Lion Doyle se fijó en el grupo situado en el otro extremo de la barra. Eran periodistas, se notaba a la legua. Dos de ellos iban disfrazados de paramilitares: pantalones verdes de camuflaje, chalecos caqui, botas negras altas atadas con cordones.
Reconocía a los periodistas a la legua por su manía de vestirse con prendas militares cuando les enviaban a cubrir alguna guerra. Muchos jamás pisaban el frente, y lo más cerca que estaban del conflicto era en el bar de un hotel de lujo situada a veces a cientos de kilómetros del peligro real. Ahora mismo, Kuwait estaba repleto de periodistas vestidos de camuflaje que informaban de la tensión en la zona, desde la piscina del hotel.
Otros se jugaban el pellejo esquivando los controles que siempre intentan imponer los mandos militares, no importa de qué bando sean.
Había conocido a periodistas realmente valientes, que a su juicio tenían la audacia de los fanáticos convencidos de que su misión era informar desde el mismísimo infierno para que los ciudadanos conocieran la verdad. Pero ¿qué verdad?
– ¡Vaya, pero si es Lion!
Al escuchar su nombre se puso tenso antes de darse la vuelta y encontrarse con una mujer a la que conocía.
– Hola, Miranda.
– No me digas que estás en Ammán de vacaciones.
– No, no estoy de vacaciones.
– Estás de paso para ir a…
– A Irak, como tú.
– La última vez nos vimos en Bosnia.
– La última y la primera, si no recuerdo mal.
– Y me contaste que estabas conduciendo camiones de una ONG que llevaba alimentos a los pobres bosnios, ¿no es así?
– Vamos, Miranda, no seas rencorosa.
– ¿Por qué había de serlo?
– Quizá porque tuve que irme de Sarajevo sin tiempo para despedirme.
Miranda soltó una carcajada al tiempo que se le acercaba y se ponía de puntillas para llegarle al mentón y darle un par de besos. Luego le presentó a otro hombre que a su lado contemplaba divertido la escena.
– Éste es Daniel, el mejor cámara del mundo. Y éste es Lion. Lion no sé qué más.
Lion no dijo su apellido y estrechó la mano de Daniel. El cámara, mucho más joven que él, no debía de tener más de treinta años y llevaba una coleta cuidadosamente recogida con una goma. Le cayó bien porque no iba disfrazado de militar, sino que al igual que Miranda llevaba vaqueros, botas, un jersey grueso y un anorak.
– ¿A quién vas a socorrer? -quiso saber la mujer. -A nadie, ahora te hago la competencia.
– ¡No me digas! ¿Y cómo?
– No te lo dije en Sarajevo, pero trabajo como fotógrafo para una agencia.
Miranda le miró con desconfianza. Ella conocía a todos los corresponsales de guerra, no importa de qué país fueran. Se encontraban en todos los conflictos, en la región de los Lagos, en Sarajevo, en Palestina, en Chechenia… Y Lion no era uno de ellos, de eso estaba segura.
– Soy fotógrafo, pero no de prensa -le dijo él consciente de la desconfianza que había despertado en Miranda-. Hago fotos para catálogos comerciales y, bueno, cuando falta trabajo, también hago bodas. Ya sabes, sesiones fotográficas de parejas que quieren conservar un álbum sobre el feliz día de su boda.
– Entonces… -quiso saber Miranda.
– Entonces, el jodido trabajo escasea, y a veces tengo que hacer otras cosas, como conducir camiones o lo que se tercie. La agencia que me contrata para los catálogos también tiene contactos con la prensa. El dueño me dijo que ahora Irak interesa a los periódicos y que si era capaz de hacer buenas fotos las podría colocar. Así que voy a probar suerte.
– ¿Y cómo se llama la agencia? -quiso saber Daniel.
– Photomundi.
– ¡Ah, les conozco! -afirmó Daniel-. Contratan a los fotógrafos por obra, les hacen encargos y a veces les dejan tirados sin comprar las fotos. Espero que lo de Irak te salga bien porque si no te va a costar el dinero de haber venido.
– Ya me está costando -dijo Lion.
– Bueno, si te podemos echar una mano… -se ofreció Daniel.
– Os lo agradeceré porque yo no soy periodista; si me., orientáis me vendrá bien. No es lo mismo fotografiar una lata de espárragos para un catálogo que una guerra.
– Desde luego que no es lo mismo -dijo Miranda con el mismo tono de desconfianza.
Daniel no parecía tan desconfiado como su compañera e invitó a Lion a unirse al grupo de periodistas que estaban al otro lado de la barra.
Lion dudó un segundo. No quería rozarse con los periodistas más de lo necesario, pero tampoco podía rechazar la invitación del confiado cámara que acompañaba a Miranda. Se unió a ellos y le presentaron a una docena de corresponsales de guerra de distintos países que estaban organizando el viaje a Irak.
No le hicieron mucho caso. No le conocían, y el que Miranda le presentara como un fotógrafo de catálogos que quería probar suerte como reportero de prensa provocó en todos ellos un sentimiento de suficiencia. Le miraban con condescendencia; ellos estaban curtidos en el campo de batalla, y entre whisky y whisky le contaron que habían tocado la muerte con las manos y visto horrores de los que no se repondrían jamás.
Al día siguiente temprano saldrían en varios coches alquilados en dirección a Bagdad y le invitaron a unirse a ellos, previo pago de la parte correspondiente del alquiler del vehículo. Lion preguntó cuánto le costaría y después de simular que echaba cuentas les dijo que sí, lo que le valió unas cuantas palmadas en la espalda.
Por la mañana estaban todos somnolientos en el vestíbulo del Intercontinental. No parecían la misma tropa alegre de la noche anterior. Los efectos del alcohol y la falta de sueño habían dejado su huella en la mayoría de ellos.
Daniel fue el primero en verle y levantó la mano a modo de saludo, mientras Miranda torcía el gesto.
– ¿Qué te pasa con tu amigo? -quiso saber Daniel.
– No es mi amigo, le conocí cerca de Sarajevo en medio de un tiroteo. En realidad, casi se puede decir que me salvó la vida.
– ¿Qué pasó?
– Un grupo de paramilitares serbios atacaba un pueblo cercano a Sarajevo. Ese día estaba allí con varios colegas de otras televisiones. Los tiroteos nos pillaron en medio. No sé cómo pasó, pero de repente me vi sola en la calle, escondida entre dos coches y con las balas rozándome. Había un francotirador en alguna parte. De repente apareció Lion, no me digas por dónde ni cómo. Sólo sé que le vi a mi lado, me obligó a agachar la cabeza, y me sacó de allí.
»Los serbios podían haber decidido liquidarnos a todos, pero ese día concluyeron que les era más rentable salir en la televisión, así que pudimos marcharnos. Lion me metió en un camión y me llevó a Sarajevo. La verdad es que me impresionó cómo se manejaba en aquella situación. Parecía… parecía un soldado, no un camionero. Cuando me puso a salvo quedamos en vernos más tarde. Desapareció. No le volví a ver hasta anoche.
