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– Come, Mercedes.

– No tengo hambre, Carlo.

– Pues haz un esfuerzo y come -insistió Carlo.

– ¡Estoy harta de esta espera, deberíamos hacer algo! -exclamó Mercedes contrariada.

– Nunca dejarás de ser impaciente -sentenció Hans Hausser.

– No creas, el paso del tiempo me ha obligado a controlar mi impaciencia. La gente que trabaja conmigo te diría que soy impasible -respondió, Mercedes.

– ¡No te conocen! -dijo riendo Bruno Müller.

Los cuatro amigos cenaban en casa de Carlo Cipriani. Esperaban que el presidente de Investigaciones y Seguros les enviara un dossier con las últimas novedades. De un momento a otro escucharían el timbre de la puerta y, unos segundos más tarde, el ama de llaves de Carlo entraría en el comedor para entregarles un sobre de papel manila como el que les había llegado por la mañana. Hacía una hora que el sobre tendría que estar allí, y Mercedes estaba intranquila.

– Carlo, llámale, a lo mejor ha pasado algo.

– Mercedes, no ha pasado nada, simplemente tienen que poner por escrito todo el trabajo del día, y, eso lleva su tiempo. Y mi amigo querrá echar un vistazo antes de enviárnoslo.

Por fin escucharon el sonido lejano del timbre y unos pasos acercándose al comedor.

– ¡No viene sola! -aseguró Mercedes.

Los tres hombres la miraron extrañados. Dos segundos más tarde el ama de llaves abría la puerta del comedor e introducía a un hombre. El presidente de Investigaciones y Seguros traía el sobre color manila en la mano.

– Carlo, siento el retraso, imagino que estaríais impacientes.

– Pues…

– Pues sí -respondió Mercedes-, lo estábamos. Encantada de conocerle.

Mercedes Barreda tendió la mano a Luca Marini, presidente de Investigaciones y Seguros, un sesentón bien conservado, elegantemente vestido y con un tatuaje en la muñeca, discretamente tapado por un reloj de acero y oro.

«El traje le queda un poco estrecho -pensó Mercedes-. Éste es de los que creen que si se visten con una talla menos parecen menos gruesos. Tiene michelines.»

– Luca, siéntate. ¿Has cenado? -preguntó solícito Carlo Cipriani.

– No, no he cenado, vengo del despacho. Y sí, te aceptaré algo, pero sobre todo me vendría bien una copa.

– Muy bien, cenarás con nosotros. Te presento a mis amigos el profesor Hausser y el profesor Müller. Mercedes ya se ha presentado sola.

– Señor Müller, supongo que está acostumbrado a que se lo digan, pero soy un gran admirador suyo -dijo Marini.

– Gracias -susurró Bruno Müller incómodo.

El ama de llaves colocó un plato y cubiertos en la mesa y ofreció a Luca Marini una fuente con canelones. Se sirvió generosamente haciendo caso omiso de la impaciencia de Mercedes, que le miraba furiosa por haberse sentado a cenar en vez de informarles del contenido del sobre color manila. Mercedes decidió que no le gustaba Marini. En realidad no le gustaba nadie que fuera premioso, y el presidente de Investigaciones y Seguros lo era. Le parecía el colmo de la desconsideración que estuviera dando buena cuenta de los canelones mientras ellos esperaban.

Carlo Cipriani hizo alarde de exquisita paciencia. Aguardó a que su amigo terminara de cenar introduciendo temas generales: la situación en Oriente Próximo, la pelea en el Parlamento entre Berlusconi y la izquierda, el tiempo…

Cuando Luca Marini acabó el postre, Carlo les propuso tomar una copa en su despacho, donde podrían hablar con tranquilidad.

– Te escuchamos -le apremió Carlo.

– Bien, la chica no ha ido hoy al congreso.

– ¿Qué chica? -preguntó Mercedes, irritada por el tono entre machista y paternalista utilizado por Marini.

– Clara Tannenberg -respondió Marini, también irritado.

– ¡Ah, la señora Tannenberg! -exclamó Mercedes con ironía.

– Sí, la señora Tannenberg hoy ha preferido dedicarse a las compras. Se ha gastado más de cuatro mil euros entre Via Condotti y la Via de la Croce, es una compradora compulsiva. Ha almorzado sola en el café Il Greco, un sándwich, un dulce y un capuchino. Luego se ha ido al Vaticano y ha estado en el museo hasta la hora del cierre. Cuando yo venía para aquí me han avisado de que acaba de entrar en el Excelsior. Si no me han llamado, es que aún no ha salido.

– ¿Y su marido? -preguntó el profesor Hausser.

