11

Carlo Cipriani repasaba el periódico sin levantar la vista para no ponerse nervioso con los interminables paseos de Mercedes por la sala de espera.

Hans Hausser había encendido su vieja pipa y dejaba vagar la mirada por las volutas de humo que parecían perderse en sus pensamientos. Mientras, Bruno Müller permanecía sentado sin mirar a ninguno de sus compañeros.

Luca Marini les había citado a la una; era ya la una y media y la secretaria se negaba a darles ninguna información, ni siquiera si Luca se encontraba en la oficina.

Pasaban de las dos menos cuarto cuando el ex policía entró en la sala y con rostro serio les invitó a pasar al despacho.

– Acabo de tener una reunión con el director general de la Seguridad. Me habría gustado no tenerla -fueron sus primeras palabras.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió Carlo.

– Pues que el Gobierno no quiere dar por buena la versión iraquí, que es la que nos conviene a nosotros. Necesita algo más porque le viene muy bien para poder seguir convenciendo a los italianos de que Sadam es lo que es, un monstruo. De esa manera el Gobierno abona el terreno para que la opinión pública le apoye si decide mandar tropas a Irak.

– Lo siento, amigo -alcanzó a decir Carlo Cipriani-, te hemos metido en un buen lío.

– Si pudiéramos decir la verdad… -insistió Luca-, si me dijerais de qué va todo esto.

– Por favor, no insistas -le pidió Cipriani desconsolado.

– Bien, os diré cómo están las cosas. Antes de ver al director general de la Seguridad, estuve con otros amigos del Departamento. Me pidieron lo que yo os pido a vosotros: que les dijera la verdad para cubrirme. De manera que les di la versión que vosotros acordasteis y me miraron como si les estuviera tomando el pelo. Me presionaron, claro, pero mantuve lo dicho; incluso bromeé diciéndoles que por absurdo que parezca ésa era la verdad. No sé si la llamarán, Mercedes, puede que lo hagan, aunque sólo sea para dar respuesta a la curiosidad que les provoca que una persona de su edad ande enviando detectives a Irak. En cuanto a ti, Carlo, el director de la Seguridad te conoce de oídas, de manera que no creo que te molesten.

– Nosotros no hemos cometido ningún delito -dijo Mercedes con tono de enfado.

– Desde luego que no, ni ustedes ni yo, pero tenemos dos hombres muertos y nadie sabe por qué. Bueno, supongo que ustedes sí lo saben o al menos lo sospechan. Seguramente mis amigos de la policía italiana estarán pidiendo a sus colegas de España un informe sobre usted. Como imagino que desde España responderán que es usted una persona intachable, nos dejarán en paz. Pero ya les digo que tampoco confío en que lo hagan porque el director de la Seguridad me ha dicho que el ministro exigía saberlo todo; está muy conmocionado. Personalmente nunca he visto a un político conmocionado por nada, más bien pienso lo que les he dicho: alguien cree que puede obtener rédito político, pero para eso necesitan una historia.

– Que es lo que en ningún caso les vamos a dar -afirmó profesor Hausser.

– Creo que lo mejor es que regresemos a casa -propuso Bruno Müller.

– Sí, sería lo mejor -asintió Luca-, porque no me cabe la menor duda de que nos están siguiendo a todos. De manera que no saldrán juntos de este edificio, sino de uno en uno y espaciadamente. Lo siento, alguno de ustedes tendrá que quedarse a almorzar en la sala de juntas, y aun así…

– ¿De quién no se fía? -preguntó Mercedes.

– ¡La eterna intuición femenina! En principio me fío de mi gente; muchos trabajaron conmigo en Sicilia, otros son gente joven, preparada, que he ido seleccionando personalmente. Pero sé cómo es este negocio. Nos conocemos todos y mis antiguos colegas conocen a mis hombres. No sé el grado de amistad que pueden tener unos con otros, de manera que siempre es posible una filtración. En todo caso, esto ya no tiene remedio.

– ¿Qué propone que hagamos ahora?

A Bruno Müller se le notaba incómodo con la situación.

– Señor Müller -respondió Marini-, lo mejor es actuar con naturalidad. ¿No decían que no hemos hecho nada? Pues creámoslo así; no hemos hecho nada, de manera que no tenemos que hacer nada especial.

– Me gustaría que viniesen a casa a cenar para despedirnos -dijo Carlo.

– Amigo mío, yo me dejaría de cenas de despedida. El profesor Hausser y el señor Müller deberían irse a sus respectivas casas donde quiera que estén. En cuanto a la señora Barreda, en su caso sí me parece más lógico que vaya a tu casa a cenar, e incluso que se quede un par de días más. Dígame, Mercedes, ¿qué contarán de usted desde España?

– Que soy una vieja excéntrica. Una empresaria de la construcción que se sube a los andamios y conoce a todos sus obreros personalmente. No he tenido jamás un problema con nadie, ni siquiera de tráfico.

– Una persona intachable -murmuró Luca Marini.

– Le aseguro que soy intachable.

– Siempre he temido a los intachables -afirmó el ex policía.

– ¿Por qué? -quiso saber el profesor Hausser.

– Porque esconden algo, aunque sea en lo más recóndito del corazón.

Se quedaron en silencio durante unos segundos, cada cual perdido en sus pensamientos. Después, el profesor Hausser se hizo con la situación.

