Robert Brown salió del despacho de George Wagner, su Mentor. El presidente de la fundación Mundo Antiguo estaba satisfecho del resultado de la entrevista. Ahora sólo quedaba que Paul Dukais supiera llevar a buen término el plan establecido y sobre todo, pensó, que el loco de Alfred Tannenberg no echara a perder la operación a cuenta de su estúpida nieta.
No se engañaba. Sabía que sin Tannenberg no sería posible la operación, que todo dependía del anciano enfermo al que muchos aún temían.
Llamó por el móvil a Paul Dukais y le citó en su despacho una hora más tarde. La operación Adán estaba a punto de comenzar. Él mismo la había llamado así, en alusión a que Dios hizo el primer hombre con barro de la vieja Mesopotamia.
Mientras tanto, su Mentor también hablaba por teléfono con un hombre a miles de kilómetros de distancia. Enrique Gómez llevaba días esperando la llamada de su amigo.
– De manera que será el 20… -decía Enrique Gómez.
– Sí, el 20 de marzo, me lo han confirmado hace unas horas.
– ¿Dukais tiene todo preparado?
– Robert dice que sí. ¿Y tú?
– Sin problemas. Cuando el envío llegue aquí, lo recogeré como he hecho en otras ocasiones.
– Esta vez llegará a bordo de un avión militar.
– Lo sé, pero el contacto que me diste en la base ya está controlado y ha cobrado una parte de sus honorarios por adelantado. También sabe lo que le puede pasar si se le ocurre vacilar o crear algún problema.
– ¿Has hablado con él?
– ¿Yo? No, continúo utilizando a un hombre que me ha sido leal desde que llegué aquí. Te he hablado de él, de Francisco…
– No te fíes de nadie.
– La de Francisco es una lealtad bien pagada.
– ¿Has establecido contacto con los compradores?
– Con los habituales, pero antes quiero ver el material. ¿Cómo vais a hacer los lotes?
– Robert Brown cuenta con un buen elemento, Ralph Barry, un ex profesor de Harvard experto en esa zona. Estará en Kuwait cuando llegue el material, Ahmed Huseini ha hecho una lista provisional.
– Buena idea. ¿Sabes, George?, creo que deberíamos ir pensando en retirarnos. Somos demasiado viejos para seguir en esto.
– ¿Viejos? No, no lo somos. Desde luego, yo no voy a dejarme morir con una manta sobre las piernas mirando por la ventana. No te preocupes, Enrique, todo irá bien, podrás seguir disfrutando de una vida tranquila en Sevilla. Siempre me ha gustado tu ciudad, y lo que más me sorprende es cómo has logrado ser parte de ella.
– Si no hubiese sido por Rocío no lo habría conseguido.
– Tienes razón, has tenido suerte con tu esposa.
– Tendrías que haberte casado…
– No, no lo habría soportado, es en lo único que no habría sido capaz de fingir.
– Al final te acostumbras, ¿sabes?
– Nunca me podría acostumbrar a tener a mi lado el cuerpo de una mujer.
Los dos hombres se quedaron unos segundos en silencio dejando vagar la mente cada uno por su interior.
– De manera que el día 20 comenzará la guerra.
– Sí, el 20, ahora llamaré a Frank.
Frank Dos Santos cabalgaba charlando animadamente con su hija Alma.
– Me alegro de que me hayas convencido para que te acompañara a montar. Hacía demasiado tiempo que no me subía a un caballo.
– Te estás volviendo perezoso, papá.
– No, hija, es el exceso de trabajo.
El sonido impertinente del móvil interrumpió la conversación. Alma frunció el ceño, molesta por no poder seguir disfrutando de aquel momento de calma junto a su padre.
– ¡Hola, George! ¿Que dónde estoy? Montando a caballo con Alma, pero estoy viejo, me duelen todos los huesos.
Frank Dos Santos calló mientras escuchaba a su amigo, que le repetía lo mismo que a Enrique Gómez: la guerra iba a comenzar el 20 de marzo.
– De acuerdo, tengo todo preparado. Mis clientes están ansiosos por ver la mercancía. ¿Ahmed será capaz de hacerse con la lista de objetos que te envié? Pues si lo hace el negocio será redondo. Bien, te llamaré, mis hombres están preparados para el día D.
Guardó el móvil y suspiró, sabiéndose observado por su hija.
– ¿En qué negocios andas ahora, papá?
– En los de siempre, hija.
– Alguna vez me deberías contar algo.
– Confórmate con gastarte el dinero que gano.
– Pero, papá, soy tu única hija.
– Por eso eres la preferida -respondió riendo Dos Santos-. Anda, regresemos a casa.
Robert Brown, acompañado de Ralph Barry, esperaba la llegada de Paul Dukais. El presidente de Planet Security se retrasaba como era su costumbre.
– Vamos, Robert, cálmate, estará a punto de llegar.
– Pero, Ralph, es que este hombre llega siempre tarde. Se cree que puede disponer del tiempo de los demás, ¡me tiene harto!
– En su negocio es el mejor, así que no tenemos otra opción.
– Nadie es imprescindible, Ralph, nadie, y tampoco Paul. Cuando Paul Dukais entró en el despacho sonriente, Robert Brown soltó un bufido de despecho.
– ¿Se puede saber de qué te ríes?
– Es que me acaba de llamar mi mujer para decirme que tiene jaqueca y que por tanto no iremos esta noche a la ópera. ¡Menuda suerte tengo!
Ralph Barry no pudo evitar sonreír a su vez. No se engañaba respecto a Dukais, sabía que tras su capa de vulgaridad había un hombre inteligente, con una mente meticulosa, con más cultura de la que aparentaba tener y, sobre todo, capaz de cualquier cosa.
– Los chicos del Pentágono ya tienen fecha para la invasión de Irak. Será el 20 de marzo -le espetó Robert Brown.
– ¿Invasión? O sea, que no nos vamos a conformar con bombardear.
– Invasión, entraremos en Irak para quedarnos.
– ¡Mejor para el negocio! Cuanto antes lleguen nuestros soldados, antes empezaremos a ganar dinero.
– Ralph se va para Kuwait. Habla con tu coronel Fernández para que le organice el comité de recepción.
– No es coronel, es un ex coronel, y Mike está ya en la zona. Le llamaré, no te preocupes. Pero antes debemos avisar a Yasir, porque hoy se iba para Safran, Alfred le ha mandado llamar, lo mismo que a Ahmed. El viejo no suelta el bastón de mando.
– Bien, pues ponte en contacto con él. También hay que dar la noticia a Alfred.
– Se la puede dar Yasir -propuso Dukais.
– Ninguno de nosotros le puede llamar. Sabes mejor que nadie que ahora mismo todas las comunicaciones están interceptadas.
– Utilizaré el mensajero habitual, el sobrino de Yasir, que vive en París, es un hombre de Alfred. Todo lo que es se lo debe a él.
– ¿Y su tío? -quiso saber Ralph.
– Yasir es su tío, sí, pero la lealtad del sobrino es para Tannenberg; le debe todo lo que es, de manera que en caso de duda apostará por Alfred.
– Faltan quince días -murmuró Ralph Barry.
– Sí, pero está todo preparado, no te preocupes. Confío en Mike Fernández, y si él dice que toda la operación está bien engrasada, es que lo está -aseguró Dukais.
– Yo en quien confío es en Alfred. Es él quien sabe cómo se hacen estas cosas. Así que no te pongas medallas. El único problema de Alfred es su nieta, haberse empeñado en dejarle una herencia que no es sólo suya.
– Tenemos hombres en el campamento de arqueólogos. La chica no tiene por qué ser un problema.
– Si le tocamos un pelo, la operación se irá al garete, no conoces a Alfred -afirmó Robert Brown.
– Tú dijiste que si era necesario actuar lo hiciéramos…
– Sólo si es necesario, imprescindible… Desde luego, nada ni nadie puede fastidiar la operación, eso lo tenemos todos claro, ¿no?
– Los hombres decidirán sobre el terreno. Esperemos que puedan manejar a Alfred y a esa nieta suya.
– Que hagan lo que tengan que hacer, pero si se equivocan son hombres muertos. Bien, ¿necesitas que hagamos alguna gestión o hablas tú solito con nuestros contactos en el Pentágono?
– No te preocupes, ya me hago cargo del resto de la operación. Y tú, Ralph, deberías irte cuanto antes.
– Me voy mañana.
– Estupendo. Así que atacaremos el día 20. ¡Ya era hora! Ese cabrón de Sadam se va a enterar de lo que es bueno.
– No seas vulgar, ahórrate esas expresiones -protestó Robert Brown.
– Vamos, Robert, no seas tan fino, estamos en tu despacho, no nos escucha nadie.
– Te escucho yo, y eso es suficiente.
– ¿Os vais a pelear? -preguntó Ralph.
– No, no nos vamos a pelear, nos vamos a poner a trabajar. Me voy. Tengo mucho que hacer.
Paul Dukais salió del despacho de Brown sin despedirse. El presidente de Mundo Antiguo le fastidiaba con sus maneras exquisitas. Al fin y al cabo era un delincuente como él, porque eso es lo que eran, se dijo Dukais. Los grandes negocios a veces no son otra cosa que grandes actos de delincuencia organizada. Todo dependía de quién lo hiciera y cómo, y sobre todo de que no te pillaran.
No, Brown no era mejor que él aunque fuera un estirado ex alumno de las mejores universidades norteamericanas.
