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A Tom Martin le había costado decidirse. Normalmente visualizaba de inmediato quién era el hombre adecuado para cada, misión, pero en esta ocasión su instinto le decía que lo que allí había pedido el falso señor Burton, entrañaba más peligros de los habituales.

Por eso tardó una semana en encontrar al hombre que enviaría a Irak a matar a todos los Tannenberg que encontrara su paso. Porque de eso se trataba: primero de saber si había un viejo llamado Tannenberg en algún lugar del país de Sadam, y luego liquidarle a él y a sus descendientes. Su contratador había sido meridianamente claro: no debía sobrevivir ningún Tannenberg, tuviera la edad que tuviese.

Había dudado sobre enviar a más de un hombre, pero optó porque fuera uno solo; si éste necesitaba refuerzos se los enviaría. Sabía que a los hombres que se dedicaban al negocio de matar por encargo no les gustaba hacer su trabajo en compañía. Cada uno tenía sus métodos y sus manías, eran gente muy especial.

También le había dado vueltas a hablarle del encargo a su amigo Paul Dukais, el presidente de Planet Security. Al fin y al cabo, éste le había pedido ayuda para camuflar a un hombre; en una misión arqueológica en la que participaba la tal Clara Tannenberg, a la que debían de quitarle unas tablillas, si es que aparecían, y si era necesario matarla. Al final había decidido no decir nada a Paul. Estaba seguro de que el croata que había recomendado a Dukais haría su trabajo, y su hombre tendría que hacer el suyo. Él partía con una ventaja: la de saber que los Tannenberg tenían enfadada a mucha gente con dinero suficiente como para gastarlo intentando liquidarles.

Lion Doyle entró en el despacho de Tom Martin y aguardó de pie a que éste le invitara a sentarse.

– Siéntate, Lion. ¿Cómo estás?

– Bien, acabo de regresar de vacaciones.

– Mejor, así estarás descansado para la misión que te quiero encargar.

Durante una hora los dos hombres repasaron toda la información de que disponían. Incluida la del misterioso señor Burton, al que Tom Martin había hecho fotografiar antes de que saliera del edificio en que se encontraba Global Group.

– No he encontrado nada sobre él. Desde luego no es británico, aunque su inglés era perfecto, pero los amigos de Scotland Yard no tienen en sus ficheros a ningún hombre con este rostro. En la Interpol tampoco he encontrado nada.

– Luego es un anónimo ciudadano que paga sus impuestos y no tiene por qué figurar en los archivos de ninguna policía -comentó Doyle.

– Sí, pero los probos ciudadanos no van encargando asesinatos; además, tan pronto hablaba en primera persona como decía «nosotros»: el encargo es de varios, no sólo de él.

– Por lo que veo, los Tannenberg no son muy populares. Tienen enemigos, se dedican a un negocio peligroso. El contrato debe de ser de alguien a quien han jugado una mala pasada, a quien han engañado.

– Sí, seguramente es así, pero tengo la impresión de que hay algo que se me escapa.

– ¿Cuánto, Martin?

– ¿Cuánto qué?

– Cuánto me ofreces por este encargo. No sabes si tengo que matar a un Tannenberg, o a cuatro, si además de esa mujer, y ese invisible viejo hay más Tannenberg, incluidos niños. No me gusta matar niños.

– Un millón de euros. Eso es lo que cobrarás. Un millón de euros limpios de impuestos.

– Quiero la mitad antes de empezar.

– No sé si será posible; el cliente aún no ha desembolsado la totalidad.

– Pues dile que yo quiero medio millón. Así de simple

– De acuerdo.

– Ya sabes cómo tienes que pagarme. Si en tres días tengo el dinero viajaré a Irak.

– Necesitas una cobertura.

– Sí, ¿qué me puedes ofrecer?

– Dime qué prefieres…

– Si no te importa, yo me buscaré la cobertura; en caso de que te necesite, te lo diré. Tengo tres días para pensar, ya te llamaré.