– Como las cosas están así, lo mejor es que las afrontemos. Usted, señor Marini, continuará diciendo la verdad, porque no sé si se ha dado cuenta de que es lo que ha hecho hasta ahora.

– No, no he contado toda la verdad -protestó Luca.

– Sí, ha contado todo lo que sabe; lo que no puede contar es lo que ignora -afirmó el profesor-. En cuanto a nosotros, deberíamos hablar antes de separarnos. Creo, Bruno, que exageras cuando dices que debemos volver todos a casa. Claro que tenemos que volver, pero no ahora mismo, no corriendo como si fuéramos fugitivos. Somos todos respetables ancianos, viejos amigos. De manera, Carlo, que yo gustosamente acudiré a tu casa a cenar si me invitas, y creo que deberíamos ir todos. Si la policía quisiera hablar con nosotros diremos la verdad, que somos un grupo de amigos que nos hemos encontrado en Roma y que Mercedes, que es muy audaz, ha decidido que Irak es un buen lugar para hacer negocios porque en cuanto termine la guerra habrá que reconstruir lo que los norteamericanos destruyan. No tiene nada de malo que ella que tiene una empresa de construcción quiera un trozo de esa tarta. Que yo sepa, no ha encabezado ninguna manifestación llevando una pancarta contra la guerra ¿o sí lo has hecho, querida?

– No, por ahora no, aunque realmente pensaba ir a las manifestaciones que se van a convocar en Barcelona -explicó Mercedes.

– Bueno, pues no podrás hacerlo -afirmó el profesor Hausser-; otra vez será.

– Me asombra usted, profesor -dijo Luca-. Parece que no me ha escuchado: el director de la Seguridad quiere que haya caso, porque arriba quieren que haya caso.

– Italia es un Estado de derecho, de manera que si no hay caso no pueden inventar uno -insistió el profesor Hausser.

– Pero es que hay caso: tenemos dos cadáveres -respondió enfadado Marini.

– ¡Basta! -exclamó Carlo Cipriani-. Soy de la opinión de Hans; no podemos comportarnos como criminales porque no hemos hecho nada. Nosotros no hemos matado a nadie. Si es necesario, hablaré con algunos amigos del Gobierno que son pacientes míos. Pero no actuaremos como si fuéramos criminales, huyendo o saliendo de esta oficina por separado. No, me niego a tener un sentimiento de culpa. Y, tú, Bruno…

– Sí, tienes razón, nunca me lo he terminado de arrancar…

– Os veo muy seguros… Bien, mejor así. Para mí el caso está cerrado salvo que mis antiguos colegas me vuelvan a llamar o que nos veamos todos en la televisión. Si hay algo ya os llamaré.

Se despidieron sin decirse mucho más. Ya en la calle, Carlo les propuso ir a su casa a almorzar.

– Llamaré para que nos preparen algo. Estaremos más cómodos en casa para poder hablar.

Comieron prácticamente en silencio, diciendo alguna que otra generalidad mientras el ama de llaves de Carlo Cipriani les servía el improvisado almuerzo.

Cuando pasaron al salón para tomar café, Carlo cerró la puerta y pidió que no les molestaran.

– Tenemos que tomar una decisión -afirmó Cipriani.

– Ya está tomada -le recordó Mercedes-. Lo que hay que hacer es contratar a una de esas compañías de las que hablamos y mandar a un profesional que encuentre a Tannenberg y haga lo que tiene que hacer. No hay más.

– ¿Seguimos estando todos de acuerdo en eso? -preguntó Cipriani.

La respuesta afirmativa de sus tres amigos no se hizo esperar.

– Tengo el teléfono de una empresa, Global Group. El dueño, un tal Tom Martin, es amigo de Luca. Él me dijo que le podía llamar de su parte.

– Carlo, no sé si es buena idea seguir metiendo a Luca en esta historia.

– Puede que tengas razón, Mercedes, pero no conocemos a nadie que se encargue de estas cosas, así que soy partidario de llamar a ese Tom Martin; espero que Luca me perdone.

– Deberías de avisarle de que vas a llamar a Tom Martin y si te pide que no lo hagas, ya buscaremos otro. Luca es tu amigo, no debes ponerle contra la pared.

– Tienes razón, Hans; le llamaré. Y lo haré ahora.

– No seáis tontos -les interrumpió Mercedes-, dejemos a Luca en paz, bastante ha tenido con nosotros. Podemos llamar a esa empresa sin referirnos a él, sin comprometerle. Si Luca te ha dicho que esa empresa es adecuada para lo que queremos, entonces no lo pensemos más.

– Bueno, exactamente no sabe lo que queremos -matizó Carlo.

– Sí, ya me imagino que no le has dicho que queremos matar a un hombre. Por favor, reaccionemos, sé que estamos todos abrumados por el asesinato de esos dos muchachos, pero siempre supimos que lo que nos proponíamos no era fácil, qué podía morir gente por el camino, que podían asesinarnos a nosotros. Llevamos toda la vida preparándonos para este momento. Sé que nos hemos imaginado mil situaciones y que ninguna es como la que estamos viviendo, pero sé que somos capaces de hacer frente a esto.

Acordaron llamar a Tom Martin. Lo haría Hans Hausser. Le pediría una cita e iría a verle a Londres. Lo que iban a encargarle era sencillo: tendría que enviar a un hombre a Irak; ya sabían dónde vivía Clara Tannenberg, de manera que a través de ella tarde o temprano llegaría a Alfred. Después, debía encontrar el mejor momento para matarle. Para un profesional eso no debería de suponer ningún problema.

