15

Robert Brown entró en la mansión de estilo neoclásico escondida en un parque lleno de robles y hayas.

Lloviznaba; cuando bajó del coche, un mayordomo le aguardaba con el paraguas abierto. No era el primero en llegar: el murmullo de las conversaciones mezclado con alguna carcajada y el tintinear de las copas llegaba hasta la escalera por la que se ascendía a la casa.

Su Mentor se encontraba en la entrada recibiendo a los invitados.

Alto, delgado, con ojos azules fríos como el hielo y el cabello blanco que un día fue del color del oro, aparecía imponente. Nadie dudaba que aquel hombre tenía mucho poder en las manos a pesar de sus muchos años. ¿Cuántos tendría?, se preguntó Brown, aunque calculaba que hacía tiempo que habría traspasado los ochenta.

Varios secretarios de Estado, casi todo el staff de la Casa Blanca, senadores, congresistas, fiscales y jueces, junto a banqueros y presidentes de multinacionales, petroleros y brokers, hablaban animadamente en los salones exquisitamente decorados, en cuyas paredes colgaban cuadros de grandes maestros.

El favorito de Brown era un Picasso de la época rosa, un arlequín trágico y burlón que colgaba encima de la chimenea del salón principal, donde además se podía admirar un Monet y un Gauguin.

En otro salón colgaban tres cuadros del quatrocento, junto a un Caravaggio.

La mansión era un pequeño museo. Cuadros de grandes maestros del impresionismo, mezclados con El Greco, Rafael o Giotto. Pequeñas figuras de marfil, junto a tablillas del imperio babilónico, dos imponentes bajorrelieves egipcios del Imperio Nuevo, un león alado asirio…

Por donde quiera que se posara la vista se encontraba una obra de arte que evidenciaba los gustos del dueño de la casa.

Paul Dukais se acercó a Robert Brown con una copa de champán en la mano.

– ¡Vaya, estamos todos!

– Hola, Paul.

– ¡Menuda fiesta! Hacía tiempo que nadie lograba reunir a tanta gente poderosa. Esta noche están aquí casi todos los que mueven los hilos del mundo. Sólo falta el presidente.

– Ni se nota.

– ¿Podemos hablar?

– Éste es el mejor lugar para hablar. Nadie se fijará en nosotros, todo el mundo habla y hace negocios. Con tal de que encuentres una copa para tener en la mano…

Llamaron a un camarero y Robert pidió un whisky con soda; luego buscaron un rincón donde charlar a la vista de todos, como dos buenos conocidos.

– Alfred nos creará problemas -aseguró Dukais.

– Cuéntame otra novedad.

– He hecho lo que me has pedido. Uno de mis mejores hombres, un coronel retirado ex boina verde, Mike Fernández, se irá con Yasir a El Cairo para reunirse con Alfred. Confío en Mike, es un tipo con cabeza.

– Hispano…

– En el ejército ya no hay norteamericanos de origen anglosajón. Son los negros y los hispanos los que luchan por nosotros. Y hay gente capaz entre ellos, han tenido que luchar duro para llegar, de manera que no les desprecies a todos.

– No los desprecio, es que no sé si un hispano se va a poder entender con Alfred. Él es como es.

– Tendrá que entenderse. Estoy seguro de que Mike le caerá bien.

– ¿Ese Mike es dominicano, puertorriqueño, mexicano…?

– Es norteamericano de tercera generación, nació aquí y sus padres también. Fueron sus abuelos los que cruzaron el Río Grande. No tienes nada que temer.

– No me terminan de gustar los hispanos.

– A ti no te gusta nadie que no sea blanco como la leche.

– ¡No digas tonterías! Tengo buenos amigos árabes.

– Sí, pero para ti los árabes son otra cosa, no sé por qué pero lo son, a pesar de que ahora no es políticamente correcto tener amigos entre ellos.

– Mis amigos no venden baratijas en ningún bazar.

– Bueno, no perdamos el tiempo en tonterías. Dime hasta dónde puede llegar Mike con Alfred.

– ¿A qué te refieres?

– Si Alfred no colabora, si no juega limpio, ¿qué hemos de hacer?

– Por lo pronto, que se conozcan, que pongan la operación en marcha y ya veremos lo que nos va contando tu hombre, pero sobre todo quiero saber qué dice Yasir.

– ¿Y con la nieta?

– Si encuentra la Biblia de Barro se la quitáis procurando que las tablillas no sufran ningún daño. Esas tablillas no le pertenecen ni a Alfred ni a su nieta. La misión es cogerlas y traerlas: aquí intactas.

