33

Clara observaba dormitar a su abuelo, aunque de cuando en cuando entreabría los ojos y parecía sonreír a seres imaginarios que no se encontraban allí.

Estaba cansada, pero la aparente recuperación de su abuelo la llenaba de esperanza. No es que creyera que Alfred Tannenberg pudiera volver a ser el mismo, pero al menos no estaba muerto, y, dadas las circunstancias, era más de lo que esperaba. Decidió acercarse a la excavación para hablar con Ayed Sahadi y luego invitaría a cenar a Picot, a Fabián y a Marta; también les diría a Gian Maria y a Salam Najeb que se unieran a ellos. El médico estaba agotado y le vendría bien distraerse un rato.

Con la ayuda de Aliya llevó a su abuelo al interior del hospital de campaña y le acostaron. Tannenberg intentaba resistirse, pero las dos mujeres se mostraron inflexibles; el anciano necesitaba descanso.

Después de cambiarle la botella del suero y darle una de las pastillas que había dejado preparadas el doctor Najeb, Aliya se sentó al lado del enfermo dispuesta a no perderlo de vista, tal y como Clara le había ordenado.

Salam Najeb se pasó por el hospital antes de ir a la cena dispuesta por Clara. Encontró al enfermo agitado, gritando órdenes en una lengua que se le antojó extraña. Cuando se acercó a inyectarle un calmante, el terror se dibujó en los ojos de Tannenberg, que intentó impedírselo con el brazo que podía mover. Entre Aliya y uno de los guardias le sujetaron para que el doctor Najeb pudiera ponerle la inyección. Ninguno entendía lo que les decía, pero sabían que les estaba insultando. Luego, cayó en un sueño agitado.

– No se mueva de su lado, Aliya, y si observa algún cambio avíseme enseguida.

– Así lo haré, doctor.

La enfermera se sentó junto a Tannenberg y sacó un libro para entretenerse mientras oía avivarse los ruidos del campamento en la hora de la cena. Suspiró resignada. A ella la habían contratado para eso, para cuidar al anciano mientras el resto se tomaba un respiro. Decidió no pensar y enfrascarse en la lectura, de manera que apagó todas las luces excepto una pequeña lámpara que le iluminaba las páginas del libro que sostenía en las rodillas.

No escuchó nada, tampoco vio a la figura que se abalanzó sobre ella tapándole la boca. Lo último que sintió fue el frío del acero abriéndole la garganta. No podía gritar, ni siquiera moverse. Murió sin saber quién la había matado.

Lion Doyle se dijo que sentía haber tenido que matar a Aliya. Pero no cabía otra opción. No podía dejar testigos.

Rápidamente se acercó a la cama donde dormía profundamente Alfred Tannenberg, aunque el suyo era un sueño cuajado de pesadillas. No perdió ni un segundo, le cortó la garganta lo mismo que había hecho con la enfermera y luego se aseguró de que no sobreviviría clavándole el cuchillo en el vientre de abajo arriba.

El anciano ni se enteró y Lion Doyle salió del hospital en silencio, con tanta rapidez como había entrado. Esa noche nadie le echaría en falta. Picot, Fabián y Marta estaban con Clara. El resto del equipo terminaba de hacer el equipaje, puesto que al día siguiente los helicópteros vendrían para llevarles a Bagdad. Él se iba, no habría encontrado ninguna excusa plausible para quedarse. En realidad, se reprochaba no haber liquidado a Tannenberg antes. Se había estado engañando a sí mismo diciendo que eran muchas las dificultades. En efecto, era verdad, pero también lo era que se había sentido a gusto en aquel lugar, integrado como uno más en el equipo de Picot. Sentía no ser quien decía ser. Sólo echaba de menos a Marian, pero sabía que de estar allí ella también habría sido feliz.

Se refugió en las sombras de la noche para deslizarse a un lugar del campamento donde esperar a que descubrieran los cadáveres. Fumaría, fumaría hasta escuchar la señal de alarma.

Cuando terminaron de cenar, Clara decidió acompañar al doctor Najeb al hospital para comprobar cómo seguía su abuelo.