Bruno insistió en su deseo de regresar a Viena cuanto antes: No se sentía tranquilo en Roma.

– Por si nos interceptan las llamadas deberíamos de hablarnos por teléfonos que no sean los habituales -propuso el profesor Hausser-. Podríamos comprar móviles con tarjeta y utilizarlos una sola vez.

– ¿Y cómo nos damos el número? -preguntó Mercedes-. No nos volvamos paranoicos, por favor.

– Tiene razón Hans -dijo Carlo-. Deberíamos de ser cuidadosos. Vamos a matar a un hombre.

– Vamos a matar a un cerdo -exclamó Mercedes con rabia.

– En todo caso no me parece mala idea la de los móviles. Ya encontraremos la manera de darnos el número, quizá a través del correo electrónico -insistió Carlo.

– Pero si nos interceptan las llamadas, también lo harán con el correo. Internet es el lugar menos seguro para guardar un secreto.

– ¡Ay, Bruno, no seas tan pesimista! -le regañó Mercedes-. Que yo sepa, se pueden crear cuentas ficticias en internet. Hotmail, el correo gratuito de Microsoft, lo permite. Así que nos abrimos cada uno un correo en Hotmail y a través de él nos enviaremos los números de teléfono y nos pondremos en contacto. Pero hemos de hacerlo con cuidado, porque Hotmail no es seguro, cualquiera puede meterse en nuestro correo, así que seamos un poco crípticos a la hora de enviarnos mensajes.

Dedicaron parte de la tarde a decidir los nombres que utilizarían a través de internet y el profesor Hans Hausser ideó un criptograma en el que las letras representarían números, los de los móviles que continuamente comprarían y desecharían una vez utilizados.

Era tarde cuando los cuatro amigos se separaron fundiéndose en largos abrazos. Al día siguiente, Bruno y Hans dejarían Roma. Mercedes se quedaría dos días más para no dar la impresión, si es que la policía la seguía, de estar huyendo.


* * *

Robert Brown aguardaba impaciente a que Ralph Barry terminara de hablar por teléfono. Cuando colgó le preguntó, impaciente:

– Y bien, ¿qué hará Picot?

– Mi contacto asegura que Picot ha regresado impresionado de Irak, que no hace más que decir que sería una locura ir ahora a excavar, que no hay tiempo, que en seis o siete meses no se adelantaría nada; despotrica contra Bush y Sadam, diciendo que son tal para cual.

– No me has respondido, Ralph, quiero saber si irá o no irá.

– No lo ha dicho, pero parece que no lo descarta. Por lo pronto se ha ido a Madrid.

– Sigues sin responder.

– Sigo sin saber qué va a hacer.

– ¿Podríamos poner a trabajar en esa misión a los hombres de Dukais?

– ¿Tú crees que los gorilas de Dukais pueden pasar por estudiantes de arqueología? Vamos, Robert, ¡piensa!

– ¡Claro que pienso! Y necesito hombres en esa excavación. De manera que Dukais tendrá que encontrarlos con el aspecto adecuado.

– Y con conocimientos de historia, geografía, geología, etcétera. No lo veo, Robert, no lo veo. Los gorilas no suelen saber dónde está Mesopotamia.

– Pues tendrán que recibir un cursillo acelerado, tendrán que estudiar día y noche, tendrán que aprenderlo. Se les dará una prima si son capaces de hacerse pasar por estudiantes o por profesores.

– ¡Cuidado, Robert! Sabes que en el mundo académico nos conocemos todos. No puedes camuflar a un gorila como un profesor, le descubrirían.

Robert Brown abrió la puerta del despacho y sorprendió a su atildado y discreto secretario.

– ¿Sucede algo, señor Brown? -preguntó Smith.

– ¿No ha llegado Dukais?

– No, señor, si hubiera llegado le habría avisado.

– ¿A qué hora le citó?

– A la que usted me dijo señor, a las cuatro.

– Son las cuatro y diez.

– Sí, señor, se habrá retrasado por el tráfico.

– Este Dukais es un imbécil.

– Sí, señor.

La figura imponente de Paul Dukais apareció en el umbral del despacho de Smith antes de que Robert Brown hubiera regresado al suyo.

– ¡Ya era hora!

– Robert, el tráfico de Washington es infernal a estas horas; todo el mundo vuelve a casa.

– Pues haber salido antes.

– Últimamente no te controlas -respondió fríamente el presidente de Planet Security.

Ya en el despacho de Brown y una vez que se hubieron servido un whisky, Ralph Barry intentó rebajar la tensión entre los dos hombres.

– Paul, Robert quiere hombres en la misión arqueológica que pudiera estar preparando Yves Picot. Te haré llegar un dossier con todo lo que debes saber de Picot, pero ahora te contaré que es francés, rico, ex profesor de Oxford, mujeriego y aventurero, pero conoce el oficio y conoce a todos los del oficio.

– Me lo pones imposible.

– Sí, porque necesitamos hombres que sepan algo más que leer y escribir; tienen que ser universitarios, hombres que puedan hablar con naturalidad de los campus donde hayan podido estudiar. No pueden ser norteamericanos, tienes que buscarlos en Europa, en algún país árabe quizá, pero no aquí.

– Y además tienen que saber el oficio y ser capaces de cualquier cosa, ¿no? -preguntó con ironía Dukais.

