18

Hans Hausser entró con paso decidido en el inmenso vestíbulo del moderno edificio en el corazón de Londres. Un panel señalaba las docenas de empresas que tenían su sede en aquel monstruo de cristal y acero. Buscó con la mirada el nombre de Global Group, aunque sabía que se encontraba en la planta séptima. Se dirigió al ascensor sintiendo una punzada de inquietud en la boca del estómago.

Un ilustre profesor de Física cuántica iba a contratar a un ejecutor para que asesinara a un hombre y a su familia, no importaba quiénes ni cuántos fueran. No sentía piedad en su corazón, pero sí la preocupación de no saber si sabría tratar con un hombre como el que se iba a encontrar.

Las oficinas de Global Group parecían las de cualquier multinacional: paredes de color gris claro, techos blancos, mobiliario moderno, buenos cuadros abstractos de pintores de nombre imposible de recordar, secretarias discretamente elegantes y amables.

Tom Martin no le hizo esperar. Le estrechó la mano en la puerta del despacho, una pieza espaciosa guarnecida por una esplendida librería de color claro que cubría las cuatro paredes, un enorme ventanal sobre el que se alcanzaba a ver el viejo Londres con el paso sereno del Támesis, sillones de cuero y ningún objeto personal. Ni fotografías ni trofeos; la inmensa mesa de cristal y acero no tenía ni un papel; sólo un sofisticado teléfono y un ordenador personal.

Una vez acomodados en los sillones con un café delante, Tom Martin se dispuso a escuchar con cierta curiosidad al anciano con aire de despistado que tenía delante.

– Bien, usted dirá en qué le puedo ayudar…

– No le haré perder el tiempo. Sé que su negocio es enviar hombres a zonas de conflicto. Usted tiene un pequeño ejército de hombres que van y vienen en grandes o reducidos grupos o en solitario. Sé que su negocio es ofrecer seguridad, pero si hacemos caso omiso a los eufemismos, en su negocio se mata. Sus hombres matan a otros hombres para proteger a las personas que les contratan o defender intereses materiales, sean edificios, yacimientos petrolíferos, lo que sea.

Tom Martin escuchaba al anciano con una mezcla de perplejidad y diversión; ¿adónde quería llegar aquel hombre?

– Señor Martin, necesito contratar a uno de sus hombres para que mate a un hombre. Bueno, en realidad tendrá que matar a más de una persona, en este momento no sé exactamente a cuántos, puede que a dos, o tres, o cinco, no lo sé.

El dueño de Global Group no pudo ocultar la sorpresa que le provocaba la petición de aquel hombre. Un anciano de aspecto distinguido que hacía semanas le había pedido una cita haciéndose llamar señor Burton, y que se sentaba tranquilamente ante él pidiéndole asesinos. Así de simple.

– Perdone, señor Burton, ¿era Burton su nombre?

– Llámeme así -dijo el profesor Hausser.

– O sea, que no se llama Burton… En fin, yo necesito saber quiénes son mis clientes…

– Usted necesita saber que le pagarán y le pagarán bien. Y yo le pagaré generosamente.

– Si le he entendido bien, usted quiere matar a alguien. ¿Por qué?

– Ése no es asunto suyo. Digamos que hay una persona cuyos intereses han colisionado con los míos y los de unos amigos y no ha tenido inconveniente en utilizar métodos expeditivos contra nosotros. De manera que queremos eliminarle.

– ¿Y esas otras personas a las que también quiere eliminar?

– Sus familiares directos. Los que encuentre.

Tom Martin se quedó en silencio, impresionado por la tranquilidad con que aquel hombre de aspecto apacible le estaba pidiendo que cometiera unos cuantos asesinatos. Se lo había pedido con la misma voz que pediría un café en un bar o saludaría al portero por las mañanas: con afabilidad, sin darle importancia.

– ¿Puede precisarme qué ha hecho ese hombre y por qué debe de extender la sanción a su familia?

– No. Dígame si acepta el trabajo y cuánto me costará.

– Verá, yo no tengo una agencia de asesinos, así que…

– ¡Vamos, señor Martin, sé quién es usted! La gente de su negocio le considera el mejor y alaban su discreción. Me han recomendado que le plantee las cosas directamente, y eso es lo que estoy haciendo.

– Me gustaría saber quién le ha hablado de mi empresa.

– Un conocido común. Un hombre que le conoce y ha hecho negocios con usted a su entera satisfacción.

– ¿Y esa persona le ha dicho que la mía es una empresa de asesinos?

– Señor Martin, usted no me conoce y por eso desconfía de mí. Lo entiendo. Pero ¿cómo llama usted a lo que hacen sus hombres en las minas de diamantes cuando ametrallan a un pobre negro por acercarse demasiado a la valla de seguridad? ¿Qué me dice de esos equipos de protección de hombres de negocios que no dudan en apretar el gatillo a indicación de su jefe de turno?