– Pero no te olvidaste de él.
– No. No me olvidé.
– Y ahora tienes sentimientos encontrados, no sabes qué pensar, y sobre todo no sabes si quieres estar cerca de él. ¿Me equivoco?
– ¡Vamos, Daniel, que pareces psicoanalista!
– Es que te conozco muy bien -respondió Daniel con una sonrisa.
– Es verdad. No nos hemos separado en los últimos tres años. Paso más tiempo contigo que en mi casa.
– El trabajo es el trabajo. Esther se queja de lo mismo, de que estoy más contigo que con ella, y además, cuando llego a casa estoy agotado.
– Qué suerte has tenido con Esther…
– Sí, es estupenda. Otra me habría puesto de patitas en la calle.
– No sé por qué has querido venir cuando estáis a punto de tener un niño.
– Porque somos periodistas y debemos estar donde pasan las cosas, y ahora el lugar es Irak. Esther lo comprende. Al fin y al cabo ella también es del oficio, aunque haga reportajes sobre la familia real.
Lion compartió un todoterreno con Miranda, Daniel y dos cámaras alemanes.
Miranda no parecía de buen humor, y permaneció callada buena parte del viaje sin participar de la conversación de Daniel con sus colegas.
Lion no se engañaba respecto a Miranda. Pese a su aspecto frágil, era una mujer curtida no sólo como corresponsal de guerra sino en otras batallas, en las de la vida.
Aunque delgada y bajita, no mediría ni uno sesenta, con el cabello negro muy corto y los ojos de color miel, Miranda se le antojaba a Lion una fuerza de la naturaleza. La mujer tenía genio, sabía imponerse y sobre todo parecía no tener miedo. Cuando la conoció en aquel pueblo de Sarajevo le sorprendió que a pesar de la situación no se pusiera histérica.
La carretera a Bagdad era tan larga como polvorienta. Había más tráfico de lo habitual, pues las ONG preferían llevar sus cargamentos desde Ammán; se cruzaron con dos convoyes de camiones, además de con autobuses en las dos direcciones. En la frontera de Jordania con Irak un autobús repleto de iraquíes intentaba convencer a la policía de fronteras de Irak para que les dejaran pasar. Algunos tuvieron suerte; otros, una vez examinados sus papeles, fueron detenidos con malas maneras.
Los periodistas se bajaron de los coches para tomar imágenes de la escena y preguntar qué pasaba. No recibieron respuesta, pero sí amenazas, por lo que decidieron continuar. Querían evitar los problemas antes de llegar a su destino.
El hotel Palestina había conocido tiempos mejores. A Lion le costó conseguir una habitación. No había nada sin reserva, le dijo un amable recepcionista desbordado por la avalancha de periodistas que se amontonaba ante el mostrador reclamando sus habitaciones. Lion optó por darle una propina capaz de ablandarle.
Cien dólares le abrieron la puerta de una habitación en la planta octava. El grifo del baño goteaba sin cesar, las persianas no se podían bajar y la colcha de la cama necesitaba ir a la tintorería, pero al menos tenía un techo bajo el que resguardarse.
Sabía que encontraría a los periodistas en el bar en cuanto hubieran dejado los equipajes en las habitaciones. Ninguno comenzaría a trabajar hasta el día siguiente, aunque ya empezaran a buscar a sus intérpretes y guías. El Ministerio de Información contaba con un centro de prensa que proporcionaba intérpretes a los periodistas extranjeros, aunque algunos procuraban buscarlos por su cuenta, conscientes de que las autoridades exigían información a los intérpretes oficiales sobre los periodistas que acompañaban.
– Necesitarás alguien que te acompañe -le dijo Daniel cuando se encontraron en el bar.
– No. No tengo dinero para hacer ese gasto; procuraré arrerglármelas solo. Bastante he invertido en poder llegar… -se excusó Lion.
– Es que te van a obligar; no les gustará tener a un fotografo británico metiendo las narices por todas partes.
– Procuraré no meterme en líos. Verás, mi idea es hacer un reportaje fotográfico sobre la vida cotidiana en Bagdad. ¿Crees que a los periódicos les interesará?`
– Depende de la calidad de las fotos, de su contenido. Tendrías que buscar algo un poco especial -le aconsejó Daniel.
– Lo procuraré. Mañana me iré pronto, quiero fotografiar, cómo se despierta Bagdad, así que esta noche me acostaré temprano; estoy cansado del viaje.
– Cena con nosotros -le invitó Daniel.
– No, que luego os quedáis hasta tarde. He bajado a tomar un té y luego me voy a la cama.
Daniel no le insistió. Él también estaba cansado; entendía que Lion tuviera ganas de meterse en la cama.
Lion durmió de un tirón. No había mentido cuando le dijo a Daniel que estaba cansado. Se despertó con el amanecer y después de una ducha rápida cogió la bolsa con las cámaras y se fue a la calle. Tenía que cubrir las apariencias, por lo que pasó buena parte de la mañana en el bazar y recorriendo las calles de Bagdad. Fotografió todo lo que le llamó la atención, pero sobre todo lo que hizo fue tomar el pulso a la ciudad. Bagdad era una ciudad en estado de sitio donde faltaba de todo, pero, como suele suceder, a algunos no les faltaba nada. Las tiendas estaban vacías, pero si uno sabía llamar en determinadas puertas, podía conseguir productos de primera calidad.
En su larga caminata no había dejado de pensar en una cobertura para presentarse en Safran.
Cuando regresó al hotel después del mediodía no encontró a ningún miembro de la tribu de los corresponsales. Decidió dirigirse al Ministerio de Información para hablar con el responsable de prensa y mostrarle su deseo de viajar a Safran.
Como casi todos los iraquíes Ali Sidqui lucía un espeso bigote negro. Era un hombre corpulento, entrado en carnes, que disimulaba por su elevada estatura y su porte recio. Como segundo responsable del Centro de Prensa procuraba ofrecer la mejor sonrisa a los periodistas que cada día en mayor número acudían a Bagdad.
– ¿En qué podemos ayudarle? -le preguntó a Lion.
Le explicó que era un fotógrafo independiente y le enseñó su credencial de Photomundi. Ali tomó todos los datos de Lion y se interesó por su primera impresión de Bagdad. Cuando llevaban media hora de amigable conversación, Lion fue al grano.
– Quiero hacer un reportaje especial. Verá, sé que se está realizando una importante excavación arqueológica cerca de Mughayir, creo que en una aldea llamada Safran. Me gustaría ir allí y hacer un reportaje sobre la excavación, enseñar al mundo cómo la antigua Mesopotamia sigue desvelando sus secretos. Creo que la misión está formada por gente de media Europa, así que será interesante mostrar que a pesar del bloqueo hay personalidades académicas en Irak.
