7

A las cuatro de la tarde no había un alma en el barrio de Santa Cruz, el barrio de calles estrechas y plazas recoletas que resume mejor que ningún otro la esencia de Sevilla. Las contraventanas de los balcones de la casa de dos plantas que ocupaba la familia Gómez estaban cerradas. El sol de septiembre se empeñaba en calentar a cuarenta grados, y a pesar del aire acondicionado que aliviaba el rigor solar, nadie en su sano juicio en Sevilla habría tenido las contraventanas abiertas, ni siquiera entreabiertas

El frescor lo daba la oscuridad; además, aquélla era la hora de la siesta.

El mensajero apretó por tercera vez el timbre, fastidiado. La mujer que le abrió la puerta parecía malhumorada. Se notaba que estaba durmiendo y el timbre la había arrancado del sopor de la tarde.

– Este sobre es para don Enrique Gómez. Me han dicho que se lo entregue en persona.

– Don Enrique está descansando. Déjemelo, ya se lo daré.

– No, no puedo, tengo que asegurarme que don Enrique recibe el sobre.

– Oiga, le digo que yo se lo daré.

– Y yo le digo que o se lo entrego a ese señor o me llevo sobre. Soy un mandado y cumplo con lo que me dicen.

– ¡Oiga, haga el favor de dármelo!

– ¡Que le digo que no!

La mujer había alzado la voz y el mensajero también. Se escuchó un rumor de voces y unos pasos presurosos.

– ¿Qué sucede, Pepa?

– Nada, señora, este mensajero, que insiste en que tiene que entregar personalmente el sobre al señor y yo le digo que no.

– Démelo -pidió la mujer al mensajero.

– No, señora, tampoco voy a dárselo a usted. O se lo entrego al señor Gómez o me voy.

Rocío Álvarez miró al mensajero de arriba abajo pensando en cerrarle la puerta en las narices. Pero un sexto sentido le impidió hacerlo. Ella sabía que debía ser prudente con cuanto concernía a su marido. Así que, mordiéndose el labio inferior y muy a su pesar, mandó a Pepa al piso superior a avisar a su marido.

Enrique Gómez bajó enseguida, y midió al mensajero con una mirada; llegó a la conclusión de que era eso, sólo un mensajero.

– Rocío, Pepa, no os preocupéis, ya atiendo yo a este señor.

Arrastró la palabra «señor» para incomodar al mensajero que, sudoroso y con un palillo entre los dientes le observaba impertinente.

– Oiga, jefe, yo no quería fastidiarle la siesta, yo hago lo que me mandan y a mí me han dicho que le dé este sobre en mano.

– ¿Quién lo envía?

– ¡Ah, eso no lo sé! La empresa me lo ha entregado y yo se lo traigo. Si quiere saber algo llame a la empresa.

No se molestó en responder. Firmó el recibo, cogió el sobre y cerró la puerta. Al darse la vuelta se encontró a Rocío, al pie de la escalera, mirándole con preocupación.

– ¿Qué pasa, Enrique?

– ¿Qué va a pasar, mujer?

– No sé, pero me ha entrado sofoco, como si en ese sobre te llegaran malas noticias.

– ¡Pero qué cosas dices, Rocío! El mensajero era un bruto al que le han dicho que traiga el sobre y me lo dé y no se ha bajado del burro. Vamos, vete a descansar que con este calor no se puede hacer otra cosa. Enseguida subo.

– Pero si es algo…

– ¡Pero qué va a ser, mujer! Anda, déjame.

Se sentó tras la mesa de su despacho y con preocupación abrió el abultado sobre tamaño folio. No pudo evitar una mueca de disgusto y asco ante las fotos que tenía ante sí. Buscó alguna carta dentro del sobre y no le sorprendió ver en un folio la letra apretada de Alfred Tannenberg.

Pero ¿quiénes eran esos hombres a los que había matado?

Volvió a echar una ojeada a las fotos. Lo que veía eran dos hombres reventados por una paliza, con los rostros irreconocibles. En otra serie aparecían con un orificio de bala en la cabeza.

En el folio, sólo tres palabras: «Esta vez, no».

Rompió el papel en pedazos diminutos y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta para echarlos al inodoro. En cuanto a las fotos, no sabía qué hacer con ellas, así que de momento las guardaría en la caja fuerte.

Cuando subió a su habitación su mujer le esperaba inquieta.

– ¿Qué era, Enrique?

– Una tontería, Rocío, una tontería, no te preocupes. Anda, vamos a descansar, que aún no son las cinco.


