Clara Tannenberg y Ahmed Huseini esperaban impacientes un taxi en la puerta del Excelsior. Ninguno de los dos prestó atención a un hombre delgado, con el cabello castaño que, nervioso, se bajaba de otro taxi y entraba como una exhalación en el hotel.
Su taxi llegó un minuto después, de manera que tampoco vieron a ese mismo hombre salir corriendo del Excelsior gritando en dirección al taxi que les transportaba.
El hombre volvió a entrar y se dirigió a la recepción.
– Se han ido, ¿les importaría decirme si iban al aeropuerto, si dejaban Roma?
El recepcionista le miró con desconfianza a pesar de que el aspecto del hombre sólo delataba normalidad. Rasgos amables, pelo cortado a navaja, porte elegante, a pesar de ir vestido de sport…
– Señor, yo no le puedo dar esa información.
– Es muy importante que hable con ellos.
– Entiéndame, señor, nosotros no sabemos dónde van nuestros clientes cuando dejan el hotel.
– Pero al pedir un taxi habrán dicho para dónde… Por favor, se lo ruego, es muy importante.
– Verá, yo no sé qué decirle, déjeme consultar…
– Si usted fuera tan amable de decirme sólo si se dirigían al aeropuerto…
Algo en la voz y en la mirada del hombre llevó al veterano recepcionista a romper su código profesional.
– De acuerdo, iban al aeropuerto. Esta mañana cambiaron la fecha del vuelo a Ammán, su avión sale dentro de una hora. Llegaban tarde, la señora se retrasó y…
El hombre de nuevo corría en dirección a la entrada, donde se metió en el primer taxi que pasaba.
– ¡Al aeropuerto, rápido!
El taxista, un viejo romano, miró a través del retrovisor. Seguramente era el único taxista de toda Roma que no se contagiaba por la prisa de los clientes, así que condujo con toda parsimonia hasta Fiumicino, a pesar de la desesperación que vería reflejada en el rostro de su pasajero.
Una vez en el aeropuerto, buscó un monitor con la salida de los vuelos a Ammán y se dirigió veloz hacia la puerta por donde debían embarcar los pasajeros con destino a Jordania.
Demasiado tarde. Todos los pasajeros habían pasado ya la aduana y el carabiniere se negó a dejarle pasar.
– Son unos amigos, no he podido despedirme de ellos, es un minuto. ¡Por Dios, déjeme pasar!
El carabiniere se mostró irreductible y le pidió que se marchara.
Comenzó a caminar por el aeropuerto sin rumbo, sin saber qué hacer ni en quién confiar. Sólo sabía que debía hablar con aquella mujer fuera donde fuese, le costara lo que le costase, aunque la tuviera que seguir al fin del mundo.
En la escalerilla del avión sintieron el golpe de calor mezclado con aroma de especias. Volvían a casa, volvían a Oriente.
Ahmed bajaba por la escalerilla del avión delante de Clara, cargado con una bolsa de Vuitton. Detrás de ella, un hombre no la perdía de vista aunque intentaba pasar inadvertido.
No tuvieron ningún problema para pasar la aduana. Los pasaportes diplomáticos les abrían todas las puertas y Ammán, por más que juraba lealtad a Washington, tenía su propia política, y ésta no pasaba por plantar cara a Sadam, por poco que le gustara el dictador iraquí. Pero Oriente es Oriente, y la muy occidentalizada familia real jordana era experta en la diplomacia más sutil.
Un coche que esperaba a Clara y Ahmed a la salida del aeropuerto les condujo al Marriot. Ya era tarde, de manera que cenaron en la habitación. Continuaba la tensión entre ellos.
– Voy a llamar a mi abuelo.
– No es una buena idea.
– ¿Por qué? Estamos en Ammán.
– Con los norteamericanos vigilando por todas partes. Mañana cruzaremos la frontera. ¿No puedes esperar?
– Realmente no; tengo ganas de hablar con él.
– ¿Sabes?, estoy cansado de tu comportamiento caprichoso.
– ¿Te parece un capricho que quiera hablar con mi abuelo?
– Deberías ser más prudente, Clara.
– ¿Por qué? Llevo toda la vida escuchando que debo de ser discreta y prudente, ¿por qué?
– Pregúntaselo a tu abuelo -respondió Ahmed malhumorado.
– Te lo estoy preguntando a ti.
– Eres inteligente, Clara, caprichosa pero inteligente, y supongo que a lo largo de los años habrás sacado tus propias conclusiones por más que tu abuelo te siga tratando como a una niña.
Clara quedó en silencio. En realidad, no sabía si quería que le dijeran todo lo que intuía. Pero había tantos cabos sueltos… Había nacido en Bagdad, como su madre, y pasado su infancia y adolescencia entre El Cairo y Bagdad. Amaba ambas ciudades por igual. Le costó mucho convencer a su abuelo para que le permitiera terminar sus estudios en Estados Unidos. Al final lo logró, sabiendo que a su abuelo le causaba una gran inquietud.
Lo había pasado bien en California, San Francisco era la ciudad en la que se había convertido en una mujer, pero siempre supo que no se quedaría a vivir allí. Echaba de menos Oriente, el olor, los sabores, el sentido del tiempo… y hablar árabe. Ella pensaba en árabe, sentía en árabe. Por eso se enamoró de Ahmed. Los chicos norteamericanos le parecían insulsos por más que le habían descubierto todo lo que en Oriente le estaba vedado por ser mujer.
– De todas maneras le llamaré.
Pidió a la telefonista que le pusiera con Bagdad. Tardó unos minutos en escuchar la voz de Fátima.
– ¡Fátima, soy Clara!
