Fuera hacía un calor infernal; a esa hora, en Sevilla, el termómetro marcaba cuarenta grados. El hombre se pasó la mano por la cabeza, en la que ya no le quedaba ni un solo cabello. Sus ojos azules, hundidos en las cuencas pero con el brillo duro del acero, estaban clavados en la pantalla del ordenador. A pesar de sus más de ochenta años le apasionaba internet.
El timbre del teléfono le sobresaltó.
– Al habla.
– Enrique, me acaba de llamar Robert Brown. Ha sucedido lo que nos temíamos: la chica habló en el congreso de Roma.
– Y ha dicho…
– Sí…
– ¿Has hablado con Frank?
– Hace un minuto.
– George, ¿qué vamos a hacer?
– Lo que habíamos previsto. Alfred estaba advertido.
– ¿Ya has puesto en marcha el plan?
– Sí.
– ¿Robert lo sabrá hacer?
– ¿Robert? Es listo, ya lo sabes, y obedece bien. Hace lo que le mando y no pregunta.
– De niño eras el que mejor manejaba los hilos de las marionetas que nos regalaron en Navidad.
– Es un poco más complicado manejar los hilos de los hombres.
– No para ti. En todo caso, ha llegado el momento de poner punto final. ¿Y Alfred? ¿No se ha vuelto a poner en contacto contigo?
– No, no lo ha hecho.
– Deberíamos hablar con él.
– Hablaremos, pero es inútil; quiere seguir su propio juego, y eso no lo podemos consentir. Ahora no tenemos más remedio que pegarnos a los talones de su nieta. No podemos permitir que se quede con lo que es nuestro.
– Tienes razón, pero no me gusta que nos enfrentemos con Alfred, tiene que haber algún medio de que entre en razón.
– Después de tantos años ha decidido jugar solo. Lo que se propone es una traición.
– Debemos hablar con él. Intentémoslo.
Acababa de colgar el teléfono cuando el ruido de unos pasos presurosos le alertaron. Como un huracán entró en el cuarto un joven alto, delgado y bien parecido, vestido con traje de montar.
– Hola, abuelo, vengo sudando.
– Ya te veo, no me parece muy inteligente que hayas salido a montar con este calor.
– Álvaro me invitó a ver los chotos que han comprado.
– No habrás estado rejoneando, ¿verdad?
– No, abuelo, te prometí que no lo haría.
– Como si cumplieras las promesas… ¿Dónde está tu padre?
– En el despacho.
– ¿Me dejarás trabajar?
– ¡Pero, abuelo, que ya no tienes edad de trabajar! Deja lo que estés haciendo y vamos a almorzar al club.
– Sabes que aborrezco a los del club.
– En realidad aborreces a toda Sevilla. No vas a ningún sitio, la abuela tiene razón: eres un aburrido.
– La abuela siempre tiene razón, soy un aburrido, pero toda esa gente me marea.
– Eso se debe a tu educación británica.
– Será por eso, pero ahora déjame, tengo que pensar. ¿Dónde está tu hermana?
– Se ha ido a Marbella, está invitada en casa de los Kholl.
– Y no me ha dicho ni adiós… Cada día sois más maleducados.
– ¡Pero abuelo, no seas antiguo! Además, a Elena no le gusta estar aquí, en el campo. Sólo a ti, a papá y a mí nos gusta el cortijo, pero ni a la abuela ni a mamá ni a Elena les gusta. Se ahogan entre tanto toro y tanto caballo. Bueno, ¿te vienes al club o no?
– No. Me quedo. No tengo ganas de salir con el calor que hace.