– ¿Y si la chica no colabora?

– Paul, si Clara no colabora, peor para ella. Tus hombres tienen que hacer lo que te he dicho: por las buenas o por las malas.

– Si encuentran las tablillas antes de que pongamos en marcha la otra operación, acabaremos enfrentándonos a Alfred.

– Por eso debemos evitar utilizar métodos extremos con Clara, salvo que sea imposible hacernos de otra manera con las tablillas. Si eso sucediera, tienes que tener preparado un plan para llevar adelante lo que tenemos que hacer sin contar con Alfred. Yasir te dirá cómo y con quién.

El Mentor se acercó sigilosamente a los dos hombres, tanto que se sobresaltaron al advertirlo a su lado, esbozando una sonrisa que más parecía una mueca.

– ¿Ultimando negocios?

– Cerrando los pequeños detalles de la operación. Paul quiere saber hasta dónde tiene que llegar con Alfred y su nieta.

– Es difícil encontrar el equilibrio -dijo el Mentor mirando hacia ninguna parte.

– Sí, por eso quiero instrucciones precisas, no me gustan los reproches -afirmó Dukais-, ni tampoco los malos entendidos. De manera que me alegro de que estés aquí para decirme cuál es el límite.

El anciano le miró de arriba abajo. Sus ojos reflejaban el desprecio que sentía por Dukais.

– En la guerra no hay límites, amigo mío, sólo cuenta la victoria.

Se dio la media vuelta, yendo a perderse en las conversaciones de otro grupo de invitados.

– Siempre he tenido la impresión de no gustarle -dijo Dukais sin lamentarse.

– Nadie le gusta, pero sabe muy bien a quién necesita y a quién no.

– Y a nosotros nos necesita.

– Efectivamente. Y ya lo has oído: en la guerra no hay límites.


Frank Dos Santos y George Wagner se estrecharon la mano sin más aspavientos. La fiesta estaba en su momento de más animación, con una orquesta de cuerda punteando las conversaciones de los invitados.

– Sólo falta Enrique -dijo George.

– También falta Alfred. Vamos, no seas tan duro con él.

– Nos ha traicionado.

– Alfred no lo ve así.

– ¿Y cómo lo ve? ¿Has hablado con él?

– Sí. Hace tres días me llamó a Río.

– ¡Qué imprudente!

– Estoy seguro de que cumplió con todas las normas de seguridad. Yo estaba en el hotel y me sorprendió la llamada.

– ¿Qué te dijo?

– Quiere que sepamos que su intención no es traicionarnos ni provocar una guerra entre nosotros. Reitera su oferta: dirigir y cuidar del éxito de la operación que hemos puesto en marcha renunciando a su parte a cambio de la Biblia de Barro. La oferta es generosa.

– ¿Y a eso le llamas ser generoso? ¿Sabes lo que valdrán esas tablillas si las encuentra? ¿Sabes que son un elemento de poder para el que las tenga? Vamos, Frankie, espero que no te dejes engañar. Me preocupa que Enrique y tú tendáis a disculpar lo que hace Alfred. Nos ha traicionado.

– No exactamente. Antes de que su nieta fuera a Roma intentó convencernos de que le cediéramos la Biblia de Barro si la encontraba a cambio de todos los beneficios del otro negocio.

– Le dijimos que no y decidió actuar por su cuenta.

– Sí, se equivocó. Pero ahora está furioso creyendo que fuimos nosotros los que mandamos seguir a su nieta.

– ¡No fuimos nosotros!

– Pues deberíamos saber quién y por qué. No me quedo tranquilo si no lo averiguamos.

– ¿Y qué quieres? ¿Que secuestremos al presidente de la compañía de seguridad italiana para que nos cuente quién le contrató? Sería una locura, no podemos cometer ese error.

– No te entiendo, no entiendo cómo no le das importancia a ese suceso. Alguien seguía a Clara y eso no es normal.

– Clara está casada con un funcionario de Sadam, ¿no se te ocurre que alguien pueda pensar que Ahmed Huseini es un espía? Sadam no deja salir a nadie de Irak y resulta que Huseini entra y sale cuando le da la gana. Habrá mucha gente interesada en saber por qué. Vete a saber si no han sido los propios servicios secretos italianos, o de la OTAN, quién sabe. Cualquiera podía querer seguir a Huseini.

– Es que no seguían a Huseini, seguían a Clara.

– Eso no lo sabemos.

– Sí, lo sabemos, no te empeñes en lo contrario.

– Estaremos con los ojos abiertos aquí y allí, no tenemos por qué preocuparnos.

