20

Robert Brown discutía con Paul Dukais. Estaban solos en el despacho del primero.

– Pero ¿cómo que sólo tienes un hombre? -gritó Brown.

– Ya te lo he explicado. Picot rechazó al bosnio, aunque aceptó al croata. Por tanto, ahora mismo tenemos a un hombre en la expedición, pero si dejas de gritar te enterarás de lo que te estoy diciendo.

– ¡Un hombre para enfrentarse a Alfred! Debes de estar loco.

– No tengo la más mínima intención de enfrentarme con un solo hombre a Alfred, aunque a lo mejor sería lo más inteligente. Un solo hombre no llama la atención; varios es como poner un anuncio en un periódico.

– ¿El croata sabe lo que tiene que hacer? -preguntó Brown bajando la voz.

– Sí. Se le han dado instrucciones precisas. Por lo pronto tiene que hacer un seguimiento detallado de Clara, conocer la rutina del trabajo del equipo, y cuando tenga una idea clara, proponerme un plan de acción. Pero si me escuchas te diré que creo poder enviar a otro par de hombres con la cobertura de hombres de negocios dispuestos a burlar el bloqueo. Son un par de tipos listos y capaces.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué van a hacer dos hombres de negocios en una aldea perdida en el sur de Irak?

– Robert, no me tomes por tonto. Llevo muchos años en este negocio y te aseguro que soy capaz de dar coberturas adecuadas a mis hombres. De manera que te ahorraré los detalles.

– No, no me los ahorres; a mí me van a preguntar y quiero saber qué debo responder.

– De acuerdo, te lo explicaré, pero ten presente que en mi opinión con el croata tendremos bastante y que los otros sólo deberían intervenir si es necesario.

– Será necesario.

– No, no lo será. El croata es un asesino que disfruta con su trabajo. Ha matado a más gente de lo que puede recordar. No sólo es un tirador extraordinario, también maneja el cuchillo con una precisión de cirujano. Eso es todo lo que necesitará para que Clara le entregue las tablillas, si es que las encuentran.

– ¿Y cómo saldrá de allí? ¿Silbando?

– Saldrá, y puede que lo haga silbando.

Discutieron un rato más. Dukais no logró tranquilizar a Brown, pero en realidad sabía que éste no estaría tranquilo hasta el día en que él entrara en el despacho y le entregara las malditas tablillas.

Cuando Robert Brown se quedó solo llamó a su Mentor: Éste le invitó a cenar esa noche. En su casa hablarían tranquilamente y sin testigos.

Enrique Gómez esperaba a su hijo José. Hacía unos minutos que George le había llamado desde Washington. La operación estaba en marcha. Tenían a un hombre pegado a Clara Tannenberg, dispuesto a lo que fuera necesario.

Le había vuelto a insistir a George que no hicieran daño a Alfred, aunque sabía que si hacían el más mínimo rasguño a su nieta a éste le dolería más que si le mataran a él. Pero, dada la situación, había que ser posibilista e intentar salvar lo que se pudiera salvar, y él apostaba por Alfred. Estaban unidos para siempre jamás, por más que George estuviera enfadado. Pero también sabía que el hombre que habían situado junto a Clara tendría que tomar decisiones sobre la marcha y no correría ningún riesgo por evitar una muerte. Sus instrucciones eran claras: hacerse con la Biblia de Barro por las buenas o por las malas y salir de inmediato de Irak a través del contacto que le habían dado. Eso es lo que haría ese croata, cuyo historial avalaba lo que era capaz de hacer.

José entró en el despacho de su padre y se acercó a besarle.

– ¿Cómo estás?

– Bien, hijo, bien. ¿Y tú?

– ¡Harto de trabajo! No he parado en todo el día.

– Pero todo va bien, ¿no?

– Sí, pero no terminamos de rematar la fusión de esas dos empresas. Cuando parece que están a punto de llegar a un acuerdo, alguno de los abogados de uno o de otro sale poniendo algún inconveniente.

