombres llegaron y examinaron el lugar coincidieron con ella: allí no había nada de relieve, pero aun así habría que examinar lo que quedaba de las tablillas.
No eran muchas, aunque algunos pedazos tenían un tamaño suficiente para leer varias frases seguidas.
La tarde se les pasó desescombrando esa parte del templo, al tiempo que recogían cuidadosamente las tablillas para su clasificación.
– Gian Maria debería echarnos una mano -reflexionó Marta-, pero anda como alma en pena merodeando por el hospital.
– Si quiere ser útil, que lo sea de verdad. Hay que echar un vistazo a estas tablillas y ver si merecen la pena -afirmó Picot.
Fabián fue a la búsqueda del sacerdote para pedirle que volviera al trabajo y éste aceptó, convencido de que Clara no le permitiría acercarse a su abuelo.
Durante dos días la rutina pareció haber vuelto a instalarse en el campamento, aunque la tensión había comenzado a aflorar entre los miembros del equipo de arqueólogos, que aguardaban impacientes el momento de marcharse.
Marzo había irrumpido con fuerza alargando más los días y regalando además de luz, calor. Por eso fue recibida con alivio por parte de todos la llamada de Ahmed Huseini.
Picot sonreía feliz después de su conversación telefónica con Ahmed. Éste le había dado la buena nueva de que el Gobierno había decidido dar permiso para sacar los objetos del templo para que pudieran exponerse fuera de Irak. Una exposición, advirtió Ahmed, de la que Clara y él mismo serían comisarios. Además, Picot debería firmar un documento que le hacía responsable último de todas las piezas y, naturalmente, garantizaba su devolución al pueblo de Irak.
Si estaban listos, y Picot le aseguró que lo estaban, los helicópteros les recogerían una semana después, al amanecer del jueves. Les trasladarían a Bagdad y de allí a la frontera con Jordania. En diez días como mucho estarían en casa.
Clara acogió la noticia con indiferencia. Su única preocupación era su abuelo, y tanto le daba lo que hubieran decidido en Bagdad, aunque en algunos momentos se decía a sí misma que añoraba el silencio, y para ella el silencio era quedarse sola en aquella tierra azafranada, sin la presencia de Picot y sus colegas. Añoraba esa soledad que uno sólo encuentra en medio de los suyos.
Alfred Tannenberg sobrevivía. Milagrosamente parecía haber superado el infarto cerebral, por más que el doctor Najeb le advertía de que aquella mejoría era engañosa.
En realidad, el anciano no hablaba ni apenas podía moverse. A veces parecía reconocer a Clara, otras su mirada parecía perdida en territorios inabordables para quienes le rodeaban.
– El señor necesita salir de este hospital -aseguraba la vieja Fátima, convencida de que Tannenberg estaría mejor bajo sus cuidados en la pequeña casa que en aquel hospital de campaña, pero el doctor Najeb se mostró inflexible al respecto.
Lo que más le dolía a Clara era no poder acompañar a su abuelo por las geografías donde parecía habitar. Aun así no se separaba de su lado; no se atrevía a ir a la excavación, aunque sabía todo lo que sucedía por lo que le contaba Marta.
Una tarde en la que Clara velaba a su abuelo cogiendo sus manos entre las suyas éste empezó a balbucear palabras que no alcanzó a comprender. Creyó reconocer alguna palabra en alemán, su lengua materna, pero no podía entenderle.
Tannenberg parecía agitado e intentaba moverse, y en sus ojos afloró la ira. El doctor Najeb no supo explicar lo que le sucedía, y Clara se negó a que le pusiera ningún calmante, convencida de que su abuelo aún sería capaz de recuperar el habla. Persuadió al doctor Najeb para sentar al enfermo en un sillón y sacarle a respirar el aire cálido de la tarde. Eso, como decía Fátima, le vendría bien.
Sentada a su lado, le sorprendió ver a su abuelo mirar con interés cuanto le rodeaba, parecía como si lo viera por primera vez. Luego rió al verle esbozar una sonrisa.
– Abuelo, abuelo, ¿me escuchas? Abuelo, ¿sabes quién soy? Abuelo, por favor, háblame. ¿Me escuchas? ¿Me escuchas?
Alfred Tannenberg abrió mucho los ojos y dejó vagar la mirada a su alrededor. En la puerta de alguna de las tiendas los arqueólogos charlaban despreocupadamente. Había gente que no conocía, no les había visto nunca, pero tanto le daba.
Miró a la mujer que estaba a su lado y que parecía hablarle, aunque no alcanzaba a escucharla. Sí, era Greta, aunque no recordaba que le hubiera acompañado a aquel viaje. Cerró los ojos y respiró el aroma del aire de la tarde; se sintió pleno de vida, por más que alguien insistía en hablarle, arrancándole del estado placentero en que se encontraba.