– Exactamente -el tono de la respuesta de Robert no dejaba lugar a dudas de su enfado.

– Por cierto, Robert, ya tengo los equipos de hombres que me pediste para enviar a las distintas fronteras con Irak. Cuando me des la orden, allí estarán.

– Todavía tendrán que esperar; no mucho, pero tendrán que esperar. Ahora me preocupa cómo resolvemos este problema.

– No lo sé, Robert, no lo sé, no conozco a ningún universitario que sea mercenario en sus ratos libres. Buscaré en la ex Yugoslavia; quizá allí pueda encontrar algo.

– ¡Buena idea! Allí se han estado matando desde niños; tiene que haber universitarios que hayan estado en uno u otro bando dando tiros y quieran ganar dinero.

– Sí, Robert, tiene que haberlos.

Ralph Barry les escuchaba con una mezcla de admiración y repulsión. Hacía tiempo que habían comprado su conciencia y la habían valorado en mucho dinero. Ya no se asombraba de cuanto escuchaba, aunque siempre le sorprendía Robert. Era Jano, el dios de las dos caras. Pocos eran los que conocían las dos caras. Cualquiera habría dicho de él que era un hombre educado y exquisito, culto y refinado, cumplidor del deber, por supuesto, e incapaz de saltarse un semáforo. Pero Ralph conocía a otro Brown, a un hombre cruel, sin escrúpulos, a veces soez, con una ambición de dinero y de poder sin límites. Lo que no había logrado desvelar era el nombre dé su Mentor. Robert a veces se refería a él como «mi Mentor», pero jamás decía ni quién era, ni a qué se dedicaba, ni tampoco su nombre, aunque intuía que podía ser el poderoso George Wagner el único hombre ante el cual Brown temblaba. Nunca se lo había preguntado; sabía que para esa pregunta no obtendría ninguna respuesta, y lo que Robert más valoraba era la discreción.

Paul quedó en llamarles en cuanto encontrara a los hombres adecuados, si es que los encontraba.


* * *

Picot volvió a proyectar las diapositivas que había hecho de las tablillas, y las examinó con ojo crítico. A su lado, Fabián le observaba de reojo. Sabía que Picot estaba tomando una decisión, y que seguramente no sería la acertada, pero así era su amigo. Se conocían de los años en que Yves Picot daba clases en Oxford y Fabián hacía un doctorado sobre escritura cuneiforme. Habían simpatizado de inmediato porque los dos resultaban cuerpos extraños en aquella vetusta universidad.

Picot era un profesor invitado. Fabián, un estudioso cualificado que había ido al Reino Unido a doctorarse de una materia en la que contaban con grandes especialistas. Los dos tenían algo en común: estaban enamorados de Mesopotamia, un lugar convertido en Irak por obra y gracia del colonialismo inglés.

Fabián recordaba la impresión que le causó el código de Hammurabi la primera vez que lo vio en el Louvre. Tenía diez años y era su primera visita a París. De la mano de su padre escuchaba las explicaciones que le daba. Después de ver tantas maravillas juntas, cuando entraron en las salas de Mesopotamia, Fabián sintió despertar un inesperado interés. Lo que definitivamente le dejó boquiabierto fue escuchar que en aquel trozo de piedra de basalto estaban escritas leyes antiquísimas, basadas en la ley del talión. Su padre le explicó que en la regla 196 del código se dice: «Si un hombre ha sacado el ojo de otro, le sacarán su ojo». Ese día decidió que sería arqueólogo e iría a descubrir reinos perdidos a Mesopotamia.

– ¿Te decides o no?

– Es una locura -respondió Picot.

– Ciertamente, pero o es ahora o puede no ser nunca. Ya veremos lo que queda después de la guerra.

– Si creemos a Bush, Irak se convertirá en la Arcadia, de manera que podríamos a ir a excavar como quien va de excursión.

– Pero ni tú ni yo nos creemos a Bush. Estoy seguro de que esa guerra va a libanizar Irak. Conoces Oriente, sabes lo que está pasando, no va a haber entrada triunfal de los chicos de las barras y las estrellas. Los iraquíes odian a Sadam, pero también odian a los norteamericanos; en realidad, en Oriente nos odian a todos y tienen parte de razón. No les hemos dado nada, hemos mantenido regímenes corruptos, les hemos vendido lo que no necesitaban, no hemos sido capaces de fomentar la creación de capas medias e intelectuales y cada vez son más pobres y sienten más frustración. Los fanáticos religiosos se lo están montando muy bien: ayudan en los barrios más pobres, enseñan gratuitamente en las madrasas, han creado hospitales para atender a los que no pueden pagar ni médicos ni medicinas… Oriente va a explotar.

– Sí, pero eso que dices no se puede aplicar del todo a Irak. Te recuerdo que Sadam impuso cierto laicismo. El problema es el petróleo; Estados Unidos necesita controlar las fuentes de energía, y pondrá en acción a los Frankenstein necesarios para luego ofrecerse a destruirlos.

– Oriente cada vez está más empobrecido.

– ¿Fabián, nunca dejarás de ser un chico de izquierdas?

– Ya estoy mayorcito para que me llamen chico; en cuanto a lo de izquierdas, puede que tengas razón… seguramente nunca dejaré de ver la realidad aunque sea desde el sofá más cómodo de mi casa.

