37

Gian Maria estaba limpiando cuidadosamente una tablilla en la que apenas se veían los signos cuneiformes, cuando un obrero entró gritando en la estancia donde se encontraba trabajando.

– ¡Venga, señor! ¡Venga! ¡Hay otra habitación! ¡Se ha caído un muro! -gritó el hombre preso de una gran agitación.

– ¿Qué ha pasado? ¿A qué muro se refiere?

Salió detrás del hombre, que casi corría en dirección a la excavación. Ayed Sahadi, muy alterado, daba órdenes al grupo de obreros que fortuitamente habían dado con otra estancia al golpear uno de ellos un muro con un zapapico.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gian Maria al capataz.

– Ese hombre de ahí golpeó el muro y éste se derrumbó; hemos encontrado otra habitación con algunos restos de tablillas. He mandado llamar a la señorita Clara.

En ese momento Clara llegaba corriendo seguida por Fátima.

– ¿Qué han encontrado? -preguntó.

– Otra estancia y más tablillas -respondió Gian Maria.

Clara pidió a los obreros que apuntalaran aquella habitación, además de recoger todas las tablillas que hubiera. Gian Maria se sentó en el suelo para echar un vistazo a los nuevos hallazgos. Le dolían los ojos de tanto leer aquellos signos desdibujados por el paso del tiempo, pero sabía que tarde o temprano Clara le pediría que examinara las tablillas encontradas.

No halló ninguna que le llamara la atención y con cuidado empezó a alinearlas para que los obreros las trasladaran al campamento, donde desde los últimos días estaban guardando en un contenedor algunas de las piezas que Picot no se había llevado consigo.

Pensó en lo bien que les había venido el regreso de Ante Plaskic. Ahmed Huseini había llamado a Clara para anunciarle que el croata, en el último momento, había decidido que-darse en Irak y regresar a Safran sin hacer caso de la opinión de Picot que, enfadado, había dicho que se desentendía de la suerte que pudiera correr.

Ante Plaskic había convencido a Ahmed para que le facilitara el regreso a Safran, a pesar de que éste le aseguró que Clara no se quedaría más de una semana. Fue tanta su insistencia que pese a la situación caótica que se vivía en Bagdad logró enviarle de vuelta en un helicóptero militar. Desde que había llegado no había dejado de trabajar ayudando a Clara en su empeño por seguir excavando.

– ¿Cuántas tablillas hay? -le preguntó Clara a Gian Maria, sobresaltando al sacerdote, que estaba concentrado en la clasificación de las tablillas bajo la atenta mirada de Ante Plaskic.

– ¡Uy, qué susto me has dado! -exclamó Gian Maria.

– ¿Merecen la pena? -insistió Clara.

– No lo sé, algunas son restos de transacciones comerciales, otras parecen oraciones, pero no me ha dado tiempo a examinarlas a fondo. De todas maneras mañana las meteremos en el contenedor, porque supongo que las querrás llevar a Bagdad.

– Sí, pero me gustaría que hicieras un esfuerzo y… bueno, las examinaras con atención, por si acaso…

– ¡Clara! ¿Aún crees que vas a encontrar esas tablillas que buscaba tu abuelo?

– ¡Están aquí! ¡Tienen que estar aquí! -le respondió Clara irritada.

– Vale, no te enfades. Al menos sé realista: apenas si quedan obreros; Ayed hace todo lo que puede, pero los hombres se están yendo. Les reclama el ejército, y otros… bueno, ya sabes lo que pasa, prefieren cuidar de sus casas, parece que huelen la guerra.

– Tenemos dos días, Gian Maria, sólo dos días; dentro de dos días Ahmed nos sacará de aquí. El ministerio da por cancelada la excavación.

Ante Plaskic asistía en silencio a la conversación entre Gian Maria y Clara. En realidad nunca decía nada, sólo estaba allí.

Clara estaba muy nerviosa y conmocionada desde el asesinato de su abuelo para preocuparse por nada ni por nadie que no fuera ella misma y su deseo de encontrar las tablillas de Shamas. De manera que poco le importaba que el croata hubiese regresado, ni siquiera se había preguntado los motivos; le había recibido con indiferencia, en realidad no le necesitaba para nada.

Su relación con Gian Maria era distinta. Había llegado a sentir afecto por el sacerdote, la clase de afecto que se tiene a un niño. Gian Maria siempre estaba cerca de ella, dispuesto a ayudarla, y ella se lo agradecía sin palabras.

