39

Mike Fernández miró impaciente el reloj. Las tropas norteamericanas y británicas habían comenzado la invasión terrestre de Irak; también a esa hora iba a iniciarse la operación que Tannenberg y él habían preparado minuciosamente durante el último año. El ex coronel de los boinas verdes se dijo que nada podía salir mal, que ni siquiera la muerte de Alfred Tannenberg era motivo suficiente para que algo fallara. Había mucho dinero en juego; los hombres sabían que cobrarían cantidades sustanciosas si se hacían con el botín y llegaban al lugar de encuentro. En cuestión de horas habrían salido todos de Irak.

En Bagdad, en ese mismo instante, un grupo de hombres con uniformes militares y pasamontañas que les cubrían el rostro esperaban la señal de su jefe para abandonar el almacén donde se habían ocultado unas horas antes.

Todos ellos habían servido durante años a Alfred Tannenberg. El asesinato del hombre que había sido su jefe les había sumido en el desconcierto, pero el yerno de Tannenberg les aseguró que no habría ningún cambio en la operación, y lo más importante: todos cobrarían de acuerdo al trabajo que iban a realizar. Él, les dijo, era ahora el jefe de la familia Tannenberg y esperaba de ellos la misma eficacia y lealtad que habían mostrado en el pasado con el anciano señor.

El dinero que se embolsarían por la operación les aseguraba un futuro sin problemas, de manera que no dudaron en aceptar seguir con el encargo. Lo que hicieran después de la operación, sólo el tiempo lo diría. Serían leales hasta el momento en que traspasaran la frontera con Kuwait y entregaran el botín a aquel ex oficial norteamericano, un buen tipo, que sabía mandar y hacerse obedecer.

El pitido del teléfono móvil del jefe les alertó de que había llegado la hora. Éste descolgó y escuchó la orden que esperaban para iniciar la operación.

– Nos vamos -les dijo.

Se pusieron en pie y comprobaron una vez más las armas, se bajaron los pasamontañas para cubrirse el rostro y con sus monos de camuflaje color negro se hicieron invisibles en las sombras de la noche mientras subían al camión militar que les esperaba.

Las bombas y las baterías antiaéreas iluminaban el cielo de Bagdad, y las sirenas provocaban el miedo de los ciudadanos encerrados en sus casas.

Se cruzaron con otros vehículos militares sin llamar la atención y por fin desembocaron en la puerta trasera del Museo Nacional de Bagdad. En cuestión de segundos estaban dentro.

Algunos de los guardias que custodiaban el museo se habían marchado hacía horas, otros habían insistido en trabajar aquella noche. El ruido de las bombas y los apagones de luz no parecían amedrentarles. Habían desconectado todas las alarmas y el museo había quedado librado a su suerte.

Los hombres de los pasamontañas, cargados con unos sacos de nailon fueron planta por planta recogiendo cuidadosamente los objetos señalados en las listas que llevaban. No hablaban entre sí. El que parecía el jefe se aseguraba de que todos los objetos no sufrieran ni un rasguño, y sobre todo que los hombres no incurrieran en la tentación de deslizarlos fuera de los sacos de nailon.

En menos de un cuarto de hora los hombres se habían hecho con paneles de marfil finamente cincelados, armas, herramientas, jarras de terracota, tablillas, estatuas y esculturas en basalto, arenisca, diorita y alabastro, en oro y plata, objetos de madera, sellos cilíndricos… Era tal el volumen de objetos que apenas podían cargar con todos ellos.

Luego, con la misma rapidez que habían entrado, volvieron a salir del museo. Ningún bagdadí podía pensar que aquella noche les estaban robando su patrimonio, sólo rezaban por sobrevivir.

Ahmed Huseini esperaba impaciente en la oscuridad de su despacho. Sintió que se le aceleraba el corazón al escuchar el pitido de su móvil.

– Ya está, nos vamos -le anunció el jefe del comando.

– ¿Todo ha salido bien?

– Sin contratiempos.