– Su marido ha salido tarde del hotel y ha paseado sin rumbo por Roma hasta las dos, en que se ha reunido para almorzar en La Bolognesa con Ralph Barry, el director de la fundación Mundo Antiguo, un hombre influyente en el mundillo de la arqueología. Barry ha sido profesor en Harvard, y es respetado en todos los círculos académicos. Aunque este congreso se ha celebrado bajo los auspicios de la Unesco, la fundación Mundo Antiguo ha sido, junto con otras fundaciones y empresas, quien ha corrido con los gastos.

– ¿Y por qué han almorzado juntos el señor Barry y el señor Huseini? -quiso saber Bruno Müller.

– Dos de mis hombres se pudieron sentar cerca, y consiguieron captar algunos detalles de la conversación. El señor Barry parecía desolado por el comportamiento de Clara Tannenberg, y el marido estaba cabreado. Hablaron de un tal Yves Picot, uno de los profesores que asistieron al congreso, que al parecer podría estar interesado en esas dos tablillas que se mencionan en el informe de la mañana. Pero Ahmed Huseini parece que no confía demasiado en Picot. Encontrarán en el sobre un currículum del personaje, e información de algunas de sus andanzas. Es mujeriego y bastante pendenciero.

»Ahmed Huseini le ha asegurado al señor Barry que no tiene problemas de dinero sino que les faltan arqueólogos, gente preparada para trabajar. Y lo más interesante: Ralph Barry le ha anunciado a Huseini que mañana o pasado le entregará una carta de Robert Brown, el presidente de la fundación Mundo Antiguo, para que se la entregue a un hombre, un tal Alfred, al parecer el abuelo de la chica, y…

– ¡Es él! -gritó Mercedes-. ¡Le tenemos!

– Cálmate, Mercedes, y deja que el señor Marini termine, luego hablaremos.

El tono de voz de Carlo Cipriani no admitía réplicas y Mercedes se quedó en silencio. Su amigo tenía razón. Hablarían cuando se fuera Marini.

– En el informe está todo, pero mis hombres han creído entender que ese Alfred y el señor Brown llevan años comunicándose por cartas que se envían a través de intermediarios, que la respuesta del tal Alfred la recogerán en Ammán.

»Huseini desayunará mañana con Picot; luego, si no hay cambios, el matrimonio viajará a Ammán. Tienen reserva en las líneas aéreas jordanas para las tres de la tarde. Ustedes han de decidir si quieren que envíe a mis hombres en ese avión o si cerramos el caso.

– Que les sigan, vayan donde vayan -ordenó Cipriani-. Manda un buen equipo, no importa cuántos hombres tengas que desplazar, pero quiero saberlo todo de ese Alfred: si es el abuelo de Clara Tannenberg, dónde vive, con quién, a qué se dedica. Necesitamos fotos, es importante que consigas fotos y, a ser posible, un vídeo en el que se le vea lo mejor posible. Luca, queremos saberlo todo.

– Os va a costar una fortuna -aseguró Luca Marini.

– No se preocupe por nuestra fortuna -apostilló Mercedes- y procure no perder de vista a Clara Tannenberg y a su marido.

– Dispón lo necesario, Luca, pero no les pierdas.

El tono grave de Carlo Cipriani impresionó al presidente de Investigaciones y Seguros.

– A lo mejor tengo que contratar a gente de allí -insistió Marini.

– Haz lo que tengas que hacer, ya te lo hemos dicho. Y ahora, querido amigo, si no te importa nos gustaría leer tu informe…

– De acuerdo, Carlo, me voy. Si necesitas alguna aclaración, no dudes en llamarme, estaré en casa.

Carlo Cipriani acompañó a Marini a la puerta mientras Mercedes, impaciente, rasgaba el sobre y se ponía a leer sin despedirse del investigador.

– El traje y el reloj no ocultan lo que es -murmuró la Catalana.

– Mercedes, no tengas prejuicios la regañó Hans Hausser.

– ¿Prejuicios? Es un nuevo rico con traje a la medida, nada más. Por cierto, el traje le está estrecho.

– También es inteligente -dijo Carlo, que en ese momento regresaba al despacho-. Fue un buen policía, pasó muchos años en Sicilia combatiendo a la Mafia, vio morir asesinados a muchos de sus hombres y de sus amigos e incluso su mujer le dio un ultimátum: o él dejaba a la policía o ella le dejaba a él, así que se jubiló anticipadamente y montó esta empresa, que le ha hecho rico.

– Aunque la mona se vista de seda, mona se queda… -insistió Mercedes.

– ¿Qué dices? -le preguntó Bruno que no entendía lo que su amiga le decía.

– Nada, es un refrán español, que quiere decir que no importa que uno se ponga un buen traje y se haga pasar por un señor, porque siempre se le notará de dónde viene.

– ¡Mercedes! -El tono de Hans era de reproche.

– Bueno, no hablemos más de Luca -terció Carlo-. Es eficaz y eso es lo que importa. Veamos qué hay en el informe.