Sólo habían pasado unos días desde que se habían ido Picot y el equipo de arqueólogos, pero a Clara se le antojaba una eternidad. Donde antes estaba el campamento siempre bullicioso ahora no había nada, excepto los almacenes vacíos y una calma permanente. El tiempo había vuelto a detenerse en aquel lugar perdido del sur de Irak.

Apenas quedaban obreros, ya que el ejército estaba movilizando a todos los hombres. Los que se habían quedado la miraban de manera diferente, o al menos eso percibía Clara, segura de que la ausencia de su abuelo había supuesto una merma en la consideración que le tenían aquellos hombres.

Sólo la presencia de Ayed Sahadi garantizaba cierto orden y que los obreros trabajaran sin apenas descanso.

Clara sabía que el 20 de marzo comenzaría la invasión y que debía estar fuera de Irak a lo más tardar el 19, pero sentía que algo la retenía en aquella tierra polvorienta y apuraba el tiempo, consciente de que si se quedaba podía morir. Los aviones de combate no distinguen a los amigos de los enemigos, a los traidores de los leales.

El reloj marcaba las cinco de la mañana cuando el timbre del teléfono móvil la despertó. Cuando escuchó la voz alarmada de Ahmed se asustó.

– Clara…

– ¡Dios mío, Ahmed! ¿Qué sucede?

– Clara, debes venirte ya.

– ¿Hay… hay alguna novedad?

– Estoy preocupado.

– Estás desbordado.

– Dilo como quieras, pero no deberías apurar el tiempo hasta el final. Anoche hablé con Picot, está exultante.

– ¿Dónde está?

– En París.

– ¿París?-suspiró Clara.

– Dice que ha empezado a moverse para poner en marcha la exposición y quiere saber si al final tú vas a ir.

– ¿Ir adónde?

– No sé, supongo que a donde la vayan a organizar, no se lo he preguntado.

– ¿Y tú, Ahmed, irás?

– Quiero acompañarte -respondió Ahmed con prudencia.

Sabía que el Ministerio del Interior grababa todas las conversaciones, y que después del asesinato de Alfred Tannenberg Palacio había ordenado una investigación exhaustiva. En el entorno de Sadam siempre habían estado obsesionados por la traición, de manera que creían que el asesino de Tannenberg pertenecía al círculo del anciano.

– Son las cinco de la mañana, si no tienes nada más que decirme…

– Sí, que debes de venir, hoy es 17 de marzo…

– Ya lo sé, me quedaré hasta el 19, hoy hemos encontrado otra estancia y varias decenas de tablillas.

– No, Clara, no debes quedarte. Debes estar en Bagdad, en tu casa. El ejército va a movilizar a todos los hombres, apenas tienes obreros que te ayuden.

– Dos días más, Ahmed.

– No, Clara, no; hoy te enviaré el helicóptero…

– Hoy no me iré, Ahmed, al menos espera a mañana.

– Mañana pues, al amanecer.


* * *

Gian Maria no había dormido en toda la noche. Se había quedado despierto para seguir clasificando las últimas tablillas halladas antes de que los obreros las embalaran para depositarlas en el contenedor que llevarían hasta Bagdad.

Le dolían los ojos de tanto fijar la mirada en los signos difusos grabados en el barro. Aún le quedaban unas cuantas tablillas por examinar cuando cogió al azar una de ellas. El sacerdote dio un respingo y a punto estuvo de que la tablilla se cayera y se hiciera añicos. En la parte superior de la tabilla aparecía el nombre de Shamas. Sintió que se le aceleraba la respiración y comenzó a leer pasando el dedo por las líneas regulares de los signos cuneiformes.

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.

»Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz "día", y a la oscuridad la llamó "noche". Y atardeció y amaneció: día primero.» [13]

Las lágrimas arrasaron los ojos del sacerdote. Se sentía profundamente conmovido y sintió la necesidad perentoria de ponerse de rodillas y dar gracias a Dios.

Abrazó aquel trozo de barro lleno de signos dibujados más de tres mil años atrás por un escriba que aseguraba que el patriarca Abraham le había dictado la historia de la Creación para que los hombres supieran la Verdad.

Aquella tablilla de barro recogía las palabras de Abraham inspiradas por Dios y que muchos siglos más tarde se recogerían en el libro por excelencia que es la Biblia.

Gian Maria a duras penas pudo seguir leyendo, tan grande era la emoción que sentía.

«Dijo Dios: "Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras". E hizo Dios el firmamento; y apartó las aguas de por debajo del firmamento, de las aguas de por encima del firmamento. Y así fue. Y llamó Dios al firmamento "cielos". Y atardeció y amaneció: día segundo…». [14]

Continuó leyendo sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta. Se sentía cerca de Dios como nunca antes se había sentido. Y supo que, además de aquella tablilla, en el montón que aún quedaba por clasificar encontraría otras con la firma de Shamas.