Caminaron el uno junto al otro en silencio. La cena había sido agradable porque, sin haberse puesto de acuerdo, todos parecían haber decidido que era mejor no hablar de nada de lo sucedido en las últimas semanas.

Fabián les había distraído contando un montón de anécdotas de sus muchos años de enseñanza.

Los hombres que guardaban el hospital les dieron las buenas noches.

Clara entró la primera seguida del médico y su grito resonó en todo el campamento. Fue un grito agudo y prolongado que pareció interminable.

Aliya se hallaba en el suelo en medio de un charco de sangre. Alfred Tannenberg estaba blanco como la cera, con las manos crispadas agarradas a las sábanas teñidas de sangre.

El doctor Najeb intentó sacar a Clara de la habitación, pero ella no paraba de gritar y no le dejaba acercarse, y al ver entrar a los guardias se abalanzó sobre ellos dándoles puñetazos y patadas, insultándoles brutalmente.

Lo que no pudo impedir el doctor Najeb es que Clara se hiciera con una de las pistolas de los guardias y empezara a disparar indiscriminadamente mientras les insultaba, alcanzando a dos de ellos con sus balas.

– ¡Cerdos! ¡Sois unos cerdos inútiles! ¡Os mataré a todos! ¡Cerdos!

Los gritos de Clara sonaron en el silencio de la noche como los de una bestia herida, estremeciendo a cuantos la escucharon. Picot, Fabián y Marta fueron corriendo hacia el hospital seguidos por Gian Maria y otros miembros de la expedición entre los que se encontraban Lion Doyle y Ante Plaskic, pero antes que todos ellos llegó Ayed Sahadi, que fue quien le pudo quitar el arma y sujetarla hasta inmovilizarla.

Gian Maria la sacó del hospital después de que el doctor Najeb lograra ponerle una inyección con un potente tranquilizante.

Fue una noche larga donde reinaron los gritos, los reproches y la confusión. Nadie había visto nada, ninguno de los guardias supervivientes a los disparos de Clara podía contar qué había pasado, porque nada habían visto ni oído. Ni los métodos brutales de Ayed Sahadi al interrogar a los guardias, ni los no menos brutales del comandante de la guarnición de Safran, sirvieron para obtener otra declaración salvo la de que no sabían nada.

– Tenemos un asesino entre nosotros -sentenció Picot.

– Sí, seguramente quien ha matado al señor Tannenberg y a Aliya sea el mismo que asesinó a Samira y a los dos guardias, y que casi acaba con la vida de Fátima -respondió una apesadumbrada Marta.

Lion Doyle escuchaba estas especulaciones con el mismo aire compungido que el resto de los miembros del equipo, aunque sentía la mirada fría de Ante Plaskic en su espalda.

– Tengo ganas de dejar este lugar.

– Yo también, Fabián, yo también -respondió Yves Picot a su amigo-. Afortunadamente sólo nos queda un día, el de hoy, mañana nos vamos; por nada del mundo me quedaría un minuto más aquí.


Clara no pudo despedirles. El doctor Najeb le había suministrado una buena dosis de tranquilizantes que la mantenían postrada sin enterarse de cuanto sucedía a su alrededor. Mientras Fátima, a pesar de su debilidad, se había hecho cargo de la situación.

Se habían ido todos los integrantes de la misión arqueológica salvo Gian Maria.

Lion Doyle sabía que aún tenía pendiente la muerte de Clara, pero intentarlo en esas circunstancias habría sido un suicidio.

Se reprochaba el no haber hecho su trabajo mucho antes, a pesar de que intentaba paliar el sentimiento de fracaso diciéndose que el encargo era harto complicado, casi imposible: matar a un protegido de Sadam y a su nieta, estando ambos custodiados las veinticuatro horas del día. De manera que a ratos pensaba que haber matado a Tannenberg era un éxito por el que le debían no sólo completar el pago, sino también, felicitar, aunque Tom Martin su jefe de Global Group, no era de los que daban palmadas en la espalda, simplemente esperaba que sus empleados cumplieran con su trabajo. Él había cumplido al menos con la mitad del encargo y esa mitad se le antojaba la más importante, porque no alcanzaba a imaginar qué podía haber hecho Clara para que alguien deseara verla muerta. Claro que aquél no era su problema ni era quién para meterse en las razones de los demás; él era un profesional y nada más.