Ahmed Huseini y Yasir estaban sentados en el helicóptero con estos para protegerse del ruido, cuando un soldado corrió hacia el aparato haciendo señas de que no despegara.
Los dos hombres miraron intrigados al soldado que, rojo por la carrera, se paraba y entregaba un sobre cerrado a Yasir.
– Lo envían de su oficina. Han dicho que era muy urgente.
Yasir cogió el sobre y, sin dar las gracias al soldado, sacó del sobre un folio escrito por una sola cara.
Señor, ha recibido un e-mail del sobrino de su esposa, el que vive en Roma. Dice que el día 20 de marzo vendrá a verle con unos amigos y que es urgente que usted lo sepa; no quiere que se lo diga a su esposa ni al resto de la familia, porque quiere darles una sorpresa, pero dice que sí debe decírselo a sus amigos. Ha insistido en que usted debía saber de inmediato que venía.
Guardó el papel en el sobre y se lo metió en un bolsillo de la chaqueta, luego hizo una seña al piloto para que despegara. Dukais le confirmaba la fecha del comienzo de la guerra. Tenía que decírselo a Ahmed y, desde luego, a Alfred. En realidad aquel mensaje era para el anciano, no para él. Los hombres sólo recibían ordenes de Alfred Tannenberg, aun sabiéndole moribundo le temían. Tenían razones para temerle. Bien lo sabía él.
Caía la noche cuando el helicóptero se posó a unos cientos de metros Safran. Las luces de las casas brillaban como luciérnagas y el aire soplaba cargado de frescor.
Ayed Sahadi y Haydar Annasir les esperaban con un jeep para trasladarlos al centro del campamento.
– ¿Qué te pasa, Haydar? Te veo cariacontecido -preguntó el hombre de confianza de Tannenberg.
– Vivir en esta aldea resulta insoportable. Llevo demasiados meses aquí.
– Alguien tiene que llevar las cuentas de esta misión arqueológica y el señor Tannenberg se fía de ti -respondió Ahmed Huseini.
– Tu esposa te espera con el señor Tannenberg; también Picot y su estado mayor. Están nerviosos porque los periodistas que nos mandasteis dijeron que la guerra es inevitable y que, tal como están las cosas, Bush atacará un día de éstos -explicó Haydar Annasir.
– Sí, me temo que tengan razón. Hay manifestaciones en toda Europa, también en Estados Unidos, pero el presidente Bush ha puesto la maquinaria de guerra en funcionamiento y no va a dar marcha atrás.
– Así que nos van a atacar -dijo Ayed Sahadi, que hasta ese momento había permanecido en silencio.
– Sí, eso parece -fue la respuesta lacónica de Ahmed-, pero por ahora debes permanecer aquí. El Coronel me ha dicho que podemos seguir disponiendo de ti.
Ayed Sahadi les informó de que Yasir se instalaría en la casa del alcalde, mientras que Ahmed compartiría la casa de su esposa y Tannenberg.
El encuentro entre Clara y Ahmed fue embarazoso. De repente no sabían cómo tratarse ni qué decirse.
– Tendrás que dormir en mi cuarto, hemos puesto un catre. Lo siento, pero resultaría difícil de explicar que no durmieras aquí; prefiero que por ahora no haya comentarios sobre nosotros.
– Me parece bien. Lo único que siento es importunarte por la falta de espacio.
– Nos tendremos que arreglar con lo que hay. ¿Hasta cuándo te quedarás?
– No lo sé, una vez que hable con tu abuelo debería de marcharme, tengo asuntos pendientes que no pueden esperar. Tu abuelo me dirá qué quiere que haga.
– Desde luego, para eso te paga.
Clara se arrepintió de haber pronunciado esa frase, pero ya no había vuelta atrás, y además quería que supiera que nunca más la podría engañar.
– ¿De qué hablas?
– De que trabajas para mi abuelo, participas de alguno de sus negocios y te paga por ello. ¿O no?
– Sí, así es.
– Bueno, pues a eso es a lo que me refiero.
– Lo has dicho de una manera…
– Lo he dicho a mi manera, no tengo ganas de ser diplomática.
– Hasta ahora hemos evitado el enfrentamiento entre nosotros, no me gustaría que termináramos mal.
– No, no nos vamos a enfrentar porque yo no quiero enfrentarme contigo. Dejemos las cosas así. Mi abuelo quiere veros cuanto antes.
– Dame un minuto para asearme, y voy a verle.
– Tienes que esperar a Yasir, os quiere ver a los dos. Cuando estéis listos, avisad a Fátima.
Clara se dirigió al cuarto de su abuelo. El médico le acababa de poner una inyección. Hacía menos de diez minutos que había terminado de hacerle una transfusión de sangre que parecía haber devuelto el color a las mejillas hundidas de Alfred Tannenberg.
Salam Najeb miró a Clara y le hizo un gesto para que se acercara.
– Espero que con la transfusión y las inyecciones el señor Tannenberg mejore y pueda afrontar el trabajo de estos próximos días. Pero ya se lo he dicho a él, tendremos que hacerle una transfusión cada día, es la única manera de… de… bueno de que él se sienta en forma.
– Muchas gracias -murmuró Clara.
– Me siento mucho mejor -aseguró Alfred Tannenberg.
– Pero es una mejoría muy temporal -insistió el doctor Najeb.
– Ya sé que no me puede dar más años de vida, pero al menos manténgame así hasta que yo le diga.
El tono de voz del anciano no daba lugar a réplica.
– Haré todo lo que esté en mi mano, señor.
– Mi nieta será inmensamente generosa con usted si lo logra.
– Desde luego, abuelo.
Clara se acercó a su abuelo y le besó en la frente. Olía a jabón.
Salam Najeb había cumplido con las instrucciones de su abuelo y de ella misma: le habían exigido que hiciera lo que quisiera, pero que Alfred tenía que aparentar la suficiente salud como para que nadie dudara de su liderazgo. El médico había asentido a sus deseos. Con el dinero que recibiría, no tendría que preocuparse de nada en los próximos años.
– Bien, doctor, ¿cree que mi abuelo puede salir del dormitorio y aguantar un rato de conversación en la sala? -preguntó Clara.
– Sí, pero no alargue demasiado la velada, podría…
Unos golpes secos en la puerta del cuarto, seguidos por la entrada de Fátima, interrumpieron al médico.
– Señor, el señor Yasir y el señor Ahmed le esperan en la sala -anunció Fátima.
– Abuelo, levántate y cógete a mi brazo. ¿Podrás?
– Iré solo, no me agarraré ni siquiera a tu brazo. Esas hienas creerían que me estoy muriendo, y aunque sea verdad no deben saberlo, aún no.
Clara abrió la puerta y salieron del cuarto. Cuando entra-ron en la sala Yasir y Ahmed se pusieron en pie.
– Señor… -alcanzó a decir Ahmed.
– Alfred… -fue todo lo que dijo Yasir.
Alfred Tannenberg les miró de arriba abajo. Sabía que los dos hombres esperaban verle peor de lo que le veían. Les miró con malicia, riéndose abiertamente.
– ¿Creíais que veníais a mi entierro? El aire de Safran me sienta bien, y estar con Clara me da fuerzas para vivir, y no es que me falten las ganas.
Ninguno de los dos hombres respondió, esbozaron una sonrisa aguardando a que Tannenberg se sentara, pero éste se complació en pasear por la sala observándoles de soslayo.
– Abuelo, ¿qué quieres que te traigan?
– Nada, niña, nada, sólo agua, pero nuestros invitados seguro que tienen hambre. Que Fátima traiga algo para comer, tenemos mucho de que hablar.
Los tres hombres se quedaron solos. Alfred Tannenberg les dominaba con su sola presencia. Sabía que Ahmed y Yasir creían que le iban a encontrar en peor estado de salud, y se reía por dentro ante el estupor que los dos hombres no alcanzaban a disimular.
Yasir entregó la nota de su sobrino a Alfred. Éste la leyó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– De manera que la guerra comenzará el 20 de marzo. Bien, cuanto antes mejor, mis hombres están preparados. ¿Has hecho lo que te pedí? -preguntó a Ahmed.
– Sí. Ha sido un trabajo complicado. Por increíble que parezca, no todo el patrimonio de los museos está catalogado. He tenido que gastar más de lo previsto para que algunas personas de confianza me dieran una relación de las obras más importantes que tenemos en cada museo. Las listas se las entregué a Yasir, tal y como me dijiste.
– Lo sé. Enrique y Frank ya han establecido contacto con sus clientes y hay un buen número de compradores dispuestos a hacerse con los tesoros de este país. George también ha avisado a sus clientes a través de Robert Brown, por lo que el negocio está listo. ¿Qué pasa con el boina verde de Dukais?
Yasir carraspeó antes de responder. Sabía que esa pregunta se la hacía a él.
– Mike Fernández también está listo. Sus hombres están donde dijiste que tenían que estar. No habrá problemas para el transporte de la mercancía; sólo nos queda esperar.
– Ésta es la mayor operación de venta de arte que hemos hecho nunca -afirmó Tannenberg-. En realidad, le vamos a hacer un favor a la humanidad salvando el patrimonio artístico de Irak. Si no lo sacamos de aquí las bombas lo pueden destruir y, además, una vez que estalle la guerra la chusma intentara hacerse con todo lo que hay de valor y no serán capaces de distinguir una tablilla de un cilindro sumerio.
Ni Yasir ni Ahmed respondieron al comentario de Tannenberg. Eran ladrones, sí, pero les parecía innecesario añadir más oprobio a su comportamiento.