Dos minutos más tarde otro hombre le dio el parte: acababa de salir con sus hombres del museo de Mosul. Al igual que en Bagdad, no tuvieron ningún problema para entrar y salir del museo en un tiempo récord. Era una ventaja saber lo que tenían que llevarse. La lista preparada por Ahmed Huseini evitaba a los hombres cargar con objetos innecesarios.

El director del departamento de Antigüedades había dado muestras de sus profundos conocimientos a la hora de elaborar listas con instrucciones precisas sobre los objetos con que debían hacerse.

Otras llamadas, éstas desde Kairah, Tikrit y Basora, se unieron a las recibidas anteriormente. A lo largo y ancho del país los comandos de Alfred Tannenberg habían cumplido con éxito su misión: llevaban en las bolsas de nailon el alma de Irak, su historia; en realidad, iban cargados con buena parte de la historia de la humanidad.

Ahmed Huseini encendió un cigarro. A su lado, el sobrino del Coronel hablaba por otro teléfono para informar a su tío del éxito de la misión, aunque en realidad ésta no habría terminado hasta que cada comando llegara a su destino: Kuwait, Siria, Jordania…

Las luces del despacho permanecían apagadas. Estaban solos en el ministerio, o eso creían. El Coronel les había ordenado que no se movieran de allí para coordinar la operación, de manera que habían bajado las persianas y cerrado las ventanas para evitar convertirse en blanco involuntario de las bombas que caían por doquier.

¿Cómo y cuándo saldrían de Irak? El Coronel le había asegurado a Ahmed que su mejor hombre, Ayed Sahadi, le sacaría en el momento oportuno, pero Ayed no había dado señales de vida y a esas horas podía estar luchando con su unidad, o incluso haberse ido con el Coronel hacia Basora y de allí intentar llegar a Kuwait. Muerto Tannenberg, Huseini no se fiaba del Coronel; en realidad no se fiaba de nadie, porque sabía que no le concedían la autoridad que había tenido el abuelo de Clara; de modo que si le tenían que sacrificar lo harían sin dudar.

Pero aún pasarían unas horas antes de saber si le iban a abandonar a su suerte o si efectivamente Ayed iría a buscarles.


Paul Dukais encendió un cigarro. Acababa de recibir una llamada de Mike Fernández confirmándole el éxito de la operación.

– Nosotros hemos hecho lo imposible, ahora le toca a usted hacer sólo lo difícil -bromeó el ex boina verde.

– Espero no meter la pata, chico -le siguió la broma Dukais-. Vosotros habéis hecho un buen trabajo.

– Sí que lo hemos hecho, señor.

– ¿Alguna baja?

– Algunos equipos se han visto obligados a defenderse, pero nada grave, señor.

– Bien, en cuanto puedas vuelve a casa, tu misión ha terminado.

– Quiero asegurarme antes de que las cargas estén donde deben de estar.

– Hazlo.

El presidente de Planet Security se frotó las manos satisfecho. El suyo no era el negocio de las antigüedades, pero depositar la preciada carga en su destino le iba a reportar grandes beneficios, además de cobrar una prima del dos por ciento por el total del valor de los objetos vendidos.

Robert Brown y Ralph Barry estaban preparando la reunión anual del patronato de la fundación cuando Paul Dukais les comunicó la buena nueva. Los dos hombres lo celebraron de inmediato sirviéndose un whisky largo. Si ante una noticia como ésa su Mentor, George Wagner, no sonreía, es que a ese hombre nada ni nadie sería capaz de conmoverle.

– Dime, Paul, ¿y ahora qué? -quiso saber Robert Brown.

– Ahora la carga se embalará debidamente y dentro de unos días, espero que no más de dos o tres, llegará a su destino. Una parte irá directamente a España, otra a Brasil y otra aquí.

»Alfred ya no está entre nosotros, pero Haydar Annasir, su mano derecha, tiene una lista detallada con los lotes que debe de hacer para cada destino. Si no hay ningún contratiempo, y no tiene por qué haberlos, habremos hecho lo imposible y lo difícil.