– Bueno, pero ya estás acostumbrado, al final firmarán.

– Sí, supongo. Nos llamaron en junio para que arbitráramos la operación y no hay manera de ponerles de acuerdo.

– No desesperes.

La conversación se vio interrumpida por el timbre del teléfono, que Enrique descolgó con rapidez.

– Al habla.

– ¿Enrique? Soy Frankie…

– ¿Cómo estás? Acabo de hablar con George.

– ¿Te ha dicho que tenemos un hombre en la expedición? Un croata…

– Sí, lo sé.

– Alfred me acaba de llamar, está nervioso. Nos ha amenazado.

– ¿Con qué?

– No lo ha precisado, simplemente ha dicho que si tiene que morir matando lo hará. Nos conoce y sabe que intentaremos arrebatarle la Biblia de Barro.

– Si es que la encuentra…

– Es parte de nosotros, por lo que no tiene que esforzarse mucho en imaginar cómo actuaremos en esta ocasión. Me ha dicho que está seguro de que tendremos hombres infiltrados que los descubrirá y los matará, y también quiere que sepamos que si no permitimos que Clara se quede con las tablillas hará públicos todos los entresijos del negocio. Dice que ha dispuesto a través de personas de su confianza que si muere en los próximos meses se le haga la autopsia para saber si la causa ha sido natural o inducida, y que si nos lo cargamos se hará público un memorando que está en poder de alguien que ni imaginamos. Al parecer, en ese memorando lo cuenta todo.

– ¡Está loco!

– No, simplemente se está defendiendo por adelantado.

– ¿Qué propone?

– Nada diferente a lo que había propuesto: que dejemos a Clara la Biblia de Barro, y él culmina con éxito la operación que tenemos en marcha.

– Pero no se fía de que cumplamos ese compromiso…

– No, no se fía.

– Se quiere quedar con lo que no es suyo. George tiene razón…

– Creo que estamos a punto de suicidarnos.

– Pero ¿qué dices?

– Que tengo un nudo en el estómago, y la sensación de que no podemos evitar despeñarnos.

– No seas irracional.

– No lo soy, te lo aseguro. Hablaré con él.

– ¿No es un poco arriesgado que le llames desde España?

– Supongo que sí, pero si no hay más remedio lo haré.

Tengo que hacer un viaje de negocios; veré lo que puedo hacer desde donde esté.

– Llámame.

Colgó el teléfono y apretó los puños. Su hijo le observaba en silencio. Le preocupaba la angustia y la ira que a partes iguales se reflejaban en el rostro de su padre.

– ¿Qué pasa, papá?

– Nada que te concierna.

– ¡Vaya respuesta!

– Siento ser grosero, pero no me gusta que me preguntes por mis asuntos, no es una novedad para ti.

– No, no lo es. Desde que tengo uso de razón sé que no debo preguntarte ni mucho menos entrometerme en tus asuntos. No sé qué asuntos, pero sé que tienes asuntos que son un estadio cerrado en el que no nos permites mirar.

– Exactamente; así ha sido y así será. Y ahora me gustaría que me dejaras solo, tengo que hacer unas llamadas.

– Has dicho que te vas, ¿adónde?

– Me voy un par de días.

– Sí, pero ¿adónde y a hacer qué?

Enrique se levantó dando un puñetazo sobre la mesa. Era un anciano que frisaba los noventa años, pero era tal la ira que reflejaba en el rostro que José retrocedió.

– ¡No te metas en mis asuntos y no me trates como a un viejo! ¡Aún no estoy gagá! ¡Vete! ¡Déjame!

José se dio la media vuelta y salió del despacho de su padre lleno de pesar. Le costaba reconocer a su padre en ese ser colérico que parecía dispuesto a pegarle si se acercaba demasiado.

Enrique volvió a sentarse. Abrió un cajón y buscó un frasco del que sacó dos píldoras. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

El médico le había advertido en más de una ocasión que debía evitar disgustarse. Años atrás había sufrido un infarto del que no le habían quedado secuelas, pero tenía la edad que tenía.

