30

Lion Doyle deambulaba por el campamento en busca de respuestas. Alguien había entrado en la habitación de Tannenberg y no había sido él, de manera que o bien los clientes que habían contratado sus servicios, impacientes por la falta de resultados, habían enviado a otro hombre, o alguno de los enemigos de Tannenberg había querido probar suerte intentando eliminarle.

Los hombres del Coronel le habían interrogado. Eran más brutos que hábiles. Se les notaba habituados a obtener confesiones con torturas, de manera que les enfurecía tener que conformarse con escuchar sin poder utilizar sus propios métodos para encontrar al asesino de Samira y de los dos guardias.

A Doyle no le había sido difícil sortear el interrogatorio, ni tampoco interpretar su papel de fotógrafo independiente; en realidad, era un actor consumado y muchas veces se había sorprendido de su capacidad para adquirir distintas personalidades y estar a gusto en todas ellas.

Había hablado con Picot y el profesor también tenía más preguntas que respuestas, Fabián y Marta estaban conmocionados pero tampoco sabían nada, ni Gian Maria, que no ocultaba su angustia por lo sucedido.

El único que no demostraba ninguna emoción era el croata. Ante Plaskic, después de haber sido interrogado por los hombres del Coronel, había vuelto a sentarse ante su ordenador para terminar el trabado pendiente del día anterior.

Lion se dijo que siempre había sospechado que Ante Plaskic era más que un informático, de la misma manera que él no era un fotógrafo, o el capataz Ayed Sahadi de repente se había revelado como un militar a las órdenes del Coronel, aunque siguiera vestido de paisano.

Así que Lion Doyle decidió ir a charlar con Ante Plaskic para intentar buscar un resquicio para entrever la verdad de lo sucedido. Sabía que era difícil que pudiera encontrar ese resquicio porque Ante se le antojaba un profesional como él, pero aun así lo intentaría.

Cuando entró en el almacén donde trabajaba el croata le sorprendió encontrar con él al hijo del alcalde del pueblo. No es que fuera extraño encontrarle allí, puesto que era jefe de uno de los equipos de obreros, y habitualmente iba y veía del sitio arqueológico al campamento. Hablaban acaloradamente, pero se quedaron en silencio al verle entrar.

Admiró la sangre fría del croata para dominar la situación. Ante Plaskic exhaló un suspiro y se dirigió a Doyle.

– Lion, los obreros están inquietos; este hombre me pregunta si los trabajos van a proseguir y qué será de ellos cuando nos vayamos. Temen lo que pueda pasar, y que sea a alguno de ellos a quien carguen con los asesinatos. Dice que el profesor Picot no les ha dicho nada. En fin, si tú sabes algo…

– Sé lo mismo que tú, o sea casi nada. Supongo que tendremos que esperar a que se aclare la situación y cojan al asesino o a los asesinos, no sabemos nada. En cuanto a lo de irnos, bueno, parece que aquí queda poco por hacer y que, dadas las circunstancias, sería más prudente que nos fuéramos.

Ante Plaskic se encogió de hombros y no dijo nada. El hijo del alcalde esbozó unas palabras de pesar y se marchó.

Lion Doyle miró fijamente al croata Plaskic. Éste le sostuvo la mirada. Fueron segundos en los que ambos hombres se midieron reconociéndose tal cual eran, y avisándose el uno al otro de que si se enfrentaban el resultado sería mortal para uno de los dos.

– ¿Qué crees que pasó en la casa? -le preguntó Lion Doyle rompiendo el silencio.

– No lo puedo saber.

– Tendrás una opinión.

– No, no la tengo, jamás especulo con lo que no sé.

– Ya… en fin, supongo que pillarán al asesino. Tiene que estar aquí.

– Si tú lo dices…

Volvieron a cruzar las miradas en silencio y Lion le dio la espalda y salió. El croata se sentó ante el ordenador y pareció ensimismarse en la pantalla.

Ante Plaskic estaba seguro de que Lion Doyle sospechaba de él, pero también sabía que el fotógrafo no tenía ningún elemento sobre el que cimentar sus sospechas.

Había sido extremadamente cuidadoso, en ningún momento había bajado la guardia. Nadie se había dado cuenta de su relación con Samira. En realidad, no había pasado nada entre ellos, sólo que la enfermera le dedicaba miradas intensas y procuraba hacerse la encontradiza con él. Hablaban, en realidad hablaba ella, él la escuchaba sin ningún interés. La mujer ansiaba encontrar un hombre que la sacara de Irak, y parecía haber decidido que ese hombre podía ser él, no sabía por qué, pero el caso es que ella no cesaba de insinuarle su disposición a iniciar una relación del alcance que él quisiera.

Nunca la tocó. No le gustaban las musulmanas, ni siquiera las musulmanas rubias y de ojos azules de su tierra; menos por tanto aquella mujer morena de piel y cabello negro, con una nariz ancha que parecía resoplar.

Pero no rechazó su cercanía sabiendo que le era útil. Útil porque le informaba de cuanto sucedía en la casa, del estado de Alfred Tannenberg, de quién le llamaba, quién le visitaba, y de los problemas de Clara y su marido, Ahmed Huseini.

Samira era una inagotable fuente de información, que le permitía a su vez transmitir informes fidedignos a la agencia que le había contratado, Planet Security. En realidad, él escribía sus informes y se los entregaba al hijo del alcalde, un hombre de Yasir, ese egipcio que había sido mano derecha de Alfred Tannenberg, aunque en los últimos tiempos ambos hombres se odiaran. De manera que Yasir hacía llegar sus informes a las manos convenientes, las de quien le había contratado, y a través del mismo recibía instrucciones.