– ¿Tú qué harías en mi caso?

– Lo que te apetece aunque sea un disparate: ir. Y cuando se acabe, se ha acabado.

– Nos pueden freír si bombardean.

– Sí, lo pueden hacer; la cuestión es poder irnos cinco minutos antes.

– ¿Con quién lo haríamos?

– Tendremos que hacerlo solos. No creo que en mi universidad, ni en ninguna otra, vayan a darnos ni un duro pare que vayamos a Irak. En España la mayoría estamos contra la guerra, pero una excavación en Irak les parecerá una frivolidad y un dinero tirado al vacío.

– O sea, que el dinero lo pongo yo.

– Y yo te ayudo a formar el equipo. En la Complutense hay un montón de estudiantes de los últimos cursos que daría, cualquier cosa por poder excavar, aunque sea en Irak.

– Siempre me has dicho que en España no hay grandes especialistas en Mesopotamia…

– Y no los hay, pero tenemos un montón de estudiantes deseando poder decir que han hecho de arqueólogos. Tú también tienes gente.

– No estoy tan seguro de que encontremos quien nos quiera acompañar en esta aventura. ¿Te pedirás un año sabático?

– Yo no soy rico como tú y necesito cobrar a fin de mes, de manera que hablaré con el decano a ver cómo puedo organizarme este año. ¿Cuándo nos iríamos?

– Ya.

– ¿Cuándo es ya?

– La semana próxima mejor que la otra. No hay tiempo.

– ¿Podremos poner en marcha en dos semanas una misión arqueológica de esta envergadura?

– Seguramente no, es que esto es una locura…

– Pues como es una locura hagámoslo a las bravas, y a ver qué pasa.

Soltando una carcajada, los dos amigos chocaron las palmas de las manos como hacen los jugadores de baloncesto. Luego se fueron a celebrarlo tomando tapas por el Barrio de las Letras, el barrio en el que habían establecido su residencia estudiantes, artistas, escritores, pintores, el barrio donde Madrid no cierra ni siquiera al amanecer.

No durmieron en toda la noche. Primero picotearon por los bares, luego escucharon música en cafés, bebieron en coctelerías, y hablaron y rieron con cuantos encontraban en esos lugares donde la noche establece una camaradería que se desvanece con los primeros rayos del sol, cuando cada cual vuelve a su quehacer.

Yves se levantó antes que Fabián. Imaginaba que su amigo seguía dormido en brazos de una joven que habían encontrado en el último bar, y con la que al parecer mantenía una relación esporádica. La chica parecía tener un genio de mil demonios; había regañado violentamente a su amigo por no haberla llamado esa noche como habían quedado que haría, pero al final todo se había arreglado y allí estaba, durmiendo con Fabián.

Él se alojaba siempre en el ático de Fabián. Desde la terraza se veían todos los tejados de la ciudad. La casa de Fabián contaba con un cuarto de invitados para cuando alguno de sus amigos recalaba en Madrid, e Yves consideraba aquel cuarto un poco suyo, puesto que en cuanto podía se escapaba a esa ciudad abierta y alegre donde nadie preguntaba a nadie ni de dónde venía ni adónde iba.

Se sentó en la mesa de despacho de su amigo e intentó llamar a Irak. Tardó un rato en conseguir la comunicación con Ahmed Huseini.

– ¿Ahmed?

– ¿Quién habla?

– Picot.

– ¡Ah, Picot! ¿Cómo está?

– Decidido a ir; así que quiero que se ponga en marcha; porque no hay tiempo que perder. Le diré lo que necesito de usted. Si no puede conseguirlo, dígamelo.

Durante media hora los dos hombres hablaron sobre lo que sería necesario disponer para abordar la excavación. Ahmed fue sincero con él al explicarle lo que podía conseguir en Irak y lo que no. Pero sobre todo le sorprendió cuando ofreció financiar parte de la expedición.

– ¿Quiere poner dinero?

– No es que quiera, es que queremos correr con el grueso de los gastos, nosotros financiamos la misión, usted pone el personal y el material, ése es el trato.

– ¿Y de dónde va a sacar el dinero si no es indiscreción?

– Haremos un esfuerzo, por lo que esta misión significa para Irak en este momento.

– Vamos, Ahmed, eso no me lo creo.

– Pues créaselo.

– Mi instinto me dice que su jefe Sadam no está para gastarse ni un dólar buscando tablillas por importantes que puedan ser. Quiero saber quién paga, de lo contrario no voy.

– Una parte el ministerio y otra Clara. Ella tiene su propia fortuna personal, heredada de sus padres. Es hija única.

– O sea, que tengo que disputar con su esposa la Biblia de Barro.

– Debe de quedar claro que si la encontramos la Biblia es de Clara; es ella quien sabe que existe y quien tiene las dos primeras tablillas, y ella es quien quiere poner el dinero necesario para la excavación sin reparar en cuánto cueste.

– Parece un sarcasmo que se gaste el dinero en una excavación teniendo en cuenta cómo está su país.

– Señor Picot, aquí no se trata de juzgar la moralidad de nadie. Nosotros no juzgaremos la suya y usted se abstendrá de juzgar la nuestra. La Biblia es de Clara, pero usted podrá decir que se encontró en una misión arqueológica conjunta. Todo el mundo escuchó en Roma hablar de las tablillas a Clara.

– Vaya, ahora resulta que me ponen condiciones. Sin mí no hay misión arqueológica.