– ¿Cuántas piezas calculas que podremos sacar? -preguntó Tannenberg a Ahmed.
– Si todo sale bien, más de diez mil. He hecho una relación exhaustiva de lo que los hombres deben coger en cada museo. Tienen planos detallados de cada uno de ellos, con los lugares donde se encuentran las piezas más importantes. Espero que no causen destrozos…
– ¡Qué sentimental! -rió Tannenberg-. Vamos a robar, a robar a este país, le vamos a dejar sin una pieza que merezca la pena y tú te preocupas de que nuestros hombres lleven a cabo la operación sin que se les caiga una tablilla.
Ahmed apretó los dientes humillado. Sentía la risa de Alfred Tannenberg como una bofetada.
– En cuanto empiecen a bombardear los equipos entrarán en los museos. Tienen que hacerse con las piezas de valor en el menor tiempo posible y salir de inmediato. Llegar a Kuwait no será un problema, esperemos que allí el boina verde sepa hacer su trabajo -insistió Tannenberg.
– ¿Y tú qué harás? ¿Hasta cuándo estarás aquí?
La pregunta de Yasir no le cogió de improviso. En realidad Tannenberg la estaba esperando, conocía su impaciencia.
– Ése no es vuestro problema, pero no te preocupes, Yasir, no moriré por las bombas de nuestros amigos. Cuando las suelten estaré en lugar seguro, aún no he decidido morir.
– ¿Y Clara? -preguntó Ahmed.
– Clara se marchará, aún tengo que decidir si se va con el equipo de Picot o si la envío a El Cairo -fue la respuesta de Tannenberg.
– No queda mucho tiempo, poco más de quince días, si los norteamericanos atacan el 20 -insistió Ahmed.
Ya te diré, si es que fuera necesario, cuándo se irá Clara. Aún tenemos unos días para intentar encontrar la Biblia de Barro.
– ¡Pero ya no hay tiempo! -protestó Ahmed.
– ¿Tú qué sabes? ¡Nadie ha pedido tu opinión, no tienes nada que decir sobre esto! Obedece las órdenes y confórmate con el dinero y con salir vivo.
Tannenberg se sirvió un vaso de agua y bebió pausadamente. Ni Ahmed ni Yasir habían probado la comida que les había servido Fátima. Los dos hombres estaban en tensión y por ello eran incapaces de distraer su atención del anciano.
– Bien, terminemos de repasar la operación. Ahora llamaré a Haydar Annasir para ultimar los detalles financieros. Vamos a ganar mucho dinero, pero también hemos tenido que invertir mucho. Mis hombres siempre saben que tienen por adelantado un depósito garantizado en el banco, para que si sufren algún percance sus familias cobren su parte.
Fátima no permitió que nadie, excepto Haydar Annasir y más tarde Ayed Sahadi, entrara en la sala. Tannenberg le había dado instrucciones precisas: ni siquiera Clara debía de interrumpirles. Tampoco el doctor, salvo cuando él le llamara.
Clara cenó con Picot y el resto del equipo. Estaba irritada. La presencia de Ahmed la había puesto nerviosa. No sería fácil compartir la habitación con él, ni siquiera por una noche. Peor aún, le sentía como a un extraño.
– ¿Cuándo veremos a su marido? -preguntó Fabián.
– Supongo que mañana. Esta noche está reunido con mi abuelo, terminarán tarde.
– ¿Se quedará en Irak o intentará marcharse antes de que estalle la guerra? -quiso saber Marta.
– Ninguno sabemos cuándo comenzará la guerra. Los periodistas que estuvieron aquí no aseguraron nada. Dijeron que creían que la guerra era inevitable, pero nadie está en condiciones de saber lo que va a pasar -respondió Clara.
– Ésa no es una respuesta -la provocó Marta.
– Es la única respuesta que le puedo dar. En todo caso, quiero quedarme aquí hasta que… bueno, hasta que sea imposible estar. Luego ya veré. Si estalla la guerra, veremos dónde estoy y qué puedo hacer para sobrevivir.
– Véngase con nosotros.
La invitación de Picot la dejó descolocada, pero pensó que el tono burlón de éste no dejaba lugar a dudas de lo poco que le importaba la suerte que ella pudiera correr.
– Muchas gracias, consideraré su propuesta. ¿Me va a dar asilo político? -respondió intentando ser irónica.
– ¿Yo? Bueno, si no hay más remedio, procuraremos que alguien se lo dé. Fabián, ¿crees que la podemos meter de contrabando cuando regresemos?
– No os lo toméis a broma -les dijo Marta-; lo mismo Clara se ve en apuros y tenemos que ayudarla.
Se quedaron en silencio, que Lion Doyle aprovechó para hacer una petición a Clara.
– Ya sabe que Yves quiere que haga un reportaje extenso sobre todo lo que han encontrado aquí. Mañana empezaré a fotografiarlo todo y a todos. ¿Cree que su abuelo posaría para mí? No le quitaría mucho tiempo, pero me parece justo que una persona que ha invertido tanto en esto… en fin, sea reconocido por esa aportación.
– Mi abuelo es un hombre de negocios, él financia parte de esta expedición. No creo que quiera salir en ningún reportaje, aunque se lo diré.
– Gracias, aunque su abuelo sea un hombre modesto, creo yo que debería de posar al menos con usted.
– Ya le he dicho que se lo preguntaré, pero no insista.
– A mí me gustaría quedarme.
La voz suave de Gian Maria les devolvió a todos a la realidad. Clara le miró con cariño. Había llegado a tomar auténtico afecto al sacerdote, que la seguía por todas partes como si se tratara de un perro guardián. Gian Maria sufría cuando ella se escapaba o la perdía de vista. Le demostraba una devoción que la conmovía y no entendía por qué se había hecho acreedora de ella.
– Hasta que no hablemos con Ahmed es mejor no tomar decisiones -afirmó Yves Picot.
– Ya, pero si Clara se queda trabajando, yo también me quedo -fue la respuesta de Gian Maria.
– ¡Pero qué dice! Aquí no se puede quedar. Si empieza la guerra, ¿cree que van a poder seguir trabajando? No quedará un solo hombre para ayudarles, les movilizarán o en cualquier caso no van a excavar mientras les caen las bombas al lado.
Picot estaba furioso. También él había llegado a tomar afecto a Gian Maria. Se sentía responsable de lo que le pudiera pasar.
– Tiene usted razón, pero si Clara se queda yo me quedo -insistió el sacerdote.
– Gian Maria, no seas terco -le conminó Marta. -Cuando termine la guerra a lo mejor podemos regresar -le dijo Fabián a modo de consuelo.
Clara permanecía en silencio sin saber qué decir. Le sorprendía la firmeza con que Gian Maria insistía en que se quedaría con ella. El sacerdote le estaba demostrando una lealtad que jamás hubiera podido imaginar.
La discusión continuó porque el resto de los miembros del equipo terciaron para intentar convencer a Gian Maria de que debía regresar con ellos, aunque la tarea resultó inútil.
Gian Maria se quedó sentado en la puerta del habitáculo que compartía con Ante Plaskic y con Lion Doyle.
No tenía ganas de dormir, y le gustaba especialmente estar solo cuando todo el campamento dormía.
Encendió un cigarro y dejó vagar la mirada por el cielo cuajado de estrellas. Necesitaba poner en orden su espíritu. Hacía muchos meses que estaba allí, y a veces se preguntaba quién era, quién había sido, qué sería de él.
Su fe en Dios continuaba siendo inquebrantable. Eso era lo único que no había cambiado; tampoco tenía dudas sobre su vocación sacerdotal. No quería ser otra cosa que sacerdote, pero se le antojaba un sacrificio insoportable regresar a la tranquilidad de la casa conventual donde había vivido desde que se ordenó. Antes de salir de Roma su vida transcurría sin sobresaltos. Para él había sido una sorpresa que su superior le enviara a confesar a San Pedro. Primero se había sentido abrumado por la responsabilidad y había manifestado dudas sobre su preparación para acoger la confesión de los peregrinos llegados de todas las partes del mundo, pero su superior le había convencido de que era allí donde debía de servir a la Iglesia. «El Vaticano -le dijo-, necesita también de los jóvenes, de sacerdotes jóvenes que tomen contacto con la realidad del mundo, y nada mejor que los confesionarios de San Pedro.»
Por eso, cuando no estaba estudiando o dando clases, escuchaba a las almas atormentadas que acudían en busca de consuelo, convencidas de que allí en el Vaticano estarían más cerca del perdón de Dios.
Tendría que regresar, pero ya no sería el mismo. Echaría de menos la vida al aire libre, la camaradería que había conocido con aquel equipo heterogéneo.
Todos los días, antes de que el campamento se despertara él se ponía en pie, y después de rezar decía misa. Una misa en la que se encontraban a solas él y Dios, puesto que nadie había manifestado interés en participar y tampoco había pedido a nadie que lo hiciera.
Lo que echaría de menos cuando volviera a Roma sería esa sensación de libertad que tenía instalada en el alma.
Pensó en Clara, y se dijo que tenía por ella un afecto sincero. A fuerza de intentar protegerla la sentía como su hermana, una hermana difícil, un tanto arisca, pero una hermana.
Quizá había llegado el momento de decirle que estaba allí para salvarle la vida, o al menos para intentar evitar que nadie alzara la mano contra ella. Pero no, no podía hacerlo sin quebrantar un secreto, sin traicionar a Dios y al hombre que le había hecho la confesión.
