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Robert Brown vivía solo. Aunque no era así exactamente, ya que Ramón González vivía también en la casa de dos plantas situada a las afueras de Washington.

La casa era grande. Cinco habitaciones, tres salones, un comedor y el despacho, más la zona de servicio, donde Ramón tenía su propio apartamento privado.

El mayordomo llevaba más de treinta años al servicio de Brown. Le ayudaban en las tareas de la casa una mujer hispana como él, que acudía diariamente a hacer el trabajo duro, y el jardinero, un italoamericano parlanchín.

Ramón González era dominicano. De la mano de su hermana había emigrado a Nueva York cuarenta años atrás. Ambos habían encontrado trabajo en casa de un broker que vivía en la Quinta Avenida. Allí había aprendido el oficio de servir. Después de trabajar en un par de casas, había conocido a Robert Brown y desde entonces no se había movido de su lado.

Brown era un jefe exigente, pero que pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Apenas hablaba, exigía una estricta discreción, pagaba generosamente y les dejaba mucho tiempo libre.

González le era absolutamente fiel y disfrutaba de la comodidad de no tener que ocuparse más que del viejo solterón.

Había dispuesto el desayuno en el salón pequeño, en el que a esa hora el ventanal dejaba filtrar pálidos rayos de sol.

Brown estaría a punto de bajar; faltaban dos minutos para las ocho. Sonó el timbre de la entrada y Ramón González se apresuró a recibir al invitado del señor Brown.

– Buenos días, señor Dukais.

– Buenos días, Ramón, aunque frescos. Necesito un café bien cargado, corto de agua, y me muero de hambre; para venir a tiempo he salido de casa sin probar bocado.

Ramón no hizo ningún comentario; sólo esbozó una sonrisa a modo de respuesta y condujo a Paul Dukaís al salón. Allí le estaba esperando Robert Brown. Ramón sirvió el desayuno y salió cerrando la puerta para que los dos hombres pudieran hablar tranquilos.

Brown no era de los que perdía el tiempo y menos con alguien como Dukais. Al fin y al cabo, como en tantas otras empresas, él tenía un importante paquete de acciones de Planet Security. A Dukais le había conocido cuando era un aduanero corrupto de los muelles de Nueva York.

– Necesito que envíes hombres a Irak.

– Tengo unos cuantos miles de hombres preparados. En cuanto empiece la guerra, allí se va a necesitar seguridad. Ayer me llamó mi contacto del Departamento de Estado; quieren que mis hombres cubran determinados puntos una vez que nuestras tropas estén en Bagdad. Hace meses que estoy contratando hombres, los tengo de todas partes.

– Ya sé cómo funciona el negocio, no me lo cuentes, Paul, y escucha. Quiero que mandes a varios grupos, unos vía Jordania, otros por Kuwait, Arabia Saudí y Turquía. Parte de los hombres se quedarán en distintos puntos de las fronteras, donde esperarán hasta que reciban órdenes.

– ¿Qué órdenes?

– No me hagas preguntas estúpidas.

– Supongo que los iraquíes deben de estar sellando sus fronteras, y si no lo están haciendo ellos, lo harán los turcos, o los kuwaitíes o qué sé yo. Tú quieres hombres en las fronteras y además dentro de Irak. ¿No puedes esperar como todo el mundo?

– No te estoy diciendo que los mandes mañana, te estoy pidiendo que organices varios grupos y los tengas preparados para cuando yo te dé la orden. Procura buscar hombres que puedan confundirse con el paisaje.

– Es peligroso meter hombres antes de tiempo. Nuestros amigos de la Secretaría de Defensa están organizando una buena traca para dentro de unos meses, me han dicho que en primavera; no cometamos errores porque eso perjudicaría al negocio.

– Te repito que no hace falta que lleguen con demasiada antelación; ya te diré la fecha exacta en que deben de estar dentro. Luego saldrán tan rápido como hayan entrado; no estarán más de tres o cuatro días desde que comiencen los bombardeos.

– ¿Qué nos vamos a llevar?

– La historia de la humanidad.

– ¿Qué tontería estás diciendo?