– No te entiendo, George…

– ¿No podéis confiar en mí como siempre?

– Lo estamos haciendo, pero Enrique y yo tenemos un presentimiento y Alfred está enfadado.

– ¡Soy yo el que está enfadado! ¡Nos ha traicionado! ¡No puede quedarse con esas tablillas, no le pertenecen! ¿Es que no os dais cuenta de qué significa lo que ha hecho Alfred? Ninguno de nosotros podemos decidir en función de nuestra conveniencia o interés, ninguno. Los cuatro lo dejamos claro. Y Alfred nos quiere robar.

– ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?

– ¿Yo o nosotros?

– Nosotros, George, hasta dónde llegaremos.

– No hay perdón para la traición.

– ¿Vas a mandar que le maten?

– No consentiré que nos robe lo que es de todos nosotros.


* * *

Clara llevaba una bolsa en la mano. Echó una última mirada a su cuarto diciéndose que olvidaba algo, pero desistió de intentar acordarse. Ahmed la esperaba en la puerta para conducirla a la base militar desde donde un helicóptero la trasladaría hasta Ten Mughayir; de allí viajaría hasta Safran en un todoterreno.

Había rechazado el ofrecimiento de Ahmed para acompañarla y se había negado a que en esta ocasión la escoltara Fátima. Tenía suficiente con los cuatro hombres a los que su abuelo había ordenado que no la perdieran de vista.

Ahmed ya no vivía en la Casa Amarilla. Llevaba varios días instalado en casa de su hermana.

Sabía que su marido había mantenido una larga conversación con su abuelo antes de que éste se marchara a El Cairo. Ninguno de los dos le había querido contar de qué habían hablado. Sólo Ahmed le dijo que a lo mejor retrasaba su salida de Irak hasta que estallara la guerra. Pero no se lo aseguró.

Ella le había insistido para que le explicara por qué, pero su marido se había cerrado en banda.

Con su abuelo no había tenido más suerte.

– Llámame en cuanto llegues, quiero saber que estás bien -le dijo Ahmed.

– Estaré bien, no te preocupes; sólo serán unos días.

– Sí, pero los británicos tienen especial querencia por bombardear esa zona.

– Por favor, no te preocupes. No pasará nada.

Subió al helicóptero y se colocó los cascos para protegerse del ruido de los rotores. A mediodía estaría en Safran, y pensaba disfrutar de la soledad del lugar.

Ahmed vio cómo el helicóptero se deslizaba por el cielo, y también tuvo un sentimiento de liberación. Durante unos días no se sentiría culpable, porque así era como se sentía cuando estaba con Clara. Era consciente del enorme esfuerzo que hacía para no perder el control de sus emociones, para no dejar escapar el más mínimo reproche. Se lo había puesto fácil, muy fácil, y no le había dado opción a dar marcha atrás.

Pero tenía que tomar una decisión difícil: o aceptaba el chantaje al que le sometía el abuelo de Clara y participaba en la última operación ya en marcha o intentaba irse, escapar de Irak.

Sentía sobre la nuca el aliento del Coronel. Sabía que Alfred le había alertado para que le vigilaran, por lo que huir de Irak iba a resultarle complicado. Si se quedaba sería rico; Alfred le había asegurado que le pagaría con generosidad su participación en esta última operación y, además, le ayudaría a salir del país.

Sólo el abuelo de Clara podría garantizarle la huida, pero ¿podía fiarse de él? ¿No le utilizaría para, en el último momento, ordenar que le mataran? No podía saberlo; con Alfred no se podía estar seguro de nada.

Había hablado con su hermana, la única que vivía en Bagdad, y que, como él, soñaba con marcharse; había regresado apenas hacía un año cuando a su marido, un diplomático italiano, le destinaron a Bagdad, y confiaba en que en cuanto empezaran a sonar los tambores de la guerra serían evacuados.

Por lo pronto le habían acogido en su casa, un piso amplio situado en una zona residencial donde vivían muchos diplomáticos occidentales.


Ahmed ocupaba la habitación del más pequeño de sus sobrinos, quien había pasado a compartir el cuarto con su hermano mayor.

Su hermana le decía que pidiera asilo político, pero él sabía en la difícil situación en que pondría a su cuñado si se presentaba en la embajada de Italia solicitando asilo. Provocaría un incidente diplomático, y posiblemente Sadam impediría que se marchara por mucha cobertura diplomática que le dieran los italianos.

No, ésa no era la solución. Tenía que huir por sus propios medios, sin comprometer a nadie, y, mucho menos, a su familia.