Mientras escuchaba a Lion, Ali Sidqui pensaba que el reportaje que proponía hacer ese fotógrafo británico podía ser buena propaganda para el régimen. Él no sabía que en Safran hubiera ninguna misión arqueológica, pero no se lo dijo. Le escuchó con interés y prometió telefonearle al hotel Palestina si lograba que sus jefes le dieran un permiso para que viajara a Safran.
Lion podía haber optado por llegar a Safran por sus propios medios, pero sabía que debía de acomodarse a su nueva papel de fotógrafo y hacer lo que el resto de la prensa que recalaba en Bagdad.
Pasó la tarde yendo de un sitio a otro y fotografiando lo que creía de interés. Volvió al hotel con el último rayo de sol.
Miranda estaba en la recepción junto a Daniel. Ellos también acababan de llegar.
– ¡Vaya, el desaparecido! -fue el saludo de Miranda.
– He estado todo el día trabajando. ¿Y vosotros?
– Nosotros no hemos parado. Está gente lo está pasando fatal; hemos visto un hospital que daban ganas de ponerse a llorar, no tienen de nada -se lamentó Daniel.
– Sí, ya me he dado cuenta de los efectos del bloqueo. Me ha sorprendido la gente, lo amables que son a pesar de la situación en la que viven.
– Que es susceptible de empeorar. De eso se van a encargar Bush y sus amigos -afirmó Miranda.
– Bueno, Sadam no es precisamente un angelito -replicó Lion.
– No, no lo es, pero Bush no se lo va a cargar porque le importe Sadam. Lo que le importa es el petróleo.
El tono de voz de Miranda indicaba que estaba dispuesta para la pelea, pero Lion no tenía ningún interés en polemizar. Tanto le daban Bush como Sadam. Estaba en Irak para hacer un trabajo y luego regresaría a la tranquilidad de su granja junto a Marian, así que no respondió, pero Daniel estaba demasiado impresionado de su periplo por Bagdad como para dejar la conversación.
– Son los iraquíes quienes tienen que echar a Sadam, no nosotros.
– Tienes razón, pero me parece difícil que puedan hacerlo. Aquí el que se mueve termina en una prisión y con un poco de suerte le matan rápido. No podemos pedir milagros, la gente sufre las dictaduras porque es difícil derribarlas. O reciben ayuda exterior o se quedan como están -fue la respuesta de Lion.
– A veces lo que reciben del exterior es mierda. Sadam fue un chico de los norteamericanos, como lo fue Pinochet o como lo fue Bin Laden. Ahora no les sirve y toca cargárselo. Bien, que lo hagan, por mí no hay inconveniente; el problema es que para hacerlo van a asesinar a miles de inocentes y van a destruir este país. Cuando termine la guerra Irak habrá dejado de existir -sentenció con rabia Miranda.
– No discutamos. Me parece que todos hemos tenido un día difícil. ¿Por qué no cenamos?
Daniel dijo que estaba cansado y prefería irse a la habitación, pero Miranda aceptó la propuesta de Lion. Se dirigieron hacia el restaurante, donde encontraron a otros periodistas. Se sentaron a una mesa donde había dos reporteros españoles, un irlandés, tres suecos y cuatro franceses. Menos mal que eran capaces de entenderse en inglés.
Cada uno contó la experiencia del día sabiendo que todos se guardaban información. A pesar de la solidaridad entre ellos, también existía competencia.
Después de la cena se instalaron en el bar junto a otros periodistas. «¡Menuda tribu!», pensó Lion, fascinado por las conversaciones cruzadas de unos y de otros, por las extravagantes anécdotas que se contaban y por la personalidad de algunos de ellos.
– ¿Has mandado ya alguna foto? -quiso saber Miranda.
– Mañana las enviaré. Espero tener suerte. Si las venden rápido, me quedaré; de lo contrario tendré que irme.
– Te rindes muy pronto -respondió Miranda con sarcasmo.
– Yo diría que soy realista y que puedo correr determinados riesgos. Por cierto, no te lo he preguntado, ¿de dónde eres?
– ¡Vaya pregunta! ¿Porqué me la haces?
– Porque no sé de dónde eres. Trabajas para una productora de televisión independiente. Hablas un inglés perfecto, pero yo diría que con un ligero acento de no sé dónde. Te he escuchado hablar francés, lo dominas, tanto que si no te hubiese oído hablar inglés, pensaría que eres francesa, pero luego te has enzarzado en una discusión con el de la televisión mexicana, y por la bronca que le estabas metiendo sin dejarle casi hablar, yo diría que también dominas el español.
– O sea, que eres curioso.
– No, pero ¿hay algún motivo para que no me respondas?
– Sí, que no me da la gana. Verás, no soy de ninguna parte. Odio las banderas, los himnos y todo aquello que divide los hombres.
– Pero habrás nacido en alguna parte…
– Sí, he nacido en alguna parte, pero no soy ni de esa parte ni de ninguna parte. Mi elección es ser apátrida.
– ¿Tienes pasaporte de apátrida? -preguntó Lion con curiosidad.
– Tengo un pasaporte de un país comunitario porque para ir de un lugar a otro y que no te detengan en las fronteras tienes que aparentar que eres alguien y eres de alguna parte.
– Vale, no me lo digas.
– Te lo diré. Mi padre nació en Polonia, pero sus padres eran alemanes. Mi madre nació en Inglaterra, pero su padre era griego y su madre española. Yo nací en Francia; dime, ¿de dónde crees que soy?
– ¿A qué se dedicaban tus padres?
– Mi padre era pintor, mi madre diseñadora. No eran de ninguna parte y vivieron en todas partes. Odiaban las fronteras.
– Y te enseñaron a odiarlas.
– Aprendí a odiarlas yo sola, no hizo falta que me aleccionaran.
Miranda dejó de hablar con él y se incorporó a la conversación general.
Lion alcanzó a escuchar que los periodistas españoles preparaban un viaje a Basora, mientras que los suecos querían ir a Tikrit, el lugar de nacimiento de Sadam Husein.
– Y tú, Lion, ¿te quedarás en Bagdad?
La pregunta se la estaba haciendo un periodista francés del grupo que había conocido en Ammán. Dudó unos segundos antes de responder. Decidió decir la verdad.
– Yo quiero ir a la antigua Ur.
– ¿A hacer qué? -quiso saber el francés.
– Me han dicho que hay una expedición arqueológica trabajando cerca, y puede que si hago un buen reportaje de lo que están excavando me lo compren.
– ¿Y dónde está exactamente esa expedición? -insistió el francés.
– Ya sé a qué expedición te refieres -dijo un periodista alemán-. Es la del profesor Picot, ¿no?
– Pues me parece que sí. La verdad es que no sé mucho sobre esa expedición, pero puede ser interesante -fue la respuesta de Lion.