Cuando el anciano se quedó solo, sonrió para sus adentros. Su nieto era un buen muchacho, menos atolondrado que su hermana. Lo único que les reprochaba es que a ambos les gustara mucho hacer vida social. Él siempre había procurado relacionarse poco. Su mujer, Rocío, había sido una bendición. Se habían conocido en aquellas circunstancias… se enamoraron y ella se empeñó en casarse. El padre de ella se opuso al principio, pero luego entendió que era inevitable y, al fin y al cabo, él tenía buenos avales. De manera que se casó con la hija de un delegado provincial del régimen de Franco que se había enriquecido después de la guerra gracias al estraperlo. Su suegro le metió en el negocio, aunque más tarde se dedicó a la importación y exportación y se convirtió en un hombre muy rico. Pero Enrique Gómez Thomson siempre había procurado ser discreto y no llamar la atención más de lo imprescindible. La suya era una respetable familia sevillana, bien relacionada, respetada, que jamás había dado pie a habladurías ni escándalos.
Siempre le estaría agradecido a su mujer. Sin ella no habría podido salir adelante.
Pensó en Frankie y en George. Ellos también habían tenido suerte, aunque en realidad nadie les había regalado nada. Sencillamente, habían sido más listos que los demás.
Robert Brown dio un puñetazo en la mesa y sintió un dolor agudo en la mano. Llevaba más de una hora al teléfono. Primero le había llamado Ralph para contarle la intervención de Clara, lo que le había provocado un fuerte dolor de estómago. Luego había tenido que informar a su Mentor, George Wagner, que le había reprochado que no hubiese sido capaz de evitar la intervención de la chica.
Clara era una caprichosa, siempre lo había sido. ¿Cómo era posible que Alfred hubiera tenido semejante nieta? Helmut era distinto. El chico nunca le dio un disgusto a Alfred. Lástima que muriera tan pronto.
El hijo de Alfred resultó un hombre inteligente; jamás había sido indiscreto, su padre le enseñó a ser invisible y el chico había aprendido la lección, pero Clara… Clara se comportaba como una niña mimada. Alfred le había consentido lo que no había consentido a Helmut. Babeaba con esa nieta mestiza.
Helmut se había casado con una iraquí de cabello negro y piel de marfil. Alfred había aprobado aquella boda, que a él se le antojaba ventajosa porque, decía, su hijo había entrado a formar parte de una vieja familia iraquí. Una familia influyente y rica, muy rica, con amigos poderosos en Bagdad, en El Cairo, en Ammán, de manera que eran respetados y tenidos en cuenta dondequiera que fueran. Además, Ibrahim, el padre de Nur, la esposa de Helmut, era un hombre culto y refinado.
Pensó en Nur. Nunca se destacó por nada excepto por su belleza, y Helmut parecía encantado con ella. Aunque a lo mejor aquella mujer era más inteligente de lo que parecía. Con las musulmanas nunca sabías a qué atenerte.
Alfred había perdido a su hijo y a su nuera cuando Clara era adolescente y había malcriado a su nieta. A él nunca le había gustado Clara. Le ponía nervioso que le llamara tío Robert, le fastidiaba su seguridad, que rozaba la insolencia, y además le aburría el parloteo estúpido con el que le martirizaba cada vez que se veían.
Cuando Alfred la envió a Estados Unidos, pidiéndole que cuidara de ella, no podía imaginar lo cansado que iba a resultarle el encargo, y eso que procuró tenerla lo más lejos posible de Washington. Pero él no podía contrariar a Alfred; al fin y al cabo era su socio y un amigo muy especial de su Mentor George Wagner. Así que la matriculó en una universidad de California. Afortunadamente se había enamorado de ese Ahmed, un hombre inteligente con el que se podía tratar. Casarla con Ahmed Huseini había sido un acierto. Con Huseini se podía hacer negocios. Alfred y él se habían entendido a la perfección con Ahmed; el problema era Clara.