Yasir había llegado al campamento junto a Ahmed y le había pedido un informe fidedigno sobre la salud de Tannenberg. Ni Ahmed ni el propio Yasir habían logrado la confirmación de sus sospechas, que Tannenberg se estaba muriendo. El doctor Najeb se negaba en redondo a darles esa información.

Por eso Plaskic le pidió a Samira una cita y ella aceptó entusiasmada. Al caer la noche, cuando el campamento estuviera dormido, ella le facilitaría la entrada.

Samira le dijo que si él era capaz de deslizarse entre las sombras de la noche y sortear a los guardias, podrían estar juntos. Le explicó que los diez hombres que rodeaban la casa, cinco en la parte delantera y cinco en la trasera, pasada la media noche solían reunirse para fumar un cigarro y tomar café. Sólo tenía que esperar ese momento para deslizarse por la parte de atrás de la casa. Allí había un ventanuco que daba a un cuarto que utilizaban como almacén. Lo dejaría entreabierto; sólo tenía que entrar y esperar a que ella pudiera reunirse con él.

Ante Plaskic aceptó el plan, aunque su intención no era esperarla en el cuarto trasero sino entrar en la habitación del anciano y ver directamente su estado, además de sonsacar la verdad a Samira.

En parte todo transcurrió como habían planeado. Esperó a que Picot terminara la reunión con su grupo de confianza. Luego aguardó a que se apagaran todas las luces del campamento y se hiciera el silencio. Era media noche cuando abandonó el catre y sin hacer ruido fue reptando hacia la parte trasera de la casa de Tannenberg. Aún tuvo que esperar media hora entre las sombras antes de que uno de los guardias de la parte delantera fuera a buscar a sus compañeros para invitarles a café. En realidad, éstos no abandonaban del todo la vigilancia: se quedaban en el costado de la casa en tierra de nadie, pero tenían un ángulo de visión que creían suficiente para garantizar que nadie se acercara por la parte de atrás.

Estaban equivocados. Ante Plaskic consiguió burlarles, acercarse al ventanuco y entrar a la casa. Dos hombres dormitaban en sillas a cada lado de la puerta sentados frente a la habitación de Tannenberg. Ni siquiera le vieron llegar; antes de que se dieran cuenta tenía cada uno una bala en las entrañas. El silenciador de la pistola había funcionado a la perfección. El único ruido fue el de los cuerpos desplomándose al caer al suelo.

Luego empujó la puerta. Samira tenía razón. La vieja criada dormitaba y ni siquiera se enteró de que alguien entraba.

Samira le vio con la pistola en la mano y se asustó. Creyó que iba a matar a Tannenberg e intentó impedirle que se acercara al enfermo. Plaskic le tapó la boca y le pidió que no gritara y se quedara quieta, pero ella no le hizo caso, de manera que tuvo que matarla. La estranguló, pero la culpa, se dijo, había sido de ella por no obedecerle. Si se hubiese quedado callada y quieta aún viviría.

La vieja criada también había decidido ser un problema, pues cuando le vio saltó de la silla donde estaba sentada. Le tuvo que tapar la boca y golpearla con la pistola en la cabeza. Creyó que la había matado, ya que la había dejado en el suelo con la cabeza abierta, sangrando, y con los ojos en blanco. La muy bruja se había salvado. Hubiera preferido saberla muerta, pero tampoco le inquietaba que viviera; no le había visto, llevaba un pasamontañas cubriéndole la cabeza, y la habitación estaba en penumbras, de manera que era imposible que le hubiese visto y mucho menos que le reconociera.

Como en ocasiones anteriores, Ante había informado al hijo del alcalde, el hombre de Yasir, de lo que veía en casa de Tannenberg. Sólo que en esta ocasión no había escrito ni una línea; simplemente le había detallado cómo se encontraba el anciano: monitorizado, con una bolsa de sangre en un brazo y una de suero en el otro.

El hijo del alcalde le había preguntado si había sido él quien mató a la enfermera y a los dos hombres, pero Ante no le había respondido, lo que enfureció al otro, que le reprochó que el Coronel terminara deteniéndoles a todos. Fue en ese momento cuando les interrumpió Lion Doyle. También Ante pensaba que el inglés era más de lo que parecía; en realidad, creía que Doyle estaba allí con una misión similar a la suya.


Al día siguiente el Coronel parecía de peor humor que en otras ocasiones. Ahmed Huseini le escuchaba pacientemente procurando no decir una palabra de más que avivara la ira del militar. Yasir también permanecía en silencio.

– No me iré de aquí hasta que no atrapemos al asesino. Tiene que estar aquí, entre nosotros, y se está riendo de mí; pero le cogeré, y cuando lo haga deseará estar muerto.

Aliya, la enfermera, entró en la sala. Clara la enviaba para avisarles de que su abuelo les esperaba.

Encontraron a Alfred Tannenberg sentado en un sillón, con una manta sobre las piernas, y sin ninguna bolsa de suero conectada a su cuerpo.

Parecía haber empequeñecido, era todo huesos, y la palidez del rostro impresionaba.

A su lado, sentada, Clara sonreía satisfecha. Había convencido al doctor Najeb de que hiciera lo imposible por que su abuelo pudiera recibir al Coronel sentado, aparentando estar mejor.