– Creo que han encontrado restos de un palacio o de un templo y que podría haber unas tablillas muy valiosas con una versión de Génesis. Algo así se publicó en el Frankfurter-explicó la periodista alemana-. Lo sé porque hay varios profesores y arqueólogos alemanes en la expedición. Pero no se me había ocurrido que eso importara ahora.
– Bueno, a vosotros quizá no, pero si hago un buen reportaje fotográfico de esa excavación y la agencia lo vende a alguna revista especializada… -se justificó Lion.
– No es mala idea, a lo mejor ahí hay un buen reportaje -dijo una periodista italiana.
– Hasta que Bush bombardee tenemos que llenar con otras cosas -reflexionó uno de los periodistas suecos.
– ¡Hombre, no me piséis el reportaje, que yo voy por libre! -pareció lamentarse Lion.
– No te vamos a pisar nada. Aquí lo compartimos todo -respondió Miranda.
– Vosotros trabajáis para cadenas de televisión y periódicos, yo he venido a la aventura pagándome el viaje… -volvió a lamentarse Lion.
– No seas quejica. No es ningún secreto lo de la expedición; por lo que dice Otto, se ha publicado en los periódicos -insistió Miranda.
– Y en Italia también -afirmó la enviada especial de una agencia de Roma.
Lion interpretó durante un rato más el papel del novato preocupado; luego se despidió y se fue a dormir. Tenía que prepararse para el viaje a Safran, tanto si el Ministerio de Información le daba luz verde como si no.
Le despertó el timbre del teléfono. Ali Sidqui, el hombre del Ministerio de Información, parecía de buen humor.
– Tengo buenas noticias para usted. Mis jefes consideran que es una buena idea que viaje usted a Safran a hacer un reportaje sobre la misión arqueológica. Le llevaremos.
– Muy amable, pero prefiero organizarme por mi cuenta.
– No, no, no puede ser. Allí sólo se puede ir con permiso del Gobierno. Es zona militar, y la misión arqueológica cuenta con protección oficial. Nadie les puede molestar a no ser que vaya con un permiso desde Bagdad. De manera que va con nosotros o no va.
Aceptó. No le quedaba otra opción. Ali Sidqui le indicó que se pasase esa misma mañana por el centro de prensa del ministerio para organizar el viaje. ¿Sabía de algún colega interesado en desplazarse también a Safran? Lion respondió malhumorado que prefería no compartir con nadie su idea y en todo caso, le dijo, que los demás fueran cuando él regresara con sus fotos hechas.
En el Ministerio de Información, Ali Sidqui le presentó a su jefe. Éste parecía entusiasmado con la idea de que en Inglaterra se publicara un reportaje sobre el profesor Picot y su excavación.
– Los intelectuales europeos no nos abandonan -dijo el jefe del centro de prensa.
Lion asintió. Tanto le daba lo que dijera aquel funcionario de Sadam, que le hizo rellenar un cuestionario además de fotografiar su pasaporte.
– Le llamaremos en un par de días. Esté preparado; supongo que no se mareará en helicóptero.
– No lo sé, nunca he montado en uno -mintió Lion.
Tom Martin acababa de recibir un mensaje de Lion. El director de Photomundi le había reenviado a la dirección del correo electrónico que le diera Lion una larguísima carta sobre sus impresiones de Bagdad, anunciando a la vez la suerte que tenía por haber podido desplazarse a un lugar llamado Safran. También le enviaba una colección de fotos rogándole que hiciera lo posible por venderlas.
El director de Photomundi no se interesó especialmente por el e-mail de Lion. Cobraba una sustanciosa cantidad por no ver, ni oír y callar, sobre todo por callar. Lo que sí haría sería intentar vender las fotos; eran mejores de lo que esperaba, aunque en realidad no había esperado recibir ninguna foto de ese tal Lion.
Tom Martin se enfrascó en la lectura del mensaje de su hombre en Irak. Lion ya estaba en Safran, nada menos que con las bendiciones del régimen de Sadam.
«Hoy he llegado a Safran. El helicóptero que me ha transportado era un viejo cacharro soviético que hacía un ruido infernal.
Aquí hay más de doscientas personas trabajando; el jefe de la misión, el profesor Yves Picot, está obsesionado con ganarle la batalla al tiempo. Es consciente de que no disponen dé mucho. He conocido a los miembros más destacados del equipo, que amablemente me instruyen sobre la importancia del trabajo que están realizando. Uno de los arqueólogos, un tal Fabián Tudela, me ha explicado que el templo que están desenterrando es de la época de un rey que aparece en la Biblia y se llamaba Amrafel. Espero que las fotografías y el reportaje sean del interés de los lectores, dada la importancia del trabajo que están realizando.
En el campamento hay una auténtica conmoción, ya que al parecer viene a instalarse aquí durante un tiempo el abuelo de una de las arqueólogas, Clara Tannenberg. La noticia llegó antes que yo, y todos hablaban del personaje. Con sólo oír su nombre algunos se ponen a temblar. Al parecer llegará dentro de tres o cuatro días. Están acondicionando una casa y han traído muebles desde Bagdad para procurarle todas las comodidades posibles.
Como curiosidad te diré que a esta arqueóloga la cuida una mujer, una shií tapada de la cabeza a los pies. Sólo come de lo que esa mujer le prepara, es una vieja sirvienta que también se encargará del abuelo. He creído entender que éste viaja acompañado del marido de su nieta, que ocupa un importante cargo en el Ministerio de Cultura, de un médico y una enfermera, a los que también les están preparando alojamiento, además de instalar un hospital de campaña que ha llegado desde El Cairo. Es evidente que el hombre debe de estar enfermo.
Te hablo de ellos porque aquí todo parece girar en torno a la visita del abuelo de esa arqueóloga.
Esto parece un fortín en vez de una inocente misión arqueológica, pero espero poder llevar a buen término el reportaje.»
El presidente de Global Group sonrió. No le cabía ninguna duda de que Lion Doyle podría hacer lo que eufemísticamente llamaba «reportaje» y que no sería otra cosa que la «sanción» de la familia Tannenberg.
Había tenido suerte con este caso. Encontrar a los Tannenberg en Irak habría resultado más complicado si no hubiese sido porque él ya sabía de su existencia gracias a su amigo Paul Dukais. Pensó que la vida está llena de casualidades maravillosas, porque ¿de qué otra manera se podía explicar que Dukais le hubiese pedido hombres para enviar a Irak a controlar a Clara Tannenberg y que poco después se le presentara el señor Burton en el despacho ofreciéndole dos millones de euros por eliminar a esa familia?
Aún dudaba de si contarle a Paul Dukais el negocio que él mismo estaba haciendo en relación con los Tannenberg, pero volvió a decirse que no debía hacerlo. Era mejor mantener el secreto profesional, sobre todo porque no eran contrapuestos sus intereses y los de Paul.
Marcó el número del móvil del misterioso y escurridizo señor Burton.
No obtuvo respuesta hasta el quinto pitido.
– Al habla.