– Tus hombres se pondrán a las órdenes de otros hombres que les estarán esperando. No me jodas con tus preguntas.

La mirada de Robert Brown asustó a Paul Dukais. Sabía que con aquel hombre no se jugaba. Había tardado en conocerle, en saber qué había detrás de sus ademanes elegantes, y lo que había descubierto le daba miedo, un miedo profundo. De manera que decidió no seguir provocándole. A él tanto le daba lo que quisiera hacer en Irak.

– Ahora quiero que llevéis una carta a Roma para entregársela a Ralph Barry. Dentro de quince días me traeréis la respuesta desde Ammán.

– Bien.

– Paul, no puede haber fallos, es la operación de más envergadura que hayamos hecho nunca. Tenemos una oportunidad única, no cometas errores.

– ¿Los he cometido hasta ahora?

– No, no lo has hecho. Por eso eres rico.

«Y estoy vivo», pensó Dukais. No se engañaba respecto a su relación con Robert Brown, ese hombre de modales exquisitos y discreto sería capaz de cualquier cosa. Él lo sabía bien, eran socios desde hacía demasiados años.

– Cuando tengas el plan hecho y los hombres elegidos quiero que me lo expliques.

– No te preocupes, lo haré.

– Paul, no hace falta que te diga que esta conversación no ha existido, que nadie debe conocer este encargo. Yo respondo ante el consejo de administración del patronato de la fundación, y ellos no deben saber nada de esto. Te lo aviso porque pudiera ser que coincidieras con alguno de los miembros del consejo y se te fuera la lengua.

– He dicho que no te preocupes.


* * *

El hombre dio por terminada la reunión del consejo de administración. Ya era la hora del almuerzo, que él aprovechaba para echar una cabezada en la quietud de su despacho. El ruido de la calle no llegaba hasta el piso vigésimo del edificio neoyorquino desde el que dirigía su imperio.

Los años no pasaban en balde y se sentía cansado. Madrugaba porque no dormía bien durante la noche, y ocupaba las horas leyendo y escuchando a Wagner. Cuando mejor descansaba era a mediodía, cuando se aflojaba la corbata, colgaba la chaqueta y se tumbaba en el sofá.

Su secretaria tenía órdenes terminantes de no pasarle ninguna llamada ni de entrar a molestarle pasara lo que pasara. Sólo había un teléfono que podía arrancarle del sueño reparador. Un pequeño móvil que siempre llevaba con él, del que no se separaba ni siquiera cuando, como en esos momentos, se disponía a dormir.

Se acababa de tumbar cuando el pitido casi imperceptible del móvil le sobresaltó.

– Sí.

– George, soy Frankie. ¿Te habías dormido?

– Estaba a punto, ¿qué sucede?

– Ya he hablado con Enrique. Podríamos ir a Sevilla a pasar unos días con él o encontrarnos en un lugar de la costa, en Marbella, que está llena de viejos como nosotros. En España, en septiembre, aún hace calor.

– ¿Ir a España? No, no lo veo necesario. Hemos echado demasiados anzuelos, no vayamos a enredarnos también nosotros.

– Y Alfred…

– Se ha vuelto un viejo estúpido, ya no controla nada.

– No seas injusto. Alfred sabe lo que se trae entre manos.

– No, ya no lo sabe. Acuérdate de la que armó. Se empeñó en tirar de los hilos que no debía y ahora está haciendo lo mismo.

– Era su hijo, tú hubieras hecho lo mismo.

– Yo no he tenido hijos, de manera que no lo sé.

– Pero yo sí tengo hijos y entiendo que no se conforme.

– Debería hacerlo, debería aceptar las cosas como son. No puede devolver la vida a Helmut. El chico se pasó de listo. Alfred conoce las reglas, sabía lo que podía suceder. Y ahora vuelve a equivocarse a cuenta de esa nieta caprichosa.

– Yo no creo que se haya vuelto un peligro. Él sabe lo que está en juego y su nieta es una mujer inteligente.

– Que le tiene sorbido el seso y por la que lleva tiempo cometiendo errores. Le dijimos que le explicara la verdad. No ha querido, prefiere continuar con la pantomima delante de ella. No, Frankie, no podemos quedarnos sin hacer nada. No hemos llegado hasta aquí para que un viejo sentimental se lo cargue todo.