– ¿Qué hay de Ahmed Huseini y de Clara?

– Mike dice que Clara ha desaparecido, y con ella las tablillas, aunque tarde o temprano daremos con ella. Ninguna mujer puede desaparecer para siempre si esconde un tesoro arqueológico. En cuanto al bueno de Ahmed, está previsto que le saquen de Irak en cuanto lleguen nuestros chicos, es cuestión de días.

– ¿Estás seguro de que le podrán sacar? Era un hombre del régimen…

– Ahmed era un hombre de Tannenberg situado cerca de Sadam, no le juzguemos mal… -respondió con cinismo Dukais.

– Desde luego, desde luego, yo aprecio sus conocimientos y su talla intelectual -respondió Robert Brown, el presidente de Mundo Antiguo.

– En cuanto a Clara, no te preocupes, la encontraremos; además del Coronel, tengo a un hombre muy especial buscándola. Ha estado cerca de ella los últimos meses. Si alguien puede encontrar su pista es él.

– ¿Y está en Bagdad?

– ¿Mi hombre? Sí, se quedó allí junto a Clara. No te preocupes, dará con ella.

– Lo que me preocupa es la Biblia de Barro

– Si encontramos a Clara nos haremos con las tablillas, no podrá resistir nuestra oferta -dijo entre risotadas Paul Dukais.


Clara se desesperaba encerrada en la pequeña habitación del hotel, de la que no había salido en los últimos días. Temía que en cualquier momento se abriera la puerta y entrara el Coronel para matarla. No había vuelto a ver a Miranda, aunque sabía por Gian Maria que preguntaba por ella. Al menos la periodista había guardado el secreto de su estancia en aquella habitación.

Por su parte, Gian Maria esquivaba a diario las preguntas de Ante Plaskic sobre el paradero de Clara. El croata desconfiaba de él y el sacerdote había terminado por desconfiar del croata debido a sus insistentes preguntas sobre Clara. Afortunadamente, la confusión originada por la guerra le daba un respiro a Gian Maria. Bastante tenían con sobrevivir.

– Ayed no ha vuelto -se quejó Clara.

– No te preocupes, de alguna manera saldremos de aquí -la consoló el sacerdote.

– Pero ¿cómo? ¿No te das cuenta de que estamos en medio de una guerra? Si ganan los norteamericanos me detendrán y si sale victorioso Sadam tampoco me podré marchar.

– Confía en Dios. Gracias a Él nos hemos salvado hasta ahora.

Clara no quería herir sus sentimientos diciéndole que ella no confiaba en Dios, que sólo confiaba en sus propias fuerzas, de manera que asentía y guardaba silencio.

Le preocupaba el estado de Fátima. La mujer apenas comía y estaba adelgazando a ojos vista. No se quejaba, pero su rostro reflejaba un gran sufrimiento. Clara le insistía para que le contara lo que le sucedía además de la angustia de la incertidumbre, pero Fátima no respondía, tan sólo le acariciaba la cara mientras se le anegaban los ojos de lágrimas.

Escuchaba la radio, la BBC y otras emisoras que lograba conectar a través de la onda corta, pero era Gian Maria el que les proporcionaba la mejor información, la que a los corresponsales en Bagdad les transmitían desde sus redacciones.

El 2 de abril Gian Maria entró en el cuarto anunciando que las tropas estadounidenses estaban a las afueras de Bagdad y al día siguiente aseguró que los norteamericanos se habían hecho con el control del aeropuerto internacional de Sadam, al sur de la ciudad.

– ¿Dónde está Ayed Sahadi? ¿Por qué no ha regresado? -se preguntaba Clara.

Gian Maria no tenía respuesta. Había telefoneado varias veces a los números de teléfono de Ayed, y al principio respondía un hombre de voz crispada, pero en los últimos días el timbre sonaba sin que nadie respondiera.

– ¿Me habrá traicionado?

– Si lo hubiera hecho nos habrían detenido -argumentó Gian Maria.

