– ¿Quién hizo la primera cabra?
– Él.
– ¿Y por qué una cabra?
– Por la misma razón que hizo a todos los seres que habitamos la Tierra.
El niño conocía estas respuestas, pero le gustaba provocar a su tío Abrán. [2] Éste había cambiado mucho. Hacía tiempo que se había convertido en un hombre extraño, que buscaba la soledad y se alejaba de los suyos diciendo que necesitaba pensar.
– Pues no entiendo la razón. ¿Para qué quiere a las cabras? ¿Para que nosotros las cuidemos? Y a nosotros, ¿para qué nos quiere, para hacernos trabajar?
– A ti, para que aprendas.
Shamas se calló. Su tío le recordaba que a esa hora debería estar en la casa de las tablillas haciendo sus tareas. Su otro tío el um-mi-a [3] volvería a quejarse de él a su padre y éste le volvería a reprender.
Esa mañana camino de la casa de las tablillas había visto a su tío Abrán caminar entre las cabras en busca de pastos verdes y le había seguido, aun sabiendo que su tío prefería estar solo y no hablar con nadie. Pero siempre se mostraba paciente con él. En realidad no era su tío directo, sino un familiar lejano de su madre pero pertenecían a la misma tribu; todos reconocían la autoridad de Téraj, el padre de Abrán, aunque el prestigio del hijo corría paralelo al del padre y muchos hombres de la tribu acudían a Abrán en busca de consejo y de guía. Téraj no se ofendía, porque ya había entrado en la ancianidad y dormitaba buena parte del día. A su muerte sería Abrán quien se encargaría de todos.
– Me aburro -explicó el niño a modo de excusa.
– ¿Ah, sí? ¿Y de qué te aburres?
– El dub-sar [4] que nos enseña no es muy alegre, seguramente porque aún no domina la caña como le gustaría al sesgal [5] o al um-mi-a Ur-Nidaba. Al dub-sar Ili, que es quien se encarga de nosotros, no le gustan los niños, se impacienta, y nos hace repetir las mismas frases hasta que a su juicio están perfectas. Luego, cuando a mediodía nos exige decir la lección en voz alta se enfada si vacilamos y no tiene piedad a la hora de encargarnos ejercicios de escritura y matemáticas.
Abrán sonrió. No quería que el pequeño Shamas se envalentonara aún más si le manifestaba comprensión ante la rigidez de su maestro. Shamas era el niño más inteligente de la tribu y su misión era estudiar y convertirse en escriba o sacerdote. Se necesitaban hombres sabios para realizar los cálculos para construir canales que llevaran el agua a la tierra seca. Hombres que supieran poner orden en los graneros, controlar la distribución del trigo, otorgar préstamos; hombres que guardaran el conocimiento de las plantas y animales, de las matemáticas, que supieran leer en las estrellas, capaces de pensar en algo más que en dar de comer a su prole.
El padre de Shamas había sido un gran escriba, un maestro, y el pequeño, como otros muchos hombres de su familia, había sido favorecido con el don de la inteligencia. No podía desperdiciarla, porque la inteligencia era un don que Él otorgaba a algunos hombres para hacer más fácil la existencia de los otros, y para combatir a quienes, siendo igualmente inteligentes, se dejaban inspirar por el Mal.
– Debes irte antes de que empiecen a buscarte y tu madre se preocupe.
– Mi madre ha visto que te seguía. Está tranquila, sabe que contigo no me pasará nada.
– Pero eso no le evita un disgusto, porque es consciente de que no estás aprovechando la oportunidad de aprender.
– Tío, el dub-sar Ili nos hace invocar a Nidaba, la diosa de los cereales, y asegura que es ella quien nos ha inspirado el conocimiento de los signos.
– Debes aprender lo que te enseña el dub-sar.
– Ya, pero ¿tú crees que quien nos inspira es Nidaba?