El médico había preparado una inyección con un cóctel de medicamentos que permitirían a Tannenberg aguantar durante un rato. Las transfusiones de sangre también le habían ayudado a mantenerse erguido. Alfred Tannenberg no perdió el tiempo en cortesías. Precisamente porque de lo que carecía era de tiempo fue directamente al grano.

– Amigo mío -dijo Tannenberg dirigiéndose al Coronel-, quiero pedirte un favor especial. Sé que es difícil y que sólo un hombre como tú puede conseguirlo.

Ahmed Huseini miró intrigado al anciano al tiempo que no se le escapaba la seguridad de la que Clara volvía a hacer gala, como si realmente Tannenberg fuera a vivir eternamente.

– Pídeme lo que quieras, sabes que cuentas conmigo -aseguró el Coronel.

– El profesor Picot y su equipo quieren marcharse; bien, lo entiendo, dadas las circunstancias no les podemos retener.

Clara se quedará unos días más y luego se reunirá con ellos para participar en la preparación de una gran exposición sobre los hallazgos de Safran. Será una exposición importante, que recorrerá varias capitales europeas, incluso intentarán llevarla a Estados Unidos, lo que estoy seguro que nuestro amigo George facilitará a través de la fundación Mundo Antiguo.

– ¿Qué favor quieres que te haga? -preguntó el Coronel.

– Que proporciones los permisos para que Picot pueda llevarse todo lo que ha encontrado en el templo. Ya sé que son piezas muy valiosas y que será difícil convencer a nuestro querido presidente Sadam, pero tú puedes lograrlo.

»Lo que es urgente es que dispongas de los helicópteros y los camiones para que Picot y su gente dejen Irak cuanto antes con su preciosa carga.

– ¿Y en qué nos beneficia eso a nosotros? -planteó sin ambages el Coronel.

– A ti, en que encontrarás en tu cuenta secreta de Suiza medio millón de dólares más si me haces este favor con la misma eficacia con la que has actuado en otras ocasiones.

– ¿Hablarás con Palacio? -quiso saber el Coronel.

– En realidad, ya lo he hecho. Ya están informados los hijos de nuestro líder, que aguardan ansiosos a mi mensajero.

– Entonces, si Bagdad está de acuerdo, llamaré a mi sobrino Karim para que ponga en marcha la operación.

– Clara debería de irse ya -indicó Ahmed.

– Clara se marchará cuando lo estime conveniente, lo mismo que yo, y por lo pronto continuará excavando. Quiero que se reanuden los trabajos arqueológicos mañana, que no se paren por lo que ha pasado -respondió un airado Tannenberg.

– Hay piezas de las encontradas que… en fin, que es delicado dejarlas salir-afirmó Ahmed.

– ¿Ya las han vendido? -preguntó Tannenberg sorprendiendo a Ahmed y a Yasir, que clavaba los ojos en el suelo.

– Siempre desconfías de los que te rodean -protestó Ahmed.

– Es que conozco bien a quienes me rodean. De manera que puede que nuestro flamante presidente de Mundo Antiguo, Robert Brown, haya recibido el encargo de George de ponerse en contacto con nuestros mejores clientes para anunciarles los hallazgos de Safran, y que éstos, ávidos por la novedad, ya hayan desembolsado alguna cantidad a cuenta de los objetos prometidos. ¿Me equivoco, Yasir?

La pregunta directa de Tannenberg descolocó al egipcio, que se vio sorprendido por un ataque de sudor que le empapó su pulcra camisa blanca. No respondió y miró a Ahmed pidiéndole ayuda con la mirada. Temía la reacción de Tannenberg.

Fue el Coronel quien tomó la palabra, preocupado por el cariz de la conversación.

– Así que hay un conflicto de intereses con tus amigos de Washington…

Tannenberg no le dejó continuar. Improvisó una respuesta, sabedor de que el Coronel no querría verse en medio de una guerra de ese tipo.

– No, no hay ningún conflicto de intereses. Si en Washington han decidido vender algunas de las piezas que hemos encontrado, me parece bien, ése es nuestro negocio, pero una cosa no quita a la otra. Las piezas pueden salir de aquí para ser exhibidas en una exposición, sólo que no regresarán a Irak, sino que se las entregaremos a sus nuevos propietarios. Pero éstos deberán de esperar unos cuantos meses, quizá un año largo, antes de tenerlas en su poder, lo que no supondrá ninguna novedad para ellos, están acostumbrados. Desde que piden una pieza hasta que llega a su poder a veces pasan años, de modo que no hay ningún problema. Tendrán lo que han comprado.

– Me encanta hacer negocios contigo; siempre tienes una solución para los problemas -afirmó más tranquilo el Coronel.

– En este caso no hay ningún problema, salvo que no podamos sacar las piezas para la exposición…

– Si ya has hablado con Palacio todo está bien. Déjalo de mi cuenta.

– ¿Qué has averiguado sobre los asesinatos? -quiso saber Tannenberg.

– Nada, y eso me preocupa. El asesino debe de ser un tipo listo y escurridizo que tiene además un buen disfraz y mejor coartada. Lo importante es que estás vivo, viejo amigo -aseguró el Coronel.

– Estoy vivo porque no quiso matarme; por eso estoy vivo, el móvil no era mi muerte.