– ¡Mi niña, qué alegría! Enseguida aviso al señor.
– ¿No estará dormido?
– No, no; está leyendo en su estudio, se pondrá contento de hablar con usted…
A través del teléfono le llegaba la voz de Fátima llamando a Ali, el criado de su abuelo, para que avisara a éste.
– Clara, querida…
– Abuelo…
– ¿Estáis en Ammán?
– Acabamos de llegar. Tengo ganas de verte, de estar en casa.
– ¿Qué te ha pasado?
– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te extraña que quiera verte?
– No, pero te conozco. De pequeña siempre corrías a refugiarte en mí cuando te pasaba algo, aunque no me dijeras de qué se trataba.
– No ha ido bien lo de Roma.
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabes?
– Sí, Clara, lo sé.
– Pero ¿cómo lo sabes?
– ¿Te vas a poner a hacerme preguntas ahora?
– No, pero…
El hombre suspiró cansado.
– ¿Y Ahmed?
– Está aquí.
– Bien, he dispuesto todo para que tengáis un buen regreso a casa. Di a tu marido que se ponga.
Clara tendió el teléfono a Ahmed y éste conversó brevemente con el abuelo de su esposa. Les quería cuanto antes en Bagdad.
A primera hora de la mañana, Clara y Ahmed estaban en el vestíbulo aguardando el coche que iba a trasladarles a Irak. Ninguno de los dos se dio cuenta de que cuatro hombres, que aparentemente no se conocían entre ellos, les vigilaban. La noche anterior habían enviado su informe a Marini. Hasta ese momento no se había producido ninguna novedad.
Cruzar la frontera no supuso ningún problema para Ahmed y Clara, pero sí para los hombres de Marini. Se habían dividido de dos en dos, y pagado para que expertos conductores les trasladaran al otro lado. No había sido fácil, porque nadie que no tuviera familia en Irak o se dedicara al contrabando, tenía mayor interés en cruzar la frontera.
Lo habían conseguido pagando con generosidad a sus chóferes recomendados por el hotel de Ammán a los que habían dado una prima para no perder de vista a un Toyota todoterreno de color verde que iba delante de ellos.
No había mucho tráfico en la carretera hasta Bagdad, pero sí el suficiente para darse cuenta de que por allí salía y entraba de todo.
Cuando llegaron a Bagdad ya era de noche. Uno de los coches siguió al Toyota hasta un barrio de la ciudad y el otro se dirigió al hotel Palestina. Les habían dicho que allí era donde estaban la mayoría de los occidentales, y al fin y al cabo ellos se presentaban como hombres de negocios, por mucho que resultara cuando menos sospechoso afirmar que en esas circunstancias políticas iban a hacer negocios a Bagdad.
El Toyota frenó al lado de una verja y aguardó a que ésta se abriera. Los hombres de Marini no se pararon. Ya sabían dónde vivía Clara Tannenberg. Al día siguiente irían a dar un vistazo.
La casa de dos plantas, custodiada por unos invisibles hombres armados, estaba en medio de un jardín muy cuidado. La Casa Amarilla, como era conocida por el color dorado con que siempre estaba primorosamente pintada, estaba situada en un barrio residencial. Anteriormente había sido residencia de un comerciante británico.
Fátima esperaba en el vestíbulo, sentada en una silla y dormitando. El ruido de la puerta la despertó. Clara se fundió en un abrazo con ella. La mujer era shií y había cuidado a Clara desde pequeña. Al principio le daban miedo los ropajes negros de Fátima, pero se había acostumbrado y más tarde encontró en ella la dulzura que le faltaba a su madre.
Fátima se había quedado viuda muy joven. Tuvo que vivir en casa de su suegra, donde nunca fue ni bien recibida ni bien tratada. Pero aguantó su destino sin decir una palabra, mientras criaba a su único hijo.
Un día su suegra la envió a aquella casa donde vivía un extranjero con su joven esposa, una egipcia, la señora Alia. Y allí se quedó para siempre. Sirvió a Alfred Tannenberg y a su esposa, los acompañó en sus desplazamientos a El Cairo, donde la pareja tenía otra residencia, y sobre todo se hizo cargo primero del hijo del matrimonio, Helmut, y después de la hija de éste, Clara.
Ahora ya era una anciana que había perdido a su hijo en la maldita guerra con Irán. No le quedaba nada excepto Clara.
– Niña, tienes mala cara.
– Estoy cansada.
– Deberías dejar de viajar y empezar a tener hijos, que te estás haciendo vieja.
– Tienes razón; cuando encuentre la Biblia de Barro lo haré -respondió riendo Clara.
– ¡Ay, niña, cuida de que no te pase lo que a mí! Tuve un solo hijo y como lo perdí estoy sola.
– Me tienes a mí.
– Sí, es verdad, te tengo a ti; de lo contrario, no sé de qué me serviría estar viva.
– Vamos, Fátima, no te pongas trágica, que acabo de llegar. Y mi abuelo?
– Descansa. Hoy estuvo fuera todo el día y llegó cansado y preocupado.
– ¿Dijo algo?
– Sólo que no quería cenar; se encerró en su cuarto y ordenó que no le molestáramos.
– Entonces le veré mañana.