Comenzó a buscar, ansioso, fijándose en la parte superior de las tablillas allí donde los escribas ponían su nombre. Primero encontró un trozo de tablilla, luego otros, y así, logró juntar, entre pedazos y tablillas enteras, ocho, ocho trozos de barro con el nombre de Shamas.

El sacerdote rezaba, reía, lloraba, tal era el cúmulo de emociones que le embargaban según iba encontrando las tablillas de barro en aquella pila descubierta hacía unas horas.

Sabía que debía avisar a Clara, pero sentía la necesidad de degustar en soledad aquel momento, para él cargado de espiritualidad. Aquello era un milagro, se decía, y daba gracias a Dios por haberle elegido para ser él quien diera con aquel barro cocido en que estaba impreso el rastro divino.

Intentaba descifrar aquellos signos cuidadosamente grabados por el cálamo de Shamas, y pensaba en quién sería aquel escriba, por qué conocía al patriarca Abraham y cómo éste había llegado a contarle la historia de la Creación.

Se preguntaba, también, por el extraño recorrido de aquel hombre cuyas primeras tablillas las escribió en Jaran, puesto que fue allí donde el abuelo de Clara encontró las dos tablillas que describían que el patriarca Abraham iba a relatarle el Génesis. Y, sin embargo, el mismo Shamas había dejado su huella también en Safran, en aquel templo cerca de Ur, donde habían encontrado restos de tablillas con disposiciones legales, comunicados oficiales, listas de plantas, poemas…

En algunas aparecía el nombre de Shamas, en otras los nombres de otros escribas.

La estancia donde habían aparecido los últimos restos de tablillas no era extraordinaria. Más bien pequeña, sin ninguna decoración, sólo las muescas en las paredes donde antaño habría habido las baldas en que los escribas colocaban las tablillas. Aunque Clara había dicho que aquélla parecía la habitación de un hombre, por las escasas dimensiones, y porque los restos de tablillas encontrados no eran los habituales; allí sólo habían encontrado fragmentos de poemas, lo que indicaba que aquélla no era una dependencia oficial del templo, acaso el lugar de trabajo del un-mi-a, el maestro.

Gian Maria pensó en el giro que había dado su vida en los últimos meses. Había dejado atrás la seguridad de los muros vaticanos, la rutina confortable compartida con otros sacerdotes, la tranquilidad de espíritu.

Ya no recordaba cuándo fue la última vez que durmió de un tirón, porque desde antes de dejar Roma en busca de Clara, todas sus noches habían estado pobladas de miedos. Miedo a no ser capaz de detener la mano dispuesta a perpetrar un crimen.

De nuevo los ojos se le llenaron de lágrimas mientras leía las palabras que le transportaban al instante en que Dios creó al hombre:

«Y dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra".

»Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.

»Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: "Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra".

»Dijo Dios: "Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento". [15]


La luz se filtraba por la ventana cuando Gian Maria se dio cuenta de que Ante Plaskic le observaba. No había percibido la llegada del croata, tan ensimismado estaba en la lectura de las tablillas.

– ¡Ante, no imaginas lo que he encontrado!

– Dímelo -respondió con sequedad el croata.

– Tenía razón el abuelo de Clara, él siempre creyó que el patriarca Abraham nos legó la historia de la Creación, y aquí está, las tablillas existen, míralas…

El croata se acercó a Gian Maria y cogió una de las tablillas. Le parecía increíble que los hombres pudieran matar por aquel pedazo de barro, pero así era, y él tendría que hacerlo si alguien intentaba impedir que se hiciera con ellas.

– ¿Cuántas son? -preguntó Ante.

– Ocho, he encontrado ocho. Doy gracias a Dios porque haya querido brindarme este favor -respondió alegre el sacerdote.

– Debemos envolverlas bien para que no sufran ningún daño, si quieres te ayudo -se ofreció el croata.

– No, no, antes debemos avisar a Clara. Sé que nada la puede compensar por la pérdida de su abuelo, pero al menos habrá cumplido su sueño. ¡Esto es un milagro!

En ese momento Ayed Sahadi entró en el almacén y miró de arriba abajo a los dos hombres.

– ¿Qué pasa? -les preguntó con un tono de desconfianza.

– ¡Ayed, tenemos las tablillas! -exclamó Gian Maria, contento como un niño.

– ¿Las tablillas? ¿Qué tablillas? -preguntó Ayed.

