27

– ¿Clara?… Sí, es ella.

La voz de Miranda la arrancó del sueño profundo en el que se había encontrado con Shamas. Clara sentía un dolor intenso en el pecho y le costaba respirar. Le dolían todos los huesos y se sentía incapaz de responder a Miranda, que la miraba preocupada.

Daniel dejó la cámara junto a un bloque de ladrillos de arcilla, y se agachó acercándose a Clara, que parecía estar tiritando.

– ¿Se encuentra bien?

Los soldados acudieron presurosos a ver con quién conversaban los periodistas y se asustaron al ver a Clara acurrucada sobre la arena amarilla, con la mirada perdida como si se encontrara a muchos kilómetros de allí.

El comandante gritó a sus hombres, y uno de ellos salió corriendo en busca de una manta.

Clara permanecía inmóvil y por un momento incluso ella temió haberse quedado paralizada. No sabía por qué, pero no le llegaba la voz a la garganta y sus piernas y sus brazos no obedecían a la orden de moverse.

Sintió que Daniel le pasaba el brazo por detrás de la cabeza y la ayudaba a incorporarse; luego le dio de beber un poco de agua.

Miranda le tomó el pulso con gesto preocupado mientras el comandante miraba la escena con pavor. Si le sucedía algo a aquella mujer, le harían responsable.

– Tiene el pulso lento, pero creo que está bien, no parece tener ninguna herida -dijo Miranda.

– Deberíamos trasladarla al campamento y que la vea el médico -respondió Daniel.

En ese momento llegó el soldado con la manta y Daniel la cubrió con ella. Clara sintió que el calor le volvía al cuerpo.

– Estoy bien -murmuró-. Lo siento, me he debido de quedar dormida.

– Está usted casi congelada -afirmó Daniel-. ¿Cómo se le ha ocurrido tumbarse en un lugar como éste?

Clara le miró y se encogió de hombros. No tenía una respuesta para el periodista. O acaso la que tenía resultaría harto complicada en aquella circunstancia.

– La acompañaremos al campamento -le dijo Miranda.

– No, no…, por favor… asustarían a mi abuelo. Estoy bien, gracias -acertó a decir Clara.

– Pues entonces démosle un café para que entre en calor. Comandante, ¿puede proporcionarnos café?

La pregunta de Miranda era una orden que el preocupado comandante aceptó cumplir sin rechistar. Unos minutos más tarde Clara, acompañada por Miranda y Daniel, estaba sentada en la tienda que servía de comedor a los soldados que guardaban el sitio arqueológico. El café le había devuelto el color al rostro y ya se sentía capaz de hablar.

– ¿Qué le ha pasado? -quiso saber Miranda.

– Salí a pasear entre las ruinas. Me gusta hacerlo, pienso mejor, y me quedé dormida, eso es todo -respondió Clara.

– Debería tener más cuidado, aquí por la noche hace frío. El tono paternal de Daniel hizo sonreír a Clara.

– No se preocupe, puede que me haya cogido un constipado, pero nada más. Pero por favor, no digan nada, yo… bueno, me gusta pasear sola de noche, me ayuda a pensar, pero aquí es difícil estar sola, y a mi abuelo le preocupa que me pueda pasar algo. Además, dada la situación política, esto está lleno de soldados, así que procuro escabullirme sin que me vea nadie.

– No tiene que darnos explicaciones -le aseguró Daniel-, es que nos hemos asustado al verla tumbada en el suelo.

– Me quedé dormida; estoy cansada, estamos trabajando contrarreloj… -justificó Clara.

– Nosotros queríamos filmar las ruinas con la luz del amanecer para hacer algo distinto a lo de los otros compañeros. La verdad es que todo esto es muy hermoso -dijo Miranda.

– Y si usted está bien, voy a aprovechar antes de que salga definitivamente el sol, pero tú, Miranda, puedes quedarte con Clara -propuso Daniel.