– Nosotros también somos viejos.

– Y yo quiero seguir siéndolo. Acabo de terminar una reunión del consejo de administración; debemos de prepararnos para la guerra. Vamos a ganar dinero, Frankie.

– Ni a ti ni a mí nos importa ya el dinero, George.

– No, tienes razón, no es el dinero. Es el poder, el saber que estamos entre quienes mueven los hilos. Ahora, si no te importa, necesito dormir.

– Ah, se me olvidaba. La próxima semana iré a Nueva York.

– Entonces, viejo amigo, encontraremos la manera de vernos.

– Quizá podríamos decir a Enrique que viniera a Nueva York.

– Prefiero verle en Nueva York que en Sevilla. No me gusta ir a allí, no estoy tranquilo.

– Siempre has sido un poco paranoico, George.

– Lo que soy es prudente, por eso hemos llegado hasta aquí. Te recuerdo que otros muchos han caído por haber cometido errores. Yo también tengo ganas de ver a Enrique, pero prefiero no hacerlo si eso nos pone en peligro.

– Ya somos viejos, nadie sabe…

– ¡Calla! Te repito que quiero seguir siendo viejo. Ya te avisaré si es posible que nos veamos en Nueva York.


Frank apuró un whisky mientras colgaba el teléfono. George, el cauteloso y desconfiado George, siempre había demostrado tener razón.

Tocó una campanilla de plata que tenía sobre la mesa del despacho y un segundo después entró un hombre uniformado de blanco.

– ¿Me necesita, señor?

– José, ¿han llegado los señores que esperaba?

– Aún no, señor. La torre de control nos avisará en cuanto la avioneta se acerque.

– Bien, hágamelo saber.

– Sí, señor.

– ¿Y mi esposa?

– La señora está descansando; le dolía la cabeza.

– ¿Y mi hija?

– La señora Alma se marchó esta mañana temprano con su esposo.

– Es verdad… Tráigame otro whisky y algo de comer.

– Sí, señor.

El criado salió silencioso. A Frank le caía bien José. Era discreto, poco hablador y eficaz. Le cuidaba mejor de lo que nunca le había cuidado su caprichosa mujer.

Emma era demasiado rica. Ése había sido su principal defecto, aunque para él había supuesto una ventaja. Bueno, también su falta de belleza le había pesado como una losa.

Con tendencia a engordar, de pequeña estatura y morena, muy morena. El color de la piel de Emma era casi negro, una piel apagada, carente de suavidad. No se parecía a Alicia.

Alicia era negra. Totalmente negra y bella, escandalosamente bella. Llevaban quince años juntos. La había conocido en el bar de aquel hotel de Río mientras esperaba a uno de sus socios. La chica había ido al grano, ofreciéndose sin tapujos. Se la había quedado para siempre. Era suya, le pertenecía, y ella sabía la suerte que podía correr si se atrevía a engañarle con otro.

Él era un viejo, sí, y por eso le pagaba espléndidamente. Cuando él muriera, Alicia podría gastarse la fortuna que iba a dejarle en herencia, además del hermoso ático de Ipanema y las joyas que le había ido regalando.

Cuando la conoció, Alicia acababa de cumplir veinte años; era casi una niña de piernas largas y cuello interminable; él era un hombre de setenta que no asumía su ancianidad. Podía permitirse una chica como ésa: tenía suficiente dinero para que algunas mujeres hicieran la pantomima de considerarle aun un hombre.

Llamaría a Alicia e iría a visitarla a Río. Que estuviera preparada.

En realidad, no le gustaba salir demasiado de la inmensidad de su hacienda, situada en los límites de la selva. Allí se sentía seguro, con sus hombres recorriendo día y noche los muchos kilómetros del perímetro, protegido además por un sofisticado sistema de sensores y otros artilugios que hacían imposible la irrupción de intrusos.

Pero pensar en Alicia le había producido una sacudida de vitalidad y a su edad eso era impagable. Además, tenía que ir a Nueva York, así que de todas maneras tenía que pasar por Río.

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