El Coronel se quedó en silencio reflexionando sobre las palabras de Alfred Tannenberg. El anciano tenía razón: no había querido matarle, pero entonces, ¿qué buscaban en su habitación?

– Encontraremos al hombre; es cuestión de tiempo, por eso quiero retener unos días más a Picot, puede que sea alguien de su equipo.

– Hazlo, pero procura que no se nos eche el tiempo encima, hoy es 25 de febrero.

– Lo sé, lo sé.

– Quiero que Picot esté fuera de aquí como muy tarde el 10 de marzo -ordenó Tannenberg.

– ¿Y Clara y tú cuándo os marcharéis?

– No te preocupes, de eso me encargo yo, pero cuando empiece la guerra no estaremos aquí, te lo aseguro -afirmó el anciano.

El Coronel se despidió de su amigo y le dejó con Ahmed Huseini y Yasir. Clara también salió de la habitación después de dar un beso a su abuelo. Quería hablar con Picot y anunciarle que podían empezar a pensar en la exposición, pero eso sí, antes le exigiría que volvieran al trabajo. El Coronel había asentido a las peticiones de su abuelo. No se detendría la misión arqueológica, los obreros debían continuar trabajando; no había tiempo que perder.


– Así que ya habías perpetrado la traición -aseguró Tannenberg.

Yasir y Ahmed se movieron incómodos en sus sillas. Temían la reacción de aquel hombre, capaz de ordenar en ese mismo instante que les quitaran la vida sin que nadie pudiera impedirlo, ni siquiera el Coronel.

– Nadie te ha traicionado -acertó a decir Ahmed.

– ¿No? Entonces, ¿cómo es que ya se han vendido piezas de Safran sin que yo lo sepa? ¿No debería de haber sido informado? ¿Tan mal me conocen mis amigos que se atreven a intentar estafarme?

– ¡Por favor, Alfred! -se quejó Yasir-. Nadie quiere estafarte…

– Yasir, tú eres un traidor, en realidad ansías el momento de verme muerto y el odio te nubla la inteligencia dejando tus miserias al descubierto.

Yasir bajó la cabeza avergonzado por las palabras del anciano, miró de reojo a Ahmed y lo notó igual de nervioso que lo estaba él.

– Te lo íbamos a decir, por eso hemos venido. George quería que supieras que tenía compradores para las piezas de Safran.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué no me lo dijisteis la otra noche? ¿Cuándo me pensabais dar la sorpresa?

– Apenas te pudimos ver, y no parecía ser el momento… -protestó Ahmed.

– Te faltan agallas, Ahmed, eres sólo un empleado, lo mismo que Yasir, y sólo serás eso el resto de tus días. Los hombres como tú no mandan, sólo obedecen.

Ahmed Huseini enrojeció por la humillación. De buena gana habría abofeteado al viejo, pero no se atrevió a hacerlo, de manera que se calló.

– Bien, ahora hablaré con George, él me explicará en qué consiste el nuevo juego.

– ¡Es una temeridad! -se quejó Yasir-. Los satélites espías recogen todas las llamadas, lo sabes bien; si llamas a George será igual que poner un anuncio en el New York Times.

– Es George el que quiebra las reglas del juego, no yo. Afortunadamente eres un estúpido y me has dicho sin pretenderlo lo que mis amigos estaban tramando. Ahora idos, tengo que trabajar.

Los dos hombres salieron seguros de que Alfred Tannenberg no se quedaría de brazos cruzados. Les había expresado el desprecio que sentía por ellos, y temían las consecuencias de su desprecio.

Cuando Alfred Tannenberg llamó a voces a Aliya, le ordenó que avisara a uno de los guardias, y a éste que buscara a Ayed Sahadi, el falso capataz, uno de los asesinos más eficaces del equipo del Coronel, al que llevaba años pagando sustanciosas cantidades para que le sirviera al margen de su jefe.

Ayed Sahadi se sorprendió al encontrar a Alfred Tannenberg sentado en un sillón y tan furioso como siempre. Y se sorprendió aún más al escuchar lo que esperaba de él. Sopesó los inconvenientes de la misión que le encargaba el viejo Tannenberg, pero el dinero que recibiría despejó todas sus dudas.


A Clara le costó convencer a Picot de que debían reanudar los trabajos.

– No puedes irte dejando desmantelada la misión. Yo me quedo, puede que encuentre las tablillas o puede que no, pero al menos permíteme intentarlo un poco más.

Fabián coincidía con su amigo Picot en que cuanto antes se marcharan mejor. Fue Marta quien intercedió a favor de Clara, convenciendo a los dos hombres de que nada perdían porque continuaran los trabajos arqueológicos.

– Clara tiene razón, para ella sería de gran ayuda que los obreros crean que todo sigue como hasta ahora, y que tú confías en que aún se puede encontrar algo. Además, aún no sabemos cuándo podremos marcharnos; en vez de estar de brazos cruzados, podemos trabajar.

– Tenemos que embalar lo que hemos traído, y eso lleva tiempo -protestó Fabián.

– De acuerdo, pero eso no impide seguir trabajando. No es incompatible. Además, Clara ha conseguido lo que queríamos, que nos dejen llevar las piezas para la exposición… -les recordó Marta.

– ¡Menuda chantajista eres! -dijo Fabián.

– No, no lo soy; trato de ser justa. Sin ella no sería posible esa exposición en la que hemos pensado y que es lo que justifica nuestra estancia aquí. Se lo debemos.