Las dos mujeres se quedaron solas. Miranda no había opuesto resistencia a la idea de su compañero porque Clara la intrigaba. Había algo en esa mujer que la hacía especial y no sabía qué.

– Usted es iraquí, pero no lo parece -comentó Miranda para tantear el terreno.

– Soy iraquí… bueno, aquí nadie le diría que no lo parezco.

– Tiene los ojos tan azules, y su color de pelo… bueno, no es como el de sus compatriotas.

– Tengo familia de otros lugares, soy una mezcla.

Miranda sintió de inmediato una corriente de simpatía por Clara, puesto que parecía tener algo en común con ella al declarar que era producto de una mezcla.

– ¡Ah!, eso explica lo de sus ojos y su aspecto. Dígame, ¿cómo aguanta vivir aquí?

La pregunta cogió de improviso a Clara, que inmediatamente se puso en alerta, temiendo que no le resultara fácil lidiar con la periodista.

– ¿A qué se refiere?

– A cómo una mujer culta, sensible, es capaz de soportar un régimen como éste.

– Nunca me he metido en política, no me interesa -fue la respuesta seca de Clara.

Miranda la observó de arriba abajo y decidió que Clara no le iba a resultar tan simpática como había creído.

– La política nos afecta a todos; aunque algunos digan que no les interesa, lo cierto es que no puede escaparse de ella.

– He dedicado toda mi vida a estudiar, nada más.

– Supongo que además de estudiar se habrá enterado de lo que sucedía a su alrededor -insistió Miranda, irritada.

– Le diré lo que había a mi alrededor: uno de los pocos regímenes laicos de Oriente, una sociedad con una incipiente clase media antes del bloqueo, cierta prosperidad y una existencia en paz para la mayoría de los iraquíes.

– De los iraquíes afectos al régimen. ¿Qué me dice de los desaparecidos, de los asesinados, de las matanzas de kurdos, de todas las barbaridades perpetradas por Sadam?

– ¿Qué me dice del apoyo de Estados Unidos a Pinochet o a la junta Argentina? ¿O del apoyo a Sadam hasta que les ha convenido? ¿Van a bombardear a todos los países que no son como los de ustedes? Me atrevo a asegurar que no moverán un dedo contra los saudíes, ni los Emiratos, ni China, ni Corea. Estoy harta de la doble moral de Occidente.

– Yo también, y como denuncio esa doble moral me siento libre para decir en voz alta lo que pienso. Y ésta es una dictadura de las peores.

– Debería de ser más prudente a la hora de expresar sus opiniones.

– ¿Me va a denunciar? -preguntó Miranda con ironía.

– No, no lo voy a hacer. ¡Qué tontería!

– Yo no justifico la guerra contra su país, estoy en contra de ella, pero deseo que los iraquíes se liberen de Sadam.

– ¿Y si no quieren?

– No sea cínica, usted sabe que no pueden.

– Este país necesita una mano firme que lo gobierne.

– ¡Qué desprecio siente por sus compatriotas!

– No, no les desprecio, expreso la realidad. Si no es Sadam será otro, pero si no hay mano dura, el país se va al garete, ésa es la realidad.

– Para usted los derechos humanos, la democracia, la libertad, la solidaridad… ¿significan algo?

– Lo mismo que para usted, pero no se olvide de que esto es Oriente. Se equivoca si nos aplica su vara de medir.

– Los derechos humanos son los que son, aquí o en Pernambuco.

– Usted no conoce a los árabes.

– Yo creo en la libertad y en la dignidad de los seres humanos, no importa donde hayan nacido.

– Hace usted bien, no se lo voy a discutir. Usted juzga a Irak con sus ojos y eso le impide ver la realidad.