* * *

El botones se acercó a los dos hombres que charlaban animadamente mientras desayunaban en aquel rincón del bar del hotel, en el que desde un ventanal se divisaba la playa de Copacabana. Dirigiéndose al de más edad, le entregó un sobre grande, abultado, tamaño folio.

Perdone, señor, lo acaban de traer para usted y en recepción me indicaron que estaba usted aquí.

– Gracias, Tony.

– De nada, señor.

Frank Dos Santos colocó el sobre en un maletín y continuó hablando despreocupadamente con su socio. A mediodía llegaría Alicia e irían a almorzar; luego pasarían la tarde y la noche juntos. Hacía mucho tiempo que no iba a Río, demasiado, pensó. Vivir al borde de la selva le hacía perder la noción del tiempo.

Poco antes de las doce subió a la suite que tenía reservada en el hotel. Se miró en el espejo del vestíbulo diciéndose que para ser un anciano de ochenta y cinco años todavía tenía cierta apostura. Aunque daba lo mismo, Alicia se comportaría como si él fuera Robert Redford, le pagaba para eso.


* * *

Estaba a punto de subir a su avión privado cuando vio a uno de sus secretarios corriendo por la pista.

– ¡Señor Wagner, espere!

– ¿Qué sucede?

– Tenga, señor, ha llegado este sobre con un mensajero. Viene de Ammán y al parecer es muy urgente. Insistieron en que usted debía de tenerlo de inmediato.

George Wagner cogió el sobre y sin siquiera dar las gracias continuó subiendo por la escalerilla del avión.

Se sentó en un cómodo sillón y mientras su azafata personal le preparaba un whisky rasgó el sobre.

Observó las fotos con un gesto de desprecio y arrugó con furia el papel manuscrito de Alfred con tres palabras: «Esta vez, no».

Se levantó de su asiento e hizo una indicación a la azafata. Ésta se apresuró a acudir a recibir órdenes de su jefe.

– Dígale al comandante que aplace el vuelo. Tengo que regresar al despacho.

– Sí, señor.

Llevaba la furia asomando en la mirada. Mientras cruzaba la pista camino de la terminal de aviones privados sacó su móvil e hizo una llamada a muchos kilómetros de distancia.


* * *

¡Maldita señora Miller! Robert Brown maldecía en su fuero interno a la esposa del senador. Le dolía la espalda de estar sentado sin ningún respaldo sobre una manta en la hierba de la mansión de los Miller. Para colmo, no había visto a su Mentor. Le había dicho que se verían en el picnic, pero no había aparecido.

Sintió alivio al ver acercarse a Ralph Barry. Él le libraría de la pelma de la esposa del senador, que intentaba convencerle de que donara una generosa cantidad de dólares para los futuros huérfanos de Irak.

– Ya sabe, querido señor Brown, que la guerra dejará secuelas. Desgraciadamente los niños corren con la peor parte, de manera que mis amigas y yo hemos formado un comité para ayudar a los huérfanos.

– Naturalmente que puede contar con mi aportación personal, señora Miller. En cuanto usted lo estime oportuno, dígame dónde debo transferir la cantidad que usted me indique.

– ¡Oh, qué generoso! Yo no debo decirle con cuánto debe de colaborar. Se lo dejo a su criterio.

– ¿Quizá diez mil dólares?

– ¡Estupendo! Diez mil dólares nos serán de gran ayuda.

Ralph Barry se acercó. Llevaba en la mano un sobre abultado, que le entregó.

– Acaba de llegar de Ammán. El mensajero asegura que es urgente.

Robert Brown se levantó disculpándose con la esposa del senador y se dirigió hacia la casa para buscar un rincón discreto. Barry le acompañaba, sonriente y relajado. Para un ex profesor como él, codearse con la crema de la sociedad de Washington significaba poder decir que había llegado a la cumbre.

En un pequeño salón encontraron un rincón donde sentarse. Brown abrió el sobre y sacó las fotos. Su expresión se convirtió en una mueca.

– ¡Qué cabrón! -exclamó-. ¡Qué hijo de puta!

Luego leyó la nota con las tres palabras manuscritas: «Esta vez, no».

Ralph Barry notaba la tensión de su jefe, pero aguardó a que éste le enseñara las fotos del sobre. Pero Brown no lo hizo. Volvió a guardarlas sin ocultar un gesto de rabia.

Búscame a Paul Dukais.

– ¿Qué pasa?

– Nada que te importe, aunque bien pensado… te lo diré: tenemos problemas, problemas con Alfred. No me quedaré mucho en esta estúpida fiesta. En cuanto hable con Paul me marcho.