El secreto de confesionario es sagrado, de manera que tampoco podía explicarle por qué sabía que la intentarían matar a ella y a su abuelo, a los dos.
Clara se acercó despacio a la puerta de la casa de Gian Maria y se sentó a su lado. También ella encendió un cigarrillo y dejó vagar la mirada por el infinito.
– No debe quedarse, el profesor Picot tiene razón.
– Lo sé, pero me quedaré, no estaría tranquilo sabiéndola aquí.
– Puede que mi abuelo me obligue a ir a El Cairo.
– ¿A El Cairo?
– Sí, ya sabe que parte de mi familia es de allí. Tenemos una casa, a la que le invito a ir cuando quiera.
– Entonces, ¿se marchará? -le preguntó sin ocultar su preocupación.
– Me resistiré todo lo que pueda, pero es posible que mi abuelo me obligue a irme si estalla la guerra. Usted que es bueno, podría pedirle a Dios que nos ayude a encontrar esas tablillas.
– Se lo pediré, pero pídaselo usted también, ¿alguna vez reza?
– No, nunca.
– ¿Es musulmana?
– No, no soy nada.
– Aunque no sea practicante, tendrá alguna religión.
– Mi madre era cristiana, estoy bautizada, pero nunca he pisado una iglesia ni he entrado en una mezquita más que por curiosidad.
– Entonces, ¿por qué esa obsesión por encontrar la Biblia de Barro? ¿Sólo por vanidad?
– Hay niños que crecen escuchando cuentos de hadas o de príncipes encantados. Yo lo hice escuchando a mi abuelo hablar de la Biblia de Barro. Me decía que estaba esperando a que yo la encontrara, y me contaba cuentos en los que yo era la heroína, una arqueóloga que encontraba un tesoro, el tesoro más importante del mundo, la Biblia de Barro.
– Y quiere hacer realidad un sueño infantil.
– Usted no termina de creerse que el patriarca Abraham le hablara a un escriba de la Creación.
– La Biblia no dice nada al respecto y es tan precisa al relatar la historia del patriarca…
– Usted sabe que la arqueología no ha encontrado algunas de las ciudades descritas en la Biblia, y ni siquiera hay seguridad de la existencia de algunos de sus personajes, y sin embargo usted cree en todo lo que dice el Libro Sagrado.
– Clara, yo no digo que no haya una Biblia de Barro. Abraham vivía en esta tierra, conocía las leyendas sobre la Creación del mundo, sobre el Diluvio; bien pudo hablar de esas leyendas a alguien, o quizá Dios le había revelado la Verdad… no lo sé; sinceramente, no termino de saber qué pensar sobre este asunto.
– Pero está aquí, ha trabajado como el que más, y ahora se quiere quedar. ¿Por qué?
– Si existe la Biblia de Barro yo también la quiero encontrar. Sería un descubrimiento extraordinario para los cristianos.
– Sería un descubrimiento como el de Troya, o el de Micenas, como las tumbas de los faraones en el Valle de los Reyes… Quien encuentre la Biblia de Barro pasará a la historia.
– ¿Usted quiere pasar a la historia?
– Yo quiero encontrar esas tablillas de mi abuelo, quiero poder entregárselas, quiero cumplir con su sueño.
– Le quiere mucho.
– Sí, quiero muchísimo a mi abuelo, y… creo que él sólo me ha querido a mí.
– Los hombres le tienen miedo, incluso Ayed Sahadi.
– Lo sé, mi abuelo… mi abuelo es exigente, le gusta el trabajo bien hecho.
Gian Maria no quiso decirle que los hombres aseguraban que Alfred Tannenberg se complacía con el dolor ajeno, que humillaba a los humildes, y castigaba con sadismo a quienes le contrariaban. Tampoco quiso decirle todo lo que sabía de él.
Sólo en una ocasión Gian Maria había estado con Alfred Tannenberg, hacía unos días, cuando una tarde acudió a entregar a Clara una copia de la traducción de las últimas tablillas encontradas.
Tannenberg estaba sentado en la sala leyendo y le mandó pasar. Le interrogó a fondo durante quince minutos, luego pareció aburrirse y le mandó esperar en la puerta de la calle a que saliera Clara. Gian Maria abandonó la casa sabiendo que había visto en Tannenberg a una manifestación del mismísimo diablo, estaba seguro que el Maligno había anidado en aquel hombre.
– Usted no se parece a su abuelo -afirmó el sacerdote.
– Yo creo que sí; mi padre decía que era tan tozuda como mi abuelo.
– No, no me refiero a la tozudez, me refiero a su alma, su alma no es como la de su abuelo.
– Pero usted no conoce a mi abuelo -protestó Clara-; no sabe cómo es.
– He llegado a conocerla a usted.
– ¿Y qué piensa de mí?
– Que es una víctima. Víctima de un sueño, el de su abuelo. Un sueño que no le ha permitido a usted tener sus propios sueños, y que ha determinado su vida de tal manera que está prisionera sin saberlo.
Clara le miró fijamente y se levantó. No estaba enfadada con Gian Maria, no podía estarlo, todo lo que le había dicho sentía que era verdad, y además el sacerdote le había hablado con afecto, sin pretender ofenderla, casi tendiéndole la mano para guiarla entre las tinieblas.
– Gracias, Gian Maria.
– Buenas noches, Clara, que descanse.
Fátima la esperaba en la puerta de la casa y le hizo un gesto para que permaneciera en silencio; luego la condujo al cuarto de su abuelo, donde Samira, la enfermera, estaba poniendo una inyección a su abuelo bajo la atenta mirada del doctor Najeb.
– Ha hecho un esfuerzo superior al previsto para demostrar que está bien -susurró el médico.
– ¿Ha tenido alguna crisis? -quiso saber Clara.
– Apenas llegado al cuarto ha sufrido un desmayo. Menos mal que Samira estaba aquí esperando para ponerle una inyección antes de dormir, si no, no sé qué habría pasado -explicó el doctor Najeb.
Samira ayudó a Fátima a acostar al anciano y éste tendió la mano hacia Clara, que se sentó a su lado.
– Te has esforzado demasiado; no dejaré que lo vuelvas a hacer -le riñó mientras le acariciaba la mano.
– Estoy bien, sólo cansado. Esos hombres son como hienas, venían a comprobar si ya estaba muerto para lanzarse sobre mí. He tenido que demostrarles que si se acercan serán ellos los que mueran.
– Abuelo, ¿no deberías de confiar en mí?
– Confío en ti, eres la única persona de quien me fío.
– Entonces explícame cuál es esa operación tan importante, dime qué quieres que se haga, y yo les haré cumplir tus órdenes. Puedo hacerlo.
Alfred Tannenberg cerró los ojos mientras apretaba la mano de su nieta. Durante un segundo tuvo la tentación de explicar a Clara el alcance de la operación Adán, y así poder descansar, pero no lo hizo porque sabía que si en ese momento ponía a su nieta al frente del negocio, sus amigos y enemigos lo interpretarían como una señal de su debilidad. Además, se dijo, Clara no estaba preparada para tratar con hombres para los que la vida y la muerte eran una raya fácil de traspasar, siempre y cuando se tratara de la muerte de los demás.
– Doctor, quiero quedarme solo con mi nieta.
– No debe cansarse…
– Salgan.
Fátima abrió la puerta, dispuesta a hacer cumplir la orden de Tannenberg. Samira salió la primera, seguida del doctor Najeb, luego Fátima cerró la puerta tras ella.
– Abuelo, no te esfuerces…
– Los norteamericanos atacarán el 20 de marzo. Tienes quince días para encontrar la Biblia de Barro.
Clara se quedó callada ante el impacto de la noticia. Una cosa era creer que iba a haber guerra y otra muy distinta saber con exactitud el día que iba a comenzar.
– Entonces es inevitable.
– Lo es, y gracias a la guerra ganaremos mucho dinero.
– ¡Pero, abuelo…!
– Vamos, Clara, eres una mujer, y supongo que ya has aprendido que no hay negocio más rentable que el de la guerra. Yo he tenido siempre las manos metidas en guerras. Hemos levantado nuestra fortuna gracias a la estupidez de los demás. Leo en tus ojos que no quieres que te diga la verdad, bien, dejémoslo. No debes decir a nadie que el 20 comenzará la guerra.
– Picot se quiere marchar.
– Que se vaya, no importa, sólo que hay que procurar que se quede unos días más, que salgan de aquí el 17 o el 18. Hasta entonces podéis trabajar.
– ¿Y si no encontramos las tablillas?
– Habremos perdido. Habré perdido el único sueño que he tenido en mi vida. Mañana hablaré con Picot. Quiero proponerle algo para que todo este trabajo no haya sido inútil y sobre todo para salvarte.
– ¿Nos iremos a El Cairo?
– Ya te lo diré. ¡Ah, y ten cuidado con ese marido tuyo! No te dejes engatusar.
– Ahmed y yo hemos terminado.
– Sí, pero es mucho lo que tengo, mucho lo que vas a heredar y yo me estoy muriendo. Puede que intente una reconciliación; mis amigos se fían de él, le saben un hombre capaz, por lo que no les importaría que me sustituyera al frente del negocio si me muero.
– ¡Por Dios, abuelo!
– Niña, tenemos que hablar de todo, no hay tiempo para sutilezas. Y ahora déjame dormir. Mañana ofrece a los hombres doble paga para que se empleen a fondo, tienen que seguir desenterrando ese maldito templo, hasta que encuentren la Biblia de Barro.