La mirada agradecida de Clara sorprendió a la propia Marta. Había terminado apreciando a Clara aunque era una mujer con la que no tenía ninguna afinidad, más allá de que ambas eran arqueólogas.

Pensaba que Clara estaba perdida en aquel mundo masculino que era Irak, que era Oriente, y la veía como una víctima de ese mundo que le había impedido ser ella misma, siempre al albur de su abuelo y de su marido.

– De acuerdo -asintió Picot-, trabajaremos al tiempo que organizamos nuestra salida de este país. Pero no quiero quedarme ni un día más de lo preciso. Siento que empiezo a ahogarme aquí. Además, lo de los asesinatos nos ha trastornado a todos, no sé cómo tenéis aún ganas de trabajar.

– La vida sigue -afirmó Clara.

– Porque usted no es la muerta -respondió Picot sin ocultar su enfado por la insensibilidad de Clara.

Gian Maria les escuchaba sin decir palabra. Parecía hundido, desolado, desbordado por la situación.

– Gian Maria, ¿te quedarás conmigo como dijiste? -quiso saber Clara.

– Sí, me quedaré -acertó a decir el sacerdote.

– Pues es una inmensa tontería que lo haga. Lo sensato es que se venga con nosotros, esta aventura está terminada, ¿no se da cuenta?

El sacerdote rechazó con la cabeza la pregunta de Picot. No dejaría a Clara. Había llegado a pensar que la vida de la mujer y de su abuelo no corrían peligro, que nadie intentaría hacerles daño, que el pasado no iba a pasar factura al anciano enfermo y por ende a ella. Pero ahora sabía que no era así, y debía quedarse para protegerla a ella y a su abuelo.

Picot reunió a los miembros del equipo y les anunció que debían de empezar a empaquetar el material, para estar preparados cuando les avisaran de que podían sacarles de Safran. Clara les había asegurado que no estarían más de quince días, por lo que el tiempo apremiaba. Se sorprendieron cuando Picot les dijo que trabajarían hasta el último día. Continuarían excavando, intentando arrancar algún secreto más a la tierra azafranada de aquel lugar.

Hubo alguna protesta que Picot acalló de inmediato, intentando, además, entusiasmarles con el proyecto de la exposición en la que todos ellos participarían.

Clara regresó junto a su abuelo. Aliya le había acostado y el doctor Najeb le había vuelto a monitorizar. El anciano estaba agotado por el esfuerzo.

– Todo está saliendo bien -le aseguró Clara.

– No estoy tan seguro. Mis amigos están jugando sucio y eso pone las cosas aún más difíciles.

– Les ganaremos, abuelo.

– Si encontraras la Biblia de Barro

– La encontraré, abuelo, la encontraré.


Salam Najeb se reunió con Clara y le dijo sin rodeos la verdad: no sabía si Alfred Tannenberg aguantaría muchos días más.

– ¿Me está diciendo que se puede morir en cualquier momento?

– Sí.

Clara estuvo a punto de ponerse a llorar. Se sentía inmensamente cansada y, sobre todo, llevaba días saboreando la hiel de la soledad. Ante su abuelo aparentaba una fortaleza y unos recursos de los que carecía para afrontar una situación como en la que estaban inmersos; y por si fuera poco apenas podía contar con Fátima, ya que la mujer yacía en el hospital de campaña más muerta que viva.

– ¿Si le trasladamos servirá de algo?

El médico se encogió de hombros. En realidad, pensaba que Tannenberg ya estaba sentenciado y que ni en el mejor hospital del mundo lograrían salvarle la vida.

– A mi juicio ha tardado demasiado en considerar esa opción. Se lo he venido diciendo, pero usted no ha querido hacerme caso.

– Respóndame: si mañana le llevamos a El Cairo, ¿vivirá?

– No sé si aguantará el viaje -respondió con sinceridad el médico.

– Sé que mi abuelo le ha pagado con creces por cuidarle, pero yo le daré una cantidad mayor si logra que viva unos días más, y sobre todo si no sufre.

– Yo no soy Alá, no tengo poder sobre la vida.

– Es lo más parecido a un dios que existe, usted conoce los secretos de la vida.

– No, no los conozco, si Alá se lo quiere llevar, de nada servirá lo que yo haga.

– Hágalo de todas formas, y no descarte que en cualquier momento le diga que nos vamos de aquí. Es más, nos iremos de aquí en unos días.

– Me temo que se irá usted sola.

– Eso, como usted dice, sólo Alá lo sabe.


El hijo del alcalde parecía nervioso. Su padre ofrecía dulces a sus huéspedes, Yasir y Ahmed, seguro de estar cumpliendo a la perfección con las leyes de la hospitalidad.

Yasir y Ahmed rechazaron comer más y dejaron pasar el tiempo adecuado para despedirse de su anfitrión sin faltar a la cortesía. El hijo del alcalde se ofreció para acompañarles hasta el campamento, que estaba instalado a unos cientos de metros del pueblo.

Caminaban despacio y en silencio, saboreando el puro con que les había obsequiado el alcalde. Ahmed no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que pasaba cuando, de improviso, tres hombres surgieron de las sombras colocándose a ambos lados, dejando en medio a Yasir y a él. Un minuto más tarde Yasir emitía un grito agudo y caía al suelo con un puñal clavado en las entrañas. Las manos del hijo del alcalde estaban manchadas de sangre, de la sangre de Yasir. Los tres hombres que habían aparecido desaparecieron de inmediato llevándose el cadáver de Yasir, sin que Ahmed hubiera llegado a decir ni una palabra. Lo que el hijo del alcalde no pudo evitar es que Ahmed se detuviera y vomitara. Mientras con un pañuelo se limpiaba los restos de sangre de las manos, aguardaba a que Ahmed terminara de vomitar.