Ralph Barry no hizo ningún comentario y fue en busca del presidente de Planet Security.


* * *

El helicóptero sobrevoló Tell Mughayir, la antigua Ur, antes de divisar Safran; al aterrizar levantó una polvareda amarilla que hacía honor al nombre de la aldea.

La Safran moderna apenas eran tres docenas de casas construidas con adobe e intemporales, aunque en el tejado de alguna de ellas la antena del televisor delataba la época. A menos de un kilómetro, la antigua Safran aparecía cercada por palos cintas que delimitaban el perímetro con carteles de «Prohibido pasar» y «Propiedad del Estado».

A los campesinos de Safran poco les importaba cómo habían vivido sus antepasados; bastante tenían con sobrevivir e el presente. Les extrañaba, eso sí, que desde que cayó la maldita bomba unos cuantos soldados hubieran acampado junto al agujero en donde decían que estaban los restos de una antigua aldea o quizá de un palacio. A lo mejor quedaba algún tesoro, pero la presencia de los cuatro soldados era disuasoria.

El Coronel nada más había podido desplazar a cuatro hombres a aquella recóndita aldea entre Ur y Basora, pero eran suficientes para mantener a raya a los campesinos, que de nuevo observaban el cielo extrañados y temerosos por el ruido infernal del helicóptero.

Yves Picot observaba de reojo a Clara Tannenberg. Le resultaba exótica. Los ojos de un color azul acero, en un rostro moreno, enmarcado por una larga melena castaña. La suya no era una belleza a primera vista; había que ir mirándola poco a poco para darse cuenta de la armonía de sus facciones y de su mirada inteligente e inquieta.

La había juzgado una histérica caprichosa, pero quizá se había precipitado en el juicio. Sin duda la vida la había tratado bien, sólo había que echar un vistazo a cómo vestía en aquel Irak cada vez más empobrecido. Pero además la conversación que tuvieron la noche anterior, cenando en el hotel, más la que mantenían casi a gritos en el helicóptero, le hacían intuir que Clara era más que caprichosa, voluntariosa; además, parecía una arqueóloga capaz, aunque eso ya lo vería sobre el terreno.

Quien sí era un arqueólogo solvente era Ahmed Huseini, eso era evidente. Además, Huseini no decía una palabra de más, pero las que decía estaban cargadas de razón y conocimientos profundos de la realidad mesopotámica.

El helicóptero militar aterrizó cerca de la tienda donde los cuatro soldados del Coronel se resguardaban.

Saltaron a tierra mientras intentaban taparse el rostro. En un segundo estuvieron mascando el polvo fino y amarillento aquel lugar recóndito, mientras algunos aldeanos curiosos se acercaban a ver quién llegaba.

El jefe de la aldea reconoció a Ahmed Huseini y se dirigió hacia él; luego saludó a Clara con una inclinación de cabeza.

Acompañados por el jefe de la aldea y por los soldados recorrieron el lugar.

Picot y Ahmed se deslizaron por el agujero que dejaba entrever los restos de una edificación de la que por falta de medios apenas habían podido desbrozar un perímetro de doscientos metros.

Yves Picot escuchaba con atención las explicaciones de Ahmed, y éste respondía a cuantos interrogantes le planteaba el arqueólogo francés.

Al descubierto quedaba una habitación cuadrada con numerosos estantes donde se amontonaban restos de tablillas destrozadas.

Clara no soportaba estar contemplando desde arriba el trajín de los dos hombres y escuchando cómo Ahmed explicaba que las pocas tablillas que habían encontrado intactas las habían trasladado a Bagdad. Impaciente, pidió a los soldados que le ayudaran a deslizarse hasta donde estaban ellos.

Estuvieron más de tres horas mirando, raspando, midiendo, rescatando restos de tablillas en las que apenas se podía leer su contenido, tan pequeños eran los pedazos a que habían quedado reducidas.

Cuando salieron del agujero estaban cubiertos por una capa fina de polvo amarillo.

Ahmed y Picot hablaban animadamente sin hacer demasiado caso a Clara. Los dos hombres parecían congeniar a su pesar, admitiendo cada uno la competencia en la materia del otro.

– El campamento podríamos montarlo junto a la aldea. Podríamos contratar a algunos hombres de aquí para que ayuden en las tareas más elementales. Pero necesitamos expertos, gente preparada que no destroce la edificación. Además, tú mismo lo has visto, puede que encontremos más edificios, incluso el antiguo Safran. Podría conseguir tiendas del ejército, aunque no son cómodas, y quizá, unos cuantos soldados más para garantizar la seguridad.