Ahmed se dirigió a su habitación mientras las dos mujeres seguían hablando. Estaba cansado. Al día siguiente iría a trabajar al ministerio, donde tendría que presentar un informe sobre el congreso de Roma. ¡Menudo fracaso! Pero él era un privilegiado. No lo olvidaba por más que sentía náuseas de serlo. Hacía años que se sentía incómodo en su piel. Primero fue al descubrir que la suya era una familia que pertenecía a la élite de un régimen dictatorial. Pero no había tenido el valor de renunciar a tantos privilegios y prefirió engañarse diciéndose que su lealtad era para con su familia, no hacia Sadam. Luego había conocido a Clara y a los Tannenberg y su vida había caído en el abismo para siempre. Se había corrompido como no pensó que lo haría jamás. No podía echarle la culpa a Alfred. Él había aceptado integrarse en su organización y heredarle sabiendo lo que eso significaba. Si su posición con Sadam era sólida a cuenta de sus lazos familiares, con Alfred se había convertido en intocable, ya que éste tenía amigos poderosos en el entorno del dictador.
Pero a Ahmed le costaba cada día más vivir consigo mismo y sobre todo con una mujer como Clara que se negaba a ver lo que sucedía a su alrededor, que prefería vivir en la ignorancia para no sentir horror y poder seguir amando a quienes amaba.
Ya no la quería, aunque en realidad, puede que nunca lo hiciera. Cuando se conocieron en San Francisco pensó que la chica estaba bien para una aventura. Hablaban en árabe, tenían amigos comunes en Bagdad, ambos conocían a sus respectivas familias, aunque ellos apenas se habían tratado.
Ser emigrantes les unió. Clara era una emigrante de lujo, con dinero en abundancia en su cuenta corriente. Él disponía de fondos suficientes para vivir en un cómodo ático desde el que veía amanecer sobre la bahía de San Francisco.
Se fueron a vivir juntos; tenían muchas cosas en común: ambos eran iraquíes, arqueólogos, su lengua materna era el árabe y tenían la misma sensación de libertad en Estados Unidos, aunque extrañaban su país y sus gentes.
Cuando su padre le visitó en San Francisco, le conminó a casarse con Clara. Era una boda llena de ventajas, y él intuía que las cosas iban a cambiar. Entre los diplomáticos fluía la información, y era evidente que Sadam ya no era un títere necesario para la Administración estadounidense. De manera que había que pensar en el futuro: se casó con aquella chica agraciada, inmensamente rica y excesivamente protegida y mimada.
Clara entró en la habitación y Ahmed se sobresaltó.
– ¡Ah, ya estás aquí! -dijo su mujer a modo de saludo.
– Me molesta que no saludes a Fátima. Has pasado delante de ella sin siquiera mirarla.
– Le he dicho buenas noches. No tengo nada más que decirle.
– Sabes lo que Fátima significa para mí.
– Sí, sé lo que significa para ti.
El tono de Ahmed le sorprendió, aunque en realidad últimamente su marido se comportaba como si estuviera permanentemente fastidiado y ella fuera una carga difícil de sobrellevar.
– ¿Qué te pasa, Ahmed?
– ¿A mí? Nada más que estoy cansado.
– Te conozco y sé que te pasa algo.
Ahmed la miró fijamente. Tenía ganas de decirle alto y claro que no lo conocía, que en realidad nunca lo había conocido y que estaba harto de ella y de su abuelo, pero que ya era tarde para escapar. Pero no dijo ni una palabra.
– Vamos a descansar, Clara. Mañana tenemos que trabajar. Yo he de ir al ministerio, pero además hemos de preparar en serio la excavación. Por lo que me han dicho en Roma, habrá guerra aunque aquí nadie quiera creérselo.
– Mi abuelo, sí.
– Sí, tu abuelo, sí. Anda, vamos a la cama. Ya desharemos las maletas mañana.
Alfred Tannenberg estaba en su despacho con uno de sus socios, Mustafa Nasir. Discutían acaloradamente cuando entró Clara.
– Abuelo…
– ¡Ah, ya estás aquí! Pasa, hija, pasa.
Tannenberg clavó su mirada acerada en Nasir y éste esbozó una amplísima sonrisa.
– ¡Mi querida niña, cuánto tiempo sin verte! Ya no me haces el honor de venir a visitarnos a El Cairo… Mis hijas siempre preguntan por ti.
– Hola, Mustafá -el tono de Clara no era amistoso, puesto que había escuchado cómo su abuelo discutía con el egipcio.
– Clara, estamos trabajando; en cuanto termine te llamaré.
– De acuerdo, abuelo, voy a salir a comprar.
– Que te acompañen.
– Sí, sí; además, voy con Fátima.
Clara salió acompañada de Fátima y de un hombre que hacía la función de chófer y guardaespaldas. Se dirigieron al centro de Bagdad en el Toyota verde.
La ciudad era una sombra pálida del ayer. El cerco al que Estados Unidos sometía al régimen de Sadam había empobrecido a los iraquíes, que tenían que azuzar el ingenio para sobrevivir.
Los hospitales aún funcionaban gracias a algunas ONG, pero cada vez era más acuciante la necesidad de medicinas y de alimentos.
Clara sintió un odio profundo hacia Bush por lo que les estaba haciendo. A ella no le gustaba Sadam, pero odiaba a quienes les estaban sitiando, ahogándoles. Recorrieron el bazar, hasta que encontró un regalo para Fátima, pues era su cumpleaños. Ninguna de las dos mujeres se dio cuenta de la presencia de aquellos extranjeros que parecían seguirlas por las callejuelas recónditas del bazar. Pero el guardaespaldas sí detectó la presencia de un par de hombres que, con aspecto de turistas despistados, encontraban a la vuelta de todas las esquinas. No dijo nada a las mujeres para no alarmarlas.
Cuando regresaron a la Casa Amarilla el hombre fue a ver a Alfred Tannenberg adelantándose a Clara. Mustafa Nasir ya se había marchado.