– Entonces, ¿por qué no ha venido o me ha mandado un aviso?

– No habrá podido, puede que el Coronel le tenga vigilado.

Una tarde Gian Maria llegó a la habitación acompañado de Miranda.

– Su amigo el croata hace muchas preguntas sobre usted -le dijo a Clara.

– Lo sé, pero Ayed Sahadi me advirtió sobre él, dijo que no se fiaba.

– Ya sabe que está usted aquí, era imposible mantener el secreto -afirmó la periodista.

– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Clara.

– En realidad el hotel está lleno de iraquíes. Muchos de mis compañeros han acogido a sus intérpretes, otros a amigos, incluso los propios empleados del hotel han dado cobijo a familiares, sabiendo que aquí hay una posibilidad de sobrevivir. Los norteamericanos y los británicos saben que los periodistas estamos aquí. Por eso el servicio del hotel no se ha sorprendido de su presencia. No hacía falta que Gian Maria fuera generoso dando propinas para que hicieran la vista gorda sobre Fátima y usted. Pero tarde o temprano era inevitable que su amigo Ante Plaskic se enterara. Me acaba de abordar para preguntarme por usted, y cuando le he dicho que no sabía nada, me ha soltado que sabía que estaba aquí, refugiada en el cuarto de Gian Maria. Le he mentido, le he dicho que Gian Maria había cobijado a unas personas que conocía, pero supongo que no me ha creído, yo tampoco lo habría hecho. Sólo quería avisarles para que tengan cuidado.

– ¿Qué podemos hacer? -le preguntó Gian Maria a Miranda.

– No lo sé, sólo he querido avisarles. No entiendo por qué no se fían de Plaskic; en todo caso él insiste en encontrarles, de manera que se presentará aquí en cualquier momento para comprobar si le he mentido, si efectivamente en este cuarto hay personas desconocidas para él o está Clara.

– Entonces tengo que irme de aquí -afirmó Clara.

– ¡Pero no puedes irte! ¡Te cogerán! -exclamó asustado Gian Maria.

– ¡Estoy harta! -gritó Clara.

– ¡Cálmese! -le ordenó Miranda-. Poniéndose histérica no va a conseguir nada.

– Déjela esconderse en su habitación -le imploró Gian Maria a Miranda.

– No, lo siento, ya les dije que no comparto lo que están haciendo.

– No hemos hecho nada malo -se defendió Gian Maria.

– Robar -fue la respuesta contundente de Miranda.

– ¡Yo no he robado! La excavación la pagaron el profesor Picot y mi abuelo, aunque la mayor parte de los medios y de la inversión los puso mi abuelo. Ya le he dicho que devolveré estas piezas el día en que éste vuelva a ser un país. ¿Adónde quiere que vaya? Gian Maria me ha dicho que ustedes, los periodistas que están aquí, aseguran que ha sido asaltado el Museo Nacional, de manera que ¿a quién le entrego las tablillas, a Sadam?

Miranda se quedó en silencio, sopesando la angustia manifestada por Clara.

– De acuerdo, vayan a mi habitación, pero el tiempo justo para que su amigo el croata se convenza de que no está aquí. Tenga la llave y suba, yo me voy, me están esperando mis colegas; por si no lo sabe ya hay unidades de norteamericanos en algunos barrios periféricos de Bagdad. En cualquier momento llegarán al centro de la ciudad.

– Tenga cuidado -le pidió Gian Maria.

Miranda le sonrió agradecida y salió de la habitación sin despedirse.

Cuando la periodista regresó horas después, encontró a Clara y a Fátima sentadas sobre la cama de su cuarto.

– Han comenzado a derribar las estatuas de su amigo Sadam -les dijo a modo de saludo.

– ¿Quiénes? -quiso saber Clara.

– Iraquíes.

– Les habrán pagado -meditó en voz alta Clara, mientras Fátima se ponía de nuevo a llorar.