– No me gustan los soldados -afirmó con rotundidad Picot.

– En esta parte del mundo son necesarios -respondió Ahmed.

– Ahmed, los satélites espías barren Irak, de manera que si detectan un campamento militar, el día en que decidan bombardear arrasarán este lugar. Creo que debemos hacerlas cosas de otra manera. Nada de tiendas militares, ni de soldados. Al menos no más de estos cuatro, que pueden servir de elemento disuasorio si algún aldeano quiere pasarse de listo. Si vengo a excavar será con equipos civiles y material civil.

– ¿Vendrá? -preguntó con cierta ansiedad Clara.

– Aún no lo sé. Quiero ver esas dos tablillas de las que me hablaron, más las otras que dicen haber encontrado aquí con la rúbrica de ese Shamas. Hasta que no las analice, no me haré una opinión más sólida. En principio esto parece interesante; creo, como su marido, que éste es un antiguo templo-palacio y que además de tablillas podríamos encontrar algo más. Tampoco me atrevería a afirmarlo con rotundidad. La respuesta que me tengo que dar a la pregunta que me estoy haciendo es si lo que veo merece la pena para trasladar aquí a veinte o treinta personas con los medios que requiere una excavación de esta índole, y el coste económico que supondrá, en unas circunstancias que no son las propicias. Un día de éstos aparecerán los F-18 del Tío Sam y les achicharrarán. Van a arrasar Irak, y no veo la razón para que no nos lleven por delante a nosotros si estamos aquí. Dudo mucho que les importe que estemos intentando rescatar las ruinas de un templo-palacio de unos cuantos siglos antes de Cristo. De manera que venir aquí ahora es correr un riesgo innecesario. Quizá después de la guerra…

– ¡Pero no podemos dejar esto así! ¡Se destruirá! La voz de Clara denotaba angustia.

– Sí, señora, sin duda tiene razón. Los F-18 no dejarán nada, excepto más polvo amarillo; la cuestión es si quiero jugarme el pellejo, además del dinero, en una aventura como ésta. No soy Indiana Jones y tengo que analizar, con riesgo de equivocarme, cuánto tiempo más o menos tardarán los yanquis en bombardear, cuánto tardaría en formar un equipo y trasladarlo aquí, cuánto tiempo invertiríamos en obtener algún resultado…

»La guerra será como mucho en seis u ocho meses. Lean los periódicos. Hace tiempo descubrí que los periódicos lo cuentan todo, pero es tal el volumen de información y la mezcolanza de noticias, que al final lo evidente no lo vemos. Bien, ¿en seis meses conseguiríamos algo? En mi opinión, no. Ustedes saben que una excavación de esta envergadura requiere años.

– De manera que ya tiene la decisión tomada. Sólo ha venido por curiosidad -afirmó más que preguntó Clara.

– Tiene razón, he venido porque sentía curiosidad; en cuanto a la decisión, aún no la tengo del todo tomada. Hago de mi propio abogado del diablo.

– Las tablillas que quiere ver están en Bagdad. Las verá allí. Antes queríamos que se hiciera una idea de este lugar -terció Ahmed.

El jefe de la aldea les invitó a refrescarse y tomar una taza de té, y algo de comer. Aceptaron, contribuyendo con las bolsas de comida que habían llevado consigo. Para Ahmed y Clara fue una sorpresa escuchar hablar en árabe a Picot.

– Habla usted bastante bien el árabe. ¿Dónde lo ha aprendido? -le preguntó Ahmed.

– Lo comencé a estudiar el día en que decidí que mi vocación era la arqueología. Si quería excavar, sería en buena parte en países de habla árabe, de manera que como nunca me han gustado los intermediarios comencé a aprender árabe. No lo hablo bien del todo, pero sí lo suficiente para entender y que me entiendan.

– ¿Lo lee y lo escribe también? -quiso saber Clara.

– Sí, también lo leo y lo escribo.

El jefe de la aldea resultó ser un hombre sagaz, encantado de tener allí a esos visitantes que si se decidían a excavar llevarían prosperidad a las gentes del lugar.

Conocía a Clara y Ahmed porque éstos habían comenzado las excavaciones, hasta que las tuvieron que dejar por falta de medios. Los hombres de la aldea no tenían suficientes conocimientos para ayudarles sin destrozar lo que encontraran por medio.