– ¿Por qué? -le preguntó Ahmed cuando se hubo recuperado.

– El señor Tannenberg no perdona la traición. Quiere que usted lo sepa.

– ¿Cuándo me matará a mí? -se atrevió a preguntar Ahmed.

– No lo sé, no me lo han dicho -respondió con simpleza el hijo del alcalde.

– Déjeme, quiero estar solo.

– Me han ordenado acompañarle.

Ahmed apretó el paso separándose de aquel hombre que había acabado con la vida de Yasir sin inmutarse, pero éste le alcanzó poniéndose a su mismo paso.

– Me han encargado que le diga que el señor Tannenberg le estará vigilando y que aunque él no esté, si le traiciona alguien le arrancará la vida como yo lo he hecho con el señor Yasir.

– Estoy seguro de ello; ahora déjeme.

– No, no puedo, he de acompañarle, podría sufrir algún percance.


Ayed Sahadi se acercó a la caravana. Los camellos descansaban libres de su carga. Un hombre alto le recibió abrazándole.

– Alá te guarde.

– Y Él a ti -respondió Sahadi.

– Ven a compartir una taza de té con nosotros -le invitó el hombre.

– No puedo, he de regresar. Pero quiero que me hagas un favor, te recompensaré.

– Somos amigos.

– Lo sé, por eso te lo pido. Toma -le dijo entregándole un paquete bien envuelto-, procura que llegue cuanto antes a Kuwait.

– ¿A quién se lo he de entregar?

– En este sobre está escrita la dirección; deberás entregarlo junto con el paquete. Toma, y que Alá te acompañe.

El hombre cogió el manojo de billetes de dólar con que Ayed Sahadi le pagaba. No le hizo falta contarlos, sabía que como en otras ocasiones la cantidad sería satisfactoria. Alfred Tannenberg siempre le pagaba bien sus encargos.

El silencio del amanecer fue quebrado por un grito que despertó a todo el campamento.

Picot salió de la casa seguido por Fabián y se quedaron petrificados; otros, al igual que ellos, habían saltado de la cama para ver qué sucedía, y tampoco podían emitir palabra.

Allí, en medio del campamento, atado a un poste, estaba el cuerpo de un hombre. Le habían torturado. Tenía los miembros desgarrados, y le faltaban las manos y los pies. Las cuencas de los ojos estaban vacías y también le habían arrancado las orejas.

Algunos hombres no soportaron la visión del cadáver despedazado y no pudieron evitar la náusea y el vómito; otros se quedaron inertes, sin saber qué hacer, aliviados al ver llegar a los soldados y hacerse cargo de aquel cuerpo mutilado.

– ¡Quiero irme de aquí cuanto antes! ¡Nos van a matar a todos! -gritó Picot entrando furioso en la casa que compartía con Fabián y su secretario Albert Anglade.

– Lo que está pasando aquí no tiene que ver con nosotros -afirmó Fabián.

– Entonces, ¿con qué tiene que ver? -le gritó Picot.

– ¡Cálmate! No conseguiremos nada perdiendo los nervios.

Albert Anglade salió del baño después de haber vomitado, pálido y con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Qué horror! Esto es demasiado -alcanzó a decir.

Marta Gómez entró en la casa sorprendiendo a los tres hombres; se sentó en una silla, encendió un cigarro y no dijo nada.

– Marta, ¿estás bien? -quiso saber Fabián.

– No, no estoy bien. Estoy destrozada, no sé qué está pasando aquí, pero este lugar se está convirtiendo en un cementerio, yo… creo que debemos irnos ya, a ser posible hoy mismo.

– Tranquilízate -le pidió Fabián-. Tenemos que tranquilizarnos todos antes de tomar decisiones. Y debemos hablar cuanto antes con Clara y Ahmed. Ellos saben lo que está pasando y tienen la obligación de decírnoslo.

– Ese hombre…, ese hombre es el que acompañaba a Ahmed -dijo Marta.

– Sí, ése era el cadáver mutilado de ese tal Yasir, un hombre que según Ahmed trabajaba para el señor Tannenberg -afirmó Fabián.

– Pero… pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? -insistió Marta.

– Vamos, tranquilízate -intentó consolarla Fabián.


– Quiero ver a tu abuelo.

El tono de voz de Ahmed era el de un hombre derrotado, con miedo. Clara se sorprendió de verle en ese estado: desaliñado, con los ojos rojos y llorosos, las manos temblorosas.

– ¿Qué ha pasado?

– ¿No te has asomado a verlo? ¿Te has perdido el espectáculo con que nos ha dado los buenos días tu abuelo? Además de matarle, ¿era necesario profanar su cadáver? Es un monstruo…, ese hombre es un monstruo…

– No sé qué estás diciendo -alcanzó a tartamudear Clara.

– Yasir… ha matado a Yasir y ha profanado su cadáver. Lo ha expuesto ahí, en medio del campamento, para que lo veamos todos, para que no olvidemos que es nuestro dios, el señor de todos nosotros…

Ahmed lloraba desesperado, haciendo caso omiso de los guardias, que le miraban sin ocultar su desprecio por esa muestra de debilidad.