La conversación que acababa de mantener con Ralph Barry le había amargado el día; le produjo un fuerte dolor de cabeza justo cuando tenía que almorzar con el vicepresidente y un grupo de amigos, todos hombres de negocios interesados en conocer la fecha en que se iba a bombardear Irak. Pero la conversación que acababa de mantener con su Mentor había sido aún peor. El hombre le había instado a que se hiciera con las riendas de la situación y, si no había más remedio, incluso que ayudara a la pareja. Ya que se había desvelado la existencia de la Biblia de Barro, no podían permitir que Alfred y su nieta se quedaran con ella. Las órdenes habían sido tajantes: hacerse con la Biblia de Barro, si es que aparecía, claro.
– Smith, póngame de nuevo con Ralph Barry.
– Sí, señor Brown. Por cierto, acaba de llamar la asistenta del senador Miller para confirmar si asistirá usted al picnic que ha organizado la esposa del senador para este fin de semana.
«Otra estúpida -pensó Brown-. Todos los años organiza la misma farsa: una fiesta campestre en su finca de Vermont donde nos obliga a tomar limonada y emparedados sobre mantas de cachemir dispuestas en el suelo.» Pero Brown sabía que tendría que ir porque Frank Miller era más que un senador: era un texano con intereses en el sector del petróleo. Al maldito picnic asistirían los secretarios de Defensa y de Justicia, el secretario de Estado, la consejera de Seguridad Nacional, el director de la CIA… y también su Mentor. Era una ocasión ideal para hablar a solas sin que nadie les prestara atención, precisamente porque lo harían ante cientos de ojos. Lo peor era el numerito de estar todos tirados por el suelo comiendo bocadillos y haciendo como que lo pasaban bien. Cada septiembre el famoso picnic se convertía para él en una pesadilla.
El timbre del teléfono y la voz de Ralph Barry le sacaron de sus pensamientos.
– Dime, Robert… ¿alguien relaciona a la señora Tannenberg con nosotros?
– No, en absoluto. Ya te he dicho que no te preocupes.
A pesar de las protestas de algunos profesores, era difícil impedir que participaran. Durante años Ahmed Huseini ha tratado con muchos arqueólogos. No se podía excavar en Irak sin su visto bueno.
– Bien, mejor así, pero tenías que habérselo impedido.
– Robert, no era posible. Nadie podía evitar que se inscribiera y pretendiera intervenir. No hubo manera de convencerla. Me aseguró que contaba con el consentimiento de su abuelo y que te debería bastar a ti.
– Alfred chochea.
– Puede ser; en todo caso, su nieta está obsesionada con la Biblia de Barro… ¿De verdad crees que existe?
– Sí. Pero no debería haber desvelado su existencia, ahora. En fin, la encontraremos y será nuestra.
– Pero ¿cómo?
– No tendremos más remedio que ayudarles a encontrarla y cuando la encuentren… En vista de lo sucedido, sólo nos queda cambiar de planes. ¿Serán capaces de formar un grupo de arqueólogos para planificar la excavación? Tendremos que encontrar la manera de que dispongan de financiación. Tendremos que pensar en algo.
– Robert, la situación en Irak no está para organizar excavaciones. Todos los gobiernos europeos, además del nuestro, aconsejan no viajar a la zona. Sería un suicidio ir allí ahora. Deberíamos esperar.
– ¿Te estoy escuchando bien, Ralph? Entérate de que ahora es el mejor momento para ir a Irak. Estaremos allí, pero lo haremos a mi manera. Irak se ha convertido en la tierra de las oportunidades, sólo un tonto no sabría verlo.
– El profesor Yves Picot es el único que parece interesado en lo que contó Clara. Me ha dicho que le gustaría hablar con Ahmed, ¿qué debo de hacer?
– Que hablen. Confío en Ahmed. Él sabe lo que tiene que hacer, pero antes pídele que mande a su esposa a Bagdad o al infierno, pero que se vaya antes de que termine con todos nosotros.
Ralph rió entre dientes. La misoginia de Robert Brown era casi enfermiza. Aborrecía a las mujeres, se sentía incómodo con ellas. Era un solterón empedernido al que no se le conocían relaciones sentimentales de ninguna índole. Incluso con las esposas de sus amigos le costaba ser amable. Ni siquiera tenía una secretaria, como todo el mundo, porque Smith era un sexagenario políglota y estirado que llevaba toda su vida junto a Robert Brown.