– El jefe nos ofrece que nos alojemos en su casa a pasar la noche. También podemos hacerlo en la tienda militar que hemos traído en el helicóptero. Mañana podríamos ir a visitar la zona para que se haga una idea del paraje; incluso podríamos llegar a Ur, o si no podemos regresar a Bagdad ahora. Usted decide.

Yves Picot no tardó en tomar una decisión. Aceptó pasar la noche en Safran para el día siguiente visitar los alrededores. Este viaje adquiría para él una nueva dimensión. El trayecto en helicóptero desde Bagdad, la soledad inmensa de la tierra amarilla que se abría ante sus ojos, la incomodidad como elemento de aventura. Pensó que quizá nunca regresaría a aquel lugar y en caso de hacerlo sería con al menos una veintena de personas, de manera que no podría disfrutar de la quietud que todo lo envolvía.

Ahmed había previsto la posibilidad de que se quedaran a dormir. De manera que el Coronel había dado orden a los soldados que les escoltaban de que dispusieran de tiendas y raciones de víveres, pero él había pedido a Fátima que se encargara de organizar unas cuantas bolsas con comida y bebida. La mujer se había esmerado, preparándoles en distintas tarteras ensaladas, humus, pollo frito, además de bocadillos y distintas clases de frutas.

Clara había protestado por el exceso de comida, pero Fátima no estaba dispuesta a que se fueran sin lo que había preparado, así que estaban bien surtidos.

Los soldados levantaron dos tiendas, cerca de la de sus cuatro compañeros que guardaban las ruinas. Picot podía dormir con ellos, y en la otra Ahmed y Clara. Pero el jefe de la aldea se empeñó en que Ahmed y Clara durmieran en su casa y así se decidió para satisfacción de Picot, que podría disfrutar de una tienda para él solo.

Bebieron té y comieron pistachos junto a otros hombres que se acercaron a la casa del jefe de la aldea. Se ofrecían para trabajar en las excavaciones. Querían fijar las cantidades que percibirían por cada jornada de trabajo. Y Ahmed, secundado por Picot, inició un largo regateo.

A las diez de la noche la aldea estaba sumida en el silencio. Los campesinos amanecían con el sol, de manera que se acostaban pronto.

Clara y Ahmed acompañaron a Picot a su tienda. Ellos también iniciarían la jornada apenas saliera el sol.

Después, en silencio, se dirigieron hacia los restos de aquel edificio que les tenía fascinados. Se sentaron sobre la arena, apoyados en los muros de adobe de aquel palacio milenario. Ahmed encendió un cigarro para Clara y otro para él. Ambos fumaban, pero juraban cada día que sería el último, sabiendo que no lo cumplirían. Pero, por fumar, en Irak no te convertías en un proscrito como en Estados Unidos o en Europa. Las mujeres fumaban en casa o en lugares cerrados, nunca en la calle; Clara seguía esa norma.

El manto de estrellas parecía templar aún más la noche. Clara dormitaba intentando imaginar cómo había sido aquel lugar dos mil años atrás. En aquel silencio escuchaba cientos de voces de mujeres, niños, hombres. Campesinos, escribas; reyes, todos estaban allí pasando ante sus ojos cerrados, donde eran tan reales como la noche.

Shamas. ¿Cómo habría sido Shamas? A Abraham, padre de todos los hombres, se lo imaginaba como el pastor seminómada que fue, viviendo en tiendas, bordeando el desierto con sus rebaños de cabras y ovejas, durmiendo al cielo raso en noches estrelladas como ésa.

Abraham debía de tener la barba larga y gris y el cabello espeso y enmarañado. Era alto, sí, le veía alto, de porte imponente, que inspiraba respeto por dondequiera que fuera.

La Biblia le presentaba también como un hombre astuto y duro, como un conductor de hombres, además de rebaños.

Pero ¿por qué Shamas acompañó al clan de Abraham hasta Jaran y luego regresó? De los restos de tablillas encontradas allí en Safran eso es lo que se podía deducir.

– Clara, despierta, vamos, es tarde.

– No estoy dormida.

– Sí, sí lo estás; anda, vamos.

– Vete tú, Ahmed, déjame estar un rato en este lugar.

– Es tarde.

– Apenas son las once y los soldados están cerca, no me pasará nada.

– Clara, por favor, no te quedes aquí.

– Pues quédate conmigo, así en silencio, como estábamos. ¿Tienes sueño?

– No. Me fumaré otro cigarro y luego nos vamos. ¿De acuerdo?

Clara no respondió. No pensaba irse de aquel lugar en un buen rato, quería seguir sintiendo el frío del adobe clavado en las costillas.

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