Maldijo a Alfred y se maldijo a sí mismo por interceder por él ante George. ¿Por qué Alfred no podía cumplir su papel como todos? ¿Por qué tenía que salirse del guión?

Tocó un timbre situado debajo del tablero de la mesa y unos segundos después escuchó unos suaves golpes en la puerta.

– ¡Pase!

Una criada vestida de negro con un delantal blanquísimo y cofia aguardó en el umbral las órdenes de Enrique.

– Tráigame un vaso de agua fresca y diga a doña Rocío que quiero verla.

– Sí, señor.

Rocío entró en el despacho de su marido con el vaso de agua en la mano y cuando le miró se asustó. Vio lo que había visto en otras ocasiones, a un ser extraño con una mirada de hielo que reflejaba un carácter capaz de todo.

– Enrique, ¿qué pasa? ¿Te sientes mal?

– Entra, tenemos que hablar.

La mujer asintió, depositó el vaso sobre la mesa del despacho y se sentó en un sillón situado al otro lado. Sabía que no debía decir palabra antes que él. Se estiró la falda cubriéndose aún más las rodillas, como si de ese modo se estuviera protegiendo de la tormenta que sabía podía estallar entre las penumbras del despacho.

– En este cajón de aquí -y señaló el primer cajón de la mesa- guardo una llave, que es la de la caja fuerte del banco. Nunca he guardado papeles comprometedores, pero sí algunos referentes a mis negocios. El día en que me muera quiero que vayas al banco y los destruyas. José no debe verlos nunca. Tampoco quiero que le hables del pasado.

– ¡Nunca lo haría!

Miró fijamente a su mujer intentando escudriñar con la mirada los más recónditos lugares de su alma.

– No lo sé, Rocío, no lo sé. Hasta ahora no lo has hecho, pero yo estaba aquí para impedirlo. El día en que no esté…

– Nunca te he dado motivo de queja ni de desconfianza…

– Tienes razón. Pero ahora júrame que cumplirás lo que te digo. No te lo pido por mí, te lo pido por José. Déjale que siga así. Ten en cuenta que si esos papeles salieran… mis amigos se enterarían y tarde o temprano pasaría algo.

– ¿Qué nos harían? -preguntó la mujer asustada.

– No puedes ni imaginarlo. Tenemos reglas, códigos, y estamos obligados a cumplirlos.

– ¿Por qué no destruyes tú mismo esos papeles? ¿Por qué no haces desaparecer lo que no debamos encontrar?

– Harás lo que te he dicho. Hay cosas de las que no puedo desprenderme mientras esté vivo, pero que a nadie conciernen cuando esté muerto.

– ¡Ay, ojalá yo me muera antes que tú!

– No tengo inconveniente en que así sea, pero por si acaso júrame sobre la Biblia que harás lo que pido.

Enrique colocó una Biblia encima de la mesa y conminó a su mujer a colocar la mano sobre el libro.

Rocío estaba aterrada. Sentía que la petición de su marido entrañaba además una amenaza.

Juró con la mano encima de la Biblia que haría cuanto Enrique le ordenara; luego escuchó las instrucciones de su marido, que le descubrió que además de los papeles celosamente guardados en el banco debía destruir los que se encontraban en la caja fuerte que escondía detrás de un cuadro en el despacho.

Después, cuando volvió a quedarse a solas, Enrique llamó a George.

– Sí.

– Soy yo.

– ¿Alguna novedad?

– Que tienes razón. No podemos ser débiles con Alfred. Es capaz de destruirlo todo.

– De destruirnos a nosotros. Es él quien ha violado las normas. Yo también le quiero, pero es él o nosotros.

– Nosotros.

– Me alegro.