– Señor Burton, quería informarle de que un amigo mío ha visitado a esos amigos suyos; sepa que están bien, tanto el abuelo como su nieta y el marido de ella. Desgraciadamente el abuelo está enfermo, aún no sé el alcance de la gravedad de su enfermedad, pero espero saberlo en breve.
– ¿No había ningún miembro más de la familia?
– Ninguno que sepamos.
– ¿Cumplirá el encargo?
– Desde luego.
– ¿Algo más?
– Por ahora no, salvo que le interese conocer algún detalle.
– Me interesa saberlo todo.
– Sus amigos están en el sur del país, en un pueblo encantador. Su nieta está trabajando…, cómo le diría…, al frente de un equipo numeroso, y el abuelo acudirá a reunirse con ella. Pero no se preocupe por ellos, están protegidos, no sólo por efectivos regulares; también cuentan con seguridad privada.
– ¿Nada más?
– Digamos que éstos son los detalles esenciales.
– Iré a verle.
– No es necesario. En cuanto sepa algo más le llamaré.
– Hágalo.
Berta había levantado la vista del libro y observaba preocupada a su padre.
– ¿Quién era? -le preguntó.
– De la universidad -respondió Hans Hausser.
– ¿Por qué no te retiras de una vez? No tienes ninguna necesidad de este trajín. Decías que tenías ganas de jubilarte para leer y pensar, y sin embargo no terminas de hacerlo.
– Déjame que termine mis días como quiera. Ir a la universidad y estar con los jóvenes me hace sentirme vivo. A mi edad el tiempo pesa demasiado si alrededor sólo hay soledad.
– ¡Pero tú no estás solo! -protestó Berta-. ¿No contamos nosotros, yo y los niños?
– ¡Por favor, hija, tú eres lo más importante que tengo! Pero entiende que necesito estar activo, creerme que soy algo más que un viejo y que aún puedo servir para algo.
Se levanto y abrazó a su hija. La quería más que a nada ni a nadie, era todo lo que le quedaba. Berta sintió la emoción del abrazo de su padre.
– Tienes razón, es que me preocupo por ti, y últimamente has estado muy raro.
– Berta, déjame tener mis secretos.
– Yo nunca he tenido secretos para ti… -protestó su hija.
– Pero yo soy tu padre, y los padres no les contamos todo a los hijos. Tampoco tú les cuentas todo a los tuyos, ¿me equivoco?
– Papá, son aún pequeños.
– Tú también lo eres para mí. Además, es una broma. No tengo secretos para ti, pero me gusta ser independiente e ir y venir sin tener que explicar dónde. En realidad, lo único que hago es visitar a viejos amigos.
Hans Hausser continuó un rato hablando con su hija, aunque sentía una punzada de angustia en la boca del estómago. Tom Martin le había anunciado que Alfred Tannenberg vivía, de manera que por fin podrían cumplir el juramento que habían hecho cuando eran niños.
Tenía que llamar a Mercedes, a Cario y a Bruno para anunciarles que lo que era una posibilidad en el infinito se había materializado. Aquel viejo enfermo al que se refería Tom Martin sólo podía ser el monstruo que llevaban anidado en las entrañas.
La primera llamada que hizo fue a Mercedes. Sabía que su amiga no dormía ni apenas comía desde el día en que Carlo les llamó desde Roma para decirles que creía haber encontrado a Tannenberg.
Mercedes escuchaba a Hans Hausser y sentía que se le aceleraba el corazón con un ataque de taquicardia.
– Me gustaría ir hasta allí -le dijo a Hans.
– Sería una imprudencia y tú lo sabes; además, no podrías hacer nada.
– A Tannenberg le deberíamos de matar nosotros con nuestras propias manos y decirle por qué, para que supiera por qué le estábamos arrancando la vida.
– ¡Por favor, Mercedes!
– Hay cosas que uno debe de hacer personalmente.
– Sí, pero dadas las circunstancias no podemos hacerlo personalmente. Está en Irak, en un pueblo al sur del país, custodiado por hombres armados.
– Tienes una hija y nietos; Carlo y Bruno también tienen hijos y nietos, de manera que entiendo que vosotros no hagáis locuras, pero yo estoy sola, no tengo a nadie, a mi edad el único futuro es seguir envejeciendo en soledad. No tengo nada que perder.
Hans Hausser se asustó. Temía que Mercedes fuera capaz de ir a Irak e intentar matar personalmente a Tannenberg.
– ¿Sabes, Mercedes?, nunca te perdonaría que Tannenberg siguiera vivo por tu culpa.
– ¿Por mi culpa?
– Sí. Si vas a Irak te detendrán en cuanto intentes acercarte a él y se desbaratará toda la operación que hemos puesto en marcha. Lo único que conseguirás es que Tannenberg viva, que a ti te metan en una cárcel iraquí, y a nosotros… a nosotros también nos detendrán.
– No tiene por qué suceder como dices.
– ¿La soberbia no te deja pensar?
Mercedes se quedó en silencio. Se sentía herida por las palabras de Hans. Sabía que éste tenía razón en lo que le decía. Sin embargo… Llevaba toda la vida soñando en el momento en que hundiría un cuchillo en el vientre de Tannenberg mientras le decía por qué le mataba.
Habían sido muchas las noches de pesadilla en que se acercaba a aquel hombre y le clavaba las uñas en los ojos. Otras le mordía como una loba hasta hacer manar su sangre.
Sentía que debía de ser ella quien le arrancara la vida, que Tannenberg no debía morir sin darse cuenta.
La voz de Hans la devolvió a la realidad.
– Mercedes, te estoy hablando.
– Y yo te estoy escuchando.
– Hablaré con Carlo y con Bruno; no estoy dispuesto a terminar en la cárcel porque la soberbia y la ira te estén nublando la razón. Si te entrometes, no quiero saber nada de este asunto, me retiro, conmigo no contéis.
– ¿Qué dices?
– Que no estoy loco y me niego a correr riesgos innecesarios. Carlo, Bruno, tú y yo somos cuatro viejos. Sí, es lo que somos, y debemos conformarnos con que alguien le mate por nosotros. Si ahora has cambiado de idea, dímelo y te repito, conmigo no cuentes para hacer una locura.
– Siento que te estés enfadando…
– Es algo más que un enfado.
– El único objetivo de mi vida es que todos los Tannenberg mueran retorciéndose de dolor.
– Pero no es necesario hacerlo personalmente.
– Nunca me dejaréis sola. Lo sé.
– Piensa en lo que te he dicho. Ahora voy a llamar a Carlo y a Bruno. Adiós.
El profesor Hausser colgó el teléfono preocupado. Sentía haberle hablado con dureza a su amiga, pero la temía, temía lo que fuera capaz de hacer.
La vida de Mercedes no había tenido otro objetivo que encontrar-a Tannenberg para matarle. Además, la sabía capaz de hacerlo.