Abrán guardó silencio. No quería confundir la mente del pequeño, pero tampoco dejar de decir lo que pensaba, cómo había sentido, hasta llegar a convertirlo en certeza, que esos dioses a los que adoraban no estaban insuflados por ningún espíritu, eran simplemente barro. Él lo sabía bien porque su padre Téraj modelaba la arcilla y surtía a los templos y palacios de esos dioses salidos de sus manos.
Aún recordaba el dolor que le provocó a su padre el día en que éste le encontró en su taller rodeado de los añicos en que había convertido las figuras que aún estaban secándose antes de convertirse definitivamente en dioses.
No sabía por qué había actuado así, pero cuando entró en el taller de su padre sintió un impulso irrefrenable de destruir aquellas piezas de barro ante las cuales los hombres doblaban estúpidamente la cerviz, convencidos de que las desgracias y los dones llegaban por igual desde esas figuras nacidas de las manos de su padre.
Las tiró al suelo y las pisoteó; luego se sentó para esperar las consecuencias de su acción. No había nada en esas figuras; si fueran dioses habrían desencadenado su furia contra él, le habrían castigado. No sucedió nada, y sólo conoció la ira de su padre al ver el fruto de su trabajo hecho añicos.
Su padre le recriminó su comportamiento sacrílego, pero Abrán le respondió irónico que Téraj sabía mejor que nadie, puesto que las construía, que en esas figuras no había otra cosa que barro, y le invitó a que pensara.
Más tarde le pidió perdón por destruir el fruto de su trabajo, limpió los restos del barro destrozado e incluso se puso a amasar arcilla para ayudarle a construir otros dioses para vender.
– Shamas, debes de aprender lo que te enseña Ili, porque eso te ayudará a discernir, llegará el día en que tú solo separes el grano de la paja, pero hasta entonces no desprecies ningún conocimiento.
– El otro día les hablé de Él e Ili se enfadó. Me dijo que no debía ofender a Istar, a Isin, a Innama, a…
– ¿Y por qué les hablaste de Él?
– Porque no dejo de pensar en lo que me dices. Sabes, yo no creo que haya ningún espíritu dentro de la figura de Istar. A Él no le puedo ver, así que seguramente existe.
A Abrán le sorprendió el razonamiento del pequeño: creía en lo que no veía precisamente porque no lo veía. Pero también sabía de la admiración que el pequeño le profesaba porque, debido a la ancianidad de Téraj, era de hecho el jefe de la tribu y su palabra era ley.
– Aprende, Shamas, aprende. Ve a la escuela y déjame pensar.
– ¿Él te habla?
– Siento que sí.
– Pero ¿te habla con palabras, como hablamos tú y yo…?
– No, así no, pero le escucho con tanta claridad como si te escuchara a ti. Pero no se lo digas a nadie.
– Te guardaré el secreto.
– No es ningún secreto, pero en la vida hay que aprender a ser discreto. Anda, ve a la escuela y no hagas rabiar más a Ili.
El niño se levantó de la piedra donde estaba sentado y acarició el pescuezo de una cabra blanca que, indiferente a cuanto sucedía a su alrededor, triscaba la hierba con evidente placer.
Shamas se mordió el labio y, esbozando una sonrisa, le hizo una petición a Abraham.
– Me gustaría que me contaras cómo nos inventó Él y por qué lo hizo. Si lo hicieras, yo lo escribiría, utilizaría la caña de hueso que me regaló mi padre. Sólo la utilizo cuando el maestro me manda algo importante… Me serviría de práctica…
Abrán fijó la mirada en Shamas sin responder a la petición del niño. Tenía diez años. ¿Sería capaz de comprender la complejidad de ese Dios que se le revelaba? Tomó una decisión.
– Te contaré lo que me pides, lo escribirás en tus tablillas y las guardaras cuidadosamente. Sólo las enseñarás cuando yo te lo diga. Tu padre ha de saberlo, tu madre también, pero nadie más. Hablaré con ellos. Pero la condición es que no vuelvas a faltar a la escuela. No discutas con tu maestro, escucha y aprende.
El pequeño asintió satisfecho y salió corriendo. Ili se iba a enfadar con él por llegar tarde, pero no le importaba. Abraham le iba a contar secretos de su Dios, un Dios que no era de barro.