Luca Marini había preparado cuatro copias, de manera que cada uno dispuso de la suya. En silencio fueron leyendo y releyendo todos los detalles concernientes a Clara Tannenberg y su marido Ahmed Huseini.

Mercedes rompió el silencio en el que se habían instalado para la lectura.

Su voz sonó grave y no exenta de emoción.

– Es él. Le hemos encontrado.

– Sí -asintió Carlo-, yo también lo creo. Me pregunto por qué se ha hecho visible después de tantos años.

– No ha sido voluntariamente -terció Bruno Müller.

– Creo que sí -insistió Carlo-. ¿A qué viene que su nieta participe en este congreso y solicite ayuda internacional para excavar? Ha puesto el foco sobre ella, y ella se llama Tannenberg.

– Supongo que no era ésa su intención -terció el profesor Hausser.

– ¿Por qué? -preguntó Mercedes-, ¿cómo sabemos lo que pretende exponiendo a su nieta?

– Según este informe, Ahmed Huseim asegura que Alfred Tannenberg adora a su nieta -respondió Müller-, de manera que tiene que haber una razón poderosa para dejarla al descubierto. Ha sido invisible durante los últimos cincuenta años.

– Sí, tiene que haber una razón para hacer lo que ha hecho -dijo Carlo-, pero a mí me intriga su relación con ese Robert Brown, al parecer un respetabilísimo norteamericano perteneciente a la élite, amigo personal de casi todos los miembros de la Administración Bush, presidente de una fundación con prestigio internacional. No sé, pero algo no encaja.

– Tampoco sabemos a lo que se dedica Tannenberg -dijo Müller.

– A las antigüedades, según dice el informe -señaló el profesor Hausser.

– Eso es tan ambiguo… pero ¿cómo ha podido ser invisible durante esos años con estas amistades? -se preguntó Mercedes en voz alta.

– Tendríamos que obtener información sobre ese Robert Brown. Supongo que Luca podrá conseguirla. Pero ahora debemos decidir qué hacemos nosotros, ¿no os parece?

Estuvieron de acuerdo con Carlo. Era el momento de decidir qué pasos debían dar. Acordaron que Mercedes, Hans y Bruno se quedarían dos o tres días más en Roma a la espera de recibir noticias desde Ammán. También pedirían a Marini que, bien su compañía u otra que les recomendase, les hiciera un buen informe sobre Robert Brown.

– Bien, pongamos que Alfred Tannenberg es quien buscamos. ¿Cómo le mataremos y cuándo? -preguntó Mercedes.

– Luca me habló de determinadas agencias que hacen todo tipo de trabajos, ya os lo dije -apuntó Carlo.

– Pues busquemos ya una de ellas y contratemos a un hombre -insistió Mercedes-. Tenemos que estar preparados para cuando nos confirmen la identidad de Tannenberg. Cuanto antes terminemos, mejor. Llevamos toda nuestra vida esperando este momento. El día que el monstruo esté muerto dormiré tranquila.

– Le mataremos, Mercedes, de eso no te quepa ninguna duda -afirmó con rotundidad Bruno Müller-, pero tenemos que hacerlo bien. Supongo que uno no se presenta en una de estas agencias diciendo que quiere contratara un asesino. Me parece, Carlo, que, abusando de tu amistad con Luca Marini, debería ser él quien nos oriente sobre cómo contratar a un asesino.

Estuvieron hablando hasta la madrugada. No querían dejar un detalle por pensar, por comentar. Sentían cerca el final; por fin iban a cumplir el juramento que habían hecho tantos años atrás. Ninguno de ellos pensaba que había llegado demasiado tarde la venganza. Les era suficiente con cumplirla.

Se repartieron el trabajo, y acordaron librar un fondo para pagar a Luca Marini y al hombre que aceptara asesinar a Tannenberg.


* * *

En el café Il Greco de Via Condotti apenas había gente. Carlo Cipriani y Luca Marini tomaban un capuchino. Hacía calor para ser septiembre, y los turistas aún no habían tomado la plaza de España. Tampoco las elegantes tiendas de Via Condotti habían abierto sus puertas. A esa hora Roma aún se desperezaba.

– Carlo, hace años me salvaste la vida. Aquel tumor… No te voy a reprochar nada de lo que vayas a hacer, pero dime, ¿qué hay detrás de todo esto?

– Amigo mío, hay cosas que no se pueden explicar. Sólo quiero el nombre y un contacto de alguna de esas agencias que tienen hombres acostumbrados a todo.

– Cuando dices «a todo», ¿a qué te refieres?

– Lo que queremos es alguien que sepa defenderse, porque puede que tenga que meterse en la boca del lobo. Viajar a oriente Próximo ahora no es ir a Euro Disney. Dependiendo de lo que tú averigües, el destino puede ser Irak. ¿Cuánto crees que vale la vida en Irak hoy?