– Eran cuatro hombres en parejas de dos -explicó el guardaespaldas a su patrón-. Resultaba evidente que nos seguían. Además, su aspecto les delataba. Su forma de vestir, los rasgos de la cara… estoy seguro que no eran iraquíes y tampoco egipcios, ni jordanos… tampoco hablaban en inglés, me pareció que hablaban italiano.
– ¿Qué crees que querían?
– Saber dónde iba la señorita. No creo que tuvieran intención de hacerle nada, aunque…
– Nunca se sabe. Ocúpate de que no vaya sola a ninguna parte, que otros dos hombres os acompañen siempre armados. Si le sucede algo a mi nieta no viviréis para contarlo.
No hacía falta que profiriera esa amenaza. A Yasir no le cabía la menor duda de que si a Clara le sucedía algo él lo pagaría con su vida, y no sería ni el primero ni el último hombre que moría por deseó expreso de Tannenberg.
– Sí, señor.
– Refuerza la seguridad de la casa. Quiero controles estrictos de todo el que entra y sale. Nada de jardineros desconocidos que vienen a sustituir a un primo enfermo, ni de amables vendedores ambulantes. No quiero ver ninguna cara desconocida salvo que yo lo autorice personalmente. Ahora vamos a sorprender a esos misteriosos perseguidores. Quiero saber quiénes son, quién los envía y para qué.
– Será difícil cogerlos a todos.
– No necesito a todos; con uno basta.
– Sí, señor, pero será preciso que la señorita Clara vuelva a salir.
– Sí, efectivamente. Mi nieta será el cebo. Pero procura que ella no se dé cuenta y, sobre todo, que no le suceda nada. Respondes con tu vida, Yasir.
– Lo sé, señor. No le sucederá nada. Confíe en mí.
– Sólo confío en mí, Yasir, pero no se te ocurra equivocarte.
– No lo haré, señor.
Tannenberg llamó a su nieta. Durante una hora estuvo escuchando sus quejas sobre lo sucedido en Roma. Él ya sabía que las cosas no podían salir bien. Sus amigos querían que esperara a que cayera Sadam para organizar una misión arqueológica que desentrañara los restos de aquel edificio encontrado entre las antiguas Ur y Babilonia. Una misión que, además de la Biblia de Barro, sin duda arrancaría de la tierra otras tablillas y alguna estatua. Una misión como tantas otras que habían financiado. Pero no esperaría. No podía, sabía que estaba consumiendo los últimos días de su vida. Acaso le quedaban tres, cuatro, seis meses a lo sumo. Le había exigido al médico que le dijera la verdad, y ésta no era otra que se acercaba el final. Tenía ochenta y cinco años y el hígado lleno de pequeños tumores. No hacía ni dos años que le habían cortado un pedazo de aquel órgano vital.
Clara quedaba a cargo de Ahmed y con dinero suficiente para vivir el resto de su vida, pero sobre todo quería hacerle un regalo, el que ella le reclamaba desde que era una adolescente: ser la arqueóloga que encontrara la Biblia de Barro. Por eso la había enviado a Roma: para que hiciera pública la existencia de esas dos tablillas que él había encontrado cuando era más joven que ella ahora.
La comunidad arqueológica podía reírse cuanto quisiera de la historia de las tablillas de Abraham, pero ya sabía de su existencia aunque lo considerara una fantasía. Nadie le podría arrebatar la gloria a su nieta. Nadie, ni siquiera ellos, sus más queridos amigos.
Ya tenía preparada la carta que uno de sus hombres llevaría a Ammán para entregar a otro hombre que a su vez la llevaría hasta Washington al despacho de Robert Brown para que éste a su vez se lo entregara a George Wagner, pero antes de enviarla debía ocuparse de esos intrusos que seguían a Clara; a lo mejor tenía que añadir algo más. Por la noche esperaba hablar con Ahmed. Por la mañana cuando le entregó la carta de Brown, le había encontrado tenso.
Confiaba en Ahmed porque conocía su ambición y sus ganas de escapar para siempre de Irak. Eso sólo lo podría hacer con su dinero. El dinero que heredaría Clara y del que Ahmed disfrutaría mientras estuviera con su nieta.
Los hombres de Marini estaban preparados desde el amanecer. Habían encontrado un buen lugar para vigilar las entradas y salidas de la Casa Amarilla: un café situado en la esquina opuesta de la calle. El dueño era amable y aunque no dejaba de preguntarles los motivos de su estancia en Bagdad, el lugar les servía para no estar expuestos a la vista de los hombres que guardaban la Casa Amarilla.
A las ocho vieron salir a Ahmed Huseini en el Toyota verde. Conducía él, aunque a su lado iba un hombre que no dejaba de mirar hacia todas partes. Pero hasta las diez de la mañana no salió Clara de la casa, acompañada de aquella mujer vestida de negro de la cabeza a los pies. De nuevo iban acompañadas por un hombre, esta vez en un Mercedes todoterreno.
El equipo de Marini seguía dividido en dos parejas, comunicándose por walkie-talkies. Los que estaban en el café dieron el aviso a sus compañeros, que se encontraban en un coche alquilado situado dos calles más arriba de la casa. Ellos les seguirían.
El Mercedes se dirigió hacia las afueras de Bagdad. Los hombres de Marini le siguieron confiados.
Llevaban más de media hora de viaje cuando el Mercedes se desvió por un camino de tierra bordeado de palmeras. Los hombres de Investigaciones y Seguros dudaron, pero decidieron seguir adelante. El Mercedes aceleró y su perseguidor se mantuvo a una distancia prudencial. Sus ocupantes no estaban dispuestos a perder de vista a una mujer que debía conducirles al anciano que tenían que fotografiar.