– ¡La Biblia de Barro! El señor Tannenberg tenía razón. Clara tenía razón. El patriarca Abraham explicó a un escriba su idea sobre el origen del mundo. Es un descubrimiento revolucionario, un gran descubrimiento en la historia de la humanidad -le aclaró cada vez más emocionado Gian Maria.

El capataz se acercó a la mesa donde estaban alineadas las ocho tablillas, tres de ellas reconstruidas porque estaban rotas en pedazos. Pedazos colocados por Gian Maria hasta hacerlas legibles. Allí no se podían restaurar, eso deberían de hacerlo expertos, y Gian Maria soñaba con que Clara le permitiera llevar las tablillas a Roma, que las examinaran los científicos del Vaticano, incluso que las reconstruyeran con las avanzadísimas técnicas con que contaban.

Aquélla había sido la noche más importante de su vida, pensó Gian Maria, que continuaba orando sin por eso dejar de hablar con Ayed Sahadi y con Ante Plaskic.

El capataz pidió a Gian Maria que se acercara hasta la casa de Clara. No quería dejar al croata a solas con las tablillas. El sacerdote aceptó sin rechistar y salió con paso presuroso hacia la casa de Clara. La encontró ya vestida y tomando una taza de té junto a Fátima.

– Veo que has madrugado -le dijo a modo de saludo.

– Clara, la Biblia de Barro existe -alcanzó a decir emocionado.

– ¡Por supuesto que existe! Estoy segura de ello, al fin y al cabo tengo dos tablillas que lo demuestran.

– La tenemos, tenemos la Biblia de Barro, la hemos encontrado.

Clara le miró asombrada, sin acabar de entenderle. Gian Maria siempre decía cosas que la desconcertaban.

– Estaban allí, en esa estancia que descubristeis ayer; son ocho, ocho tablillas de veinte centímetros de largo. Son… ¡son la Biblia de Barro!

Clara Tannenberg se había puesto en pie, presa de una agitación incontrolada.

– Pero ¿qué dices? ¿Dónde están? ¡Dime qué hemos encontrado!

Gian Maria la cogió de la mano y tiró de ella. Salieron de la casa y fueron corriendo hasta el almacén, mientras el sacerdote le iba contando lo sucedido durante esa noche.

Ayed Sahadi y Ante Plaskic denotaban la tensión del momento. Los dos hombres se miraban midiéndose, pero Clara no les prestó atención. Se dirigió hacia la mesa donde estaban colocadas las ocho tablillas.

Cogió una de ellas buscando el nombre del escriba y sintió una oleada de emoción al ver en la parte superior los signos cuneiformes con el nombre de Shamas. Luego empezó a leer en silencio aquellos signos grabados como cuñas en el barro más de tres mil años atrás.

No pudo evitar las lágrimas y Gian Maria se contagió de la emoción de Clara. Lloraban y reían al tiempo, mientras revisaban una y otra vez las tablillas, tocándolas para sentirse seguros de que efectivamente estaban allí y no eran fruto de ningún sueño.

Después las envolvieron cuidadosamente y Clara insistió en tenerlas cerca.

– Las colocaré en la misma caja que las otras, no quiero separarme ni un segundo de ellas.

– Deberíamos ponerlas bajo vigilancia -sugirió Ayed Sahadi.

– Ayed, me tienes las veinticuatro horas bajo vigilancia, de manera que si las tablillas están conmigo estarán seguras.

Ayed Sahadi se encogió de hombros; no tenía ganas de pelear con aquella mujer testaruda a la que deseaba perder de vista cuanto antes. Si no fuera porque el Coronel le había exigido que la protegiera aun con su vida, se habría marchado dejándola a su suerte.

– ¿Cuándo nos iremos de aquí? -preguntó Ante Plaskic.

– Acabas de llegar y ya te quieres ir -le respondió Clara.

– Bueno, pensé que aún podía serle útil, por eso regresé -se excusó el croata.

– Quiero que los obreros intenten despejar un poco más la zona en que hemos encontrado las tablillas; quizá nos iremos pasado mañana.

– No, nos iremos esta tarde. Acabo de telefonear al Coronel y nos envía un helicóptero para que regresemos a Bagdad esta misma tarde.

– ¡Pero no podemos irnos ahora! ¡Debemos buscar más! -gritó Clara con desesperación.

– ¡Usted sabe que no puede quedarse más tiempo, que debe irse! ¡No tiente a la suerte y no ponga en peligro la vida de los demás! -le gritó a su vez Ayed Sahadi ante el asombro de Clara.

– ¡No me grite! -protestó Clara.

– No le he gritado, y si lo he hecho… Bien, yo tengo mis órdenes y las cumpliré. Prepárense, nos iremos esta tarde.

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