– La escena ha sido filmada por las televisiones de medio mundo. ¡Ah!, y los norteamericanos ya se han hecho con prácticamente el control de la ciudad. Este 9 de abril pasará a la historia -les dijo con tono cáustico Miranda.

– No sé qué hacer… -dijo Clara en voz baja.

– Pregúntese qué puede hacer -le respondió Miranda.

– ¿Dónde está Sadam? -preguntó de repente Fátima sorprendiendo alas dos mujeres.

– Nadie lo sabe, supongo que escondido. Oficialmente la guerra ya la han ganado las tropas de la coalición, pero hay gente por ahí pegando tiros y todavía quedan algunas unidades del ejército iraquí que no se han rendido -respondió Miranda.

– Pero ¿quién manda en Irak? -insistió Fátima.

– Ahora mismo, nadie. Bagdad es una ciudad en guerra en la que los ganadores aún no se han hecho con el control y los perdedores aún no se han rendido del todo, aunque muchos iraquíes han salido a la calle para saludar a los soldados norteamericanos. En situaciones como ésta es difícil saber lo que está pasando, sobre todo hay confusión -explicó la periodista.

– ¿Las fronteras están abiertas? -preguntó Clara.

– No lo sé, supongo que no, aunque imagino que habrá muchos iraquíes intentando huir a los países vecinos.

– ¿Y usted hasta cuándo se quedará en Irak? -quiso saber Clara.

– Hasta que me lo permita mi jefe. Cuando esto deje de ser noticia me marcharé, no sé si será dentro de una semana o de un mes.


Gian Maria sabía que no había logrado convencer a Ante Plaskic de que no sabía nada de Clara. Había mantenido una larga conversación con el croata en la que sólo le había dicho mentira tras mentira.

– Pero ¡cómo puedes pensar que Clara está en mi cuarto! -le reprochó-. He dado cobijo a dos personas que conocí cuando estuve aquí trabajando para una ONG. Me pidieron ayuda porque este hotel ha sido el único lugar seguro en Bagdad.

Luego le invitó a echar un vistazo a la habitación, pensando que Ante Plaskic se daría por satisfecho, aunque no era difícil ver que no era así.

– ¿No crees que ha llegado el momento de irnos, Gian Maria?

– Veo difícil el salir ahora de Irak. Primero tendrán que restablecer las comunicaciones, y meternos en un coche para llegar a la frontera… no sé, me parece peligroso.

– Preguntemos a Miranda, he oído comentar a algunos periodistas que en cuanto los norteamericanos den la guerra por ganada ellos se irán -insistió el croata.

– Bueno, pues podemos intentar irnos con ellos, aunque yo a lo mejor me quedo a echar una mano, aquí la gente va a necesitar que la ayuden, los efectos de la guerra son terribles. Hay familias enteras destrozadas, niños que han perdido a sus padres, hombres y mujeres mutilados… soy sacerdote, Ante, y aquí me necesitan -se justificaba Gian Maria.


El 15 de abril las fuerzas de la coalición dieron la guerra por terminada y ganada. Bagdad era un caos y los iraquíes se lamentaban del expolio sufrido. El Museo Nacional había sido arrasado, así como también otros museos de Irak, y muchos iraquíes sentían ultrajado su orgullo nacional.

Ahmed Huseini se sentía culpable de la felonía que él mismo había protagonizado. Ayed Sahadi le había explicado que las piezas robadas estaban fuera de Irak, en lugares seguros, y que muy pronto ambos serían inmensamente ricos. Sólo tenían que esperar a que llegara su hombre de contacto. Paul Dukais lo tenía todo perfectamente planeado: uno de sus hombres les iría a recoger con los permisos pertinentes para sacarles del país sin que nadie hiciera preguntas comprometidas.