Cuando salió del cuarto de su abuelo, Clara encontró a Samira y a Fátima esperando.
– El doctor ha dicho que le vigile esta noche -explicó Samira.
– Le he dicho que yo me puedo quedar… -se quejó Fátima.
– Tú no eres enfermera-le respondió suavemente Clara.
– Pero le sé cuidar, llevo haciéndolo cincuenta años.
– Por favor, Fátima, vete a descansar. Esta casa no funciona sin ti, y si no duermes esto será un caos.
Abrazó a la vieja criada e hizo una seña a Samira para que entrara en el cuarto de su abuelo. Luego se dirigió a su habitación.
Ahmed estaba sentado sobre el camastro leyendo. Se dio cuenta de que no se había puesto el pijama, sólo un pantalón corto y una camiseta.
– Buenas noches, Clara.
– Buenas noches.
– Pareces agotada.
– Lo estoy.
– Te he buscado, pero me han indicado que estabas hablando con el sacerdote.
– Nos hemos sentado a fumar un cigarro.
– ¿Os habéis hecho amigos?
– Sí, es una buena persona, y no he conocido a muchas en mi vida.
– Tu abuelo está peor, ¿no?
– No, y me extraña que tengas esa impresión.
– Bueno, alguna noticia ha llegado de El Cairo.
– Supongo que Yasir es el portador de esas noticias, pero son falsas. Mi abuelo no ha empeorado, si es lo que quieres saber.
– Desde luego, sigue teniendo la cabeza en su sitio, pero se le ve… no sé, más frágil de aspecto, más delgado.
– Si tú lo dices… los últimos análisis son estupendos, de manera que no hay cuidado de que le pase nada.
– No te pongas a la defensiva.
– No estoy a la defensiva, sé que te gustaría ver desaparecer a mi abuelo, que se muriera, pero no te va a dar ese gusto.
– ¡Clara!
– Vamos, Ahmed, que nos conocemos bien. Me ha costado verlo, pero es evidente que odias a mi abuelo. Supongo que en el fondo te irrita ser su empleado.
Ahmed Huseini se levantó bruscamente y cerró los puños. Clara le miro desafiante, sabiendo que no se atrevería a alzarle la mano porque eso sería tanto como firmar su sentencia de muerte.
– Creí que íbamos a poder separarnos civilizadamente y sin hacernos daño -replicó Ahmed cruzando el pequeño cuarto para coger una botella de agua mineral.
– Nuestra separación no tiene nada que ver con la verdad.
– ¿Y cuál es la verdad, Clara?
– Que eres un empleado de mi abuelo, que te has tenido que quedar en Irak porque te va a pagar una buena cantidad por tu colaboración en este último negocio con sus amigos Enrique, Frank y George.
– Hace años que trabajo para tu abuelo, eso no es una novedad para ti. ¿Qué es lo que me reprochas?
– No te reprocho nada.
– Sí, sí que lo haces, pero no terminas de decirme qué es. Supongo que estamos todos nerviosos por la guerra.
– ¿Por qué no te has ido ya?
– ¿Quieres saber la verdad?
– Sí.
– Bien, quizá es hora de que empecemos a decirnos en voz alta ciertas cosas que siempre hemos callado. No me he ido porque tu abuelo me lo ha impedido. Me amenazó con hacerme detener por la Mujabarat. Lo habría hecho sin problemas, sólo tenía que levantar el teléfono para enviarme al infierno. Alfred Tannenberg tiene mucho poder en este país. Así que acepté sus condiciones. No lo hice por dinero, no te equivoques, sino por sobrevivir.
Clara le escuchaba sin mover un músculo. Comprendió que Ahmed estaba dispuesto a decirle lo que había callado durante muchos años, y veía en sus ojos rabia, tanta que supo que iba a intentar derrumbar el pedestal donde ella tenía situado a su abuelo.
– ¿Sabes en qué consiste este último negocio? Te lo diré, estoy seguro de que tu abuelo te lo oculta, y que tú además procuras no saberlo. Siempre has preferido vivir en la ignorancia para que nada enturbie tus sentimientos hacia él.
»Tu abuelo hizo su fortuna gracias al arte. Es el mayor saqueador de tesoros de Oriente Próximo.
– ¡Estás loco!
– No, no lo estoy. Es la verdad. Algunas de las misiones arqueológicas que ha financiado han sido con un único propósito: quedarse con lo más valioso que se pudiera encontrar. Tampoco ha tenido grandes problemas en corromper a funcionarios que apenas ganan para llegar a fin de mes y que han hecho la vista gorda, permitiendo que los ladrones se llevaran piezas de determinados museos. ¿Te sorprende? Es un negocio muy lucrativo, que mueve millones de dólares y que ha hecho ricos a tu abuelo y a sus respetabilísimos amigos. Ellos venden piezas únicas a clientes únicos. Tu abuelo se encarga de esta parte del mundo, Enrique de la Vieja Europa y Frank de América del Sur. George es el núcleo del negocio. Lo mismo vende una talla románica desaparecida de una ermita de Castilla que una tabla de una catedral sudamericana. En el mundo hay gente muy caprichosa, que ve algo y lo quiere, y sólo es cuestión de dinero que lo pueda obtener. El grupo de los amantes del arte caprichosos no es muy extenso, pero son muy generosos a la hora de pagar. Estás pálida, ¿quieres agua?
Ahmed buscó la botella de agua mineral y llenó un vaso que le entregó a Clara. El hombre saboreaba la situación. Llevaba años reprimiendo la indignación por la actitud infantil de su mujer, que prefería no oír ni ver lo que sucedía a su alrededor. Clara se limitaba a vivir, arrasando lo que se interponía en su camino, cogiendo lo que le apetecía, siempre desde una calculada ignorancia que le hacía parecer inocente respecto a los negocios sucios de Alfred Tannenberg.
– Tu abuelo no me ha dejado marchar porque me necesitaba para esta última operación. Sin mí le resultaría más difícil, y por tanto no me dejó opción. Te diré en qué consiste. ¿Recuerdas la primera guerra del Golfo? Tu abuelo supo con antelación el día exacto en que los norteamericanos iban a empezar a bombardearnos e ideó un plan muy ingenioso. Cuando empezaran a caer las bombas, sus hombres entrarían en determinados museos y se llevarían unas cuantas piezas de valor.
»Hizo una lista muy precisa con algunos objetos que estaban en el Museo de Bagdad. No eran muchos, una veintena, pero de gran valor. Fue un gran negocio y eso es lo que le ha llevado a él y a sus amigos a preparar uno mayor. Tienen información, George tiene la mejor información de los planes del Pentágono. Al fin y al cabo es un "halcón" con conexiones importantes en la Administración norteamericana. Les conoce a todos. Así que a George no le ha costado saber la fecha exacta en que comenzará la guerra. ¿Sabes en qué consiste esta operación?
Ahmed se calló esperando a que Clara tuviera que pedirle que continuara. Pero ella permaneció en silencio mirándole fijamente sin pestañear.
– Es un robo a gran escala. Alfred Tannenberg se va a llevar todo lo que hay valioso en este país. Sus hombres van a entrar en los museos más importantes de Irak, no sólo en el de Bagdad. ¿Quieres saber quién les ha facilitado una lista de piezas únicas cuyo valor es incalculable? Yo. Yo he preparado esa lista con objetos que son… son patrimonio de la humanidad. Pero que terminarán en los museos secretos de unos millonarios caprichosos que ansían beber en la misma copa que Hammurabi. Pero puesto que van a entrar a por esas piezas, estatuas, tablillas, sellos, copas, frescos y hasta obeliscos, aprovecharán para llevarse todo lo que encuentren. Digamos que les he preparado un par de listas, una de objetos únicos, otra de objetos importantes.
– Es… es imposible -acertó a decir Clara.
– Es muy fácil. El 20 de marzo comenzará la guerra, ¿no te lo ha dicho tu abuelo? Pues bien, ese día sus hombres entrarán en los museos y saldrán con rapidez. Cada grupo tiene que dirigirse a una frontera, las de Kuwait, Turquía, Jordania, y entrar en esos países, donde otros equipos estarán esperando para llevar la carga a su lugar de destino. Enrique ya tiene piezas comprometidas a importantes compradores, lo mismo que Frank, y por supuesto George. Otras piezas las guardarán y las irán sacando de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda. No tienen prisa, aunque bien pensado los cuatro son demasiado viejos.
– Pero en medio de los bombardeos…
– ¡Ah, eso hace las cosas más fáciles! Cuando empiece la guerra nadie se preocupará por guardar los museos, todo el mundo intentará salvar el pellejo. Los hombres de Alfred son muy buenos, son los mejores ladrones y asesinos de Oriente Próximo.
– ¡Cállate!
– No grites, Clara, no te pongas histérica -respondió Ahmed con la voz tan tranquila como helada.
Clara se levantó del sillón y empezó a andar por la exigua habitación. Sentía una necesidad imperiosa de correr, de salir de allí. Pero se contuvo. No, no haría nada de lo que Ahmed esperaba que hiciera o dijera. Se volvió hacia él mirándole con odio por haberle pisoteado su mundo, el mundo irreal y falso en el que estaba instalada desde su infancia por decisión de su abuelo.
– Has dicho que la guerra comenzará el 20 de marzo.
– Así es. George nos lo ha hecho saber. Ese día no deberías estar aquí, si es que tienes ganas de vivir.
– ¿Cuándo tendríamos que irnos de aquí?
– No lo sé, tu abuelo no me lo ha dicho.