* * *

Los helicópteros aguardaban alineados en la base militar fuertemente custodiada por la Guardia Republicana. Ahmed Huseini explicaba al comandante de la base la importancia que tenía para Irak que la misión arqueológica de Safran llegara a buen término. El comandante le escuchaba aburrido. Tenía instrucciones precisas del Coronel para que trasladara a aquellos extranjeros y su cuantioso material a Safran y eso es lo que haría sin necesidad de que le dieran una lección sobre la antigua Mesopotamia.

Yves Picot y su ayudante, Albert Anglade, ayudaban a los soldados a colocar las cajas con el material en el helicóptero, y lo mismo hacían el resto de los miembros de la expedición, incluidas las mujeres, que eran observadas entre risas y cuchicheos por los soldados.

Picot había sido tajante a la hora de recomendarles que optaran por pantalones y botas, y camisas amplias, nada de shorts ni de camisetas ajustadas. Pero aun así, los soldados se regocijaban de tener a la vista ese grupo de occidentales con aspecto de no tener más problema que llegar sanas y salvas a Safran.

Cuando todo estuvo cargado y los miembros del equipo fueron distribuidos en los dos helicópteros restantes, Yves Picot buscó con la mirada a Ahmed.

– Siento que no nos acompañe -le dijo a modo de despedida.

– Ya le dije ayer que iré a Safran. No podré quedarme mucho tiempo, pero procuraré ir cada dos semanas a echar un vistazo. De cualquier modo, yo estaré en Bagdad y lo que surja lo podré resolver mejor desde mi despacho.

– Bien, espero no tener que molestarle.

– Les deseo éxito. ¡Ah, y confíe en Clara! Es una arqueóloga muy capaz y tiene un sexto sentido para detectar lo importante.

– Lo haré.

– Buena suerte.

Se estrecharon la mano e Yves subió al helicóptero. Unos minutos después desaparecían en la línea del horizonte. Ahmed suspiró. De nuevo había perdido las riendas de su propia vida, de nuevo estaba en manos de Alfred Tannenberg. El viejo no le había dejado lugar a dudas: o participaba en el negocio o le mataría. Mejor aún, le amenazó, sería la policía secreta de Sadam quien se encargaría de él por traidor.

Ahmed sabía que Alfred no tendría ningún problema para hacerle desaparecer en alguna de las cárceles secretas de Sadam en las que nadie sobrevivía.

Alfred le había dicho con desprecio que si la operación salía bien y además Clara encontraba las tablillas, podría irse a donde quisiera; no le ayudaría a escapar, pero tampoco se lo impediría.

De lo que sí estaba seguro Ahmed es de que Tannenberg había dispuesto que le siguieran noche y día. Él no veía a los hombres de Alfred, o acaso eran los del Coronel, pero ellos sí le veían a él.

Regresó al ministerio. Tenía mucho trabajo por hacer. Lo que Alfred le había pedido no era fácil de encontrar, aunque si alguien podía acceder a esa información era él.

Clara sintió una punzada de emoción cuando escuchó el ruido de los helicópteros. Picot se sorprendería al llegar y comprobar que ya estaban excavando.

Fabián y Marta se acercaron a ella. También ellos se sentían orgullosos del trabajo realizado.

Cuando Picot puso pie en tierra Fabián se le acercó y se abrazaron.

– Te echaba de menos -dijo Picot.

– Yo también -respondió Fabián riendo.

Marta y Clara animaban a Albert Anglade, que acababa, de bajar del helicóptero pálido como la nieve. A una indicación de Clara, apareció un aldeano con una botella de agua y un vaso de plástico.

– Beba, le sentará bien.

– No creo que pueda -se lamentaba Albert, resistiéndose a beber el agua.

– Vamos, se te pasará; yo también me mareé -le consolaba Marta.

– Te aseguro que no volveré a subirme a un chisme de esos en mi vida -afirmaba Albert-. Regresaré a Bagdad en coche.

– Y yo también -respondió entre risas Marta-, pero bébete el agua. Clara tiene razón, te sentirás mejor.