– Hace un año, en mi anterior viaje, conocí a un periodista de una radio local. Cuando llegué hace unos meses le llamé, nadie respondió en su casa. Me acerqué a la emisora; allí me informaron de que había «desaparecido». Un día se presentaron en la emisora los de la Mujabarat y se lo llevaron. No le han vuelto a ver más. Su mujer vendió cuanto tenía porque le dijeron que así podría ablandar a algún funcionario corrupto para que le diera noticias de su marido. Lo vendió todo, la casa, el coche, cuanto tenía, y se lo entregó a un sinvergüenza que una vez tuvo el dinero la denunció. También ha desaparecido. Sus hijos malviven con su abuela.

Clara se encogió de hombros. No tenía respuesta, cuando alguien le explicaba que esas cosas pasaban en Irak, callaba. Ella era feliz, era lo único que podía decir. Eso y que en el palacio de Sadam siempre había sido bien recibida. No, no iba a juzgar a Sadam Husein; su abuelo no se lo habría permitido y a ella tampoco le apetecía.

– Usted sabe que esto pasa -insistió Miranda.

El silencio de Clara empezó a fastidiar a la periodista.

– Lo que necesita Oriente es una revolución, pero una revolución de verdad, que acabe con tanto gobernante criminal, con esos regímenes medievales que no tienen el más mínimo respeto a los seres humanos. El día en que la gente se dé cuenta de que el cáncer lo tienen dentro y se decida a extirparlo, ese día Oriente se convertirá en una potencia -insistió Miranda.

– ¿Y le interesa a alguien que sea así? -preguntó Clara con tono irónico.

– No, claro que no. Interesa que continúen siendo esclavizados por sus gobernantes corruptos y que crean que la culpa de todos los males la tiene Occidente, los infieles, y que la solución es pasarles a cuchillo. Mantienen a la gente en la ignorancia para servirse de ellos, y lo peor es que la gente como usted no hace nada, se cruzan de brazos, se abstraen de lo que sucede a su alrededor porque no les falta de nada.

– ¿Usted de qué lado está? -preguntó Clara.

– ¿Yo? No, no estoy con Bush ni a favor de la guerra, ya lo sabe, pero tampoco soy una progresista de salón de esa especie que hay en Occidente, que han decidido que lo políticamente correcto es decir que todo lo musulmán es estupendo y que hay que respetar las peculiaridades de cada cual. Yo no respeto nada ni a nadie que no esté del principio al final con la Declaración de Derechos Humanos, y en esta parte del mundo no hay nadie que lo haga.

– Vive usted una contradicción.

– Se equivoca, lo que no soy es hipócrita, sólo políticamente incorrecta.

– Habla como Yves… -murmuró Clara.

– ¿Yves? ¡Ah, el profesor Picot! Me ha parecido un tipo estupendo.

– Lo es, aunque tiene sus rarezas.

Clara miró a Miranda y de repente entendió que Picot necesitaba marcharse no sólo por la cercanía de la guerra, sino también por la añoranza de otras cosas que, ahora estaba segura, la periodista le había recordado.

Las expediciones arqueológicas nunca duraban tanto tiempo de forma continuada, y en cualquier caso, la gente iba y venía. Ellos llevaban seis meses encerrados en Safran, lo que para Picot y sus amigos sin duda era demasiado.

– Es usted una mujer… peculiar-dijo Miranda.

– ¿Yo? ¿Por qué? Sólo soy una arqueóloga convencida de que aquí debajo está la Biblia de Barro.

– La profesora Gómez me ha dicho que no es seguro siquiera que existiera el patriarca Abraham.

– Si encontramos las tablillas demostraremos que Abraham no es una leyenda. Yo estoy convencida de que existió, de que salió de Ur para ir a Canaán, que algo le hizo ser monoteísta, y a partir de ese momento llevó el germen de Dios por donde quiera que fue. Por eso debemos encontrar esas tablillas en las que el escriba Shamas dejó escrita la idea de la Creación según Abraham.

– Resulta curioso que cuando usted estuvo en Roma en el congreso de arqueólogos ningún alto cargo eclesiástico se pusiera en contacto con usted al menos para ver esas dos tablillas que tiene en su poder.