Carlo Cipriani se quedó preocupado después de que Hans Hausser le explicara la reacción de Mercedes ahora que habían confirmado que Tannenberg vivía. Lo mismo le sucedió a Bruno. Acordaron que Carlo iría a Barcelona para intentar que Mercedes desistiera de salirse del plan acordado por los cuatro. Bruno insistió en acompañarle, pero tanto Hans como Carlo sabían que si su amigo iba a Barcelona Deborah tendría otro de sus ataques de ansiedad, de modo que le convencieron para que se quedara en Viena; si Carlo no lograba que Mercedes entrara en razón, entonces lo intentarían los tres juntos, pero eso sería en última instancia.
En Barcelona llovía con intensidad. Carlo se abrochó la gabardina y aguardó pacientemente su turno para subir a un taxi al centro de la ciudad. Llevaba un maletín de mano con lo imprescindible, por si tenía que quedarse una noche, pero su idea era regresar esa misma tarde a Roma. Todo dependería de la testarudez de Mercedes.
El edificio donde estaba la empresa de Mercedes descasaba en la falda del Tibidabo. La recepcionista le acompañó a una sala de espera mientras avisaban, le dijo, a la señora Barreda. No tardó ni un segundo en regresar seguida de Mercedes.
– Pero ¿qué haces aquí? -le dijo.
– Tenía que venir a Barcelona y se me ha ocurrido venir a verte.
Mercedes le agarró del brazo y le condujo hasta su despacho. Una vez que su diligente secretaria les trajo café y se quedaron solos, los dos amigos se midieron clavándose los ojos el uno en el otro.
– Hans te ha pedido que vinieras…
– No. Lo he decidido yo. Pero Hans me ha preocupado, y mucho, lo mismo que a Bruno. ¿Qué pretendes, Mercedes?
La voz de Carlo sonaba con dolor, pero también con firmeza, sin concesiones ni disposición a justificarla.
– ¿No puedes entender que le quiera matar yo?
– Sí. Lo puedo entender. Puedo entender tu deseo de matarle, yo también lo tengo, y Hans y Bruno. Pero no es lo que debemos hacer. No sabríamos hacerlo.
– No es difícil clavar un cuchillo en el vientre de un hombre.
– Lo difícil es ir a Irak, lo difícil es que te dejen desplazarte hasta el lugar donde ese hombre está. Lo difícil es que puedas explicar qué haces allí. Lo difícil es que te dejen acercarte a él. Lo difícil es que encuentres el momento para clavarle ese cuchillo. Eso es lo difícil. Por eso hemos contratado a un profesional, a un hombre que sabe qué hacer en estas situaciones, que sabe cómo actuar, y que también sabe matar, que sabrá encontrar el momento oportuno. Nosotros no sabemos hacerlo, aunque le odiemos con todas nuestras fuerzas, aunque nos sintamos capaces de matarle con nuestras propias manos.
– Ni siquiera me dejáis intentarlo… -se quejó Mercedes.
– ¡Por favor! En esto no hay segundas oportunidades. Si lo intentas y fracasas, ya nadie se podrá acercar a Tannenberg, y harías imposible nuestra venganza. No tienes derecho a hacerlo, no lo tienes.
– Tú también te vas a enfadar conmigo -se quejó Mercedes.
– ¿Yo? Te equivocas. Ni yo, ni Bruno ni Hans estamos enfadados contigo. No nos hagas decirte lo que sabes. El sentimiento que nos une a los cuatro es indestructible pase lo que pase. Sólo que en esto no tienes derecho a actuar sin nuestro consentimiento; no es tu venganza, Mercedes, es la de todos, juramos que lo haríamos juntos, no quiebres tú el juramento.
– ¿Por qué no vamos todos?
– Porque sería una estupidez.
Se quedaron en silencio, cada uno con sus propios pensamientos, pensando en qué responder al otro.
– Sé que tenéis razón, pero…
– Si vas nos destruirás a nosotros y no lograrás matar a Tannenberg. Eso es lo único que lograrás. Si vas a hacerlo, dímelo.
– ¡Por favor, me haces sentirme fatal!
– Siéntete fatal. No me importa, lo único que pretendo es que pienses, que pienses como eras capaz de pensar cuando no levantabas ni un palmo del suelo, como has sido capaz de pensar todos estos años, como lo has hecho en los tres últimos meses cuando creímos encontrar a Tannenberg.
– Los árabes dicen que la venganza es un plato que se sirve frío.
– Y tienen razón. Sólo así es posible vengarse. Nosotros no olvidamos, nunca perdonaremos, pero debemos actuar con frialdad. De lo contrario nuestro sufrimiento no habrá servido de nada.
– Déjame pensarlo.
– No. Quiero una respuesta ahora. Quiero saber si debemos de anular la operación de Irak. No podemos poner en peligro la vida del hombre que hemos enviado.
– Es un asesino profesional.
– Tú lo has dicho: profesional. De manera que si ponemos en peligro su vida por interferir en su trabajo nos tendremos que atener a las consecuencias. Hemos contratado a una agencia, una agencia de asesinos.
– Una agencia de seguridad.
– ¡Vamos, Mercedes! Esos hombres están dispuestos a matar, por eso cobran.
– Tienes razón, vamos a dejarnos de tonterías.
– ¿Qué vas a hacer?
– Pensar, Carlo, pensar…
– De manera que no te he convencido…
– No lo sé…, necesito pensar.
– ¡Por Dios, Mercedes, no hagas locuras!
– Nunca os engañaré. No os diré que no voy a hacer algo mientras pienso si voy a hacerlo o no. Prefiero que me odiéis a mentiros.
– Prefieres que Tannenberg viva -sentenció Carlo.
– ¡No! -gritó Mercedes con rabia-. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Quiero matarle yo misma! ¡Yo! ¡Yo! ¡Eso es lo que quiero!
– Veo que es inútil razonar contigo. Suspenderemos la operación. Hans llamará a Tom Martin para que retire a su hombre. Se acabó.
Mercedes miró a Carlo con ira. Se había clavado las uñas en la palma de las manos y un rictus de amargura parecía haber convertido su rostro en una mueca.
– No podéis hacer eso -murmuró.
– Sí, sí podemos, y es lo que haremos. Has decidido romper tu juramento con nosotros, y poner en peligro la operación. Si ya no estás en nuestro barco, se acabó. Renunciamos a la venganza. Nunca te lo perdonaremos, nunca. Después de tantos años de buscarle le hemos encontrado, ahí están Tannenberg y su nieta; podíamos matarlos, estamos a punto de conseguirlo, pero tú, extrañamente, vas a impedirlo porque crees que debes de hacerlo personalmente. Bien, haz lo que quieras. Hemos llegado hasta aquí juntos; a partir de ahora tu irás por tu lado.
Una vena se dibujaba en la sien izquierda de Carlo, evidenciando la tensión que estaba sufriendo.
También Mercedes sentía un dolor agudo en el pecho, fruto de la tensión.