– ¿Cómo saldrás de Irak?
– Tu abuelo ha prometido sacarme, sólo él puede hacerlo.
Se quedaron en silencio. Clara sintió que había envejecido de golpe y sintió odio hacia Ahmed. Se preguntó cómo podía haber querido a ese hombre que la miraba con frialdad a la espera de su reacción.
No había intentado rebatir nada de cuanto le había dicho porque sabía que era verdad. Por eso le había escuchado sin decir ni una palabra, absorbiendo toda la información que había estado siempre ante sus ojos por más que el cariño a su abuelo la cegara.
Pensó que tanto le daba lo que hiciera o hubiera hecho su abuelo. Le quería igual, no le reprochaba nada, y decidió en lo más íntimo de su ser que le defendería de quienes como Ahmed o Yasir ansiaban verle muerto.
Ahmed la observaba moverse de un lado a otro de la habitación y creía que en cualquier momento la vería derrumbarse sin poder contener las lágrimas. Se sorprendió al ver que Clara se dominaba y asumía el control de sí misma, sin dar una oportunidad al sinfín de emociones que pugnaban por aflorar.
– Espero que tú y Yasir estéis a la altura de lo que mi abuelo os ha encomendado. Desde luego, estaré atenta para que no deis ningún paso en falso; si lo hacéis…
– ¿Me estás amenazando? -preguntó Ahmed sin ocultar su sorpresa.
– Sí, así es, te estoy amenazando. Supongo que no te sorprenderá viniendo de una Tannenberg.
– ¿Quieres hacerte un lugar en el gran negocio de la delincuencia?
– Ahórrate las ironías y no te equivoques conmigo. Creo que no me conoces, Ahmed, me subvaloras, y ése puede ser un error que puedes pagar caro.
El hombre no salía de su asombro. Realmente le parecía que aquella mujer con la que había dormido en los últimos años era una perfecta desconocida. Y la creyó, sí; al escucharla hablar como lo hacía, supo que esa mujer sería capaz de todo.
– Siento haberte dado un disgusto, pero ya era hora de que supieras la verdad.
– No seas cínico, y ahora, descansa si quieres. Me voy a dormir al cuarto de Fátima, aquí apesta, apesta a ti. Márchate en cuanto puedas, y cuando la operación termine, procura no cruzarte en mi camino. Yo no seré tan generosa como mi abuelo.
Clara salió de la habitación cerrando la puerta suavemente. No sentía nada, absolutamente nada por Ahmed, sólo lamentaba los años perdidos a su lado.
Fátima se sobresaltó al oír los golpes secos en su puerta. La mujer se levantó de la cama y entreabrió la puerta.
– ¡Clara! ¿Qué te pasa?
– ¿Puedo dormir aquí?
– Métete en mi cama, yo me tumbaré en el suelo.
– Hazme un sitio, cabemos las dos.
– No, no, la cama es muy pequeña.
– No discutas, Fátima, me echaré sobre la cama a tu lado, siento haberte despertado.
– ¿Has discutido con Ahmed?
– No.
– Entonces, ¿qué ha pasado?
– Ahmed ha querido hacerme daño explicándome… explicándome en qué consisten algunos de los negocios de mi abuelo. Robos, asesinatos… ¿creería que iba a dejar de querer a mi abuelo? ¿Tan poco me conoce?
– Niña, las mujeres no debemos meternos en los negocios de los hombres, ellos saben lo que tienen que hacer.
– ¡Qué tontería! Te quiero mucho, Fátima, pero nunca he entendido tu sumisión sin límites a los hombres. ¿Tu marido robaba o mataba?
– Los hombres matan, ellos saben por qué.
– ¿Y a ti no te importa vivir con hombres que matan?
– Las mujeres cuidamos a los hombres y tenemos sus hijos, les procuramos bienestar en casa, pero no vemos, ni oímos, ni hablamos, o no seríamos buenas esposas.
– ¿Es tan fácil como lo dices? No ver, ni oír, callar…
– Es como debe ser. Desde que el mundo existe los hombres pelean. Por la tierra, por la comida, por sus hijos, y mueren y matan. Las cosas son así y ni tú ni yo las vamos a cambiar, además, ¿quién las quiere cambiar?
– Tu hijo está muerto, le mataron y yo te vi llorar.
– Le lloro a diario, pero así es la vida.
Clara se tumbó sobre la cama y cerró los ojos. Estaba agotada, pero la conversación con Fátima le daba tranquilidad. La vieja criada parecía conforme con las tragedias que deparaba la vida.
– ¿Tú sabías que mi abuelo tiene negocios… negocios en los que a veces es necesario matar?
– Yo no sé nada. El señor hace lo que tiene que hacer, él sabe mejor que nosotras lo que es necesario.
Las venció el sueño hasta que el primer rayo de sol se coló por una rendija de la ventana.
Fátima se levantó y al cabo de un rato entró con una bandeja que colocó ante Clara.
– Desayuna deprisa, el profesor Picot quiere verte.
Cuando llegó a la excavación hacía rato que los miembros de la misión estaban trabajando. Marta se acercó a ella con restos de arcilla en la mano.
– Mira esta arcilla, aquí hubo un incendio. Hemos encontrado restos que indican que el templo sufrió un incendio, no sé si fortuito o provocado. Es curioso, pero esta mañana parece que estamos de suerte, hemos podido despejar el perímetro de otro patio y han quedado a la vista unos cuantos escalones, y armas, espadas y lanzas quebradas, carcomidas por la tierra. Pienso que quizá este templo fue atacado, arrasado en alguna contienda.
– Normalmente respetaban los templos -replicó Clara.
– Sí, pero en ocasiones las necesidades de dinero llevaron a algunos reyes a enfrentarse con el poder religioso. Por ejemplo, durante el reinado de Nabónides su necesidad de dinero le llevó a introducir cambios en las relaciones entre el poder real y el religioso. Suprimió al escriba del templo, lo sustituyó por un administrador real, el resh sharri, cuya autoridad estaba por encima de la del sacerdote administrador del templo, el qipu, y del shatammu, el responsable de las actividades comerciales.
»O pudo suceder que en alguna invasión o guerra entre reyes, el templo sufriera la misma suerte que otros recintos o ciudades.
Clara escuchaba con atención las explicaciones de Marta, por la que sentía un gran respeto, no sólo por sus conocimientos sino por cómo era. La envidiaba por el respeto que le tenían cuantos trabajaban en la misión, incluido Picot, que la trataba siempre como a una igual.
Pensó que ella no se había ganado en la vida que la respetaran lo mismo que a Marta, al fin y al cabo, se dijo, no había nada en su biografía digno de destacar, absolutamente nada, salvo un apellido, Tannenberg, que en algunos lugares de Oriente era respetado y temido. Pero el respeto y el temor eran para su abuelo, ella sólo se beneficiaba de ser su nieta.
– ¿Lo ha visto el profesor Picot?
– ¿Yves? Sí, claro, y hemos decidido emplear más hombres en este sector, hoy trabajaremos hasta tarde; en realidad, el tiempo que nos quede tenemos que aprovecharlo.
Fabián, sujeto por una cuerda y sostenido por un aparato con poleas manejado por unos obreros bajo la mirada atenta de Picot, se deslizaba por un hueco que parecía conducir a alguna estancia desconocida, donde todo era oscuridad.
– Ten cuidado, parece hondo -le decía Picot.
– No te preocupes, seguid soltando la cuerda, ya veremos adónde conduce esto.
– Sí me preocupo, y enciende ya la linterna. Si abajo hay espacio también iré yo.
Fueron bajando a Fabián lentamente hasta que se perdió en la profundidad de un agujero oscuro que parecía ser otra planta inferior del templo; o acaso sólo era un pozo, no lo sabrían hasta que el arqueólogo no saliera de nuevo a la luz. Picot parecía nervioso y volvió a asomarse por el agujero llamando a Fabián.
– ¿Cómo vas?
– Bajadme un poco más, aún no toco nada -respondió Fabián, aunque su voz sonaba cada vez más lejana.
Luego escucharon un ruido sordo y a continuación silencio. Picot empezó a atarse una cuerda alrededor de la cintura, lo mismo que había hecho Fabián.
– Espera, deja que Fabián nos diga qué hay abajo -le pidió Marta.
– No quiero dejarle solo.
– Yo tampoco, pero no pasará nada por esperar unos minutos. Si no recibimos ninguna señal, bajamos -dijo Marta.
– Bajaré yo -respondió Picot.
Marta no respondió; sabía que esa decisión la adoptarían en virtud de las circunstancias, de manera que evitó la discusión.
Minutos después vieron cómo la cuerda se tensaba, señal de que Fabián les llamaba. Yves Picot se acercó más a la boca del agujero y sólo alcanzó a distinguir un haz de luz en la negrura.
– ¿Estás bien? -gritó con la esperanza de que Fabián le escuchara.
De nuevo sintieron el tirón en la cuerda sujeta por la polea.
– Bajo. Sujetadme, e id a buscar focos para iluminar lo que pueda haber abajo.
– No tenemos focos -respondió uno de los obreros.
– Pues lámparas, linternas, lo que tengamos -respondió malhumorado Picot mientras se aseguraba de estar bien enganchado a la polea-. Marta, voy a bajar, te quedas a cargo de todo.
– Yo también bajo.
– No, quédate; si nos pasa algo, ¿quién se queda al frente de esto?
– Yo.
Marta y Picot miraron a Clara, que había dicho un «yo» tan rotundo que les sorprendió.