– No, nadie lo hizo, pero tampoco lo esperaba. La Iglesia no cuestiona la existencia de los patriarcas. Si encontramos las tablillas, mejor que mejor, pero si no las encontramos les da lo mismo, no afecta a los cimientos de la religión.

– Y el cura, ese Gian Maria, ¿por qué está aquí?

– Ayudándonos, nada más. Es una persona buena y muy eficaz.

– Pero es cura y aquí no pinta nada.

– ¿Quién le ha dicho que no hay curas arqueólogos? Gian Maria es experto en lenguas muertas, de manera que su aportación a esta expedición es esencial.

– ¿Qué hará cuando Picot y su gente se vayan?

– Aguantarme y excavar.

– Las bombas no hacen excepciones.

Clara se encogió de hombros. La guerra se le antojaba una entelequia, algo que no creía que fuera a suceder, y en cualquier caso nada tenía que ver con ella.

El ruido de los jeeps rasgó la calma del amanecer. El equipo de arqueólogos comenzaba a llegar. Uno de los coches se paró delante de la tienda donde hablaban las dos mujeres. Ayed Sahadi saltó del coche y sin ocultar su rabia se dirigió a Clara.

– ¡Otra vez nos la ha jugado! Su abuelo ha ordenado azotar a los hombres que se encargan de su seguridad, y a mí… a mí no sé lo que me espera. ¿Le divierte provocar la desgracia?

– ¿Cómo se atreve a hablarme así?

Miranda observaba fascinada la escena. La ira de ese hombre no era la de un simple capataz, aunque como tal se lo habían presentado el día anterior. Su porte era el de un militar, pero en el país de Sadam muchos lo eran.

Clara y Ayed Sahadi se miraban enfurecidos como si estuvieran a punto de saltar el uno sobre el otro. Los segundos se hacían interminables, pero Miranda vio que Ayed Sahadi respiraba hondo y recuperaba el control.

– Suba al coche. Su abuelo quiera verla de inmediato. Ayed Sahadi salió de la tienda y se sentó al volante esperando a que Clara decidiera acompañarle.

Clara terminó de beber lentamente el café y miró a Miranda.

– Bien, nos veremos luego.

– ¿Su abuelo manda azotar a la gente?

La pregunta de Miranda la pilló de improviso. Para ella era natural que su abuelo obrara como creía conveniente, y estaba acostumbrada desde la infancia a que su abuelo ordenara azotar a quien quebrantaba alguna de sus normas.

– No haga caso a Ayed, es su manera exagerada de hablar.

Salió de la tienda maldiciendo al capataz, que había puesto en evidencia a su abuelo delante de la periodista. Esperaba que el comentario de Ayed no tuviera consecuencias, pero si las tenía sería ella misma quien ordenaría que le azotaran hasta que suplicara perdón.

Miranda les vio partir y se quedó pensativa. No había creído a Clara, estaba convencida de que Ayed había dicho la verdad. Decidió ir al campamento, intentar conocer al abuelo de Clara y averiguar si alguien había sido azotado. Sintió un estremecimiento sólo de pensarlo.


Clara se estaba bajando del jeep cuando Salam Najeb, médico de su abuelo, salía de la casa.

– Quiero hablar con usted.

– ¿Qué sucede? -preguntó alarmada.

– Su abuelo está empeorando, deberíamos de trasladarle a El Cairo, aquí… aquí se va a morir.

– ¿Es que usted no puede hacer nada?

– Sí, podría operarle, pero no tengo los medios adecuados y podría morir.

– ¿Y de qué sirve el quirófano que mandó instalar mi abuelo?

– Para una emergencia… pero su abuelo está peor, no aguantará.

– Usted no quiere asumir la responsabilidad de lo que le pase, ¿verdad?

– No, no quiero. Todo esto es una locura. Tiene un cáncer en el hígado, con metástasis a otros órganos, y estamos en medio de una aldea polvorienta, no tiene sentido. Usted decide.

No le respondió y entró en la casa. Fátima la aguardaba llorosa en la puerta del cuarto de su abuelo.