Fabián le mostró orgulloso a Yves el campamento, las casas de adobe en donde montarían los laboratorios e irían clasificando las tablillas y objetos que fueran encontrando, el lugar donde instalarían los ordenadores, la casa de una sola pieza donde se reunirían para hablar y debatir sobre el trabajo realizado, las duchas, las letrinas, las tiendas impermeabilizadas donde viviría parte de la expedición los próximos meses, a no ser que quisieran instalarse en las habitaciones que algunas campesinos estaban dispuestos a alquilar.

Entraron en una de las casas, donde Fabián había organizado un despacho del que dijo sería como el puente de mando. Albert, que les seguía a duras penas, se desplomó en una silla mientras Marta y Clara le insistían en que bebiera agua al tiempo que le daban también un vaso a Picot.

– Buen trabajo -afirmó Yves Picot-. Ya sabía yo que teníais que venir vosotros por delante.

– En realidad ya hemos comenzado a trabajar -afirmó Marta-. Llevamos un par de días despejando la zona y probando las habilidades de los obreros. Hay de todo, pero es gente bien dispuesta, así que estoy segura de que trabajarán duro.

– Además, aunque no te lo he consultado, he nombrado a Marta capataz, e incluso le he regalado un látigo -dijo riendo Fabián-. Nos ha organizado a todos, bueno en realidad nos ha militarizado. Pero los obreros están encantados y no se mueven sin preguntarle a ella.

– Un buen capataz siempre es necesario -afirmó Picot siguiendo la broma-. Lo malo es que me ha dejado sin trabajo.

Clara les observaba divertida pero sin atreverse a participar. En los días pasados se había dado cuenta de que entre Fabián y Marta existía una sólida amistad pero nada más. Se notaba la complicidad entre ambos, se entendían con la mirada e intuía que en el caso de Fabián y Picot sucedería algo semejante.

– ¿Dónde dormimos nosotros? -preguntó Albert, que no lograba recuperarse del mareo.

– En la casa de al lado he dispuesto un cuarto para ti, otro para Yves y otro para mí. Es una casa de cuatro piezas, pero cabemos los tres. O si lo prefieres, miro la lista de los campesinos que ofrecen habitación… -le explicó Fabián.

– No, me parece bien, y si no os importa me voy a echarme un rato -casi suplicó Albert.

– Le acompaño para decirle dónde es -se ofreció Clara. Cuando Clara y Albert salieron Yves se dirigió a Fabián.

– ¿Algún problema?

– Ninguno. Aquí todos sienten por Clara un respeto reverencial. Ella no pone objeciones a nada, y ha aceptado todas nuestras sugerencias; bueno, mejor dicho, las órdenes de Marta. Da su opinión, pero si no nos convence no pierde el tiempo en una discusión. Eso sí, aquí todos están pendientes de ella, quiero decir que en caso de conflicto le preguntarán y será a ella a quien obedezcan. Pero es muy inteligente y no hace ninguna exhibición de que tiene la sartén por el mango.

– Hay una mujer, Fátima, que la cuida como si fuera su madre. A veces la acompaña hasta la excavación. Y también hay cuatro hombres que no se separan de Clara ni de día ni de noche -apuntó Marta.

– Sí, ya me di cuenta en Bagdad; lleva protección, lo qué no es de extrañar dada la situación de Irak. Además, su marido es un hombre importante del régimen -afirmó Yves.

– No, no sólo por la situación del país -le cortó Marta-. El otro día sus guardias la perdieron de vista. Estaba conmigo; no podíamos dormir y nos levantamos antes del amanecer y fuimos a pasear. Cuando nos encontraron parecían como locos y uno de ellos le recordó que su abuelo les mataría si le sucedía algo e hizo alusión a unos italianos. Clara me miró y les hizo callarse.

– O sea, que la chica tiene enemigos… -dijo en voz alta Picot.

– No dejéis volar la imaginación -terció Fabián-; no sabemos a qué incidente se referían sus guardianes.

– Pero estaban aterrados, te lo aseguro -insistió Marta- Temían que pudiera pasarle algo, y parecían sentir un miedo atroz por lo que les haría el abuelo de Clara.