– De acuerdo, Robert, veré lo que puedo hacer para que Clara regrese a Bagdad. Hablaré con Ahmed. Pero no es una mujer fácil, es orgullosa y testaruda.
«Como su padre, y su abuelo -pensó Brown-, pero sin su inteligencia.»
Al asesor del presidente le gustaba la comida española, de manera que les había invitado a almorzar cerca del Capitolio, en un restaurante español.
Robert Brown llegó el primero. Siempre era extremadamente puntual. Le enfurecía esperar y que le hicieran esperar. Confiaba en que al asesor presidencial no le retrasara ninguna emergencia de última hora.
Poco a poco fueron llegando todos los comensales: Dick Garby, John Nelly y Edward Fox. El hombre de la Casa Blanca fue el último y traía un humor de perros.
Les explicó que se estaban complicando las negociaciones con los europeos para que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas avalara la acción militar contra Irak.
– Hay estúpidos en todas partes. Los franceses van a lo suyo, como siempre; se creen que aún son algo y son una mierda. Lo de los alemanes es una traición; Alemania tiene la obligación moral de apoyarnos, pero ese gobierno rojiverde está más preocupado en conseguir aplausos de la prensa liberal que en cumplir con sus compromisos.
– Siempre contamos con el Reino Unido -apostilló Dick Garby.
– Sí, pero no es suficiente -respondió con gesto grave el Visor de Bush-. También tenemos a los italianos, españoles, portugueses, polacos y no sé cuántos países más, pero no cuentan, hacen bulto pero no cuentan. Los mexicanos también nos están haciendo un plante, y los rusos y los chinos se frotan las manos viendo nuestras dificultades.
– ¿Cuándo atacamos? -preguntó directamente Robert Brown.
– Los preparativos están en marcha. En cuanto los chicos del Pentágono nos digan que están listos, bombardearemos Irak en serio. Calculo que en unos cinco o seis meses como mucho. Estamos en septiembre, pongamos que para la primavera. Ya os avisaré.
– Habría que empezar a poner en marcha el Comité para la Reconstrucción de Irak -dijo Edward Fox.
– Sí, ya lo hemos pensado. En tres o cuatro días os llamarán. La tarta es grande, pero hay que estar los primeros para aprovechar los mejores bocados -respondió el vicepresidente-. Pero decidme qué queréis e iremos adelantando.
Mientras degustaban bacalao al pil-pil, un plato típico del norte de España, los cuatro hombres sentaban las bases de los futuros negocios que harían en Irak. Todos tenían intereses en empresas de construcción, petróleo, bienes de equipo; era tanto lo que se iba a destruir y tanto lo que luego habría que levantar…
El almuerzo les resultó provechoso a los cuatro. Volverían a verse durante el fin de semana en el picnic de los Miller. Allí continuarían hablando, siempre que sus esposas les dejaran.
Robert Brown regresó a la fundación, situada en un edificio de acero y cristal no lejos de la Casa Blanca. Las vistas eran agradables, pero a él nunca le había terminado de gustar Washington. Prefería Nueva York, donde la fundación conservaba un pequeño edificio situado en el Village. Era una casona de finales del siglo XVIII construida por un emigrante alemán que se había hecho rico vendiendo telas que importaba de Europa. Fue la primera sede de la fundación y, pese a que ya no tenía ninguna utilidad, nunca se había querido desprender de ella. Cuando estaba en Nueva York tenía las citas importantes en el despacho de su casa, un espléndido dúplex sobre Central Park. Había acondicionado la parte de abajo para poder trabajar, y en el piso de arriba había instalado un salón, además del dormitorio.
A Ralph Barry también le gustaba la casona del Village; él sí que trabajaba allí cuando tenía que ir a Nueva York. Ésa era también una excusa que se daba Brown para no desprenderse de la casa. Al fin y al cabo, Barry era su segundo, el motor de la fundación.