– Me estás engañando. Aún no he perdido mi olfato de policía.

– Luca, quiero que me pongas en contacto con una de esas agencias, nada más. Y quiero contar con tu discreción, con que mantendrás el debido secreto profesional. Tú mismo me dijiste que si había guerra no podrías tener allí a tus hombres, fuiste tú quien me sugirió que contratáramos a una de esas agencias.

– Hay un par de agencias formadas por ex miembros del SAS. Los británicos son muy profesionales, yo les prefiero a los norteamericanos. A mi juicio, la mejor es Global Group. Toma -añadió, dándole un tarjetón-, ésta es la dirección y los teléfonos. Tiene la central en Londres. Puedes preguntar por Tom Martin. Nos conocimos hace tiempo. Es un buen tipo, duro, descreído, pero buen tipo. Le llamaré para decir que te dé trato de amigo. Cobra una barbaridad.

– Gracias, Luca.

– No me des las gracias porque estoy preocupado; no sé bien qué queréis hacer tú y esos amigos tuyos. La que más miedo me da es esa mujer, Mercedes Barreda. En sus ojos no hay una brizna de piedad.

– Te equivocas con ella. Es una mujer excelente.

– Intuyo que te puedes meter en un lío. Si es así, te ayudaré hasta donde pueda, aún tengo buenos contactos en la policía. Procura ser prudente y no te fíes de nadie.

– ¿Ni siquiera de tu amigo Tom Martin?

– De nadie, Carlo, de nadie.

– Bueno, tendré en cuenta tu consejo. Ahora quiero pedirte otro informe sobre Robert Brown, un informe detallado. Queremos saberlo todo sobre ese mecenas.

– De acuerdo, no hay problema. ¿Para cuándo lo quieres?

– Ya.

– Me lo imaginaba. Pongamos tres o cuatro días, ¿qué te parece?

– Si no hay otro remedio…

– Es lo mínimo…


A esa misma hora, en la cafetería del hotel Excelsior Ahmed Huseini e Yves Picot también se disponían a desayunar.

Ambos tenían más o menos la misma edad. Eran arqueólogos, cosmopolitas, pero el destino les había convertido en un par de parias.

– Fue muy interesante lo que contaron usted y su esposa.

– Me alegro de que lo crea así.

– Señor Huseini, a mí no me gusta perder el tiempo y supongo que tampoco a usted, de manera que iré al grano. Enséñeme, si es que las tiene, las fotos de ese par de tablillas extraordinarias de las que hablaron usted y su esposa.

Ahmed sacó las fotos de una vieja cartera de cuero y se las dio a Picot, quien las examinó cuidadosamente durante un buen rato sin decir palabra.

– Y bien, ¿qué piensa? -le preguntó con cierta impaciencia Ahmed.

– Interesantes, pero tendría que verlas para hacer un juicio solvente. ¿Qué es lo que quieren?

– Que una misión arqueológica internacional nos ayude a excavar los restos de ese edificio. Tenemos la impresión de que puede ser una casa de tablillas anexa a un templo, o quizá una dependencia del mismo templo. Necesitamos material moderno y arqueólogos con experiencia.

– Y dinero.

– Sí, claro, usted sabe que no es posible excavar sin dinero.

– ¿Y a cambio?

– ¿A cambio de qué?

– De un equipo humano, material y dinero.

– La gloria.

– ¿Está de broma? -respondió Yves Picot molesto.

– No, no lo estoy. Si encontramos unas tablillas donde se cuente el Génesis [6] dictado por Abraham, el descubrimiento de Troya o de Cnossos serán pecata minuta.

– No exagere.

– Usted sabe igual que yo el alcance de un descubrimiento de esa índole. Tendría una trascendencia histórica, además de religiosa y política.

– ¿Y ustedes qué ganan? Llama la atención su empeño teniendo en cuenta la situación de su país. Resulta frívolo que estén pensando en excavar cuando dentro de poco les van a bombardear. Además, su patrón Sadam ¿está dispuesto a permitir que una misión arqueológica extranjera se ponga a excavar o haría una de las suyas, por ejemplo detenernos a todos acusándonos de espías?

– No me haga repetir algo que sabe mejor que yo: sería el descubrimiento arqueológico más importante de los últimos cien años. En cuanto a Sadam, no impedirá que viajen a Irak arqueólogos europeos, le servirá de propaganda. No habrá problemas.

– Salvo que los yanquis les va a bombardear y no creo que les preocupe mucho la arqueología. Seguramente no saben ni dónde está Ur.

– Usted decide.

– Lo pensaré. Dígame cómo localizarle.

Ahmed Huseini le dio su tarjeta. Los dos hombres se despidieron con un apretón de manos. Otro hombre sentado en la mesa de al lado que leía distraídamente el periódico había logrado grabar toda la conversación.

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