Ayed Sahadi tampoco estaba dispuesto a renunciar al dinero prometido por Clara. No había ido a buscarla al hotel, sabiendo que allí estaría más segura que en cualquier otro lugar donde él la pudiera llevar, habida cuenta de que el Coronel tenía ojos y oídos en todas partes. Había corrido un riesgo innecesario la noche que había ido a buscarla, de manera que decidió dejarla a su suerte hasta que la situación se aclarara. Ahora el Coronel estaba a salvo, había cruzado la frontera con Kuwait; donde, con un pasaporte falso, se había convertido en alguien distinto, un ciudadano que en esos momentos descansaba en un lujoso hotel cerca de El Cairo.

Cuando Ayed Sahadi entró en el vestíbulo del hotel Palestina reconoció a Miranda entre un grupo de periodistas que discutían acaloradamente con unos oficiales norteamericanos. Aguardó a que la periodista se alejara del grupo para acercarse a ella.

– Señorita Miranda…

– ¡Ayed! Vaya, creía que había desaparecido para siempre. Sus amigos le han echado de menos…

– Lo supongo, pero si hubiese venido habría puesto en peligro su vida; además, sabía que con usted y Gian Maria estaban en buenas manos.

– ¡Estupendo! Usted es de los que cargan los muertos a los demás -protestó Miranda, lo que provocó una risotada de Ayed.

– Bueno, dígame dónde están.

– De nuevo en mi habitación. El croata anda desesperado preguntando por Clara, y ni Gian Maria ni Clara quieren que lo sepa, de manera que he tenido que volver a darle cobijo.

– No se preocupe, vengo a llevármela.

– ¿Y adónde van, si puede decírmelo?

– Primero a Jordania, después a Egipto. La señorita Clara tiene una hermosa casa en El Cairo, y allí la aguarda la fortuna de su abuelo, ¿no se lo ha dicho?

– ¿Y cómo van a ir hasta Jordania?

– Unos amigos nos trasladarán.

– ¿Y Gian Maria?

Ayed Sahadi se encogió de hombros. No tenía ninguna intención de cargar con el sacerdote. No entraba en el trato que había hecho con Clara, de modo que por él el sacerdote podía irse al infierno.

Miranda le acompañó a su habitación, deseosa de perder de vista a Clara cuanto antes.

Clara escuchó en silencio las explicaciones que le daba Ayed Sahadi.

– Yo me encargaré de que no le ocurra nada -le aseguró.

– De lo contrario no cobrará ni un dólar -le amenazó Clara.

– Lo sé.

– Quiero acompañarles -les interrumpió Gian Maria.

Clara miró a Ayed y no le dio opción a responder.

– Vendrá con nosotros. Entra en el paquete.

– Tendré que cobrar más, y ya veremos si los hombres que nos manden para sacarnos de aquí quieren hacerse cargo de alguien más.

– Él viene conmigo -afirmó Clara señalando a Gian Maria.

– ¿Y qué harán con su amigo Ante Plaskic? -preguntó Miranda.

– Despídanos usted de él -respondió Ayed Sahadi.

– ¡Muy gracioso! -exclamó Miranda.

Cuando salieron del hotel nadie pareció fijarse en Ayed Sahadi y las dos mujeres vestidas de negro de la cabeza a los pies. Ninguno de los tres se percató de que Ante Plaskic les acechaba oculto en un recodo del vestíbulo.

Al croata no se le pasó por alto que Clara llevaba una bolsa a la que agarraba con fuerza, donde, estaba seguro, guardaría las tablillas, la Biblia de Barro. Sólo tenía que seguirla y arrebatárselas por las buenas o por las malas, aunque tuviera que matar al falso capataz.

Pero sus intenciones se vieron frustradas de inmediato. Los dos hombres y las dos mujeres montaron en un coche que desapareció en el caos de la ciudad. Había vuelto a perder a Clara, ahora tendría que buscarla fuera de Irak, y él sabía dónde: tarde o temprano la mujer se reuniría con Yves Picot, de manera que era cuestión de llegar antes que ella y esperar.

A la misma conclusión que Ante Plaskic había llegado mucho antes Lion Doyle, que estaba dispuesto a llevar a buen término lo que le faltaba del encargo: la eliminación de Clara. El profesor Picot era el hilo de Ariadna.

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