– Le recuerdo, profesor, que esta misión es de los dos. Estoy segura de que no va a pasar nada, pero en todo caso aquí estoy yo.
Yves Picot miró a Clara de arriba abajo sopesando si debía dejarle al cargo de la expedición, luego se encogió de hombros y con un gesto de la mano indicó a Marta que le siguiera.
Primero se deslizó él sintiendo la humedad de la tierra pegada a la ropa; después le siguió Marta.
Diez metros más abajo tocaron el suelo, y vieron que Fabián, en cuclillas, a pocos metros parecía raspar un trozo de pared con la espátula.
– Me alegro de tener compañía -les dijo Fabián sin volverse.
– ¿Se puede saber qué haces? -le preguntó Picot.
– Creo que aquí hay una puerta o algo que impide el paso a otra cámara -respondió Fabián-, pero es que además hay restos de pintura; si os acercáis lo veréis, es un toro alado, muy bello por cierto.
– ¿Qué es esto? -quiso saber Marta.
– Parece una sala. Hay restos de tablas de madera, si miráis a la pared que está frente a mí, veréis que las tablas están encajadas en la pared, luego esto debía de ser una sala donde quizá en algún momento depositaron tablillas; no lo sé, no me ha dado mucho tiempo a mirar -les dijo Fabián.
Marta colocó en el suelo dos potentes linternas que llevaba atadas a la cintura y lo mismo hizo Picot. Una tenue luz iluminó lo que parecía una estancia rectangular, donde, tal y como les acababa de decir Fabián, había restos de tablas de madera que más parecían anaqueles que pudieron acumular tablillas en el pasado.
El suelo estaba lleno de escombros formados por trozos de arcilla y madera, así como de vidrio vitrificado.
Picot ayudaba a Fabián a limpiar el trozo de pared donde aparecían los restos de la pintura de un toro mientras Marta continuaba estudiando el suelo de la estancia, donde encontró restos de losas con bajorrelieves en los que figuraban toros, leones, halcones, patos…
– ¡Venid a ver esto!
– ¿Qué has encontrado? -quiso saber Picot.
– Bajorrelieves, bueno lo que queda de ellos, pero lo que se ve es bellísimo.
Los dos hombres hicieron caso omiso de la invitación y continuaron su trabajo.
– Pero ¿por qué no venís? -quiso saber Marta.
– Porque aquí hay algo, al lado del relieve de este toro la pared parece hueca, como si hubiera otra estancia -dijo Fabián.
– Vale, yo seguiré con lo mío, pero deberíamos de avisar arriba que estamos bien.
– Hazlo tú -le pidió Picot.
Marta se desplazó hacia el lado por el que se habían deslizado y tiró de la cuerda tres veces para indicar al equipo que estaban bien. Luego volvió a concentrarse en el examen del suelo.
Una hora después los tres estaban de nuevo en la superficie luciendo una sonrisa de satisfacción.
– ¿Qué hay abajo? -quiso saber Clara.
– Otras estancias del templo. Hasta ahora hemos excavado los dos pisos superiores, pero hay más, no sé si cuatro o cinco, pero hay más. El problema es que hay que apuntalar lo de abajo porque se puede venir encima. No será fácil, y como no hay tiempo… -explicó preocupado Picot.
– Podemos conseguir más hombres… -sugirió Clara.
– Aun así… no sé, será difícil, éste es un trabajo de meses, de años, y no sabemos cuánto podremos estar aquí -expresó con preocupación Fabián.
– Por cierto, Clara, quiero que luego hablemos con Ahmed y con su abuelo. Anoche fue imposible ver a su marido, y esta mañana aún dormían cuando me acerqué a la casa.
– Esta tarde, cuando regresemos, podrán hablar; ahora dígame qué hacemos con lo de ahí abajo.
– Vamos a intentar salvarlo, y ver qué más hay, aunque no es seguro que lo consigamos. No se puede luchar contra el tiempo.
Clara regresó al campamento antes que los demás. Fátima había enviado a un hombre a buscarla.
Cuando entró en la casa el silencio le indicó que debía acudir de inmediato al cuarto de su abuelo.
Entró sin que ni el doctor Najeb ni la enfermera, Samira, se percataran de su presencia; tampoco Fátima, que tenía los ojos anegados en lágrimas.
Se quedó quieta observando al médico colocar una mascarilla de oxígeno sobre el rostro de su abuelo mientras la enfermera cambiaba la botella del suero. Una vez que terminaron su quehacer con el enfermo parecieron darse cuenta de su presencia.
El médico susurró a Samira que se quedara junto a Tannenberg mientras le hacía una indicación a Clara para que saliera de la habitación con él.
Clara le llevó hasta la pequeña sala que habían organizado como improvisado despacho para su abuelo.
– Señora, estoy muy preocupado, no creo poder seguir haciendo frente a la situación.
– ¿Qué ha pasado?
– Esta mañana el señor Tannenberg ha perdido el conocimiento y ha tenido un amago de infarto. Suerte que en ese momento le estaba examinando y pudimos reaccionar con rapidez. He intentado trasladarle al hospital de campaña pero se niega, no quiere que nadie conozca su estado, de manera que me obliga a atenderle dentro del cuarto al que, como ve, he hecho trasladar algunos de los aparatos del hospital, pero si no le llevamos a un auténtico hospital no aguantará mucho tiempo.
– Se está muriendo -dijo Clara con un tono de voz tan tranquilo que asustó al médico.
– Sí, se está muriendo, eso ya lo sabe usted, pero aquí se va a morir antes.
– Respetaremos la voluntad de mi abuelo.
Salam Najeb no supo qué decir. Se sentía incapaz de luchar contra la actitud aparentemente irracional del anciano y de su nieta. Ambos le resultaban seres extraños, con un código de conducta que no alcanzaba a comprender.
– Usted asume la responsabilidad de lo que pase -dijo el médico.
– Naturalmente que la asumo. Ahora dígame si mi abuelo está en condiciones de poder hablar.
– Ahora está plenamente consciente, pero en mi opinión debería dejarle descansar.
– Necesito hablar con él.
El hastío se reflejó en el rostro del médico, que se encogió de hombros sabiendo que era inútil cuanto pudiera decir. Por tanto, acompañó a Clara al cuarto de su abuelo.
– Samira, la señora desea hablar con el señor Tannenberg; espere en la puerta.
Clara hizo a su vez una seña a Fátima para que también saliera de la habitación, luego se acercó hasta la cama y cogió la mano de su abuelo. Le resultaba angustioso verle con el respirador cubriéndole el rostro, pero hizo un esfuerzo por sonreír.
– Abuelo, ¿cómo estás? No, no intentes hablar, quiero que estés tranquilo. ¿Sabes?, creo que la suerte nos va a sonreír, hemos accedido a otra planta del templo. Picot ha bajado con Marta y Fabián, y cuando han subido estaban entusiasmados.
Alfred Tannenberg hizo ademán de hablar, pero Clara se lo impidió.
– ¡Por favor, sólo escúchame! No hagas ningún esfuerzo. Abuelo, me gustaría que confiaras en mí como yo confío en ti. Anoche hablé con Ahmed y me contó todo.
En los ojos del anciano se reflejó la ira mientras, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se incorporaba arrancándose la mascarilla que le ayudaba a respirar.
– ¿Qué te ha dicho? -le preguntó a Clara apenas con un hilo de voz.
– Déjame que llame a Samira y te ponga esto, yo… yo quiero que hablemos, pero no te puedes quitar el oxígeno…
Clara estaba asustada al ver la reacción de su abuelo, se sintió culpable por lo que le pudiera pasar.
– ¡No te vayas! -le ordenó éste-. Hablemos, luego llamas a la enfermera o a quien quieras, pero ahora dime lo que te dijo ese estúpido.
– Me contó la operación que… que está en marcha, la participación de tus amigos, de George, de Enrique y de Frank, me explicó que era un gran negocio.
Alfred Tannenberg cerró los ojos mientras apretaba la mano de Clara para evitar que ésta saliera en busca de la enferma o del médico. Cuando logró acompasar su respiración los volvió abrir y miró fijamente a Clara.
– No te mezcles en mis negocios.
– ¿Puedes confiar en alguien más que en mí? Por favor, abuelo, piensa en la situación en la que estamos. Ahmed me ha dicho que la guerra empezará el 20 de marzo, falta menos de un mes. Tú… tú no te encuentras bien, y… bueno, creo que me necesitas, me necesitas a mí. Te he escuchado decir en más de una ocasión que a veces, para que salga bien un negocio, hay que comprar lealtades, y si te saben enfermo, bueno, puede que algunos de tus hombres se vendan al mejor postor.
El anciano volvió a cerrar los ojos pensando en las palabras de Clara. Le sorprendía la frialdad con que hablaba su nieta, la naturalidad con que asumía que estuvieran preparando un gran expolio de obras de arte que iba a dejar a Irak sin su patrimonio artístico. Ella, que tanto amaba aquella tierra, que había crecido soñando en descubrir ciudades perdidas, que mimaba cualquier objeto del pasado, de repente se le aparecía como una mujer dispuesta a hacerse con las riendas de un negocio que consistía pura y simplemente en robar.
– ¿Qué quieres, Clara?
– Quiero que ni Ahmed ni Yasir se intenten aprovechar de nuestra situación. Quiero que me digas lo que he de hacer, lo que he de decirles, lo que deseas que se haga.
– Vamos a arrebatar a Irak su pasado.
– Lo sé.
– ¿Y no te importa?