Pero Lion Doyle no se engañaba demasiado a sí mismo, de manera que reconocía que los meses pasados en Irak le habían dejado una huella difícil de borrar.

Ayed Sahadi había colocado seis hombres en la puerta de la habitación de Clara, además de haber ordenado rodear la casa sin dejar un palmo sin vigilar. El Coronel había anunciado su llegada y ya le había hecho saber del enfado del círculo de Sadam por el asesinato de Alfred Tannenberg. Le habían pedido una cabeza, y el Coronel estaba dispuesto a encontrarla.


Gian Maria rezaba en silencio rogando a Dios por el alma de Tannenberg y de la pobre Aliya, que al igual que la anterior enfermera, Samira, había encontrado la muerte sólo por cuidar al anciano en su agonía. Sabía que el asesino intentaría acabar con la vida de Clara y no se perdonaría a sí mismo si no era capaz de evitarlo.

Le había pedido a Fátima que le permitiera quedarse en la casa junto a Clara, pero la mujer se había negado, y Ayed Sahadi tampoco le había apoyado porque consideraba absurdo que el sacerdote intentara hacer el papel de guardián.

Hasta por la tarde no llegó el Coronel, provocando una auténtica conmoción en el campamento militar y en la aldea. Esta vez llegaba acompañado por un equipo más amplio, doce de sus mejores hombres, interrogadores curtidos con los más duros adversarios del régimen de Sadam, hombres que con sus métodos eran capaces de hacer hablar a las piedras.


Ahmed Huseini había dispuesto que el equipo de arqueólogos pasara dos días en Bagdad antes de trasladarles a la frontera con Jordania, desde donde viajarían a Ammán y de allí cada uno a su país de origen: Picot camino de París, Marta Gómez y Fabián a Madrid, otros profesores a Berlín, Londres, Roma…


A todos les había entrado una sensación claustrofóbica y deseaban dejar Irak cuanto antes, pero Ahmed les había pedido un poco de paciencia porque disponer de helicópteros en aquel momento no era sencillo y tampoco era aconsejable jugarse la vida camino de la frontera jordana.

En el vestíbulo del hotel Palestina encontraron a algunos de los periodistas que les habían visitado en Safran y que dijeron estar seguros de que la guerra empezaría en cuestión de días, al menos es lo que les comunicaban desde sus redacciones. Algunos se aprestaban a regresar antes de que se iniciara la invasión, pero la mayoría estaba organizándose para cuando comenzara la guerra y, por lo que pudiera pasar, haciendo acopio de víveres y de agua embotellada.

Lion Doyle envió un fax claro y rotundo a la sede de Photomundi: «Regreso mañana. Llevo material suficiente, pero no todo. En los últimos días ha sido difícil trabajar. Pero lo más importante está hecho».

Esa noche Picot y el resto del equipo de arqueólogos compartieron la cena con Miranda y otros periodistas.

– ¿Por qué no te vienes? -propuso Picot a Miranda.

– Porque no sería yo si ahora me fuera. No he aguantado todo este tiempo para escapar en el último minuto.

– Te invito a pasar unos días conmigo en París, en realidad me gustaría que te quedaras todo el tiempo que quisieras.

Miranda miró a Picot con una sonrisa cómplice. A la periodista le gustaba el arqueólogo tanto como a él le gustaba ella, pero ambos sabían que las suyas eran vidas paralelas que nunca se cruzarían, y que de hacerlo podrían hacerse daño mutuamente.

– Déjalo estar, Yves.

– ¿Por qué? Me dijiste que estabas sola.

– Y lo estoy.

– Entonces…

– Entonces nada. Eres un tipo estupendo, tanto que no me apetece que seas la aventura de una noche.

– No te estoy proponiendo una aventura de una noche -protestó Picot.

– Lo sé, pero dadas las circunstancias tuyas y mías dudo que pudiéramos darnos algo más.

– ¡Por favor, Miranda, date una oportunidad y de paso dámela a mí!

– Cuando salga de la maldita guerra que está a punto de empezar iré a verte a París o dondequiera que estés, y entonces fríamente y con la distancia de este momento o nos reímos de lo que estamos hablando ahora y nos tomamos una copa y luego cada uno se va por su lado tan amigos o… o ya veremos.