– Al que no hay manera de conocer -se lamentó Yves

– Y del que Clara no quiere hablar -comentó Marta.

– Intentamos que nos contase cuándo y cómo estuvo su abuelo en Jaran, pero no hay manera, no suelta palabra, esquiva las respuestas directas. Bueno, te vamos a enseñar el resto del campamento -propuso Fabián.

Yves les felicitó y se felicitó por haber logrado convencer a Fabián para que le acompañara en esta aventura. También valoró el trabajo de Marta. Era una mujer con una innata capacidad para organizar.

– He puesto nombres a las casas donde iremos trabajando y colocando el material -comentó Marta-. Donde hemos estado es «el cuartel general», donde iremos disponiendo las tablillas será lógicamente «la casa de las tablillas», el equipo de ordenadores lo colocaremos ahí -dijo señalando otra de las construcciones de adobe- y le llamaremos simplemente Comunicaciones. Los almacenes los llamaremos de la misma manera, sólo que con números.


El jefe de la aldea había organizado una recepción de bienvenida; compartieron el almuerzo con él y con algunos de los hombres más destacados del lugar. A Yves no le terminó de gustar el hombre que habían elegido como jefe de los obreros; no sabía por qué, puesto que el hombre parecía discreto y amable, pero había algo en él que sugería que no era un campesino como los otros.

Ayed Sahadi era alto y musculoso, de piel más clara que el resto de los lugareños. Tenía un aire de aspecto marcial y se notaba que estaba acostumbrado a mandar.

Hablaba inglés, lo que sorprendió a Yves.

– Trabajé en Bagdad, allí aprendí -fue toda su explicación.

Clara parecía conocerle y le trataba con cierta familiaridad, pero él mantenía una distancia respetuosa con ella.

Los hombres le obedecían sin rechistar, e incluso el jefe de la aldea parecía encogido a su lado.

– ¿De dónde ha salido Ayed? -quiso saber Yves Pico

– Llegó un par de días después que nosotros. Clara asegura que le estaba esperando porque ha trabajado con su marido y con ella en otras ocasiones. No sé qué decirte, parece un militar -respondió Fabián.

– Sí, eso me ha parecido a mí; puede que sea un espía de Sadam -afirmó Yves.

– Bueno, tenemos que contar con que nos van a vigilar y que habrá espías hasta en la sopa. Esto es una dictadura y estamos en vísperas de una guerra, de manera que no podemos extrañarnos de que ese Ayed sea un espía -aseguró con enorme naturalidad Marta.

– No termina de gustarme -se quejó Yves.

– Esperemos a ver cómo actúa -sugirió Marta.


Esa tarde, una vez que todo el equipo estuvo instalado, Yves les reunió para explicarles el plan de trabajo. Todos eran profesionales, los estudiantes que les habían acompañado estaban, en los últimos cursos de carrera y algunos ya habían participado en otras excavaciones, de manera que Yves no tuvo que perder el tiempo diciendo ni una palabra de más.

A las cuatro de la mañana estarían en pie. Entre cuatro y cinco menos cuarto todo el mundo tendría que haber pasado por las duchas y desayunado, e inmediatamente, antes de las cinco estar ya en el lugar de la excavación. A las diez harían un breve descanso de un cuarto de hora y continuarían trabajando hasta las dos. De dos a cuatro almorzarían y tendrían tiempo para descansar; a partir de las cuatro de nuevo comenzarían a trabajar hasta que se fuera el sol.

Nadie se quejó, ni el equipo formado por Yves ni tampoco los contratados de las aldeas. Éstos iban a recibir el salario en dólares, y la cantidad era diez veces más de lo que ganarían en un mes, por lo que estaban dispuestos a trabajar cuanto fuera necesario.

Cuando terminó la reunión un joven de estatura media, con gafas y aspecto de no haber roto un plato en su vida, se acercó a Yves Picot.

– Tengo dificultades con la instalación de los ordenadores. La corriente eléctrica es muy débil y los equipos muy potentes.