Cuando salió de Global Group, Lion Doyle se dirigió al aparcamiento donde había dejado su coche, un monovolumen familiar de color gris. Callejeó por Londres por pura inercia para comprobar si alguien le seguía; luego enfiló la autopista de Gales, adonde había vuelto después de toda una vida de ausencia.

Había comprado una vieja granja, la había rehabilitado se había casado con una profesora de Filología de la Universidad de Cardiff. Una mujer espléndida que había llegado soltera a los cuarenta y cinco años por haberse dedicado exclusivamente a escalar peldaños en la universidad hasta llegar convertirse en profesora titular.

Marian tenía el cabello castaño claro, los ojos verdes, era alta y más bien llenita. Se había enamorado de él nada más conocerle. Moreno, con los ojos castaños, de complexión fuerte, Lion Doyle era un hombre que le inspiraba confianza y seguridad.

Lion le había contado que había estado en el ejército, pero que estaba harto de no tener un hogar y que se había convertido en asesor de seguridad, negocio con el que había prosperado y ganado algún dinero, el suficiente para comprar la granja, rehabilitarla y convertirla en su hogar.

Ya era demasiado tarde para que pudieran hacer planes de tener hijos, pero ambos estuvieron de acuerdo en que era suficiente con tenerse el uno al otro y compartir buenos momentos hasta que llegara la vejez.

Si Marian hubiese sabido que su marido tenía una cuenta secreta en la isla de Man y que disponía de dinero suficiente para no tener que trabajar el resto de su vida y darse unos cuantos caprichos, no se lo habría creído. Estaba convencida de que entre ambos no había secretos y que aunque gozaban de una situación desahogada tampoco podían derrochar.

Por eso Marian se conformaba con que una mujer acudiera tres veces por semana a la granja para encargarse de la limpieza y que un jardinero, de cuando en cuando, les echara una mano en el jardín del que personalmente le gustaba encargarse a Lion cuando estaba en casa.

A menudo su marido se marchaba y estaba fuera durante semanas, pero ése era su trabajo, y Marian lo aceptaba sin rechistar. Sabía que a veces se le olvidaba llamarla, y que cuando ella marcaba el número del móvil de Lion le respondía la voz del contestador automático. Pero él siempre regresaba cariñoso con algún regalo, un bolso, unos pendientes, un pañuelo, detalles que demostraban que se había acordado de ella. Marian no tenía la menor duda de que Lion siempre regresaría a casa.


* * *

A las ocho y media de la mañana Hans Hausser solía estar en despacho de la universidad. Le gustaba disfrutar de cierta tranquilidad antes de la llegada de los alumnos y aprovechaba para entrar en la dirección de correo electrónico que le había dado a Tom Martin para que se comunicara él. Era una dirección nombre del señor Burton, registrada en Hong Kong.

Tom Martin había sido escueto en su e-mail: «Póngase en contacto conmigo».

Hausser llamó a su hija Berta para decirle que no le esperara ni a almorzar ni tampoco a cenar; tenía que desplazarse fuera de Bonn, por lo que a lo mejor no regresaba hasta el día siguiente.

Berta se inquietó. Últimamente alguna de las cosas que hacía su padre la tenían desconcertada.

El profesor abandonó el campus y cogió un autobús que le llevó hasta el centro de la ciudad. De allí cambió de autobús para ir a la estación, donde compró un billete para Berlín.

A primera hora de la tarde llegó a su destino. Cuando salió de la estación buscó igualmente algún autobús que le llevó al centro de la ciudad.

Berlín era un hervidero de gente que iba y venía a ritmo acelerado. Todos parecían tener prisa y nadie miraba a nadie. Realmente hubiera sido difícil llamar la atención en aquel zoo humano en que se había convertido la ciudad.

El profesor Hausser buscó una tienda de telefonía y compró un teléfono móvil con tarjeta de prepago. La tienda estaba atestada y la empleada no daba abasto; atendía a los clientes casi sin mirarles.