– Niña, el señor está peor.

– Lo sé, pero que no te vea lamentarte; él no lo soportaría, ni yo tampoco.

La apartó y entró en la habitación mantenida en penumbras donde Samira, la enfermera, le velaba.

– ¿Clara? -La voz de Alfred Tannenberg sonaba apagada.

– Sí, abuelo, estoy aquí.

– Debería mandar azotarte también a ti.

– Perdona, no he querido asustarte.

– Pues lo has hecho. Si algo te sucediera… morirían todos, juro que morirían todos.

– Vamos, abuelo, estate tranquilo. ¿Cómo te encuentras?

– Muriéndome.

– ¡No digas tonterías! No te vas a morir y menos ahora que estamos a punto de encontrar la Biblia de Barro.

– Picot se quiere ir.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sé todo lo que sucede aquí.

– Nos dará tiempo a encontrar las tablillas, no te preocupes, y si se va continuaremos nosotros.

– He mandado llamar a Ahmed.

– ¿Va a venir?

– Tiene que venir, debe contarme cómo marcha la operación en la que estamos trabajando, y tenemos que ultimar algunos detalles para que te vayas de aquí.

– ¡No me voy a ir!

– ¡Harás lo que yo te diga! ¡Ninguno de los dos se quedará aquí! Si me muero antes, me da lo mismo donde me entierres, pero si estoy vivo, si me queda un soplo de vida, me agarraré a él y no me dejaré matar por las bombas de nadie. De manera que nos iremos los dos, o bien a El Cairo juntos o tú te irás con Picot.

– ¿Con Picot? ¿Por qué?

– Porque lo digo yo. Y ahora déjame, necesito descansar y tengo que pensar. Esta tarde llegará Yasir y quiero que me encuentre sentado. Aún me tiene miedo, pero si me ve encogido en la cama intentará matarme.

Clara besó a su abuelo en la frente y salió del cuarto. No le había hablado de la indiscreción de Ayed Sahadi para no disgustarle aún más. Su abuelo tenía razón, necesitaba estar bien o al menos parecerlo, y ella le ayudaría en el empeño.

Encontró a Salam Najeb en el improvisado hospital instalado al lado de la casa. El médico ordenaba de manera mecánica el instrumental de quirófano.

– Mi abuelo tiene que vivir.

– Todos queremos vivir.

– Pues manténgale con vida, haga lo que sea.

– Si estuviéramos en El Cairo aún podríamos intentarlo.

– Pero estamos aquí y aquí es donde usted hará su trabajo; le pagamos espléndidamente para que lo haga, tiene que procurar que aguante.

– Yo no soy Dios.

– Desde luego que no, pero conocerá alguna forma de alargar la vida a un anciano desahuciado. Evítele los dolores, déle lo que sea para que se mantenga despierto y pueda aparentar ante la gente que está bien. Ya veremos si regresamos a El Cairo, pero mientras estemos aquí mi abuelo tiene que parecer el que era.

– No será posible.

– Pues haga un imposible.

– Lo que usted me pide significa darle unos medicamentos que pueden terminar acortando su vida.

– Haga lo que le he dicho.

El tono frío de Clara no dejaba lugar a dudas. Salam Najeb miró a la mujer, pero en vez del rostro atractivo y la mirada azul transparente encontró una mueca a modo de sonrisa y los ojos turbios. Se parecía a su abuelo, era una réplica de él.

Miranda la esperaba a pocos metros del hospital. La periodista fumaba un cigarro y se dirigió hacia ella.

– Me gustaría ver a su abuelo.

– No recibe a nadie -respondió fríamente Clara.

– ¿Por qué?

– Porque es un anciano que no está bien de salud, y a lo último a lo que le sometería es a una sesión con la prensa.

Clara entró en la casa y cerró la puerta sin dar tiempo a que Miranda entrara. Se tumbó sobre la cama y se puso a llorar. Lo necesitaba.