– Sin nosotros tampoco.

– Puedo esperar a que Sadam caiga y entonces…

– Entonces ya no habrá nada.

– Me sorprende que no me expusiera estas condiciones cuando estuve en Irak.

– Sinceramente, no pensé que usted fuera a aceptar.

– Bien, ¿le parece que redactemos un contrato, un documento en que quede clara la participación de todas las partes?

– Es una buena idea. ¿Lo redacta usted o se lo mando yo?

– Hágalo usted y ya le diré lo que tiene que cambiar. ¿Cuándo me lo manda?

– ¿Mañana le parece bien?

– No, no me parece bien. Mándemelo dentro de un cuarto de hora a este e-mail que le voy a dar. O llegamos a un acuerdo ahora o se acabó.

– Déme el e-mail.

Pasaron el resto de la mañana discutiendo a través del e-mail y del teléfono, pero a la una habían cerrado el acuerdo. Fabián se había ido a la universidad y la chica aún no se había despertado.

En el documento quedaba claro que se ponía en marcha una misión arqueológica participada por el profesor Picot para excavar un antiguo templo-palacio donde Clara Tannenberg sospechaba podían encontrarse restos de tablillas como los encontrados en otra misión arqueológica en Jaran años atrás, en los que un escriba que firmaba como Shamas afirmaba que Abraham le iba a relatar la historia del mundo.

Ahmed le dejó claro que su mujer no iba a dejarse arrebatar el esplendor de la gloria.


Fabián llamó a Picot desde su despacho de la universidad y quedaron para almorzar juntos. Su compañera de la noche aún seguía durmiendo, cosa que tenía muy extrañado a Picot.

– ¿No le habrá pasado algo? -preguntó a Fabián.

– No te preocupes, es que es muy dormilona.

Después del almuerzo se fueron al despacho de Fabián. Éste ya había hablado con algunos de sus mejores alumnos y otros profesores, a quienes les contaron lo que se proponían.

De la veintena de los reunidos, ocho estudiantes se apuntaron y un par de profesores prometieron hablar con el decano para poder ir. Quedaron en que volverían a reunirse al día siguiente para ultimar detalles.

Cuando se quedaron solos, cada uno con un teléfono, empezaron a llamar a colegas de otros países. La mayoría les contestaban que estaban locos, otros que se lo pensarían. Todos pedían tiempo.

Picot decidió que al día siguiente se iría a Londres y a Oxford a ver personalmente a algunos amigos, y también pasaría por París y Berlín. Fabián se encargaría de viajar a Roma y Atenas, donde conocía a algunos profesores.

Era martes. El domingo se volverían a reunir en Madrid, y verían qué efectivos humanos habían podido juntar entre los dos. El objetivo era estar en Irak el 1 de octubre a más tardar.


* * *

Ralph Barry entró sonriente en el despacho de Robert Brown.

– Traigo buenas noticias.

– Pues dámelas.

– Acabo de hablar con un colega de Berlín, Picot está allí reclutando profesores y alumnos para ir a Irak. Díselo a Dukais; a lo mejor puede colar a algunos de sus chicos, si es que ha encontrado alguno. Ha estado también en Londres y en París y ha provocado una auténtica conmoción en la comunidad académica. Todos piensan que está loco, pero algunos sienten una curiosidad insana por ir a ver qué está pasando en Irak.

»No creo que sea capaz de conseguir que le acompañe gente de peso, pero sí logrará que algunos profesores y alumnos vayan con él. El grupo que está formando es de lo más heterogéneo, así que una vez allí no sé lo que será capaz de hacer. No van con un plan de trabajo, ni con una prospección previa, ni con un estudio a fondo de los recursos necesarios. Parece que el mayor apoyo de Picot es Fabián Tudela, un profesor de Arqueología de la Universidad Complutense de Madrid. Es un experto en Mesopotamia, se doctoró en Oxford y ha trabajado en varias excavaciones en Oriente Próximo. Es competente, además de ser el mejor amigo de Picot.

– Al final se ha decidido…

– Sí. La tentación era muy fuerte para un tipo como él. Pero dudo que puedan hacer algo. Seis meses no es tiempo en arqueología.

– No, no lo es, pero a lo mejor tienen suerte. Ojalá sea así.

– En todo caso, ya se han puesto en marcha.

– Bien, continúa averiguando cuanto puedas. ¡Ah!, y llama tú a Dukais. Explícale por dónde anda Picot y con quién. Espero que sea capaz de encontrar algunos hombres para esa expedición.

– No será fácil; no se puede convertir a un gorila en un estudiante.

– Tú habla con él.

Cuando se quedó solo, Robert Brown marcó un número de teléfono esperando impaciente a que respondieran. Se tranquilizó cuando escuchó la voz de su Mentor.

– Siento molestarte, pero quería que supieras que Yves Picot está organizando un grupo para ir a Irak.

– ¡Ah, Picot! Imaginaba que no podría resistirse. ¿Lo has organizado todo como te dije?

– Lo estoy haciendo.

– No puede haber fallos.

– No los habrá.

Brown titubeó unos segundos antes de atreverse a preguntar:

– ¿Sabes ya quién envió a los italianos?

El silencio de su Mentor fue peor que un reproche. El presidente ejecutivo de la fundación Mundo Antiguo se puso a sudar consciente de la inoportunidad de su pregunta.

– Procura que las cosas salgan como hemos previsto.