Una vez el teléfono en su bolsillo, comenzó a andar por una de las arterias principales de la ciudad. En una esquina paró y telefoneó al número personal de Tom Martin.


El propio Martin respondió al teléfono.

– ¡Ah, es usted! Bien, me alegro de que me llame. Sólo quería decirle que he encontrado la persona adecuada, pero exige un adelanto.

– ¿De cuánto?

– De la mitad de la mitad.

– Entiendo, ¿y si no?

– No acepta el trabajo. Es un trabajo difícil, delicado, de artesano. En realidad, usted sabe que el encargo que ha hecho es muy complicado…

– ¿Cuándo lo necesita?

– En tres días a más tardar.

– De acuerdo.

Hans Hausser colgó. Habían hablado un minuto y medio. De nuevo buscó una tienda de telefonía y compró otro teléfono móvil.

El siguiente paso era comunicarse con sus amigos. Buscó un cibercafé y pagó una hora de internet. No le haría falta tanto, pero aun así prefería no sentirse agobiado por el tiempo.

Primero mandó un e-mail a Carlo, luego a Mercedes y a continuación a Bruno. A los tres les enviaba el número de teléfono del móvil recién comprado pero con el código en clave que había ideado; además les avisaba de que estaría sentado ante el ordenador media hora más por si querían comunicarse con la dirección de correo del señor Burton o que posiblemente él les llamaría a los últimos números de móviles que habían intercambiado.

Era difícil que le respondieran de inmediato, pero por si acaso esperó. Fue Bruno quien le envío un e-mail al que rápidamente respondió.

Luego salió del cibercafé y paró un taxi, al que pidió que le llevara al aeropuerto. Desde una cabina llamó al móvil de Mercedes.

La conversación apenas duró un minuto. Cuando colgaron Mercedes le dijo a su secretaria que se marchaba a casa. Salió del despacho y se dirigió a las Ramblas en busca de un cibercafé. Cuando lo encontró, buscó un ordenador situado en un rincón discreto y allí abrió la dirección de correo que sólo utilizaba para comunicarse con sus amigos. Además del mensaje anunciado por Hans, Bruno le comunicaba que estaba al tanto y también Carlo, al que el profesor acaba de llamar.

A continuación Mercedes buscó una cabina de teléfono reservó un billete de avión a París para el día siguiente, a primera hora de la mañana.

En ese momento, en Roma, Carlo Cipriani acababa de reservar un vuelo que salía esa misma noche a la capital francesa. Bruno Müller, al igual que Mercedes, no llegaría hasta día siguiente.


Hans Hausser sentía debilidad por París. El taxista le distraía con su charla, a la que respondía con monosílabos para no ser maleducado, mientras dejaba perder la mirada por la orilla del Sena.

En el aeropuerto de Berlín había tenido tiempo de comprar una maleta de mano además de una camisa, ropa interior y algunos utensilios para el aseo personal. El recepcionista del hotel Du Louvre no encontró, por tanto, nada extraño: aquel venerable caballero de pelo cano que le había reservado una habitación por teléfono y ahora se presentaba en el hotel. Tampoco le extrañó que el caballero saliera al cabo de una hora de haber llegado.

Caminó en dirección a la plaza de la ópera y se sentó en un café. Pidió una copa de vino y un canapé. Tenía hambre, no había tenido tiempo de tomar bocado durante el día.

Media hora más tarde otro caballero de su misma edad le hizo una seña mientras entraba en el café. Hans se puso en pie y ambos hombres se abrazaron.

– Me alegro de verte, Carlo.

– Yo también. ¡Menuda aventura! No sabes lo que he tenido que inventar para que mis hijos me dejaran en paz. En casa he dado instrucciones de que no les dijeran que me iba de viaje. Tengo la sensación de haberme escapado sin permiso, como si fuera un adolescente.