Clara dudó unos momentos antes de responder. Le importaba, sí, pero la lealtad a su abuelo estaba por encima de cualquier otra lealtad, y, además, creía que sería imposible que los hombres de Alfred se pudieran llevar todo. No era fácil vaciar un museo, y, por lo que parecía, iban a desvalijar varios.
– No te voy a mentir, cuando Ahmed me explicó la operación, me hubiera gustado no creerle, que no fuera verdad, pero no puedo cambiar las cosas, ni a ti tampoco, así que cuanto antes termine todo esto mejor. A mí lo que me preocupa es que estás enfermo y que te intenten jugar una mala pasada, eso es lo que me importa de verdad.
– Puesto que lo sabes todo, empieza a asumir responsabilidades. Pero no te equivoques, no soporto los errores.
– ¿Qué quieres que haga?
– No hay cambios en la operación. Ya le dije a Ahmed lo que espero de él, lo mismo que de Yasir y…
El anciano no pudo continuar hablando. Se le velaron los ojos y Clara sintió su mano helada entre las suyas, una mano sin vida. Gritó, y el grito sonó como un aullido.
El doctor Najeb y Samira entraron de inmediato apartándola del lado del enfermo. Fátima les seguía y se abrazó a Clara.
Dos hombres con las pistolas desenfundadas acudieron corriendo al cuarto de Tannenberg. Creían que alguien estaba atacando al anciano.
– ¡Salgan todos! -ordenó el médico-. Usted también -le dijo a Clara.
Fátima fue la primera en recuperarse y se hizo cargo de la situación viendo que Clara parecía conmocionada y que otros se agolpaban en la puerta con las armas en la mano.
– Ha sido un susto, nada más. El señor está bien -decía Fátima intentando ser convincente.
Por fin, Clara pareció reaccionar y se dirigió a los dos hombres que expectantes no sabían qué hacer.
– Todo está bien, ha sido un pequeño accidente, me he caído y me he hecho daño. Lo siento, siento haber causado este alboroto.
Los hombres la miraban sin creerla: el grito desgarrado que habían escuchado no era sólo el de una mujer histérica que se hubiera hecho daño por una caída. Además, Clara no parecía haber sufrido ningún golpe; supieron que estaba mintiendo.
Clara se irguió sabiendo que de lo que pasara en ese momento dependería la reacción posterior de los hombres en otras circunstancias.
– ¡He dicho que no pasa nada! ¡Váyanse a sus trabajos! ¡Ah, y no quiero chismorreos! El que deje suelta la lengua y la imaginación tendrá que atenerse a las consecuencias. Ustedes dos, quédense aquí -ordenó a los dos hombres que habían entrado en la habitación de Tannenberg.
Fátima empujó al resto de los hombres al exterior de la casa y cerró la puerta para evitar que Clara viera la preocupación que manifestaban los guardias de Alfred.
– No quiero que comenten ni una palabra de lo que han visto antes.
– No, señora -respondió uno de los guardias.
– Si lo hacen, lo pagarán caro. Si mantienen la boca cerrada sabré agradecérselo con generosidad.
– Señora, usted sabe que hace muchos años que estamos con el señor, él confía en nosotros -protestó uno de los guardias.
– Sé que la confianza tiene un precio, de manera que no cometan el error de querer vender información sobre lo que pasa en esta casa. Y ahora, quédense en la puerta y no dejen entrar a nadie.
– Sí, señora.
Clara volvió a dirigirse al cuarto de su abuelo y entró procurando no hacer ruido. El doctor Najeb miraba preocupado a su abuelo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Clara.
– Eso es lo que le iba a preguntar yo.
– Se quitó la máscara de oxígeno, estábamos hablando y de repente puso los ojos en blanco y tuvo un espasmo.
– No se lo diré más, pero o nos llevamos a su abuelo de aquí o dudo mucho que pueda aguantar.
– Mi abuelo continuará aquí, y ahora dígame en qué estado se encuentra.
– Su situación empieza a ser crítica. Le ha vuelto a fallar el corazón. Tenemos que esperar el resultado de los análisis que le acabo de hacer. La radiografía del hígado nos indica que han salido nuevos tumores. Pero ahora es su corazón el que me preocupa.
– ¿Está consciente?
– No, no lo está. Debería de dejarme hacer mi trabajo. Váyase, yo la iré informando. No me moveré de su lado.
– Haga todo lo que pueda, pero no le deje morir.
– Es usted la que parece empeñada en no dejarle vivir.
Las palabras de Salam Najeb le dolieron como una bofetada, pero no respondió porque sabía que él no la entendería.
Se encontró a Ahmed en la puerta de la habitación de su abuelo, enfadado porque Fátima le impedía la entrada.
– ¿Qué ha pasado? Los hombres están alterados, dicen que gritaste, y creen que le ha pasado algo a tu abuelo.
– Me caí y grité, eso es todo. Mi abuelo está bien, un poco cansado, nada más.
– Tendría que hablar con él, hoy he estado en Basora.
– Tendrás que hacerlo conmigo.
Ahmed la miró intentando entrever en la actitud de Clara un indicio de lo que en realidad hubiera pasado.
– Me voy mañana, y quiero consultarle algunas cosas. Que yo sepa es tu abuelo quien está al mando de la operación, nadie me ha avisado de que hubiera ningún cambio. En cualquier caso nadie aceptaría una orden tuya, tampoco yo.
Clara sopesó las palabras de su marido y decidió no plantar batalla en ese momento, segura de que la perdería. Si se empeñaba en que hablara con ella, Ahmed se daría cuenta del empeoramiento de su abuelo, y no sabía lo que eso podría desencadenar, de manera que decidió comportarse como la Clara que había sido siempre, pero de la que ni ella misma sabía cuánto quedaba.
– Bueno, pues tendrás que esperar a mañana. Eso sí, búscate otro sitio donde dormir. Ya estoy harta de fingir ante los demás.
– ¿Crees inteligente que sepan que nos vamos a separar? Tú llevarías las de perder. Los hombres no te respetarían si saben que te has quedado sin marido, ahora que tu abuelo está a punto de morir.
– Mi abuelo no se va a morir, olvídate de verle muerto -respondió Clara con rabia.
– No tengo interés en dormir en tu cuarto. Si quieres me quedo en la sala, así no te molestaré.
La insistencia de Ahmed la irritaba, sabía que él quería quedarse para averiguar lo que realmente pasaba en la casa. Si se oponía le haría sospechar aún más de lo que sospechaba, pero no podía evitar rechazarle.
– Me molesta dormir bajo el mismo techo que tú porque sé que deseas nuestro mal, el de mi abuelo y el mío, de manera que prefiero que te busques otro lugar.
– No te deseo ningún mal.
– ¿Sabes, Ahmed? No es difícil leer en tu cara. No sé en qué momento ambos hemos cruzado la raya del afecto al desprecio, pero es evidente que lo hemos hecho. No quiero que en mi casa duerman extraños y a ti te siento como un desconocido.
– Bien, dime dónde puedo ir a dormir.
– En el hospital de campaña hay un catre, te servirá.
– ¿A qué hora podré ver mañana a tu abuelo?
– Te avisaré.
– Picot me ha dicho que quiere que hablemos, ¿vendrás?
– Sí, sé que ha convocado una reunión para decidir cuándo pone punto final a la expedición. Te preguntará si tienes un plan previsto para evacuar al equipo en caso de que estalle la guerra. Los periodistas que han estado aquí aseguraban que la guerra era inevitable y que en cualquier momento Bush mandaría atacar.
– Ya sabes la fecha, el 20 de marzo, de manera que no queda mucho tiempo, pero eso no se lo podemos decir a ellos.
– Eso ya lo sé.
– Bueno, voy a recoger mi bolsa para instalarme en el hospital.
– Hazlo.
Clara se dio la media vuelta dirigiéndose de nuevo al cuarto de su abuelo. Abrió la puerta con cuidado y se apoyó en la pared observando al doctor Najeb y a Samira, que en ese momento parecían estar haciendo otro cardiograma a su abuelo. Aguardó a que terminaran para hacer notar su presencia.
– Le he dicho que es mejor que no esté aquí -fueron las palabras del médico al verla.
– Estoy preocupada.
– Tiene razones, está muy mal.
– ¿Podrá hablar? -se atrevió a preguntar temiendo la respuesta del médico.
Pero Salam Najeb parecía haberse rendido ante la evidencia de lo inútil que resultaba que insistiera en la gravedad de la situación del enfermo.
– Ahora mismo no; mañana quizá, si es que supera esta crisis.
– Es preciso que los hombres le vean y… bueno, y que pueda mantener una charla aunque sea breve.
– Lo que usted quiere es un milagro.
– Lo que quiero es que el sueño de mi abuelo no se evapore sin llevarlo a término.
– ¿Y cuál es ese sueño? -le preguntó el médico con un deje de resignación.
– Ya ha oído hablar de lo que hacemos aquí. Buscamos unas tablillas que supondrán una revolución en el mundo de la arqueología y también en la historia de la humanidad. Esas tablillas son una Biblia, una Biblia de Barro.
– Muchos hombres pierden la vida persiguiendo sueños imposibles.
– Mi abuelo lo intentará hasta el final; no se va a rendir ahora, no querría hacerlo.
– No sé cómo estará mañana, ni siquiera sé si vivirá. Ahora déjele descansar. Si hubiera cualquier cambio en su estado la mandaré llamar.
– Pero hágalo con discreción.
– No se preocupe, su abuelo me aleccionó sobre el valor del silencio.