Clara tenía ganas de salir corriendo, de gritar, pero supo contenerse, segura de que los hombres no respetarían a su abuelo, ni a ella misma, si se dejaba llevar por el pánico.

– Mi abuelo no te recibirá, está descansando.

– Debo verle, quiero saber cuándo me matará -gritaba Ahmed.

– ¡Cállate! No vuelvas a decir barbaridades en mi presencia. Márchate. Debes regresar a Bagdad a poner en marcha lo que mi abuelo te ha encargado. Y ahora déjanos en paz.

La llegada del Coronel desconcertó a Clara, aunque procuró no dejarse arredrar por la mirada fría del hombre.

– Quiero ver al señor Tannenberg.

– No sé si estará levantado. Espere aquí.

Clara le dejó con Ahmed en la sala y fue al cuarto de su abuelo. Aliya le acababa de afeitar y el doctor Najeb se disponía a sacarle la aguja de la vena, dejándole sin ninguna bolsa de suero ni de plasma.

– Le he dicho que no debe hacer más esfuerzos -le dijo a Clara a modo de saludo.

– Cállese de una vez; y si cree que estoy listo, déjenos; ya le dije que hoy necesitaba estar bien.

– Pero no lo está y ya no puedo responder más de lo que estoy haciendo…

– Déjenme con mi nieta -ordenó Tannenberg.

La enfermera y el médico salieron del cuarto sin protestar. Temían a Tannenberg. Sabían que era peligroso contrariarle.

– ¿Qué pasa, Clara?

– El Coronel quiere verte. Está muy serio. También ha venido Ahmed… dice que ha aparecido el cuerpo de Yasir… que tú le has mandado matar y mutilar…

– Así es. ¿Te sorprende? Nadie debe dudar de lo que puede pasarle si se enfrenta a mí. Es un aviso a los hombres de aquí y a mis amigos de Washington.

– Pero… pero ¿qué había hecho Yasir?

– Conspirar contra mí, espiarme por cuenta de mis amigos, hacer negocios a mis espaldas.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Qué? ¿Cómo lo sé? Te sorprende que sepa lo que hacía Yasir porque estoy aquí, en esta cama, sin moverme. Pero aun desde aquí tengo ojos y oídos en todas partes.

– ¿Era necesario matarle? -se atrevió a preguntar Clara.

– Lo era, yo nunca hago nada que no sea necesario. Y ahora dile al Coronel que suba, y a esa mierda de marido tuyo que se vaya, ya sabe lo que tiene que hacer.

– ¿Vas a matarle?

– Puede ser, todo depende de lo que pase en los próximos días.

– Por favor…, por favor, no le mates.

– Niña, ni siquiera por ti dejaría de hacer lo que creo necesario para que funcionen mis negocios. Si dudo, si no hago lo que los otros saben que puedo hacer, entonces nos lo harán a nosotros. Ésas son las reglas, y no puedo apartarme de ellas. La muerte de Yasir ha servido para que George, Enrique y Frankie sepan que estoy vivo; también mis socios de aquí, incluido el Coronel, han comprendido el mensaje. Ahora vete y haz lo que te he dicho.

– ¿Qué voy a decir? -murmuró Clara.

– ¿A quién?

– A Picot, a Marta…, querrán saber qué está pasando…

– No les digas nada. Que excaven y procuren encontrar la Biblia antes de marcharse, o terminaré por impedir que se vayan.

Dos horas más tarde el campamento había vuelto a la normalidad. A una falsa normalidad. Clara no sabía de dónde sacaba las fuerzas, pero se había ido a excavar con un contingente de obreros después de haber mantenido una discusión con Picot, que le exigía una explicación de lo que estaba pasando.

Ni él ni el resto de su equipo quiso acompañarla al templo y la recriminaron que fuera capaz de continuar con la rutina después de lo sucedido. No les escuchó, aguantó sin inmutarse sus reproches, sabiendo que no tenía opción, que si dudaba o daba muestras de debilidad terminaría por derrumbarse y eso era algo que no se podía permitir.

Estaba excavando cuando escuchó a lo lejos el ruido de los helicópteros despegando. Supo que Ahmed se había ido y eso la tranquilizó. Ya no le quería, pero no habría soportado que su abuelo le mandara matar. Eso habría derrumbado todas sus falsas defensas. Prefería que estuviera lejos.

No sabía si el Coronel también se había marchado, pero tanto daba, su abuelo había dejado claro que él seguía teniendo las riendas, que aún no estaba muerto.

A mediodía decidió bajar por el agujero que conducía a la cámara que habían encontrado días atrás. Ayed Sahadi le pidió que no lo hiciera, pero ella le mandó callar. Gian Maria, que silencioso la seguía a todas partes, se ofreció a bajar con ella.

– De acuerdo, pero primero bajaré yo, y según vea las cosas decidiré si me acompañas o no.

Atada a la cuerda sujeta por poleas, se fue deslizando por la negrura de la tierra hasta tocar suelo firme. Olía a rancio y eso le provocó una arcada, pero la contuvo. Estaba decidida a explorar aquella sala que días atrás habían encontrado y que Picot y Fabián habían explorado asegurando que era la puerta hacia otras zonas del templo.

Encendió las linternas que llevaba atadas a la cintura y las colocó en lugares que le parecieron estratégicos. Luego comenzó a palpar las paredes y el suelo.