– Lo mismo me sucede a mí. He llamado a Berta y estaba histérica, me he tenido que enfadar con ella y decirle que ya era mayorcito para dejarme controlar. Pero sé que le he dado un disgusto y eso hace que no me sienta bien. ¿Qué te parece si vamos a cenar? Estoy hambriento.

– De acuerdo. Conozco un bistrot cerca de aquí en que la comida no está nada mal.

Hans Hausser explicó de viva voz a su amigo lo que le había contado por e-mail: su breve conversación con Tom Martin y cómo éste le pedía medio millón de euros de manera inmediata. Ya le había dado trescientos mil el día en que firmaron el contrato y el monto de la operación iba a ser de dos millones; si le daban ahora medio millón sería tanto como pagarle casi la mitad por adelantado.

– Le pagaremos, no hay más remedio. Nos tenemos que fiar de él. Luca me dijo que era de lo más honrado dentro del negocio, y dadas las características del negocio que tiene… En fin, supongo que no nos va a estafar. He traído dinero conmigo, Mercedes y Bruno lo traerán también. Todos hemos hecho lo que planeamos, ir sacando cantidades de dinero del banco y tenerlo en casa por si hay que hacer un depósito urgente como ahora.

Después de cenar los dos amigos se despidieron. Carlo había reservado en un hotel no lejos del de Hans, el hotel d'Horse.

A las once de la mañana el café de la Paix no estaba demasiado concurrido. París se había despertado de color gris con una lluvia fina que lo impregnaba todo y hacía más dificultosos; el tráfico.

Mercedes tenía frío. En Barcelona el tiempo era soleado, y llevaba un ligero traje de chaqueta que no la protegía ni de la humedad ni de la lluvia. Bruno Müller, más previsor, se guarnecía con una gabardina.

Los cuatro amigos degustaban una taza de café.

– A las dos sale mi avión para Londres -dijo Hans Hausser-. Cuando regrese a casa ya os llamaré.

– No, no podemos esperar hasta mañana -le atajó Mercedes-. Yo me moriría de impaciencia. Queremos saber que todo ha ido bien; por favor, llámanos antes.

– Haré lo que pueda, Mercedes, pero no quiero sentirme agobiado por tener que llamaros. Ya no soy un niño y mis reflejos no son muy buenos, de manera que bastante tengo con intentar despistar a los hombres de Tom Martin, que estoy seguro de que intentarán seguirme para saber quién es el misterioso señor Burton, o sea yo.

– Tiene razón Hans -dijo Bruno-, tendremos que tener, paciencia.

– Y rezar -concluyó Carlo.

– ¡Que rece el que sepa! -fue la respuesta contrariada de Mercedes.

Hans Hausser salió del café con una bolsa de Galerías Lafayette en la que debajo de un jersey había colocado los sobres que sus amigos le habían entregado: medio millón de euros en total para entregar a Tom Martin.

Después de Hans se fue Mercedes, que insistió en que no la acompañaran. Paró un taxi y pidió que la llevaran directamente al aeropuerto. Carlo y Bruno decidieron almorzar juntos antes de abandonar París ellos mismos.


En Londres llovía más que en París. Hans Hausser se felicitó por haber comprado un impermeable en el aeropuerto Charles de Gaulle. Pensó que con dinero en el bolsillo se podía ir a cualquier parte sin preocuparse por el equipaje.

Estaba cansado, sentía el estrés de las últimas veinticuatro horas, pero con un poco de suerte, de madrugada podría estar en su casa.

Había llamado a Berta y su hija le había suplicado que le dijera dónde estaba. No se reconoció a sí mismo diciéndole que si se volvía a entrometer en su vida no continuarían viviendo bajo el mismo techo. Berta había sofocado un sollozo antes de colgar el teléfono.

Un taxi le dejó a tres manzanas de la sede de Global Group. Caminó a paso ligero, tanto como sus cansadas piernas se lo permitieron.

Tom Martin se sorprendió cuando desde recepción le anunciaron que el señor Burton esperaba ser recibido.

– Me sorprende usted -le dijo el presidente de Global Group mientras le estrechaba la mano.