– Necesito saber quién es usted, una referencia…

– No la tendrá, lo siento. Si teme que sea una trampa, esté tranquilo. Soy un anciano, no debe de quedarme mucho tiempo de vida, y lo que me queda quiero dedicarlo a saldar una vieja deuda. Por eso necesito que sus hombres maten a un hombre.

Tom Martin se quedó en silencio examinando a aquel anciano que con tanto aplomo y sin circunloquios le pedía que matara a un hombre. No, no era policía, de eso estaba seguro. Su curiosidad le pudo y, saltándose sus propias reglas de seguridad, decidió arriesgarse.

– ¿Quién es el hombre al que quiere matar?

– ¿Acepta el trabajo?

– Dígame de quién se trata y dónde está.

– ¿Cuánto costará?

– En principio tendremos que hacer una prospección de campo, y luego decidir cómo y cuándo; y eso es mucho dinero.

– ¿Un millón de euros por el hombre y otro por su familia?

El presidente de Global Group se quedó impresionado. O el anciano le tentaba con el dinero o no tenía ni idea de los precios del mercado.

– ¿Tiene usted esa cantidad?

– Ahora mismo tengo trescientos mil euros encima. Si cerramos el trato se los daré. El resto, según vaya cumpliendo.

– ¿A quién quiere matar, a Sadam Husein?

– No.

– ¿Quién es el hombre? ¿Tiene fotos recientes?

– No, no tengo fotos de él. Será un anciano, un hombre mayor que yo, rondará los noventa años. Vive en Irak.

– ¿En Irak? -la sorpresa de Martin iba en aumento.

– Sí, creo que en Irak; al menos allí un familiar suyo tiene una casa. Vea estas fotos de la casa. No sé si él vive allí o no, pero la persona que vive es un familiar de él, una mujer que también debe morir, pero no antes de que les conduzca a nuestro objetivo.

Tom Martin cogió las fotos de la Casa Amarilla que habían hecho los hombres del equipo enviado por Luca Marini. Las observó con cuidado. La casa era una mansión colonial, bien protegida a juzgar por lo que las cámaras habían captado.

En algunas fotografías aparecía una mujer atractiva, vestida a la manera occidental, y acompañada de otra mujer mayor cubierta de la cabeza a los pies.

– ¿Esto es Bagdad? -preguntó.

– Sí, es Bagdad.

– Y ésta es la mujer… -afirmó más que preguntó Martin al mirar otra foto.

– Sí, creo que es familia del hombre que debe morir. Tienen el mismo apellido. Ella les puede conducir hasta él.

– ¿Cuál es el apellido?

– Tannenberg.

El presidente de Global Group se quedó unos segundos en silencio. No era la primera vez que oía ese apellido. No hacía mucho que su amigo Paul Dukais le había pedido hombres para infiltrarse en una expedición arqueológica organizada por esa mujer, esa Tannenberg que al parecer quería quedarse con algo que no era suyo, o al menos no era sólo suyo.

Por lo que veía, los Tannenberg tenían enemigos en todas partes dispuestos a quitarles de en medio sin contemplaciones. ¿Querría este hombre que tenía ante él lo mismo que Dukais o la suya sería una causa diferente?

– ¿Acepta el trabajo?

– Sí.

– Bien, firmemos un contrato.

– Señor… señor Burton, no se firman contratos así.

– Yo no le voy a entregar ni un euro si no es con un contrato.

– Haremos un contrato general, de investigación de determinado individuo en determinado lugar…

– Sí, pero sin que conste el nombre del individuo. Quiero discreción.

– Usted exige mucho…

– También pago mucho. Sé que lo que le voy a pagar es más de lo que usted cobra por este tipo de encargos. De manera que por dos millones de euros usted hará las cosas como le pido.

– Desde luego que las haré.

– Y otra cosa, señor Martin, yo sé que es usted el mejor, o al menos eso dicen. Si le pago tan generosamente es porque no quiero fallos ni traiciones. Si usted me traiciona, mis amigos y yo disponemos de dinero suficiente para buscarle debajo de las piedras si fuera necesario. Siempre habrá alguien que quiera hacer el trabajo, incluso alguien de aquí dentro.

– No le tolero que me amenace. No se equivoque conmigo o daré esta conversación por concluida -respondió muy serio Tom Martin.

– No, no es una amenaza. Simplemente quiero que queden las cosas claras desde el principio. A mi edad el dinero que tengo no me lo puedo ni gastar ni llevar a la tumba. Así que lo invierto en cumplir mis últimas voluntades, pero en vida, que es lo que estoy haciendo.