De repente el Mercedes aceleró levantando una oleada de tierra seca; un segundo más tarde aparecieron por dos caminos adyacentes varios todoterrenos que parecían pretender embestir al primer coche de los hombres de Marini. Éstos se dieron cuenta demasiado tarde de que los coches les estaban rodeando y les obligaban a frenar. El segundo coche de los investigadores italianos paró en seco. No llevaban armas, nada con que hacer frente a los hombres armados que se acercaban al coche de sus compañeros. Vieron cómo les sacaban del coche y empezaban a golpearlos. No sabían qué hacer: si acudían en su ayuda ellos también se convertirían en víctimas, pero tampoco podían asistir impávidos a aquella paliza brutal: Decidieron volver a la carretera en busca de ayuda, de manera que dieron marcha atrás. No estaban huyendo, se decían, aunque en su fuero interno sabían que de algún modo lo estaban haciendo.
No pudieron ver que a uno de sus compañeros le obligaron a arrodillarse y le dispararon en la nuca, y que el otro no pudo aguantar un vómito. Dos minutos más tarde ambos estaban muertos en la cuneta.
Carlo Cipriani se tapó la cara con las manos. Mercedes permanecía pálida pero impasible sentada a su lado mientras que Hans Hausser y Bruno Müller reflejaban en sus rostros el horror y la angustia que les producía lo que Luca Marini les estaba contando.
Habían acudido al despacho del presidente de Investigaciones y Seguros. Marini les había instado a acudir allí. La empresa estaba de luto. El silencio de los empleados no dejaba lugar a dudas.
Al día siguiente llegaría el avión con los dos cadáveres de los hombres de Investigaciones y Seguros.
Asesinados. Habían sido asesinados después de haber recibido una brutal paliza. Sus compañeros no sabían lo que habían dicho ni a quién. Sólo que diez coches todoterrenos, cinco por cada lado, les habían obligado a pararse. Ellos alcanzaron a ver cómo les golpeaban; cuando más tarde regresaron con una patrulla del ejército que habían encontrado en la carretera, hallaron los cuerpos sin vida de sus compañeros. Exigieron una investigación y estuvieron a punto de ser detenidos como principales sospechosos. Nadie había visto nada, nadie sabía nada.
La policía les interrogó con métodos expeditivos, cuyo recuerdo se traducía en algunas contusiones y cortes en la cara, en el pecho y en el estómago. Después de varias horas de interrogatorio, les dejaron en libertad y les invitaron a salir cuanto antes de Irak.
La embajada de Italia elevó una protesta formal, y el embajador pidió una entrevista urgente con el ministro de Exteriores. Le respondieron que se hallaba de visita oficial en Yemen. Naturalmente, la policía investigaría el extraño suceso, que parecía obra de alguna banda de delincuentes dedicada a robar.
En los bolsillos de los muertos no encontraron nada: ni la documentación, ni dinero, ni un paquete de cigarros. Nada. Sus asesinos se lo habían llevado todo.
Luca Marini había revivido sus peores días de jefe de policía antimafia en Sicilia, cuando tenía que llamar a las mujeres de sus compañeros para anunciarles que sus maridos habían caído abatidos por los tiros de los pistoleros.
Al menos en aquellas circunstancias había un funeral oficial, acudía el ministro, colocaban una medalla al féretro y la viuda recibía una pensión generosa del Estado. En esta ocasión el entierro sería privado, no habría medallas y tendrían que procurar que la prensa no metiera las narices en el asunto.
– Lo siento, pero lo que ha pasado excede cuanto podíamos imaginar. Doy por roto mi contrato con vosotros. Estáis metidos en algo gordo, con asesinos de por medio. Han matado a mis hombres para avisaros de que dejéis en paz a quienquiera que estéis buscando.
– Nos gustaría ayudar a las familias de estos dos hombres -dijo Mercedes-. Díganos la cantidad que es correcta en estos casos. Ya sé que no les podemos devolver la vida, pero al menos sí ayudar a los que han dejado.
Marini miró a Mercedes asombrado. La mujer no se andaba por las ramas. Tenía el sentido práctico que tienen todas las mujeres, y ésta además no perdía el tiempo derramando lágrimas.
– Eso depende de ustedes -respondió-. Francesco Amatore deja mujer y una niña de dos años. Paolo Silvestre estaba soltero, pero a sus padres bien les vendrá una ayuda, pues tienen otros hijos a los que sacar adelante.
– ¿Le parece bien un millón de euros, medio millón para cada familia? -preguntó Mercedes.
– Supongo que es una cantidad generosa -fue la respuesta de Luca Marini-. Pero hay otro asunto que debemos tratar. La policía quiere saber por qué dos de mis hombres estaban en Irak, quién pagó para que les enviara y a qué. Hasta ahora me he escaqueado como he podido, pero mañana me espera el director general. Quiere respuestas, porque el ministro se las pide a él. Y aunque somos viejos amigos y me ayudará, tengo que darle esas respuestas. Ahora, díganme qué quieren que diga y qué prefieren que me reserve.
Los cuatro amigos se miraron en silencio, conscientes de lo delicado de la situación. Resultaba harto complicado explicar a la policía las razones de que un médico jubilado, un profesor de física, un concertista de piano y una empresaria de la construcción hubieran contratado los servicios de una agencia de investigación y enviado a cuatro hombres a Irak.
– Díganos usted cuál sería la versión más plausible -le requirió Bruno Müller.
– En realidad ustedes nunca me han dicho ni por qué querían saber de la chica ni a quién buscan en Irak.
– Ése es un asunto que no concierne a nadie -le dijo Mercedes con voz helada.
– Señora, hay dos muertos, de manera que la policía cree que tenemos que dar respuestas.