– Smith, quiero hablar con Paul Dukais. Ahora.
No había transcurrido un minuto cuando pudo escuchar la voz ronca de Dukais al teléfono.
– Paul, amigo mío, me gustaría que cenáramos juntos.
– Claro, Robert, ¿cuándo te viene bien?
– Esta noche.
– ¡Uf, imposible! Mi mujer me lleva a la ópera. Tendrá que ser mañana.
– No queda mucho tiempo, Paul. Estamos a punto de iniciar una guerra, déjate de óperas.
– Con guerra o sin ella, tengo que ir a la ópera. Para hacer la guerra necesito tener el frente doméstico en paz, y Doris se queja de que no la acompaño a los actos sociales que dice nos dan respetabilidad. Se lo he prometido, Robert, a ella y a mi hija, de manera que aunque declaremos la tercera guerra mundial, esta noche iré a la ópera. Podemos cenar mañana.
– No, pasemos de la cena, nos veremos a primera hora. Te invito a desayunar en mi casa. Es mejor que ir a mi despacho o al tuyo. ¿Te parece bien a las siete?
– Robert, no exageres, estaré en tu casa a las ocho.
Brown se encerró en su despacho. A las siete y media Smith tocó suavemente en la puerta.
– ¿Me necesita, señor Brown?
– No, Smith, vete. Nos veremos mañana.
Continuó trabajando un rato más. Había diseñado un minucioso plan de lo que haría en los próximos meses. La guerra estaba a punto de comenzar y él quería tenerlo todo previsto.
Ralph Barry se cruzó en la puerta del Palacio de Congresos con un hombre joven, de cabello castaño, delgado y nervioso, que discutía con un guardia de seguridad para que le dejaran entrar.
A Barry le llamó la atención la insistencia del joven. No, no era arqueólogo, ni periodista, ni historiador; se negaba en redondo a decir quién era, pero se empeñaba en entrar. En ese momento llegó el taxi que había pedido, por lo que no supo cómo terminaba el forcejeo dialéctico entre el guardia y el joven.
El sol iluminaba el obelisco de la Piazza del Popolo. Ralph Barry y Ahmed Huseini almorzaban juntos en La Bolognesa. Como siempre, el restaurante estaba lleno de turistas. Ambos lo eran.
– Explíqueme la situación exacta del lugar donde están los restos del edificio. El señor Brown ha insistido en que me dé esas coordenadas. También quiero saber con qué medios podrían arreglarse para hacerlo solos. No podemos intervenir. Sería un escándalo que una fundación norteamericana invirtiera un dólar en una excavación en Irak. Otra cosa, su esposa, Clara. ¿Puede controlarla? Es… perdóneme el adjetivo, pero es demasiado indiscreta.
Ahmed se sintió incómodo por la alusión a Clara. En eso sí era iraquí. De las mujeres no se hablaba, y menos de las mujeres de uno.
– Clara se siente orgullosa de su abuelo.
– Muy loable, pero el mejor servicio que puede hacer a su abuelo es no ponerle en evidencia. Alfred Tannenberg ha basado el éxito de sus negocios en la discreción, usted sabe bien lo puntilloso que siempre ha sido al respecto. Por eso no entendemos a qué viene en estos momentos anunciar la existencia de la Biblia de Barro. Dentro de unos meses, una vez que Estados Unidos se haya hecho con Irak podríamos haber organizado una misión para excavar. Quizá si usted le pidiera a Alfred que hablara con Clara, que le explicara algunas cosas…
– Alfred está enfermo. No le voy a aburrir con la lista de sus achaques; tiene ochenta y cinco años y le han encontrado un tumor en el hígado. No sabemos cuánto vivirá; afortunadamente la cabeza le funciona a la perfección. Continúa teniendo un genio de mil demonios y está encima de todo, no suelta las riendas del negocio. En cuanto a Clara, es su niña, y nada de lo que ella haga o diga le parece mal. Él ha decidido que era el momento de sacar a la luz la Biblia de Barro, sé que es la primera vez que George Wagner y Robert Brown no están de acuerdo con él, pero ya le conoce, es difícil torcer su voluntad. Ah, Ralph, olvídese de que la presencia norteamericana en Irak vaya a ser un paseo militar. No servirá de nada.