– Qué me estás diciendo, Carlo…
– Que nunca más volveremos a vernos. Que Hans, Bruno y yo no querremos saber nada de ti el resto de lo que nos quede de vida, que no te perdonaremos.
Carlo se sentía agotado por la dureza de la conversación. Quería profundamente a Mercedes e intuía el enorme sufrimiento de su amiga, pero no podía transigir con lo que ella parecía querer hacer.
– No acepto el ultimátum -respondió Mercedes, blanca como la cera.
– Nosotros tampoco.
Volvieron a guardar silencio, un silencio incómodo y espeso que preludiaba el fin de una relación que parecía inquebrantable.
Carlo se levantó del sillón, miró a Mercedes y se dirigió a la puerta.
– Me voy. Si cambias de opinión llámanos, pero hazlo antes de esta noche. Mañana Hans irá a Londres a romper el contrato con Tom Martin.
Mercedes no respondió. Se quedó sentada, hundida en el sofá. Cuando su secretaria entró unos minutos después se asustó. De repente la mujer se le antojaba una anciana, como si le hubieran aflorado miles de pequeñas arrugas que tenía ocultas, y un rictus de amargura deformara su rostro siempre imperturbable.
– Doña Mercedes, ¿se siente bien?
Mercedes no la escuchaba y no respondió. La secretaria se acercó a ella y le puso la mano en el hombro temiendo su reacción.
– ¿Se siente mal? -insistió la secretaria.
Mercedes salió de su ensimismamiento.
– Sí, un poco cansada.
– ¿Quiere que le traiga algo?
– No, no hace falta. No te preocupes.
– ¿Cancelo el almuerzo con el alcalde?
– No, y llama al arquitecto de la obra de Mataró. Cuando le tengas al teléfono me lo pasas.
La secretaria dudó, pero no se atrevió a decirle nada más a su jefa; no era una mujer a la que se pudiera insistir.
Cuando Mercedes se quedó sola respiró hondo. Tenía ganas de llorar, pero hacía demasiados años, desde que su abuela murió, que no se había permitido derramar ni una lágrima, así que hizo un esfuerzo por contenerlas mientras bebía un vaso de agua.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Pensó que podía ser Carlo, pero la voz de su secretaria le anunciaba que tenía en la línea al arquitecto de la obra de Mataró.
Carlo Cipriani estaba desolado. La discusión con Mercedes había resultado una dura batalla. Sabía que no había logrado convencerla; tendría que llamar a Hans y a Bruno para decidir qué harían.
Si Mercedes viajaba a Irak no sólo se pondría en peligro, sino que daría al traste con la operación. Debían decidir qué hacer, aunque quizá si Bruno hablaba con Mercedes tenía más suerte que Hans y él.
En el aeropuerto, una vez que tuvo la tarjeta de embarque para el primer vuelo a Roma, buscó un teléfono desde donde llamar a sus amigos.
Deborah cogió el teléfono y le pidió que aguardara mientras avisaba a Bruno.
– Carlo, ¿dónde estás?
– En el aeropuerto de Barcelona. Mercedes no quiere entrar en razón, hemos discutido; estoy hecho polvo, ha sido una conversación muy dura.
Bruno se quedó callado. Había confiado en que Carlo fuera capaz de convencer a Mercedes. Si él no había podido, nadie podría hacerlo.
– Bruno, ¿estás ahí?
– Sí, perdona, es que me has dejado sin habla. ¿Qué vamos a hacer?
– Suspender la operación.
– ¡No!
– No tenemos más remedio. Si Mercedes sigue en sus trece, sería una locura que continuáramos adelante. Hans tiene que ir a Londres…
– ¡No! No podemos suspender lo que hemos puesto en marcha, llevamos toda la vida esperando y ahora no vamos a retirarnos. ¡Yo no voy a hacerlo!
– Bruno, por favor. ¡No tenemos más remedio!
– No, si vosotros queréis retiraros, hacedlo. Iré a Londres, hablaré con ese hombre y correré con los gastos de la operación.
– ¡Nos hemos vuelto todos locos!
– No, quien se ha vuelto loca es Mercedes. Es ella quien está causando el problema -susurró Bruno.
– Por favor, no discutamos, debemos vernos. Iré a Viena:
– Sí, debemos vernos. Llamaré a Hans.
– Dame unos minutos para que yo le llame. Estará impaciente por saber qué ha pasado con Mercedes.
– De acuerdo. Luego llamadme uno de los dos para decirme dónde nos vemos.
Hans Hausser esperaba impaciente la llamada de Carlo, aunque no imaginaba que se produjera tan pronto. Había mantenido la esperanza de que hubiera convencido a Mercedes y sintió que el mundo se abría bajo sus pies cuando supo que no había sido así. Quedaron en verse en Viena al día siguiente. Entonces decidirían qué hacer.
Cuando Carlo llegó a Roma fue directamente a su consulta. Tenía ganas de ver a sus hijos, de sentir un hálito de normalidad.
Lara y Antonino aún no habían regresado de almorzar y Maria, su secretaria, tampoco estaba.
Encima de la mesa del despacho se encontró el expediente de la esposa de un amigo a la que iba a operar en un par de días su hijo Antonino. Le preocupó ver el resultado de los análisis y la ecografía previos a la intervención. Tendría que hablar con su hijo.
Telefoneó a Alitalia y reservó un billete de avión para Viena. Saldría a las siete de la mañana del día siguiente y regresaría por la noche. Los viajes de ida y vuelta le cansaban menos que cuando tenía que dormir fuera de casa. Además, tenían la ventaja de que sus hijos no se preocupaban si suponían que estaba en Roma.
Lara fue la primera en llegar.
– No te he visto esta mañana, y tampoco estabas en casa -le dijo a su padre.
– ¿Qué querías?
– Comentarte cómo está Carol.
– He visto los análisis y la ecografía. No están nada bien.
– Antonino está preocupado.
– Quiero que me diga qué cree él, y antes de hacer nada, hablar con Giuseppe.
– Antonino piensa que a lo mejor no debería operarla.
– Ya veremos. Vamos a repetir todo otra vez. En todo caso, retrasaremos un par de días la operación hasta que estemos seguros de qué es lo mejor.
– El cáncer se le ha podido extender al intestino.
En ese momento entró Maria seguida de Antonino.
– Hola, padre. ¿Dónde te habías metido?
– Haciendo unas gestiones.
– Tienes cara de cansado.
– Hablemos de lo de Carol.
– En mi opinión, además del estómago puede tener el intestino afectado. No sé con qué nos vamos a encontrar si la abrimos.
– Pero hay que abrirla.
– Es muy mayor…
– Sí, tiene setenta y cinco años, los mismos que yo.
– Pero no está como tú -protesto Lara.
– ¿Qué es lo que proponéis? ¿Un tratamiento paliativo del dolor y dejarla morir?