Cuando media hora después Fátima entró en el cuarto de Clara, la encontró con los ojos enrojecidos y un ligero temblor en los labios.

– Niña, tienes que ser fuerte.

– Lo soy, no te preocupes.

– Yasir llegará esta tarde; tienes que convencer al doctor de que tu abuelo tiene que parecer fuerte.

– Lo parecerá.

– Los hombres sólo respetan la fuerza.

– Nadie dejará de respetar a mi abuelo mientras viva.

– Así ha de ser. Dime, ¿dónde vas?

– Los periodistas se marchan a mediodía, debemos despedirles. Quiero hablar con Picot y disponer las cosas para cuando llegue Yasir.

Fátima se dio cuenta de que Clara parecía haberse endurecido en la última hora. Veía en sus ojos la fiera resolución de su abuelo y supo que algo o alguien había hecho aflorar en ella lo peor de los Tannenberg.

Yves Picot hablaba con los periodistas; a Clara no se le escapó las miradas que intercambiaba con Miranda.

«Se gustan -pensó-, se sienten atraídos, y no lo ocultan. Por eso él se quiere ir cuanto antes, está harto de estar aquí; en cuanto se largue, se irá detrás de ella.»

Fabián y Marta compartían la charla lo mismo que Gian Maria y que Lion Doyle.

– Hola, ¿cómo es que no estáis trabajando? -preguntó Clara intentando dar un tono despreocupado a su voz.

Marta Gómez la examinó de refilón dándose cuenta de que en los ojos de Clara había huellas de lágrimas.

– Estamos despidiéndonos de estos amigos -explicó Fabián.

– Espero que hayan encontrado interesante lo que estamos haciendo aquí -dijo Clara dirigiéndose a todos y a nadie en particular.

Los periodistas asintieron dando las gracias por la amabilidad con que habían sido tratados y la conversación transcurrió por derroteros insustanciales, aunque Clara se sabía observada por Miranda y por Marta. Se había puesto un colirio en los ojos para que desaparecieran las huellas de la llantina, pero sabía que la periodista y la profesora se habían dado cuenta de que había llorado.

El tiempo se le hizo eterno hasta que vio a los periodistas subirse a los helicópteros. Fabián parecía apenado porque se fueran, lo que la irritó aún más de lo que ya estaba.

Miranda se acercó a Clara. Las dos mujeres se miraron fijamente a los ojos en un duelo mudo y sordo para los demás, salvo para Marta Gómez, que las observaba.

– Me ha gustado conocerla-dijo Miranda-, espero que volvamos a vernos. Supongo que usted regresará en algún momento a Bagdad; yo me quedaré allí toda la guerra, si es que no me matan.

– ¿Se va a quedar en Bagdad?

– Sí, muchos periodistas nos vamos a quedar.

– ¿Por qué?

– Porque alguien tiene que contar lo que pasa, porque la única manera de intentar detener el horror es relatarlo. Si nos vamos, sería peor.

– ¿Peor para quién?

– Para todos. Salga de su castillo, mire alrededor y lo entenderá.

– ¡Por favor, déjese de sermones! Estoy un poco harta de que me hablen con esa superioridad.

– Lo siento, no era mi intención molestarla.

– Buen viaje.

– ¿La veré en Bagdad?

– Quién sabe…

Picot se acercó a Miranda y tiró de ella riendo porque el helicóptero estaba a punto de despegar.

– ¡Quédate con nosotros hasta que nos vayamos! -le dijo.

– No sería mala idea, pero me temo que en mi empresa no lo entenderían.

Se besaron en la mejilla y él la ayudó a subir al helicóptero, luego levantó la mano mientras el aparato se elevaba para perderse en el horizonte.

– Parece que ha congeniado usted con Miranda -le dijo Clara resentida.

– Pues sí, es una mujer estupenda. Me ha gustado haberla conocido, y espero tener la oportunidad de verla fuera de aquí.

– Se va a quedar en Bagdad.