Con estas palabras, el Mentor dio por concluida la conversación.


Paul Dukais tomaba notas de lo que Ralph Barry le contaba por teléfono.

– O sea, que ahora está en Berlín -afirmaba más que preguntaba el presidente de Planet Security.

– Sí, y también ha estado en París; luego irá a Londres antes de regresar a Madrid. Es septiembre, a lo mejor puedes matricular en alguna de estas universidades a tus gorilas para que se ofrezcan voluntarios.

– Tú mismo me acabas de decir que buscan estudiantes de los últimos cursos, ¿cómo se van a llevar a alguien que se matricule en primero? No sé por qué ese empeño en que mis hombres vayan en esa misión arqueológica. Puedo encontrar otra cobertura para que estén allí.

– Órdenes del jefe.

– Robert está imposible.

– Robert está nervioso. Se trata de unas tablillas que valdrán millones de dólares. En realidad, su valor es incalculable si realmente se puede demostrar que fueron inspiradas por el patriarca Abraham. Sería un descubrimiento revolucionario, la Biblia de Barro, el Génesis contado por Abraham.

– No te entusiasmes, Ralph.

– No puedo dejar de hacerlo.

– Ahora eres un hombre de negocios.

– Pero no puedo dejar de amar la historia. En realidad, es mi única pasión.

– No te pongas sentimental, que no te va. Ya te llamaré si tengo algo. Me pongo a trabajar.


* * *

Mercedes paseaba sin rumbo por las calles que desembocan en la Piazza di Spagna. Había estado haciendo algunas compras en las lujosas boutiques de Via Condotti, Via de la Croce, Via Fratina… Un par de bolsos, pañuelos de seda, un traje de chaqueta, una blusa, zapatos. Se aburría. Nunca le había divertido ir de compras, aunque procuraba prestar atención a su arregle personal. Sus amigos le decían que era una mujer elegante, aun que ella sabía que optar por la ropa clásica era la manera de no equivocarse.

Tenía ganas de regresar a España, de volver a Barcelona, su empresa, a visitar las obras y subir a los andamios entre la miradas de terror de los albañiles, que pensaban que era un vieja loca.

La actividad constante era lo que le permitía vivir, no pensaba en nada que no fuera lo que hacía en cada instante. Llevaba toda la vida huyendo de encontrarse a solas consigo misma, aunque en realidad había elegido estar sola. No se había casado, no había tenido hijos, no tenía hermanos ni sobrinos ni le quedaba ningún pariente vivo. Su abuela, la madre de su padre, había muerto hacía años. Era una anarquista dura como el pedernal, que había conocido las cárceles fraquistas. También era la única persona que la había ayudado a poner los pies en la tierra que se sintiera parte de la gente, una más. Porque su abuela se negaba a mitificar lo extraordinario de la vida de ambas. «Los fascistas son como son -decía-, así que nada de lo que hicieron nos puede extrañar.» De esta manera acallaba sus pesadilla intentando convencerla de que lo que había pasado tenía que pasar de ese modo porque respondía al patrón de comportamiento de hombres que llevaban el sello de la maldad.

Había vivido el tiempo suficiente para ayudarla a afrontar la vida mirando de frente.

En Barcelona a aquella hora estaría hablando con el arquitecto de alguna de sus obras, discutiendo proyectos, planificando el siguiente edificio.

Solía almorzar sola en su despacho, al igual que cenaba sola en su casa delante de la televisión.

Ahora debía buscar algún lugar donde sentarse a descansar y a comer algo, porque tenía hambre. Luego regresaría al hotel andando y haría las maletas. Se iba al día siguiente en el primer avión. Carlo había quedado en pasarse por el hotel para cenar juntos en algún restaurante cercano y despedirse de ella.


Cipriani la llamó a la habitación desde el vestíbulo. La estaba esperando. Cuando bajó se fundieron en un abrazo. Era una manera de liberar el torrente de sentimientos que les oprimía a los dos.

– ¿Has hablado con Hans y con Bruno?

– Sí, me llamaron en cuanto llegaron. Están bien. Hans tiene una enorme suerte con Berta, es una mujer excepcional.

– Tus hijos también son estupendos.

– Sí, lo son, pero yo tengo tres, y Hans sólo una, de manera que tiene suerte de que Berta sea como es. Le cuida y le mima como si fuera un niño.

– ¿Bruno estaba bien? Me preocupa, le vi abrumado por la situación, como si tuviera miedo.

– Yo también tengo miedo, Mercedes. Y supongo que tú también. Que hagamos lo que tenemos que hacer no significa que tengamos impunidad.

– Ésa es la tragedia del ser humano, que nada de lo que hace queda impune. Fue la maldición de Dios cuando expulsó a Adán y a Eva del Paraíso.

– Por cierto, cuando llamó Bruno escuché protestar a Deborah. Nuestro amigo me contó que Deborah está preocupada e incluso le ha pedido que no nos vea nunca más. Discutieron, y Bruno le dijo que antes prefería separarse de ella. Que nada ni nadie le haría romper el vínculo con nosotros.

– ¡Pobre Deborah! Entiendo su sufrimiento.

– Tú nunca le has caído bien.

– Yo no le suelo caer bien a casi nadie.

– En realidad procuras no caer bien a nadie, lo que es un síntoma de inseguridad. Lo sabes, ¿verdad?

– ¿Me habla el médico o el amigo?