– No, lo que creo es que debemos de repetir las pruebas, hacer una ecografía de más precisión, para lo que deberíamos mandarla al Gemelli, y luego decidir -explicó Antonino.
– Bien, llamaré al director del Gemelli para que le hagan hoy la eco. Mañana repetís el resto de las pruebas, y pasado mañana la ingresamos. Ahora dejadme, voy a llamar a Giuseppe.
Pasó el resto de la tarde trabajando en el despacho. Cuando salió, eran cerca de las nueve. Estaba cansado y al día siguiente tenía que madrugar.
Deborah les recibió con cara de pocos amigos. Bruno estaba tenso; se notaba que había discutido con su mujer.
– Es una cabezota, no entiende lo que hacemos.
– ¿Sabe lo que estamos haciendo? -preguntó Hans preocupado.
– No, lo que queremos hacer no lo sabe, pero sí que le hemos encontrado. Es mi mujer… -se disculpó Bruno.
– Yo también se lo habría dicho a la mía-le consoló Carlo.
– Y yo a la mía, así que no te preocupes -dijo Hans.
Cuando Deborah entró en el salón con una bandeja con café volvió a mirarles con resentimiento.
– Deborah, déjanos, tenemos que hablar-le pidió Bruno.
– Sí, os dejaré, pero antes quiero que me escuchéis. Yo sufrí tanto como vosotros, también viví en el infierno, perdí a mis padres, a mis tíos, a mis amigos. Soy una superviviente, como vosotros. Dios quiso que me salvara y gracias le doy por ello. Durante toda mi vida he rezado para que el odio y el re-sentimiento no me pudrieran el alma. No ha sido fácil, ni siquiera diré que lo he conseguido. Pero lo que sí sé es que no podemos tomar la venganza con nuestras propias manos porque eso nos convierte en asesinos. Hay tribunales de justicia aquí, en Alemania, en toda Europa. Podríais iniciar un proceso. Ha de ser la justicia quien haga justicia. ¿En qué os convertiréis si mandáis asesinar a un hombre y a su familia?
– Nadie ha dicho que vayamos a asesinarle -respondió muy serio Bruno.
– Os conozco, te conozco. Lleváis toda la vida esperando este momento. Os habéis alimentado mutuamente la sed de venganza por aquel juramento que os hicisteis cuando erais niños. Ninguno de vosotros tiene el valor de dar marcha atrás de aquel juramento. Dios no os perdonará.
– Ojo por ojo, diente por diente -replicó Hans.
– Ya veo que es inútil hablar con vosotros -dijo Deborah saliendo del salón.
Los tres hombres se quedaron en silencio durante un minuto. Luego Carlo les relató detalladamente su pelea con Mercedes. Acordaron que Bruno la llamaría, sería el último en intentarlo.
– Pero no suspenderemos la operación -insistió Bruno.
– Si no lo hacemos, deberíamos informar a Tom Martin de la situación… -sugirió Hans.
– Podrías ir a verle y explicarle lo que pasa, pero antes debemos esperar a ver si Bruno tiene suerte con Mercedes; yo no he sido capaz de convencerla, quizá debería de haberme quedado…
– Vamos, Carlo, hiciste lo que pudiste -le consoló Bruno-. Sabemos cómo es Mercedes. Tengo menos posibilidades de convencerla que tú, no nos lamentemos.
– Es increíble lo testaruda que es… Quizá si fuéramos los tres a verla… -propuso Hans.
– No serviría de nada-fue la respuesta tajante de Bruno.
– Entonces, llámala ahora; esperaremos a que hables con ella y luego veremos qué hacer -fue la respuesta de Carlo.
Bruno se levantó y salió del salón para ir a su estudio. Prefería hablar con Mercedes lejos de los oídos de Deborah.
Mercedes estaba en su despacho. Bruno notó un deje de ansia en su voz.
– Bruno, ¿eres tú?.
– Sí, Mercedes, soy yo.
– Estoy hecha polvo.
– Nosotros también.
– Quiero que me entendáis.
– No, no quieres que te entendamos. Lo que nos pides es que seamos tus comparsas. Has decidido que los cuatro ya no somos uno, sino cuatro, rompiendo el juramento que hicimos. Me gustaría que recapacitaras, nos estás haciendo sufrir muchísimo.
Ninguno de los dos habló. Se oían respirar a través de la línea del teléfono, pero ni Mercedes era capaz de pronunciar palabra ni tampoco Bruno, por lo que los segundos se les hicieron interminables. Por fin Bruno volvió a romper el silencio.
– ¿Me escuchas, Mercedes?
– Sí, Bruno, te escucho, y no sé qué decirte.
– Quiero que sepas que desde aquello nunca había vuelto a sufrir como en los últimos días. Lo mismo les pasa a Carlo y a Hans. Lo peor es que has convertido en inútil nuestra razón de vivir, todos estos años no habrán servido de nada. Tu abuela no habría actuado así. Lo sabes.
De nuevo quedaron en silencio. Bruno se sentía agotado. Notaba la boca seca y dolor de estómago; además, estaba a punto de echarse a llorar.
– Siento el dolor que os estoy causando -acertó a murmurar Mercedes.
– Nos estás quitando años de vida. Si continúas adelante, yo ya no quiero vivir. ¿Para qué? ¿Por qué he de hacerlo?
La desesperación de Bruno era real. Lo que le decía le salía de lo más hondo de su ser. Verbalizaba su angustia y la de sus amigos, y Mercedes lo sabía.
– Lo siento. Perdonadme. No me moveré, creo que no me moveré.
– No me sirve que me digas que crees que no te moverás, necesito la verdad -la conminó Bruno.
– No haré nada. Te doy mi palabra. Si cambiara de opinión, os lo diría.
– No nos puedes tener así…
– No, no puedo, pero tampoco puedo mentiros. De acuerdo, no haré nada. No voy a hacer nada, pero si volviera a cambiar de opinión os llamaría.
– Gracias.
– ¿Y Carlo y Hans?
– Están destrozados, como yo.
– Diles que estén tranquilos, no haré nada. ¿Tenemos más noticias de allí?
– Ninguna. Debemos esperar.
– Esperaremos.
– Gracias, Mercedes, gracias.
– No me des las gracias, soy yo quien os tiene que pedir perdón.
– No hace falta, lo importante es que los cuatro estemos unidos.
– He estado a punto de tirar por la borda nuestra amistad. Lo siento.
– No digas nada, Mercedes, no digas nada.
Bruno colgó el teléfono sin poder contener las lágrimas. Lloró mientras rezaba agradeciendo a Dios que le hubiese ayudado a convencer a Mercedes. Luego fue al baño a lavarse la cara y regresó al salón.
Carlo y Hans estaban en silencio, meditabundos e impacientes.
– No hará nada -les dijo al entrar.
Los tres hombres se fundieron en un abrazo, llorando sin sentir vergüenza. Bruno acababa de librar una batalla que se les había antojado imposible de ganar.