Picot no insistió. Sabía que Miranda se quedaría en Bagdad y sintió una punzada de inquietud pensando en el peligro que seguro correría.

Ahmed Huseini, que les acompañaba en la cena, bebía compulsivamente un whisky tras otro. Fabián intentaba calmar a aquel individuo del que apenas parecía quedar rastro del hombre que fue.

El seguro y elegante director del departamento de Excavaciones Arqueológicas era ahora un ser desaliñado, con profundas ojeras y la angustia reflejada en la mirada inquieta, que paseaba de un lugar a otro como si temiera por su vida.

– ¿Irá a Safran? -quiso saber Marta Gómez.

– No lo sé, el doctor Najeb no me ha dejado hablar con Clara, espero que me lo permita mañana. Haré lo que ella quiera, iré si le puedo ser de alguna ayuda.

– ¡Pero es su mujer! ¿Cómo no le va a ser de ayuda en un momento como este? -protestó Marta.

– No lo sé, profesora, no lo sé… yo… En fin, todo lo que ha pasado es terrible, y ahora la guerra… No sé qué va a pasar… En todo caso Clara debe regresar a Bagdad, no creo que pueda quedarse mucho tiempo sola.

Fabián hizo una seña a Marta instándola a que no insistiera, y desvió la conversación hacia la futura exposición que pensaban organizar.

– Es muy de agradecer que haya logrado convencer a las autoridades iraquíes para que permitan hacer una exposición con lo que hemos encontrado en Safran.

– Sí, el profesor Picot ya ha firmado los papeles -asintió Ahmed.

– Y usted, ¿cuándo se reunirá con nosotros? -le preguntó Fabián.

– ¿Yo? No lo sé, depende de Clara, yo querría irme ya, mañana mismo, si pudiera… pero no es fácil irse de Irak, y ahora que Tannenberg ha muerto no me dejarán marcharme…

El pitido del teléfono móvil de Ahmed interrumpió la charla. Éste no se levantó para hablar discretamente en otro lugar, sino que escuchó en silencio la voz que desde el otro lado del teléfono parecía estar dándole órdenes.

Ahmed Huseini asentía sin rechistar con el gesto cada vez más crispado.

– ¿Quién le ha llamado? -preguntó Marta sin importarle ser indiscreta.

– Era… era el Coronel, ustedes no saben quién es; bueno, es una persona muy importante…

– ¿El Coronel? Sí, le conocemos, estuvo en Safran, llegó con un equipo de investigadores después de que apareciera muerta Samira y dos de los guardias -recordó Fabián.

– Parecía un hombre terrible -murmuró Marta.

– Mañana salgo a primera hora para Safran junto a una delegación de personalidades de mi país para asistir al entierro de Tannenberg. En el palacio presidencial quieren que se le entierre con todos los honores. Me han ordenado que vaya, que esté con Clara, y que la convenza para que regrese a Bagdad.

– Es lo más sensato -aseguró Lion Doyle.

– ¿Y qué pasa con nosotros? -preguntó Picot con tono de preocupación.

– Ustedes saldrán en los helicópteros pasado mañana a primera hora, no hay cambios en su programa. Karim, mi ayudante, es sobrino del Coronel y se encargará de que no tengan ningún problema; él les acompañará a la base, si es que no llego a tiempo. Pero creo que regresaré mañana mismo, y a ser posible con Clara.

Ahmed Huseini dio por terminada la cena. No tenía ánimo para continuar allí, y el exceso de bebida le estaba haciendo efecto: la cabeza le daba vueltas, tenía ganas de vomitar y le escocían los ojos. Sabía que lo mejor que podía hacer era intentar dormir, si es que lo conseguía.

Picot estaba cansado pero no tenía ganas de acostarse, de manera que propuso al grupo tomar una copa en el bar, y casi todos aceptaron; en realidad, sólo Ante Plaskic se despidió para irse a dormir.

– Qué tipo más extraño -afirmó Miranda mientras Ante atravesaba el vestíbulo hacia los ascensores para ir a su habitación.

– Lo es -aseguró Picot.