– Te habla el amigo, que además es médico.

– Tú puedes curar cuerpos, pero el alma no tiene cura.

– Lo sé, pero al menos deberías hacer un esfuerzo para ver de otro color lo que te rodea.

– Ya lo hago. ¿Cómo crees que he podido vivir todos estos años? ¿Sabes?, sólo os tengo a vosotros. Desde que murió mi abuela vosotros sois lo único que me liga a la vida. Vosotros y…

– Sí, la venganza y el odio son motores de la historia, y también de las historias personales. A pesar de los años que han pasado aún recuerdo a tu abuela. Era una mujer con un valor extraordinario.

– No se conformó con ser una superviviente como yo; le plantó cara a todo y a todos. Cuando salió de la cárcel no se doblegó, continuó siendo anarquista, organizando reuniones clandestinas, cruzando la frontera a Francia para llevar a España propaganda antifranquista y reunirse con viejos exiliados. Te contaré una cosa: en los años cincuenta y sesenta, en todos los cines de España antes de poner la película ponían un reportaje sobre lo que hacían Franco y sus ministros. Nosotras vivíamos en Mataró, una ciudad próxima a Barcelona, y había un cine de verano, en el que veíamos películas al aire libré mientras los chiquillos comíamos pipas. En cuanto salía la primera imagen de Franco mi abuela carraspeaba, escupía en el suelo y murmuraba bajito: «Se creen que nos han vencido, pero están muy equivocados; mientras podamos pensar somos libres», y se señalaba la cabeza diciendo «aquí no mandan». Yo la miraba aterrada, temiendo que en cualquier momento nos detuvieran. Nunca sucedió nada.

– Siempre nos acogió con afecto y nunca nos preguntó nada cuando íbamos a verte. La recuerdo siempre de negro, con el moño recogido en lo alto de la cabeza, con la cara llena de arrugas. Había tanta dignidad en ella…

– Sabía de qué hablábamos y lo que nos habíamos propuesto, conocía nuestro juramento. Nunca me lo reprochó; al revés, sólo me aconsejaba que lo que tuviéramos que hacer lo hiciéramos con la cabeza, sin dejarnos llevar por la rabia.

– No sé si lo lograremos.

– En eso estamos, Carlo, en eso estamos. Creo que vamos acercándonos al final, acercándonos a Tannenberg.

– ¿Por qué se habrá puesto al descubierto después de tantos años? No dejo de preguntármelo, Mercedes, y no encuentro la respuesta.

– Los monstruos también sienten. Esa mujer puede ser su hija, su nieta o una sobrina, vete tú a saber. Y por el informe de Marini pienso que la ha enviado a Roma para que les ayuden a encontrar esas tablillas de las que habló la chica en el congreso. Deben de ser muy importantes para ellos, tanto que ha corrido el riesgo de dejarse ver.

– ¿Tú crees que los monstruos también sienten?

– Mira a tu alrededor, piensa en la historia reciente, en todos los dictadores que has visto rodeados de su familia, con sus nietos en brazos, acariciando a su gato. Sadam, sin ir más lejos: no le importaba bombardear con gas las aldeas kurdas, asesinando a mujeres, niños y ancianos, o hacer desaparecer a los opositores a su régimen, y mira lo que cuentan de sus hijos. Han salido igual que él, pero es que además les consiente todo, cuida a sus dos monstruitos como si fueran maravillas. O Ceaucescu, o Stalin, o Mussolini o Franco, o tantos otros dictado-res a los que se les caía la baba con los suyos.

– Lo mezclas todo, Mercedes -rió Carlo-, los metes a todos en el mismo paquete. ¡Tú también eres una anarquista!

– Mi abuela era anarquista, mi abuelo también. Mi padre era anarquista.

Se quedaron en silencio, evitando seguir hurgando en heridas que aún sangraban.

– ¿Hans ha llamado ya a ese Tom Martin? preguntó Mercedes para cambiar el rumbo de la conversación.

– No, pero me dijo que en cuanto concierte la cita nos llamará. Supongo que esperará dos o tres días antes de hacer nada. Acaba de llegar y su hija Berta se alarmaría si se vuelve a marchar.

– Podría encargarme yo. Al fin y al cabo no tengo familia y por tanto nadie me va a pedir explicaciones de adónde voy ni a quién llamo.

– Dejemos que lo haga Hans.

– ¿Y tú amigo Luca?

– No te cae bien, lo sé, pero es una buena persona y nos ha ayudado, nos continúa ayudando. Me llamó antes de que saliera para aquí. Me aseguró que no había novedad, que por ahora sus ex colegas no habían movido pieza. No quiso alarmarme, pero cree que alguien ha husmeado en los archivos buscando información sobre lo sucedió. No han encontrado nada porque él nunca abrió una carpeta. El caso lo llevaba él directamente y daba las órdenes a sus hombres sin decirles quién era el cliente. Cree que también han revisado su despacho. Ha buscado micrófonos por todas partes y no ha encontrado nada; aun así, me llamó desde una cabina. Quedamos en, vernos mañana. Se pasará por la clínica.

– ¿Tannenberg?

– Puede ser él, la policía o vete tú a saber quién.

– Sólo puede ser él o la policía; no hay nadie más a quien le pueda interesar lo que ha pasado.

– Tienes razón.

Continuaron charlando hasta tarde. Pasaría algún tiempo antes de que volvieran a verse.

Загрузка...