– Hable con Ayed Sahadi; él le dirá cómo resolverlo -fue la respuesta de Picot.

– No te cae bien. -El comentario de Marta sorprendió a Yves Picot.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque se te nota. En realidad Ante Plaskic no le cae bien a nadie. No sé por qué le metiste en la expedición.

– Me lo recomendó un amigo de la Universidad de Berlín.

– Supongo que todos tenemos prejuicios y es inevitable pensar en la matanza de bosnios a cargo de los serbios y los croatas, y Ante es croata.

– Mi amigo me explicó que era un superviviente, que su aldea también fue arrasada por los bosnios en represalia a una matanza que sus compatriotas habían hecho anteriormente. No lo sé. En aquella guerra maldita quienes sufrieron y llevaron la peor parte fueron los bosnios, de manera que puede que tengas razón y me afloren los prejuicios aun sin pretenderlo.

– A veces nos movemos con esquemas muy simples: esto es bueno y esto es malo, éstos son todos buenos y éstos son todos malos, y no perdemos el tiempo en matices. Puede que Ante sea de verdad una víctima de aquella guerra.

– O puede que fuera un verdugo.

– Era muy joven -insistió Marta porque le encantaba hacer el papel de abogado del diablo.

– No tanto. Ahora debe de estar cerca de los treinta, ¿no?

– Creo que tiene veintisiete años.

– En la guerra civil yugoslava había matando críos de catorce y quince años.

– Mándale para casa.

– No, como tú dices, no sería justo.

– Yo no he dicho eso -protestó Marta.

– Probaremos y si continúo sintiendo esta incomodidad cada vez que le veo, te haré caso y le enviaré de vuelta. Fabián se acercó acompañado de Albert Anglade, el ayudante de Picot.

– Os veo meditabundos, ¿qué pasa?

– Hablamos de Ante -respondió Marta.

– Que a Yves no le gusta ni un pelo y ya se ha arrepentido de haberle hecho venir, ¿me equivoco?

Yves Picot soltó una carcajada ante el comentario de Albert. Le conocía bien, llevaban muchos años trabajando juntos podía intuir de antemano con quién se llevaría bien, con quién mal o quién le sería indiferente.

– Hay algo inquietante en él -continuó diciendo Albert- A mí tampoco me gusta.

– Porque es croata, sólo por eso -afirmó Marta.

– Chicos, éstos son prejuicios racistas.

El comentario de Fabián fue como una patada en lo más hondo de sus convicciones. Todos odiaban cualquier idea racista, y pensar que podían tener un atisbo de discriminación contra alguien por su origen les repelía.

– Vaya golpe bajo -se quejó Yves.

– Es que esta conversación no es de recibo -dijo muy serio Fabián-. No podemos juzgar a una persona por lo que hayan hecho otras de su mismo país o comunidad.

– Tienes razón, pero en realidad no sabemos mucho de él -terció Albert echando un capote a Yves.

– Bueno, cambiemos de conversación. ¿Dónde está Clara? -preguntó Marta.

– Con Ayed Sahadi. Se han quedado hablando con los obreros. Luego creo que ha dicho que se iba a acercar al lugar de la excavación con algunos de los nuestros que querían echar una ojeada -respondió Fabián.


Ayed Sahadi era lo que parecía, es decir un militar, miembro del servicio de contraespionaje iraquí, y protegido del Coronel.

Alfred Tannenberg le había pedido a su amigo que enviara a Safran a Ayed, al que conocía por haber colaborado en algunos de los negocios en los que participaba el Coronel.

El comandante Sahadi tenía fama de sádico. Si algún enemigo de Sadam caía en sus manos, rezaba para morir cuanto antes, porque corrían historias terribles de las largas agonías a las que sometía a sus víctimas.

Su misión en Safran era, además de proteger la vida de Clara, intentar descubrir a los hombres que Alfred Tannenberg estaba seguro que enviarían sus amigos para hacerse con la Biblia de Barro.