– ¿Porqué? preguntó con sequedad el falso señor Burton.

– No imaginaba que fuera usted a presentarse así, sin avisar. Podía haber hecho una transferencia…

– Así es más cómodo para todos. Prepáreme un recibo de que ha recibido medio millón de euros y asunto terminado. ¿Cuándo saldrá su hombre para Irak?

– En cuanto haya cobrado.

– Le adelanté trescientos mil euros…

– Ciertamente, pero el profesional que va a realizar su encargo quería asegurarse una cantidad sustanciosa por adelantado. Se juega la vida, así de simple.

– No será la primera vez.

– No, no lo es. Pero éste es un encargo un tanto especial, puesto que no sabe cuántas personas deberá eliminar, ni de qué edades ni condición. Además, ahora cualquiera que entre en Irak es fichado, y no sólo por la policía de Sadam. Los norteamericanos están ojo avizor, y también mis ex compañeros del MI5.

– Así que trabajó usted para el MI5.

– ¿No lo sabía? Creí que conocía todo sobre mí.

– No me interesa su pasado, sino su presente, los servicios que ofrece ahora.

– Pues sí, trabajé para Su Graciosa Majestad, pero un buen día los jefes decidieron que había que jubilar a quienes habíamos participado en el juego de la guerra fría. Nos habíamos quedado obsoletos, el enemigo era otro, dijeron. Y efectivamente estaban fabricando un nuevo enemigo: los árabes, sencillamente porque temen a los chinos. Los árabes son pobres, aunque sus gobernantes sean ricos por el petróleo, pero la gran masa vive paupérrimamente, en regímenes dictatoriales, y es fácil manipularles para que aflore la frustración acumulada. Occidente necesita un enemigo, una vez decidido que detrás del Muro había miles de aspirantes a convertirse en perfectos consumidores.

– Por favor, ahórrese el discurso.

– Bien, se lo ahorraré.

Tom Martin preparó a mano un recibo por medio millón de euros que firmó y sobre el que colocó el sello de Global Group. Luego se lo entregó al falso señor Burton.

– ¿Cuándo me dará noticias? -preguntó el profesor, Hausser.

– Cuando las tenga. Mañana mi hombre tendrá el dinero, pasado se pondrá en marcha. Tiene que buscar una cobertura para presentarse en Irak, y una vez allí, encontrar a esa familia a la que usted quiere eliminar. Tenga paciencia, estas cosas no se hacen de la noche a la mañana.

– Bien, anote este número de teléfono. Es de un móvil. Cuando sepa algo, llámeme.

– Es más seguro internet.

– No lo creo. La próxima vez llámeme.

– De acuerdo. Es usted un hombre peculiar, señor Burton…

– Supongo que todos sus clientes lo son.

– Desde luego, señor Burton. Ése no es su nombre, ¿verdad?

– Señor Martin, para usted debería de ser suficiente que yo sea el señor Burton, ¿no cree? Hay dos millones de euros para que así sea. Además, aborrezco a los curiosos.

– En mi negocio los secretos los administro yo, señor Burton, y para mí conocer su identidad no es un asunto menor. Es usted quien se ha presentado en mi despacho a hacernos un encargo, digamos, delicado. Usted ha llamado a mi puerta, no yo a la suya.

– En su negocio, señor Martin, la discreción es vital. Me sorprende su curiosidad, sinceramente, e incluso me parece poco profesional. No pierda el tiempo de sus hombres haciéndome seguir. Respete el acuerdo al que hemos llegado, para eso le pago. Y ahora, si me disculpa, he de marcharme.

– Usted manda, señor Burton.

Hans Hausser estrechó la mano de Tom Martin y salió del despacho, convencido de que de nuevo le mandaría seguir. Esta vez no funcionaría el truco del hotel y sabía que sería más difícil esquivar a los hombres de Global Group.