– No ha hecho nada fuera de lo común -le defendió Marta.

– Tienes razón, pero durante estos meses se ha mostrado distante con todos nosotros, no ha hecho el menor intento por ser amable -le replicó Picot.

– Ha trabajado bien, se ha mostrado siempre educado, ha hecho todo lo que le hemos pedido… Me parece injusto reprocharle que no sea simpático, sobre todo porque era consciente de que no caía bien al equipo -insistió Marta.

– Bueno, da lo mismo, el caso es que es raro -insistió Picot.

Bebieron hasta tarde y hablaron de la guerra, seguros de que estaba a punto de comenzar. Nadie sabía cuándo, podía ser en unos días o en un mes, pero de lo que no les cabían dudas es de que Bush invadiría Irak.


Tres helicópteros se posaron sobre la tierra amarillenta, a unos cuantos metros de lo que quedaba del campamento de arqueólogos.

Clara, junto al Coronel, esperaba con aire ausente a que terminaran de descender de los aparatos aquellos hombres que representaban al régimen: varios generales y dos ministros, además de unos cuantos familiares cercanos al clan Sadam.

Todos le estrecharon la mano expresándole sus condolencias y asegurando que Irak había perdido a uno de sus mejores amigos y aliados. Apenas les escuchaba, en realidad le costaba entender lo que le decían, ya que era incapaz de prestar atención a nada que no fuera el dolor que la desgarraba de tal manera que creía que iba a dejar de respirar.

No podía quitarse de la cabeza la imagen de su abuelo degollado. Quien le había asesinado había buscado no sólo eliminarle sino hacerle daño, devolver quién sabía qué agravio.

Nunca se había sentido sola hasta ese momento, ni siquiera cuando sus padres murieron en aquel fatal y extraño accidente. No podía soportar el dolor de la evidencia de que su abuelo estaba muerto y no era capaz de encontrar consuelo en ninguna de las palabras que escuchaba, ni siquiera en las más sentidas de Fátima, que la estrechó entre sus brazos como cuando era niña intentando devolverle la serenidad perdida.

Ahmed se acercó a Clara y la besó suavemente en la mejilla, luego la agarró del brazo llevándola hacia la casa.

Clara no opuso resistencia. Tanto le daba que estuviera allí Ahmed, aunque Fátima le había anunciado su presencia, instándola a que se dejara acompañar por su marido al menos para cubrir las apariencias en un momento como ése.

Ya en el interior de la casa, Fátima sirvió té y dulces a los hombres a la espera de que se formara el cortejo camino del lugar donde sería enterrado Alfred Tannenberg.

En un primer momento Clara pensó pedirle al Coronel que un helicóptero la trasladara junto al ataúd de su abuelo hasta El Cairo para enterrarle allí; luego pensó que a su abuelo tanto le daría un lugar como otro: ella había llegado a conocerle bien y sabía que nunca había sentido verdadero aprecio por ningún sitio en especial. Pero ella sí creía en el valor de los símbolos, de manera que decidió enterrar a su abuelo cerca de las ruinas del templo donde con tanta ansia aún buscaban esas tablillas que habían sido la obsesión de su abuelo.

No se quedó con los hombres, sino que se encerró en el cuarto donde su abuelo yacía en el ataúd.

Fátima había lavado y preparado el cadáver del hombre al que le había sido leal durante cuarenta años, y lo había hecho con el mismo respeto y reverencia que si estuviera vivo.

Clara cogió la mano inerte de su abuelo y no pudo evitar llorar desesperadamente.

– Abuelo…, abuelo…, ¿por qué? ¿Por qué te han hecho esto? ¡Dios mío, ayúdame a encontrar al asesino! Abuelo, no me dejes… no me dejes, por favor…

Unos golpes suaves en la puerta le anunciaron la presencia de Fátima, que entró para decirle que había llegado el momento de llevarse el ataúd.

Clara rompió a llorar con más fuerza y se abrazó al cuerpo sin vida del anciano gritando su desesperación.

Con la ayuda de Ahmed, Fátima la apartó mientras el Coronel cerraba el féretro y, ayudado por otros hombres, lo sacaban de la casa hasta el coche que les conduciría a unos cientos de metros, donde ya estaba preparado el agujero en la tierra azafranada en el que Tannenberg descansaría el resto de la eternidad.