– Luca, ¿nos permites hablar un minuto a solas? -le pidió Carlo Cipriani.
– Sí, desde luego, podéis utilizar la sala de juntas. Cuando se os ocurra algo, avisadme.
El presidente de Investigaciones y Seguros les acompañó a una sala anexa a su despacho y salió, cerrando la puerta suavemente.
Carlo Cipriani fue el primero en hablar.
– Tenemos dos posibilidades: o decir la verdad o buscar una excusa plausible.
– No hay excusas plausibles con dos cadáveres -apuntó Hans-, y menos con dos cadáveres de inocentes. Si al menos fueran los de ellos…
– Si decimos la verdad se acabó todo. ¿Os dais cuenta?
El tono de voz de Bruno tenía una nota de angustia.
– No estoy dispuesta a rendirme ahora, así que vamos a pensar la forma de afrontar esta situación. Esto no es lo más grave que nos ha pasado en la vida, esto es un contratiempo más, doloroso e inesperado, pero sólo un contratiempo.
– ¡Dios, qué dura eres, Mercedes! -A Carlo le salió la exclamación del fondo del alma.
– ¿Dura? ¿De verdad tú me dices que soy dura? Carlo, llevamos años preparándonos, diciendo que seremos capaces de afrontar todas las dificultades. Bien, aquí las tenemos. Ahora en vez de lamentarnos, pensemos.
– No soy capaz -dijo en voz baja Hans Hausser-. No se me ocurre nada.
Mercedes les miró con disgusto. Luego, irguiéndose, se hizo cargo de la situación.
– Bien, Carlo, tú y yo somos viejos amigos; yo estoy de paso en Roma, y te he hablado de que estoy pensando que, en vista de que parece inevitable la guerra, quiero que mi empresa esté entre las que se lleven un trozo de la tarta de la reconstrucción. Así que, a pesar de mi edad, estoy dando vueltas a la posibilidad de plantarme yo misma en Bagdad para ver la situación de cerca y conocer las necesidades futuras. Tú me has dicho que soy una vieja loca, que para eso están las agencias de investigación, gente preparada, capaz de evaluar la situación de una zona de conflicto. Me has presentado a otro viejo amigo, Luca Marini. Yo dudaba, prefería contratar a una agencia española, pero al final me he decidido por Investigaciones y Seguros. Aceptamos la versión de los iraquíes, a los hombres de Marini les mataron para robarles. Nada raro dada la situación de Irak. Naturalmente, estoy desolada y quiero ayudar a las familias con una pequeña indemnización.
Los tres hombres la miraron con admiración. Era increíble que en un segundo se le ocurriera una excusa como ésa. Aunque la policía no se la creyera, era plausible.
– ¿Estáis de acuerdo o se os ocurre alguna otra cosa?
No se les ocurría nada, de manera que aceptaron dar la versión ideada por Mercedes.
Cuando se lo contaron a Luca Marini éste se quedó pensando. No estaba mal, salvo que alguien podía irse de la lengua y contar que sus hombres habían estado siguiendo a Clara Tannenberg en Roma.
– Sí, tiene razón -aceptó Mercedes-, no deberíamos mezclar ambas cosas. Usted no tiene por qué explicar que dos días antes sus hombres seguían a nadie en Roma. Ése no es el «caso», puesto que en Roma no sucedió nada. El problema ha sido Irak.
– Ya -insistió Marini-, pero el «caso», como usted dice, empezó en Roma y tiene relación con esa mujer. Además, no sabemos lo que mis hombres dijeron antes de morir. Es más que probable que explicaran que trabajaban para Investigaciones y Seguros y que tenían el encargo de seguir a Clara Tannenberg.
– Seguramente tiene usted razón -terció Hans Hausser-, pero la policía iraquí no dijo nada sobre sus otros hombres y, por lo que sabemos, tampoco al embajador. Es más, los iraquíes han cerrado el caso. Así que no veo la razón para que no se cierre aquí.
– Señor Marini -dijo Mercedes muy seria-, nos han dado un aviso con el asesinato de sus hombres. Un aviso macabro. Es su forma de decir a lo que está dispuesto si nos acercamos más a él y a los suyos.
– ¿De qué habla, Mercedes? ¿A quién se refiere? -Luca Marini no podía ocultar la curiosidad. Estaba harto de los misterios que se traían esos cuatro ancianos.
– Luca, no se nos ocurre nada mejor de lo que te hemos dicho. Ayúdanos si crees que esa versión no resultará satisfactoria para la policía italiana.
El tono grave de Carlo Cipriani conmovió al presidente de Investigaciones y Seguros. Cipriani era su médico, un viejo amigo que le había salvado la vida cuando otros médicos consideraban que no merecía la pena operarle, que estaba desahuciado. De manera que le ayudaría por mucho que le fastidiara esa mujer, Mercedes Barreda.
– Deberías confiar en mí, contarme a quién perseguís y por qué. Así podría entender mejor lo que ha pasado.
– No, Luca, no te diremos más -aseguró Carlo-. Lo siento, no es falta de confianza.
– De acuerdo, me quedo con la explicación de la señora Barreda. Espero que mis amigos de la policía sean compasivos y no me aprieten las tuercas más de lo imprescindible. Las familias de mis hombres están desoladas, pero creen que han muerto por el caos que hay en Irak. Bush ya ha reclutado a dos familias italianas para su causa contra el «imperio del mal». He hablado con la mujer de Francesco y con los padres, de Paolo. Ninguna de las dos familias sabía a qué habían ido a Irak, ellos no hablaban de los detalles de su trabajo en casa. De manera que no pondrán mayores inconvenientes, y sí, además estáis dispuestos a darles esa indemnización… Bien. Os llamaré y os diré cómo me ha ido con mis amigos de la policía.