Ya en la calle empezó a caminar hasta que vio un taxi al que hizo una seña y le pidió que le llevara al hospital central. Él mismo se asombraba de lo que estaba haciendo. En realidad, todas las ideas para despistar a sus perseguidores las sacaba de sus muchas lecturas de thrillers, a los que era muy aficionado. Ojalá ésta no le fallara. En algunos momentos se sentía un tanto ridículo comportándose así y temía encontrarse con algún conocido que dejara al descubierto su identidad de respetado profesor de Física cuántica.

El taxi le dejó en la puerta principal del hospital. Con paso seguro entró en el inmenso vestíbulo y se dirigió a los ascensores. No sabía si alguien le seguía o no. De manera que se subió en el primero que paró en la planta. No le dio a ningún, piso. El ascensor iba parando e iba subiendo y bajando gente, mientras él escudriñaba quién podía ser su seguidor. Se baja en la penúltima planta, junto a dos mujeres de aspecto enfermizo, un anciano que era conducido en silla de ruedas por una mujer y un joven de aspecto desaliñado.

«Cualquiera de ellos puede ser un empleado de Global Group», se dijo. Todos comenzaron a andar menos él. Ninguno volvió la vista para mirarle y Hausser se metió en el siguiente ascensor. Esta vez tampoco dio a ningún botón y volvió a repetir la operación bajándose en la tercera planta y esperando al siguiente ascensor. Así pasó una hora. Por fin decidió intentar salir del hospital sin que le vieran; aguardó a que se vaciara el ascensor en que iba y apretó el botón del sótano vestíbulo. Una vez allí buscó el letrero que indicaba Urgencias y con paso decidido se metió por un pasillo en que otro letrero indicaba claramente que se prohibía el paso a toda persona ajena al servicio del hospital. Nadie entró detrás de él, y continuó andando hasta una sala donde había varias camas con enfermos a los que acababan de trasladar las ambulancias del servicio de urgencias. Observó una puerta al fondo por donde entraban las camillas y se dirigió sin dilación hacia aquel lugar.

– ¿Qué hace usted aquí?

El médico que le hablaba tenía cara de pocos amigos Hans Hausser se asustó. Se sentía como un chiquillo cogido en falta.

– En esta zona no pueden entrar los familiares de los pacientes; salga y espere como todos fuera a que le demos la información de su familiar.

Hans Hausser se había puesto pálido y empezó a sufrir un ataque de taquicardia.

– Pero ¿qué le pasa? -le preguntó el médico, viendo que el hombre se sentía mal.

– Un amigo me ha traído a urgencias, no me siento bien, no puedo respirar, me duele el brazo derecho, tengo taquicardia, y estoy de paso por Londres… -acertó a decir Hans Hausser encomendándose a Dios para que le perdonara el mentir sobre su salud.

– Pase a esa sala -le conminó el médico.

Tres minutos después le estaban haciendo un electrocardiograma; también le sacaron sangre, además de hacerle una radiografía de tórax. Luego le dejaron sobre una camilla en la sala de urgencias para tenerle en observación.

Eran las siete de la mañana cuando los médicos de urgencias decidieron que aquel hombre no tenía ninguna afección cardíaca y que seguramente el episodio de la taquicardia se habría debido a una indisposición temporal.

Él se quejó de que no se sentía bien, de manera que el personal del hospital decidió trasladarle al aeropuerto en una ambulancia, que naturalmente pagaría de su bolsillo. No querían correr el riesgo de que en el trayecto le sucediera algo y luego la familia les demandara.

Hans Hausser pagó en metálico la minuta de su noche de hospital y en una silla de ruedas le subieron a una ambulancia. Durante el trayecto reservó un billete de avión a Berlín en el vuelo de las nueve. La enfermera le indicó que avisara de que llegaba en ambulancia y silla de ruedas.

Cuando llegó al aeropuerto la enfermera le acompañó hasta el mostrador de embarque, donde explicó que el señor Hausser podía viajar pero que la tripulación debía de estar sobre aviso por si tenía una crisis. Una azafata empujó la silla de ruedas hasta una sala donde apenas le hicieron esperar, ya que le condujeron al avión directamente sin pasar por ningún control.