El doctor Najeb se acercó a Clara y le ofreció una pastilla, que ella rechazó. Quería salir de la penumbra en que estaba desde dos días atrás cuando encontró a su abuelo asesinado, por más que el dolor amenazara con romperla por dentro. Salam Najeb no insistió.

Las mañanas de marzo son cálidas en Irak, y aquélla no era una excepción. Todos los hombres y mujeres de Safran, además de los soldados de la guarnición, y las autoridades de los pueblos y ciudades cercanos, se apiñaban en torno al lugar donde se había preparado la tumba de Alfred Tannenberg.

Los aldeanos observaban con curiosidad a los generales y ministros llegados de Bagdad, y alguno murmuraba que en el último minuto podía aparecer el mismísimo Sadam.

No hubo rito religioso alguno, ni católico ni musulmán. Tampoco nadie dijo una palabra de despedida al difunto. Había sido un deseo expreso de Clara que a su abuelo le enterraran sin más solemnidad que la del dolor de quienes le querían, y ella sabía que de cuantos allí se congregaban sólo ella y Fátima le habían querido.

Los hombres bajaron el ataúd hasta depositarlo en la arena seca de la tumba y el grito de Clara rompió el aire límpido de la mañana. Ahmed la sujetó con fuerza, pero no pudo evitar que su mujer intentara lanzarse a la oquedad donde la tierra empezaba a cubrir el ataúd. Fue la mano firme del Coronel quien contuvo a Clara, impidiéndole consumar el gesto. Ella gritó y lloró sin pudor, hasta que se la llevaron de aquel lugar una vez que el ataúd quedó cubierto por la tierra.

El regreso a la casa transcurrió en silencio.

El Coronel acudió al cuarto que había servido de despacho a Alfred Tannenberg para hablar con Clara y Ahmed.

– ¿Estás en condiciones de que tengamos una conversación? -le preguntó con afecto.

– Sí, sí… -respondió ella sorbiendo las lágrimas que aún le anegaban los ojos.

– Entonces escúchame, y acepta en mí al padre que ya no tienes, puesto que tu abuelo era todo para ti. Ahmed me ha dicho que estás al tanto de los negocios de tu abuelo; si es así, comprenderás que no podemos parar la operación que está en marcha. Tu marido se pondrá al frente de todo, y tú te irás; en mi opinión, cuanto antes salgas de Irak mejor. Creo que deberías irte a El Cairo, a la casa que tenéis allí. En El Cairo estarás segura hasta que pase todo. Luego puedes hacerte cargo de esa exposición que prepara el profesor Picot. No sé qué pasará dentro de un mes, ni si estaremos vivos, espero que sí, pero confío en que ese hombre, Picot, cumpla su palabra y te haga copartícipe de la exposición.

– No quiero irme -murmuró Clara.

– La guerra, niña, está a punto de comenzar. De manera que sería absurdo que te quedaras aquí, salvo que quieras morir. No te aconsejo que lo hagas, desde luego a tu abuelo no le gustaría que te mataran.

– Quiero quedarme unos días más.

– Hazlo, pero tienes que salir de Irak antes del 20 de marzo. De todas maneras no puedo seguir manteniendo aquí a muchos soldados, y todos los hombres disponibles, incluidos los de la aldea, serán llamados a cumplir su deber para con la patria.

– Clara, regresa conmigo a Bagdad -le pidió Ahmed.

– Me quedaré unos días más… quiero estar aquí. Regresaré el 17 o el 18…

– Si tardas más, no te podré sacar de Irak -sentenció el Coronel.


Cuando los helicópteros se marcharon Clara se sintió aliviada. El séquito de Bagdad apenas había permanecido cinco horas en Safran, pero ella sentía una imperiosa necesidad de estar sola, de no tener que hablar ni escuchar a nadie, de intentar recomponerse por dentro para afrontar la vida sin su abuelo.

Gian Maria se había mantenido a una respetuosa distancia durante el entierro y el tiempo en que habían estado los representantes del Gobierno de Sadam. Había podido hablar unos minutos con Ahmed, al que había asegurado que él cuidaría de Clara y la haría regresar cuanto antes a Bagdad.