– Perdona que te lo vuelva a preguntar, pero ¿seguro que no les dijiste a tus hombres quién les había contratado?
– No, Carlo, no lo hice. Tú querías que nadie supiera de vosotros, sólo yo, y yo cumplo cuando doy mi palabra.
– Gracias, amigo -dijo Carlo con voz queda.
Se despidieron sin más.
Vamos a tomar algo -sugirió Mercedes-, estoy mentalmente agotada.
Se metieron en un viejo café. Lucía el sol sobre Roma, pero; los cuatro tenían destemplada el alma.
– Nos ha descubierto -afirmó Bruno.
– No, no; no lo ha hecho -respondió Mercedes-. Los, hombres de Marini no le dijeron nada porque no sabían nada.
– No perdamos el sentido de la realidad -apuntó Hans Hausser-. Ya somos mayores para volvernos paranoicos.
– Esperemos a que Luca nos llame para decirnos cómo le ha ido con la policía -propuso Carlo-. Y ahora, amigos, tengo que dejaros y pasarme por la clínica; si no lo hago, mis hijos van a empezar a preocuparse. Si os parece, nos vemos a la hora de la cena.
– Carlo -le interrumpió Mercedes-, creo que a ninguno nos vendría mal descansar. Ya nos veremos mañana.
– Sí, tiene razón Mercedes. Incluso nos viene bien separarnos durante unas horas para pensar y no dar vueltas a lo mismo -apostilló Bruno.
– Como queráis.
Los cuatro amigos se despidieron en la puerta del café. Necesitaban unas horas de soledad, de reencuentro consigo mismos.
Apenas había acabado de despachar con su secretaria, cuando Lara entró en el despacho de su padre.
– ¡Por fin te veo, papá! ¿Dónde te has metido con tus amigotes?
– Vamos, Lara, qué manera de calificar a unos ancianos…
– Es que no te dejas ver, papá, incluso estábamos preocupados, ¿verdad, Maria?
– Sí, doctora.
– Gracias, Maria, ya seguiremos mañana.
Maria salió del despacho del doctor Cipriani y le dejó con su hija.
– Espero que esta noche no te retrases -dijo Lara.
– ¿Esta noche?
– Pero, papá, no me digas que se te ha olvidado que es el cumpleaños de la mujer de Antonino y que vamos todos a cenar a su casa…
– ¡Ah, el cumpleaños! No, no se me había olvidado, pensé que te referías a otra cosa.
– Mientes fatal. ¿Qué le has comprado? Ya sabes que la mujer de Antonino es un poco especial.
– Pensaba acercarme ahora a Gucci.
– ¿Otra vez le vas a regalar un pañuelo?
– Es lo más socorrido.
– Mejor un bolso. ¿Quieres que te acompañe?
Carlo miró a su hija y sonrió. Sí, le vendría bien dar un paseo con ella y escuchar cuanto le quisiera contar de lo sucedido esos días en la clínica.
Alfred Tannenberg escuchaba impasible al Coronel. Hacía muchos años que se conocían, y el Coronel siempre le había rendido buenos servicios. Le costaba caro, mucho, pero lo valía. El Coronel pertenecía al clan de Sadam, ambos eran de Tikrit, y estaba en su círculo de confianza en el departamento de Seguridad del Estado, de manera que Tannenberg siempre estaba informado de lo que sucedía en Palacio.
– Vamos, dime quién mandó a esos hombres -le insistía el Coronel.
– Te juro que no lo sé. Eran italianos, de una empresa, Investigaciones y Seguros, les contrataron para seguir a Clara, pero no dijeron más, porque no sabían más. Si lo hubiesen sabido, te aseguro que habrían hablado.
– No creo que a nadie le interese hacer nada a tu nieta.
– Yo tampoco lo creo, pero si alguien le hace algo es como un castigo hacia mí.
– Y tú, viejo amigo, tienes muchos enemigos.
– Sí, y también amigos. Cuento contigo.
– Sabes que sí, pero necesitaría que me dijeras algo más. Tú tienes amigos poderosos. ¿Les has ofendido?
Alfred no se movió de su asiento ni alteró la expresión de su rostro.
– Tú también tienes amigos poderosos. Nada menos que George Bush, que va a mandar aquí a sus marines para echaros al mar.
El Coronel soltó una risotada mientras encendía un cigarro egipcio. Le gustaban porque eran aromáticos.
– Me tendrías que decir algo más; si no, me será difícil ayudarte a proteger a Clara.
Te aseguro que no sé quién envió a esos dos hombres. Lo que te pido es que refuerces la seguridad de la Casa Amarilla y estés atento a cualquier información. Soy yo el que te pido que me ayudes a averiguar quién mandó a esos desgraciados.
– Lo haré, amigo, lo haré. ¿Sabes?, llevo unos días preocupado. Creo que habrá guerra, por más que en Palacio piensen que Bush nos amenaza pero que en el último momento dará marcha atrás. Mi impresión es que va a intentar acabar lo que empezó su padre.
– Yo también lo creo.
– Me gustaría poner a mi esposa e hijas a salvo. Mis dos hijos están en el ejército, de manera que por ellos bien poco puedo hacer por ahora, pero las mujeres… me preocupa lo que costará.
– Yo me encargaré.
– Eres un buen amigo.
– Y tú también.
Alfred Tannenberg no sabía quién ni por qué había mandado seguir a Clara. Los investigadores eran italianos, de manera que alguien los contrató en Roma y habían seguido la pista de su nieta hasta Irak. O bien le buscaban a él. Pero ¿quién?