Cuando el helicóptero se posó en una base cerca de Tell Mughayir, Clara tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Le dolían las sienes porque el ruido de los rotores había traspasado los cascos protectores.

Buena parte del material de guerra de Irak era chatarra, como aquel helicóptero que le había trasladado hasta allí. El Coronel le había advertido que era el único de que podía disponer.

Ya en el todoterreno, escoltada por un par de soldados y seguida en otro coche por los cuatro hombres de su abuelo, empezó a sentirse mejor.

Hacía calor, un calor seco que aumentaba cuando se cruzaban con algún coche que levantaba una nube de polvo amarillo que terminaba masticando sin saber cómo.

El jefe de la aldea la recibió en la puerta de su casa y le invito a tomar un té. Intercambiaron las formalidades de rigor hasta que, pasado el tiempo que exige la cortesía, Clara le dijo por qué estaba allí y lo que quería.

El hombre la escuchó atento, con una sonrisa, y le aseguró que, siguiendo las instrucciones telefónicas de Ahmed, ya lo tenía todo organizado. Habían comenzado a levantar unas cuantas casas con arcilla, un material que abundaba en la región: igual que tres mil años atrás, una vez limpia de impurezas, la amasaban con agua y añadían paja picada, arena, grava o ceniza. La técnica de construcción era sencilla: iban levantando muros por fases y cuando una parte se secaba añadían el siguiente. Para impermeabilizarlas las recubrían con paja y ramas de palmera.

Tenían terminadas media docena y, al ritmo que iban, otras seis estarían listas antes de que finalizara la semana.

Por dentro eran muy sencillas y no demasiado grandes; eso sí, Ahmed se había preocupado de instalar duchas y servicios sanitarios elementales.

Orgulloso del trabajo que había realizado en tan escaso tiempo, el jefe de la aldea también le aseguró que él mismo había elegido los hombres que necesitaban para la excavación.

Clara le dio las gracias y, dando un rodeo para no ofenderle, le explicó que quería reunirse con todos los hombres de la aldea porque los obreros que necesitaba debían de tener algunas características determinadas. Estaba segura, le dijo, de que él había elegido bien, pero le pedía que le permitiera a ella ver a todos los hombres que estuvieran dispuestos a trabajar en la misión arqueológica.

Después de un largo tira y afloja, Clara decidió nombrar de pasada al Coronel para acabar con la interminable negociación, puesto que el jefe de la aldea insistía en que los hombres sólo los podía elegir él.

Cuando escuchó el nombre del Coronel, el jefe de la aldea accedió a la petición de Clara. Al día siguiente, le dijo, podría reunirse con quien quisiera. Había también mujeres dispuestas a trabajar lavando y limpiando las tiendas de los extranjeros cuando éstos estuvieran excavando.

Caía la tarde cuando Clara le dijo que aceptaba la invitación para alojarse en su casa, junto a su esposa e hijas, hasta que llegara el resto de la expedición. Pero antes, le dijo, quería caminar hasta las ruinas y estar allí un rato, pensando en el trabajo que tenían por delante. El hombre asintió. Sabía que Clara haría lo que le viniera en gana y, además, sobre él no recaería ninguna responsabilidad, ya que su invitada venía escoltada desde Bagdad.

Clara pensó en que sin duda la aldea debía el nombre al color amarillo de la tierra, al polvo amarillo que lo envolvía todo, al color pajizo de las piedras. Le gustaba ese color, que parecía empeñado en uniformizar aquel lugar perdido, tan cercano a la antigua Ur.

Pidió a los escoltas que se mantuvieran a distancia. Quería estar sola, sin sentir su presencia alerta a cada paso que daba. Se negaron porque las órdenes de Alfred habían sido tajantes al respecto: no podían perderla de vista y si alguien intentaba hacerle daño debían matarlo, aunque antes, si era posible, le harían confesar quién era y para quién trabajaba. Ningún hombre podía intentar hacer daño a Clara sin pagar con su vida por, ello.

De nada sirvieron sus protestas; lo más que consiguió fue que se mantuvieran a una distancia prudente, pero siempre teniéndola a la vista.

Anduvo por todo el perímetro despejado acariciando los restos de la piedra con que había sido levantado aquel edificio misterioso. Lo observó desde todos los ángulos, quitando tierra adherida a la piedra y recogiendo pequeños trozos de tablillas que guardaba cuidadosamente en una bolsa de lona. Luego se sentó en el suelo y, apoyándose en la piedra, dejó vagar su imaginación por aquel lugar en busca de Shamas.

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