En Berlín llovía a cántaros. Le costó convencer a una amable azafata de que ya no necesitaba la silla de ruedas y que tomaría un taxi para ir a su casa. Al final logró salir del aeropuerto y coger un taxi en dirección a la estación. Tuvo suerte, porque cuando llegó faltaban apenas cinco minutos para que se cerraran las puertas del tren que iba a Bonn.

Desde el tren llamó a Berta anunciándole que a media tarde estaría en casa. También llamó a Bruno para decirle que estaba bien. Él se encargaría de comunicárselo a Carlo y a Mercedes. Se sentía agotado y ridículo.

Berta no pudo disimular la preocupación que sentía cuando horas más tarde vio a su padre entrar en casa. Hans Hausser tenía mal aspecto, el aspecto de un anciano enfermo, de manera que pese a sus protestas llamo al médico, un viejo amigo que acudió de inmediato y que no le encontró nada pese a la insistencia de Berta de que su padre estaba mal.

Por fin le dejaron solo y Hausser pudo hacer lo que realmente necesitaba: darse una ducha y dormir tranquilamente en su cama.


* * *

Paul Dukais volvió a leer el informe que Ante Plaskic le había hecho llegar. La elección del croata había sido un acierto, daría las gracias a Tom Martin por habérselo recomendado.

En varios folios escritos con letra clara y en un inglés más que aceptable, Ante Plaskic hacía un relato pormenorizado de cómo transcurrían los trabajos de la misión arqueológica y las dificultades que tenía que afrontar:

«Desconfío de Ayed Sahadi y él desconfía de mí. Sahadi es el capataz, tiene sobre sí la responsabilidad de la buena marcha de la excavación, trata con los obreros, y es él quien determina los turnos de trabajo.

En mi opinión Ayed Sahadi es más que un capataz; puede que sea un espía o un policía. Su misión me parece obvia: proteger a Clara Tannenberg.

Procura no perderla de vista. Hay tres o cuatro hombres que siempre están cerca de ella, además de su guardia personal. Es difícil acercarse sin estar a tiro de alguno de estos hombres.

No obstante, a ella le gusta escaparse de la mirada de sus guardianes, y en un par de ocasiones ha habido una auténtica conmoción porque ella había desaparecido, las dos veces al amanecer, para irse a bañar al Éufrates la primera junto a la profesora Gómez. Otro día organizó una escapada en secreto con unas cuantas mujeres que forman parte de la expedición. Nadie se había enterado, ni siquiera Picot.

En otra ocasión decidió pasar la noche junto a las ruinas, adonde se llevó una manta para dormir al cielo raso.

Será imposible que pueda volver a despistar a los hombres que la custodian. Dos de ellos duermen en el suelo a pocos metros de la casa donde ella pernocta.

Hay una especie de administrador, un tal Haydar Annasir, que es quien se encarga de pagar a los hombres y al que Ayed Sahadi le pide todo lo que el profesor Picot necesita, que tuvo un enfrentamiento con ella. La amenazó con llamar a su abuelo, y de hecho lo hizo porque ella no deja de mirarle con rencor, ya que además de un pequeño contingente de soldados, ha llegado de Bagdad un grupo de hombres armados que han cercado el campamento.

Picot ha pedido más hombres, y Ayed Sahadi y Haydar Annasir han logrado contratar a otros cien obreros más. El ritmo de trabajo es insoportable, apenas se descansa, tan sólo unas cuantas horas por la noche, y empieza a aflorar la tensión entre el equipo. Un par de profesores de los que acompañan a Picot se han enfrentado a él por cuestiones referentes al método de trabajo, los estudiantes se quejan de que les están explotando y, los obreros caen rendidos con las manos desolladas.

Pero ni al profesor Picot ni a Clara Tannenberg parece importarles el cansancio de los trabajadores ni de su propio equipo.