Ili torció el gesto cuando vio entrar a un sudoroso Shamas agitado aún por la carrera.
– Hablaré con tu padre -le amenazó el escriba.
El escriba continuó con la lección. Pretendía que los niños se familiarizaran con las tablas de cálculo y, sobre todo, que entendieran la magia de los números y las abreviaturas con que se dibujaban las decenas.
Shamas deslizaba la caña por la arcilla escribiendo cuanto Ili explicaba para después leérselo a su padre y asombrar a su madre.
– Padre, ¿podrías darme unas cuantas tablillas para mí? -preguntó Shamas.
Su padre levantó el rostro de la tablilla que tenía entre las manos, asombrado por la petición de su hijo. Estaba anotando las observaciones que hacía del cielo desde hacía años. De los ocho que tenía, Shamas era su hijo favorito, pero también el que más le preocupaba por su extremada inteligencia. Su primo Abrán también le había ponderado al pequeño.
– ¿Ili te ha mandado tarea para casa?
– No, no es eso. El tío Abrán me va a contar por qué Él hizo el mundo.
– ¡Ah!
– Me dijo que hablaría contigo…
– Aún no lo ha hecho.
– ¿Me lo permitirás, padre?
El hombre suspiró. Sabía que resultaría del todo inútil no permitir a Shamas que escuchara las historias de Abrán. Su hijo sentía devoción por su pariente. Además, Abrán era un hombre limpio de corazón, demasiado inteligente para creer que un trozo de barro era un dios. Él tampoco lo creía, aunque callaba. Tanto le daba mientras pudiera seguir estudiando el día y la noche, la corriente del agua, el espesor de la tierra… Abrán creía en un Dios principio y final de todas las cosas. Prefería que Shamas conociera a ese Dios a que modelaran su mente haciéndole creer que un trozo de arcilla estaba dotado de poder.
– ¿Se lo has dicho a Ili?
– No. ¿Por qué he de hacerlo? ¿Podré, padre?
– Sí. Escribe cuanto te cuente Abraham.
– Guardaré las tablillas conmigo.
– ¿No quieres llevarlas a la casa de las tablillas?
– No, padre, Ili no comprendería lo que me cuenta Abrán.
– ¿Estás seguro? -le preguntó burlón su padre-. Ili es inteligente, aunque tiene poca paciencia para enseñar. No lo olvides, Shamas, y respétale.
– Le respeto, padre. Pero Abraham me ha dicho que es él quien decide a quién y cómo habla de Dios.
– Haz lo que te ha dicho Abraham.
– Gracias, padre. Pediré a madre que me cuide las tablillas y que no permita que nadie las toque.
Dando brincos, el niño salió de la casa en busca de su madre. Después buscaría arcilla en el pequeño depósito donde su padre hacía sus propias tablillas. Estaba ansioso por empezar. Al día siguiente se reuniría con Abraham. Éste salía con las cabras antes de que despertara el alba, porque, le había explicado, era la mejor hora para pensar.
A Shamas le costaba madrugar, pero no le importaba hacerlo si era para escuchar a Abrán.
El niño estaba impaciente por comenzar, seguro de que su tío estaba a punto de desvelarle grandes secretos. Algunas noches no lograba conciliar el sueño preguntándose de dónde había salido el primer hombre y la primera mujer, la primera gallina, el primer toro, quién había desvelado el secreto del pan, y cómo habían descubierto los escribas la magia de los números. Se desesperaba intentando buscar respuestas hasta que se dormía exhausto, pero desasosegado por no ser capaz de encontrarlas.
Los hombres aguardaban expectantes sentados a la puerta de la casa de Téraj. El anciano les había convocado. En realidad era Abraham quien quería dirigirse a los padres de familia, pero el jefe de la tribu era su padre Téraj y le había pedido a este que llamara a los hombres.
– Debemos dejar Ur -les dijo Téraj-, mi hijo Abraham os explicará por qué. Ven, Najor, siéntate a mi lado mientras tu hermano habla.