– Ya lo sé, es una insensata como usted. Las dos creen en una causa y están dispuestas a jugarse el pellejo llegando hasta el final.

– No tenemos nada en común. -Clara estaba cada vez más irritada.

– No, sólo la cabezonería, pero eso seguramente es común a todas las mujeres.

– Al resto déjanos en paz -terció Marta riéndose.

– Volvamos a trabajar, esta gente nos ha retrasado y mientras estemos aquí hay que seguir -dijo Fabián.

– Fabián tiene razón, por cierto, ¿has podido hablar con Bagdad? -quiso saber Marta.

– Sí, Ahmed viene hacia aquí. Creo que llega esta tarde, así que esperaremos a ver qué nos cuenta y luego decidiremos. Pero por si tenemos que irnos, voy a pedirle a Lion Doyle que fotografíe todo lo que hemos encontrado y dónde ha aparecido. Quiero que haga un trabajo meticuloso, porque si vienen los chicos del Tío Sam y sueltan sus bombas aquí, todo esto desaparecerá. No sólo quiero fotos, quiero un vídeo, espero que Lion sea capaz de hacerlo.

– Como siempre, Yves piensa en todo -apuntó Fabián.

– No es que piense en todo, es que me parece que ha llegado el momento de la retirada y quiero que estemos preparados por si nos tenemos que ir de forma precipitada.

– Bueno, Yves, Lion parece un buen profesional. Al menos el reportaje de Arqueología científica es muy bueno.

– Y tú, Marta, salías muy guapa -respondió Picot.

– Me gustaría que habláramos sobre el plan de trabajo futuro, tanto por si se quedan como si se van -terció Clara.

– El trabajo está hecho, sólo nos queda encontrar la Biblia de Barro, pero por lo demás ahí está el templo, más de doscientas tablillas en buen estado, restos de cerámicas, estatuas… La expedición ha sido un éxito. No me arrepiento de haber venido. Marta, Fabián, ¿y vosotros?

– Ya sabes que no. Ha sido una experiencia muy especial trabajar en estas condiciones. Creo que nos estábamos convirtiendo en autómatas y que los periodistas nos han recordado que hay otra realidad. No me importa seguir, pero te confieso que tampoco me importaría regresar, ¿y tú, Marta?

– Yo, Fabián, a pesar de que echo de menos un buen baño, tengo que decir que no me gustaría marcharme sin encontrar la Biblia de Barro.

Clara miró a Marta con agradecimiento. Había llegado a apreciar a la estricta profesora capaz de imponerse de manera natural incluso a Picot.

– Buscábamos una leyenda y hemos encontrado una realidad. ¿No es bastante? -preguntó Fabián.

– Buscamos la Biblia de Barro y hemos encontrado un templo, no está mal, pero… yo apuraría el tiempo un poco más -insistió Marta.

– No es un problema de apurar el tiempo, es que los norteamericanos están a punto de bombardear, lo has escuchado como nosotros, y no estoy dispuesto a que nos juguemos la vida. Hemos traído a un montón de gente, chicos de la universidad que tienen toda la vida por delante y a los que no podemos pedir que se arriesguen excavando un poco más por si encontramos esas tablillas -protestó Picot.

– Yves, sé que tienes razón, pero si te digo la verdad me dan ganas de quedarme -afirmó Marta.

– Sería una estupidez. Tú sabes que si estalla la guerra la misión arqueológica se irá al garete, los hombres serán reclamados por el ejército y comenzará eso tan humano del sálvese quien pueda.

– Lo sé, Fabián, lo sé. Sólo expreso un sentimiento, nada más. Si regresamos, lo haremos todos juntos, no soy ninguna suicida aventurera.

– En cualquier caso, Clara, me parece bien que hagamos una recapitulación de lo hecho y de lo que queda por hacer. Si le parece, lo haremos después de que escuchemos a su marido, si es que llega esta tarde como está previsto, ¿de acuerdo?

Clara asintió a la propuesta de Picot. No tenía otra alternativa.

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