Picot cuenta con un arqueólogo que hace de apagafuegos, Fabián Tudela, el único que es capaz de poner paz cuando parece que todo va a estallar. Pero será inevitable que esto estalle; trabajamos más de catorce horas al día.

Lo que dicen haber encontrado es un templo y lo que puso al descubierto esa bomba americana es uno de los pisos altos, donde dicen que estaba instalada una biblioteca, de ahí la gran cantidad de tablillas encontradas. Ya se han despejado tres salas y han recuperado más de dos mil tablillas, que estaban alineadas en unos nichos.

Los estudiantes, bajo la supervisión de cuatro profesores, están clasificando las tablillas después de proceder a su limpieza. Al parecer las tablillas contienen fundamentalmente cuentas de la administración del palacio, aunque en la sala que ahora están despejando han encontrado restos de tablillas en las que se detallan conocimientos de minerales y animales.

Hasta ahora las salas miden 5,30 por 3,60 metros, aunque dicen que encontraremos espacios más grandes.

Se han hallado tablillas con los nombres de los escribas en la parte superior, parece que ésa era una costumbre; al parecer hay algunas de ese tal Shamas con un catálogo de la flora del lugar. Pero hasta el momento no han encontrado rastro, de tablillas sobre poemas épicos, ni de hechos históricos, lo que cada vez va poniendo más nerviosa a la Tannenberg y de peor humor a Picot, que se lamenta de estar perdiendo el tiempo.

Hace unos días hubo una reunión de todo el equipo paras hacer una evaluación de los hallazgos. La exposición de Picot fue pesimista, pero Fabián Tudela, la profesora Gómez y otros arqueólogos dijeron que estaban ante uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del siglo, puesto que de este palacio no había ninguna referencia, y la opinión generalizada es que tiene especial relevancia por encontrarse cerca de la antigua Ur. Parece que las proporciones del palacio no son demasiado grandes, pero sí lo suficiente para albergar una biblioteca importante que, según comentan, es la que hemos encontrado, puesto que estamos en los pisos superiores.

La profesora Gómez es partidaria de extender la excavación más allá de lo que creen que es el perímetro del templo, para localizar las murallas y las casas. Estuvieron discutiendo más de tres horas sobre la conveniencia de hacerlo o no, y al final se impuso el criterio de Marta Gómez porque Fabián Tudela y la propia Clara Tannenberg la respaldaron. De ahí que hayan contratado a más obreros y estén buscando muchos más.

No es fácil en estos momentos encontrar hombres, puesto que el país está en estado de alerta, pero la miseria es tan grande y los Tannenberg deben de ser tan influyentes que parece que dentro de unos días vendrá una cuadrilla de hombres de otros puntos del país a incorporarse a la excavación.

Mi función es ir trasladando al ordenador todos los hallazgos, a los que fotografían desde distintas posiciones, además de detallar su contenido.

Cuento con la ayuda de tres estudiantes para hacerlo.

A la casa de los ordenadores vienen todos los arqueólogos para ver cómo vamos sistematizando su trabajo y dar instrucciones, aunque quien ha asumido nuestro control es la profesora Gómez, una mujer suspicaz y meticulosa que resulta insoportable.

El yerno del jefe de la aldea, el contacto que me disteis para mandar los informes, es uno de los conductores que van y vienen a los pueblos cercanos en busca de víveres, y parece contar con la confianza de Ayed Sahadi, si es que ese hombre se fía de alguien, y si es que aquí tener confianza en alguien no es una temeridad.

Si llegan a encontrar las tablillas que buscan no será fácil arrebatárselas y mucho menos salir de aquí. Con dinero se puede comprar a los hombres, pero me temo que aquí siempre hay alguien dispuesto a superar la mejor oferta que uno pueda hacer, de manera que no me extrañaría ser traicionado, salvo que a mi contacto le haga saber alguien que nadie puede igualar la oferta por ayudarme a salir de aquí…»

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