Sahadi había colocado a algunos de sus hombres entre los trabajadores contratados para la excavación. Soldados como él, bregados en el contraespionaje, que sacarían un buen puñado de dólares si tenían éxito en este particular encargo.

Clara conocía a Ayed de haberle visto en algunas ocasiones en la Casa Amarilla acompañando al Coronel. Su abuelo le había dejado claro que Ayed iba a convertirse en su sombra y que ella debía de imponerle como encargado de los trabajadores, de la misma manera que había insistido en que Haydar Annasir formara parte del equipo para coordinarse con Ahmed en Bagdad y con él mismo.

Sabiendo de la inutilidad de negarse ante los deseos de su abuelo, Clara había aceptado aunque a regañadientes.


Una campana despertó a los dormidos miembros del equipo arqueológico.

En una de las casas de adobe, donde se había improvisado una cocina, unas mujeres de la aldea repartían café y pan recién hecho con mantequilla y mermelada, además de fruta fresca.

Yves Picot odiaba madrugar, pero llevaba levantado desde las tres de la mañana porque no había podido pegar ojo, al contrario que Fabián y Albert, que para su desesperación se habían pasado la noche roncando.

Marta tampoco parecía de muy buen humor y desayunaba en silencio, respondiendo con monosílabos cuando se dirigían a ella.

La única que parecía feliz era Clara. Picot la observó de reojo, sorprendido de lo locuaz que podía resultar Clara a esas horas de la madrugada.

No eran las cinco de la mañana cuando comenzaron a trabajar. Todos sabían qué hacer, y cada arqueólogo dirigía a un grupo de trabajadores a los que daría instrucciones precisas.


Ante Plaskic se había quedado en el campamento, en la casa de adobe donde además de tener instalado el equipo informático disponía de un cuarto con un catre para dormir. Había sido una suerte que le dejaran ese espacio para él solo. Notaba la animadversión latente del equipo hacia él, pero había decidido hacer caso omiso a esas señales de antipatía. Estaba allí para hacerse con unas tablillas y matar a quien quisiera impedírselo; además, hacía mucho tiempo que había dejado de sentir la necesidad de que le aceptaran. Podía vivir sin el resto de la humanidad. Si por él fuera mataría uno a uno a todos los miembros de la misión.

Le sorprendió ver entrar en la estancia a Ayed Sahadi, puesto que le hacía con el resto de los trabajadores en la zona a excavar.

– Buenos días.

– Buenos días.

– ¿Necesita algo o está todo en orden? -le preguntó Ayed.

– Por ahora todo está bien, espero que estos trastos funcionen. Deberían de hacerlo, puesto que son los mejores que hay.

– Bien, si tiene algún problema como ayer, búsqueme, y si no pregunte a Haydar Annasir; él puede llamar a Bagdad para que intenten enviarnos lo que usted necesite.

– Lo haré. De todas formas, dentro de un rato iré a echar un vistazo a donde están trabajando; aquí todavía no hay mucho que hacer.

– Vaya cuando quiera.

Ayed Sahadi salió de la casa pensando en el informático. Había algo en él, en su rostro aniñado, en las gafas de intelectual, que se le antojaba impostura, pero se dijo a sí mismo que no podía empezar a ver fantasmas sólo porque se hubiese percatado del vacío que consciente o inconscientemente le hacían los demás. A él tampoco le gustaba ese croata, que seguramente habría asesinado a hermanos musulmanes, y eso que él no era un hombre cumplidor de la religión de Mahoma, sino todo lo contrario. Pero aun así sentía a los bosnios como los suyos.

La actividad era frenética alrededor del cráter y del edificio, que apenas dejaba vislumbrar una estancia donde en el pasado alguien había alineado cientos de tablillas en estantes de adobe. Decidió no quedarse mirando, sino participar del trabajo, y se situó al lado de Clara.

– Dígame en qué puedo ayudar -le dijo.

Clara no se lo pensó dos veces y le pidió que ayudara a despejar de arena el perímetro que habían señalado.

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