Ahmed le había pedido que le llamara para enviarles algún transporte para trasladarles a la capital o directamente a la frontera con Jordania.

El comandante del contingente de soldados ordenó comenzar a desmantelar el campamento. La orden era regresar a su acuartelamiento.

El jefe de la aldea dudaba si acercarse a la casa para preguntar a Clara si los hombres iban a continuar trabajando en la excavación o tenían que regresar a sus anteriores quehaceres, algunos ya habían recibido la orden de movilización militar.

Clara se reunió con el hombre acompañada por Fátima, Ayed Sahadi y el doctor Najeb a los que el Coronel había encargado que la cuidaran.

Ante el asombro de Fátima y del doctor Najeb, Clara aseguro al jefe de la aldea que los trabajos arqueológicos continuarían durante unos días más y que necesitaba a todos los hombres disponibles; estaba dispuesta a doblarles el salario si trabajaban noche y día.

Cuando el hombre se fue, Ayed Sahadi le preguntó preocupado si no sería mejor dar la misión por terminada.

– Nos quedaremos unos días, diez quizá, y en ese tiempo trabajaremos sin descanso; puede que aún encontremos lo que busco.

Los hombres no se atrevieron a contrariarla dado su estado de desolación. Ayed Sahadi le aseguró que trabajarían con ahínco, pero le advirtió que con menos obreros de los que habían contado hasta el momento, ya que como les había anunciado el jefe de la aldea, muchos habían sido movilizados. Pero a Clara no pareció importarle, e hizo hincapié en que al menos ella continuaría trabajando.


Lion Doyle no lograba conciliar el sueño. Le daba vueltas a la idea de quedarse en Bagdad.

A su regreso de Safran, Ahmed les había contado que el Coronel quería que Clara volviera a Bagdad pero que ella había insistido en quedarse unos días más, aunque había aceptado regresar, y Doyle se preguntaba si merecía la pena arriesgarse a matarla en aquella ciudad en estado de guerra o esperar a que se reuniera con Picot en alguna capital europea donde no le resultaría complicado acabar con ella. Entrar en Irak había sido fácil, lo difícil sería largarse si estallaba la maldita guerra, de manera que o salía con el equipo de arqueólogos o ya no sabría ni cómo ni cuándo podría hacerlo, y sobre todo si podría cumplir la otra mitad del encargo.

Para quedarse necesitaba una excusa, pero eso, se dijo, no sería difícil, bastaba con decirles que se quedaba para seguir trabajando, sobre todo en ese momento en que los enviados especiales aseguraban que la guerra era inminente. Decidió llamar por teléfono a Londres, al director de Photomundi, y explicar al falso director de la agencia lo sucedido en las últimas horas. Ya habría recibido el fax, que seguro estaría en manos de Tom Martin, pero mejor sería tener una conversación en que no quedaran dudas de la muerte de Alfred Tannenberg.

Es más, se cubriría solicitando instrucciones; que fuera Tom Martin quien decidiera si se quedaba o volvía.

Quien sí había decidido quedarse era Ante Plaskic. El croata había escuchado las conversaciones cruzadas durante la cena, de manera que ahora sabía que Clara estaría pronto en Bagdad, y él tenía que asegurarse si la mujer volvía con algo, con esas malditas tablillas que llevaban meses buscando; de ser así él debería hacerse con ellas y sacarlas de Irak. Estaba decidido a cumplir con el encargo por el que tan generosamente le iban a pagar.

Plaskic se preguntaba quién sería el asesino de Tannenberg, y no podía quitarse de la cabeza que el hombre que había matado al anciano y a la enfermera era ese fotógrafo, Lion Doyle, aunque también sospechaba del capataz, de Ayed Sahadi. Pensó que era más probable que fuera Sahadi, al que cualquiera le podía haber pagado para perpetrar una venganza contra aquel hombre poderoso que había sido Alfred Tannenberg.

Era improbable que Clara Tannenberg encontrara las tablillas, pero no podía correr riesgos, de manera que se quedaría. A Picot le diría que había encontrado a unos amigos y que regresaría unos días más tarde; tanto le daba si le creía o no.

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