O bien querían asustarle, avisarle de que no podía romper las normas, que no le permitirían que entregara a su nieta la Biblia de Barro.
Sí, pensó, era eso, eran «ellos», sus viejos amigos. Pero en esta ocasión no se saldrían con la suya. Su nieta encontraría la Biblia de Barro y suya sería la gloria. No permitiría que nadie se cruzara en la vida de Clara.
Se sintió mareado, pero haciendo un esfuerzo sobrehumano continuó andando hacia el coche. Sus hombres no podían ver en él ningún signo de debilidad. Tendría que suspender el viaje a El Cairo. El especialista le esperaba para hacerle nuevas pruebas y operarle si fuera preciso. Pero no iba a volver a meterse en un quirófano, ahora menos que nunca. Podrían dormirle para siempre. Ellos eran capaces de eso y más. Y no porque no le quisieran: le querían, pero nadie se saltaba las normas. Además, pensó, por más que los médicos lo intentaran era inútil pretender que le alargaran la vida. A él lo único que le quedaba por hacer era acelerar aún más todos sus planes para que Clara comenzara a excavar.
Pidió que le llevaran al Ministerio de Cultura. Necesitaba hablar con Ahmed.
Éste estaba hablando por teléfono cuando Tannenberg entró en su despacho; aguardó impaciente a que terminara la, conversación.
– Buenas noticias: era el profesor Picot -dijo Ahmed después de colgar-. No se compromete a nada, pero dice que: vendrá a echar un vistazo. Si le convence lo que ve, regresará con un equipo para que empecemos a excavar. Voy a llamar a Clara, tenemos que organizarlo todo.
– ¿Cuándo llega ese tal Picot?
– Mañana. Viene desde París. Quiere que vayamos inmediatamente a Safran; también quiere ver las dos tablillas… se las tendrás que enseñar.
– No, yo no veré a ese Picot. Sabes que nunca veo a nadie que no deba ver.
– Nunca he sabido por qué criterio ves a unas personas y a otras no
– Eso a ti no te concierne. Te encargarás de todo; quiero que ese arqueólogo os ayude. Ofrécele lo que haga falta.
– Alfred, Picot es rico, no hay nada que podamos ofrecerle. Si se convence de que las ruinas de Safran merecen la pena, vendrá; de lo contrario, nada ni nadie le convencerá.
– ¿Dónde están los arqueólogos iraquíes? ¿Qué se ha hecho de ellos?
– Sabes que nunca hemos tenido grandes arqueólogos; somos pocos, y los que han podido se han marchado hace tiempo. Dos de los mejores están dando clases en universidades norteamericanas, y ya son más norteamericanos que la estatua de la Libertad; no regresarán jamás. Además, te recuerdo que hace meses que los funcionarios cobramos la mitad del sueldo, y que esto no es América, donde hay fundaciones, bancos, empresas que se dedican a financiar misiones arqueológicas. Esto es Irak, Alfred, Irak. De manera que no vas a encontrar más arqueólogos que a mí y a un par más que a duras penas nos ayudarán.
– Les pagaremos bien. Hablaré con el ministro, necesitaréis un avión que os traslade a Safran, o mejor quizá un helicóptero.
– Podríamos ir a Basora y de allí…
– No perdamos el tiempo, Ahmed. Hablaré con el ministro. ¿A qué hora llega Picot?
– Mañana por la tarde.
– Llevadle al hotel Palestina.
– ¿No podríamos invitarle a casa? El hotel no está en su mejor momento.
– Irak no está en su mejor momento. Seamos civilizados a la europea, allí nadie te metería en su casa sin conocerte, y nosotros no conocemos a Picot. Además, no quiero a nadie merodeando por la Casa Amarilla. Terminaríamos encontrándonos, y ya te he dicho que yo no existo para Picot.
Ahmed asintió a las indicaciones del abuelo de Clara. Se haría lo que él decía, como siempre. Nadie llevaba la contraria a Alfred Tannenberg.
– ¿El Coronel te ha dicho algo de los hombres que seguían a Clara?
– No, sabe menos que nosotros.
– ¿Era necesario matarles?
Alfred frunció el ceño. No le gustaba la pregunta de Ahmed. Éste se sorprendió de haber verbalizado su pensamiento.
– Sí, lo era. Quien les ha enviado ahora sabe a qué clase de juego jugamos.
– Van a por ti, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Por la Biblia de Barro?
– Eso es lo que aún debo averiguar.
– Nunca te lo he preguntado, en realidad nadie se atreve á hablar de ello, pero ¿a tu hijo le mataron?
– Sufrió un accidente en el que él y Nur murieron.
– ¿Le mataron, Alfred?
Ahmed miró con dureza al anciano pero éste le sostuvo la mirada. Ni siquiera pestañeaba cuando le hurgaban en la herda abierta por la muerte de Helmut y su esposa.
– Helmut y Nur están muertos. No hay nada más que debas saber.
Los dos hombres se midieron durante unos segundos, pero fue Ahmed quien bajó la mirada, incapaz de soportar el hielo de los ojos acerados de aquel anciano que cada día se le antojaba más terrible.
– ¿Vacilas, Ahmed?
– No.
– Mejor así. He sido todo lo sincero que puedo ser contigo. Conoces la naturaleza del negocio. Algún día lo llevarás tú, seguramente antes de lo que tú te imaginas y yo quiero. Pero no me juzgues; no lo hagas, Ahmed, no se lo consiento a nadie, tampoco a ti, y de nada te serviría el escudo de Clara.
– Lo sé, Alfred, sé la clase de hombre que eres.
No había desprecio en el tono de voz de Ahmed, sólo la constatación de que sabía que estaba trabajando para el mismo demonio.