Los murmullos se fueron apagando mientras Abrán, en pie, les miraba uno a uno. Luego, con una voz no exenta de emoción, les anunció que Téraj les conduciría hasta Canaán, una tierra bendecida por Dios donde se asentarían y nacerían sus hijos y los hijos de sus hijos. Les invitó a prepararse para partir en cuanto estuvieran dispuestos.
Téraj respondió a las inquietudes de los hombres y su hijo Najor se mostró animoso ante todos ellos. Abandonar la tierra de Ur no iba a resultarles fácil. Allí habían nacido sus padres y los padres de sus padres. Allí pastaban sus rebaños y tenían sus quehaceres. Canaán se les antojaba muy lejos; pese a ello, en todos prendió con fuerza la esperanza de una vida mejor en una tierra preñada de frutos, con pastos abundantes y ríos caudalosos en los que apagar la sed.
En Ur luchaban contra el desierto cavando canales para desviar las aguas del Éufrates y regar la tierra para que les diera trigo con el que amasar el pan. No era la suya una existencia regalada, por más que en la tribu de Téraj algunos de sus hombres fueran escribas y contaran con la protección del Templo y del Palacio. También había entre ellos buenos artesanos y disponían de rebaños abundantes. Las cabras y las ovejas les surtían de leche y carne, pero aun así pasaban buena parte de la existencia mirando al cielo, a la espera de que los dioses les regalaran lluvia que empapara el suelo y llenara las albercas.
Reunirían todas sus pertenencias y, conduciendo a sus rebaños, emprenderían viaje siguiendo el curso del Éufrates hacia el norte. Tardarían días en prepararse y en despedirse de otros familiares y amigos. Porque no todos podrían viajar: los enfermos y los ancianos que apenas podían caminar quedarían bajo el cuidado de otros miembros más jóvenes de la familia, los cuales algún día serían llamados a Canaán, pero que hasta entonces permanecerían en Ur. Cada familia debía decidir quién emprendía el viaje y quién se quedaba.
Yadin, el padre de Shamas, reunió a su esposa, a sus hijos y a las esposas de éstos, a sus tíos directos y a los hijos de sus tíos, los cuales acudieron también con sus hijos; así, todos los miembros de su familia más directa se juntaron al amanecer en su casa, donde se resguardaron del fresco tras los muros de adobe.
– Acompañaremos a Téraj hasta la tierra de Canaán. Algunos de vosotros os quedaréis aquí, al cuidado de lo que dejamos; los enfermos también quedarán bajo vuestra protección. Tú, Josen, serás el jefe de la familia en mi ausencia.
Josen, el hermano menor de Yadin, asintió aliviado. No quería marcharse: vivía en el templo, donde tenía la responsabilidad de redactar cartas y contratos comerciales, y no ambicionaba más que continuar desentrañando el misterio que encerraban los números y los astros.
– Nuestro padre -continuó diciendo Yadin- es demasiado anciano para acompañarnos. Sus piernas apenas le sostienen en pie, y hay días en que la mirada se le pierde en el horizonte y no logra articular palabra. Tú, Josen, procurarás que no le falte nada; y de nuestras hermanas se quedará Jamisal, que al estar viuda y no tener hijos podrá cuidar de nuestro padre.
Shamas escuchaba fascinado las disposiciones de su padre. Sentía un cosquilleo en el estómago, fruto de la impaciencia. Si por él fuera, ya se habría puesto en marcha en busca de esa tierra de la que hablaba Abrán. De repente sintió una punzada de preocupación: si se iban no podría escribir la historia del mundo que Abraham prometió contarle.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar?
La pregunta del pequeño sorprendió a Yadin porque era una osadía que un niño se atreviera a interrumpir a sus mayores. La mirada severa del padre hizo enrojecer al niño que bajó los ojos al suelo musitando un perdón.
No obstante, Yadin respondió a la inquietud de Shamas.
– No sé cuánto tardaremos en llegar a Canaán ni si tendremos que quedarnos algún tiempo en algún otro lugar. ¿Quién sabe lo que sucede cuando se inicia un viaje? Preparaos para estar listos en cuanto Téraj dé la señal de partida.