Perdió la noción del tiempo, aunque de vez en cuando tiraba de la cuerda, para que supieran que estaba bien, pero no daba la señal para que se reuniera con ella Gian Maria. Le había dejado claro que sólo podía bajar si ella le avisaba.

No supo cómo fue, pero al golpear con el mango de la espátula que llevaba una de las paredes se derrumbó, envolviéndola en un mar de cascotes y de polvo. Cuando abrió los ojos se quedó inmóvil, aterrada porque sintió que algo pasaba encima de su pierna derecha. Apenas se atrevía a respirar, convencida de que lo que cruzaba por sus pies era una serpiente o una rata.

Los segundos se le hicieron eternos; no encontraba valor para mirar hacia el suelo, y permanecía tan quieta que parecía estar clavada en el suelo. De repente una luz le iluminó el rostro y los pasos firmes de un hombre que le hablaba la sacaron del ataque de pánico que la había dominado.

– Clara, ¿estás bien?

Entre las penumbras distinguió a Gian Maria y nunca como en aquel momento se alegró tanto de encontrarse con otro ser humano.

– No te muevas, hay algo aquí…

– ¿Dónde? No veo nada. ¿Qué ha pasado?

– No lo ves, seguro que no ves nada…

– Clara, no hay nada, no veo nada.

Encontró valor para mirar hacia sus pies y efectivamente no había nada. El animal había pasado indiferente a su lado. Suspiró aliviada y tendió la mano a Gian Maria.

– Creo que ha pasado una serpiente o una rata, no lo sé, pero ha cruzado por mis pies. Menos mal que llevo las botas.

– ¡Menudo susto! ¿Por qué no salimos de aquí?

– Ya me dirás para qué has bajado si te quieres ir…

– He bajado a buscarte, estaba preocupado.

– Te preocupas demasiado por mí.

– Sí, realmente sí -admitió el sacerdote.

– Ayúdame, quiero echar un vistazo a esto, haré que bajen los obreros y empiecen a despejar todo. Es evidente que estamos en otra planta del templo. Hay que sacarla a la luz.

– No resultará sencillo -comentó Gian Maria.

– No, no lo será, pero no podemos dormirnos, no tenemos tiempo.

Clara envió a una cuadrilla de obreros al interior del agujero, mientras otro grupo despejaba el exterior. Mandó colocar focos potentes por toda la zona. Trabajarían también por la noche, no quería desperdiciar ni un minuto, aunque pusiera en peligro la vida de aquellos hombres a los que prometió paga extra si trabajaban en el turno de noche.

Sabía que Picot se enfadaría, pero no le importaba. Al fin y al cabo, ella codirigía la excavación y su abuelo corría con el grueso de la financiación. Ya era hora de hacer valer su posición.


Lion Doyle leyó el fax que le entregaba Marta.

– Me parece que es de tu agencia, me lo acaba de dar Ante. Está repartiendo la correspondencia, pero no sabía dónde estabas.

– Gracias.

El fax lo remitía el director de Photomundi, pero Lion supo leer que detrás de aquellas palabras estaba su jefe, Tom Martin, el presidente de Global Group:


Hace tiempo que no sabemos de ti, y nuestros clientes están impacientes por la falta de noticias. ¿Qué sucede con el reportaje prometido? Si no puedes hacerlo, debes regresar, porque los medios no seguirán pagando por fotos sueltas.

Quiero noticias inmediatas o de lo contrario vuelve.


Tom Martin le apretaba porque los clientes le apretaban a él. Los que querían muerto a Alfred Tannenberg no estaban dispuestos a esperar más, y el presidente de Global Group le anunciaba que o mataba a Tannenberg de inmediato o darían por rescindido el contrato.

Ya había cobrado un buen adelanto, pero sabía que Martin se lo reclamaría.

Fue al almacén que hacía de oficina y encontró a Fabián con otros dos arqueólogos dando instrucciones a Ante Plaskic para que comenzara a colocar en cajas todo el material informático e hiciera un listado de los archivos.

– Quiero enviar un fax -les dijo.

– Pues hazlo -le respondió Fabián-. Esta mañana te ha enviado uno tu jefe, lo han traído con el resto del correo.

– Sí, y está que arde, quiere un reportaje con ambiente bélico, y aquí no lo hay. Parece que los periódicos ya no están interesados en más reportajes sobre excavaciones arqueológicas.

– Es que estamos en vísperas de una guerra -afirmó uno de los arqueólogos.

– Sí, así es. Creo que voy a hablar con Picot para ver cómo me puedo ir a Bagdad.

– Espérate, que nos vamos todos. Yves quiere irse ya, hoy mejor que mañana, pero tenemos que esperar a que Ahmed nos dé la señal de partida, y sobre todo a que ese famoso Coronel obtenga el permiso para que podamos llevarnos lo que hemos encontrado para la exposición -explicó Fabián.

– De acuerdo, esperaré. Ante, ¿puedo utilizar alguno de tus ordenadores para escribir una nota para mi jefe?

– Aquél de allí está conectado a la impresora -le señaló el croata.

– Es una pérdida de tiempo que no podamos disponer de internet -se quejó Lion.

– Bueno, aquí no hay líneas telefónicas para eso, confórmate con lo que tenemos. Escribe lo que quieras, y déjalo en esa bandeja. Esta tarde alguien irá a Tell Mughayir a enviar faxes y poner alguna carta en el correo.

La respuesta de Lion Doyle a su falso jefe de Photomundi fue escueta: «Esta semana tendrás el reportaje».

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