– No sea pesimista. Ya verá como las cosas cambian. Sadam es un problema para todos. Y a ustedes no les pasará nada; el señor Brown se encargará de que puedan regresar a Estados Unidos. Hable con Alfred.
– Sería inútil. ¿Por qué no lo hace el señor Wagner o el señor Brown? Es más fácil que Tannenberg les escuche a ellos.
– El señor Brown no puede hablar con Irak. Usted sabe que las comunicaciones están intervenidas, que cualquier llamada a Irak es registrada. En cuanto a George Wagner… es Dios, y yo no formo parte de su corte celestial. Sólo soy un empleado de la fundación.
– Entonces no se preocupe de Clara, ella no representa ningún problema en Irak. Le diré lo que necesitamos, pero me pregunto si será posible que nos pongamos a excavar cuando mi país está sufriendo un bloqueo, y la última de las preocupaciones de Sadam es encontrar más tablillas cuneiformes. Puede que no encontremos gente suficiente para trabajar, y los que encontremos tendríamos que pagarles cada día.
– Dígame la cantidad; procuraré que se lo lleve.
– Usted sabe que nuestro problema no es el dinero, sino los medios. Necesitamos más arqueólogos, los aparatos y el material los puede comprar Alfred, pero los expertos están en Europa, en Estados Unidos. Mi país está quebrado, a duras penas somos capaces de conservar el patrimonio de nuestros museos.
– Alfred no debe de financiar esta misión, al menos directamente. Llamaría mucho la atención. Hay miles de ojos en Irak, de manera que sería más práctico encontrar financiación exterior, alguna universidad europea. El profesor Yves Picot está interesado en hablar con usted. Es alsaciano, un hombre muy especial. Dio clases en Oxford y…
– Sé quién es Picot; desde luego, no es mi arqueólogo favorito, es un tanto heterodoxo, y las malas lenguas dicen que le invitaron a abandonar Oxford por una relación sentimental con una alumna, algo que está tajantemente prohibido en esa institución. Es un hombre que se aparta de las normas.
– No me dirá que, dada la situación, a usted le preocupan las normas. Picot cuenta con un grupo de antiguos alumnos que le adoran. Es rico. Su padre tiene un banco en las islas del Canal; en realidad era de la familia de la madre de Picot, y allí trabaja toda la familia a excepción de él. Es insoportable, pedante, déspota. Yo diría que es un arqueólogo con suerte, con la suerte de haber contado con una familia de dinero. Sí, ya sé que no es un mirlo blanco, pero es el único que se ha interesado por esas dos tablillas que encontró Alfred. Usted decide si quiere hablar con él. Picot es el único lo suficientemente loco como para irse a excavar a Irak.
– Hablaré con él, pero no me gusta como opción.
– Ahmed, usted no tiene ninguna otra opción. Siento decirlo así. Por cierto, Robert quiere que lleve una carta suya a Alfred. La enviará mañana. Vendrá una persona con ella desde Washington, me la dará a mí y yo se la entregaré a usted. Ya sabe que ambos han preferido siempre comunicarse a través de correos personales. La respuesta de Alfred la recogeremos está vez en Ammán, en vez de en El Cairo.
– ¿Sabe una cosa? Yo también me pregunto por qué precisamente ahora Alfred ha decidido hacer pública la existencia de esas tablillas y por qué el señor Brown después de su enfado ha decidido ayudarnos.
– ¿Sabe, Ahmed? Yo tampoco lo sé, pero ellos nunca se equivocan.