Shamas vio recortarse en el horizonte la figura recia de Abrán y corrió hacia él. Llevaba dos días intentando hacerse el encontradizo con su tío y ahora se le presentaba la oportunidad.
Abraham sonrió al ver a Shamas corriendo, con el rostro enrojecido por el calor y el esfuerzo. Clavó el cayado en que se apoyaba y aguardó a que el pequeño llegara hasta él mientras buscaba con la mirada algún árbol donde refugiarse de los últimos rayos de sol.
– Descansa -le dijo a Shamas-; ven, sentémonos al lado de aquella higuera, junto al pozo.
– ¿Cuándo comenzarás a contarme la historia del mundo?
– ¡Ah, es eso lo que te preocupa!
– Si nos vamos no podremos cocer arcilla para hacer tablillas… mi padre no me dejará cargar más de lo necesario.
– Shamas, escribirás la historia de la Creación porque le será grato al Señor. De manera que no debes preocuparte. El decidirá cómo y cuándo.
El niño no pudo ocultar una mueca de decepción. No quería esperar, sentía la necesidad de escribir esa historia, de comprender por qué Él había decidido complicarse creando el mundo, porque, por más que le daba vueltas, no entendía para qué lo hizo, salvo que se aburriera y quisiera jugar con los hombres lo mismo que sus hermanas jugaban con sus cuentas y muñecas. Pero a pesar de su intenso deseo tenía que hacer una confesión a Abraham.
– ¿Ili vendrá?
– No.
– Le echaré de menos, a veces pienso que tiene razón para enfadarse conmigo porque no atiendo a sus explicaciones y…
El niño dudó si debía continuar hablando. Abrán no le preguntó y aguardó a que el pequeño se decidiera.
– Soy el que peor escribe de la escuela, mis tablillas de ejercicios tienen errores… Hoy me he equivocado en un ejercicio de cálculo… He prometido a mi padre y a Ili que voy a mejorar, que nunca más tendrán que llamarme la atención, pero tú debes saberlo porque puede que quieras que sea otro el que escriba la historia del mundo, alguien que no cometa errores con el cálamo de caña…
Shamas calló aguardando la sentencia de Abraham. El niño se mordía el labio nervioso, arrepentido de no ser mejor estudiante. Ili le reprochaba que perdiera el tiempo especulando y haciendo preguntas absurdas. Se había quejado a su padre y éste le había regañado, pero lo peor había sido que le dijera que estaba decepcionado. Ahora temía la decepción de Abrán y que éste pusiera fin a su sueño de escribir la historia del mundo.
– No te esfuerzas lo suficiente en la escuela.
– No -respondió temeroso el niño.
– ¿Y aun así crees que si te cuento la historia de la Creación la escribirás sin errores?
– Sí, sí, bueno, al menos lo intentaré. He pensado que es mejor que me la vayas contando poco a poco y luego en casa despacio yo la escribiré, manejando la caña con cuidado. Cada día te enseñaré lo que haya escrito y, si lo hago bien, sigues contándome la historia…
Abraham le miró fijamente. Poco le importaba que la impaciencia del niño le llevara a cometer errores sobre la tablilla o que su mente especulativa le llevara a hacer preguntas que Ili el maestro no sabía responder, o que el ansia de libertad de Shamas le llevara a no prestar atención a las explicaciones del escriba.
Shamas tenía otras virtudes, la principal, que era capaz de pensar. Cuando hacía una pregunta esperaba una respuesta lógica, no se conformaba con las respuestas que se suelen dar a las preguntas que hacen los niños.
Los ojos de Shamas brillaban con intensidad, y Abraham pensó que de cuantos formaban parte de su tribu aquel niño era el que mejor comprendería los designios de Dios.
– Te contaré la historia de la Creación. Empezaré por el día en que Él decidió separar la luz de las tinieblas. Pero ahora regresa a tu casa. Yo te avisaré cuando llegue el momento.