– Señor Burton o como quiera que se llame, en mi negocio no nos dedicamos a traicionar a los clientes. El que lo hace tiene que echar el cierre.

Hans Hausser le dio toda la información de que disponía. No era mucha, pues Tannenberg había detectado al equipo de Marini y a éstos no les había dado tiempo a enviar más detalles sobre quién vivía en esa casa de color amarillo además de la mujer y su marido, junto a unos cuantos criados.

Dos horas después el profesor salía de Global Group. Se sentía satisfecho porque intuía que por fin estaban cerca de la hora de la venganza.

Paseó sin rumbo, seguro de que Martin le habría hecho seguir. Se metió en el hotel Claridge y se dirigió al restaurante, donde almorzó sin demasiado apetito. Luego salió al vestíbulo y busco un ascensor. Quienes le siguieran pensarían que se alojaba en el hotel, así que apretó el botón de la cuarta planta. Allí se bajó y buscó las escaleras para descender hasta la segunda. Una vez allí, llamó de nuevo al ascensor y apretó el botón del garaje.

Un sorprendido portero le preguntó dónde estaba su coche, a lo que él ni siquiera respondió, poniendo una sonrisa de no entender nada. A su edad parecía inofensivo. Recorrió el garaje y al cabo de un rato salió por la rampa de los coches. Torció en la primera esquina y se alejó del hotel buscando un taxi que no tardó en encontrar y pidió que le llevara al aeropuerto. Su vuelo salía horas más tarde rumbo a Hamburgo. De allí cogería otro avión a Berlín y de allí a su casa, a Bonn. No sabía si habría logrado despistar a Tom Martin, pero al menos se lo había puesto difícil.


– Soy yo.

Carlo Cipriani reconoció la voz de su amigo. Sabía que le llamaría, puesto que había recibido un e-mail cifrado y él había respondido enviándole otro con el número del móvil al que le debía llamar y que una vez utilizado terminaría en una papelera. La tarjeta pensaba tirarla al Tíber.

– Todo ha ido bien. Ha aceptado y se pondrá en marcha de inmediato.

– ¿No te ha puesto inconvenientes?

– Estaba sorprendido, pero el señor Burton ha sido bastante persuasivo -rió entre dientes Hans Hausser.

– ¿Cuándo te dirá algo?

– En un par de semanas. Tiene que formar un equipo, enviarlo… esto lleva tiempo.

– ¡Ojalá hayamos acertado! -respondió Carlo.

– Hacemos lo que tenemos que hacer y en algún tramo nos equivocaremos, pero lo importante es seguir adelante, no detenernos.

A través del teléfono se colaba una voz impersonal llamando a los pasajeros del vuelo de Berlín.

– Te llamaré en cuanto sepa algo. Ponte en contacto con los otros.

– Lo haré -le aseguró Cipriani.

Hans Hausser colgó el teléfono público desde el que estaba llamando en el aeropuerto de Hamburgo.

Acababan de anunciar su vuelo a Berlín. Desde allí llamaría a Berta. Su hija estaba preocupada por sus idas y venidas y le había empezado a conminar para que le contara lo que pasaba. Él le mentía diciendo que iba de viaje a reunirse con viejos profesores retirados como él, pero Berta no le creía. Desde luego nunca podría imaginar a su padre contratando asesinos para matar a un hombre. Ella juraría que su padre era un hombre pacífico, en la universidad siempre había encabezado las protestas contra cualquier guerra o expresión de violencia fueran donde fuesen. Además, era un paladín de la defensa de los derechos humanos, y sus alumnos le adoraban, tanto que aún acudía a la universidad como profesor emérito. Nadie quería que Hans Hausser se retirara completamente.


Mercedes Barreda salió corriendo hacia el dormitorio. Había dejado sobre la cama el bolso donde llevaba el móvil con el número por el que alguno de sus amigos la podía llamar.

Abrió el bolso deprisa temiendo que en cualquier momento se apagara el pitido de la llamada.

– No te agites -escuchó decir a Carlo, antes de tener tiempo de pronunciar una palabra.

– Venía corriendo.

– Tranquila, todo está en marcha.

– ¿Le ha ido bien?

– Sin problemas. En un par de semanas sabremos algo más.

– ¿Tanto tiempo?

– No seas impaciente.

– Lo soy, lo he sido siempre.

– No es fácil lo que queremos…

– Lo sé, pero a veces tengo miedo de morirme y no haber logrado… ya lo sabes.

– Sí, yo también tengo esa pesadilla, pero estamos en la recta final.

Cuando terminaron la conversación, Mercedes se dejó caer en el sofá. Estaba cansada. Había estado visitando un par de obras de las que su empresa constructora tenía en marcha, y además había mantenido una reunión con varios de los arquitectos y aparejadores que trabajaban para su empresa.

Pensó que todo el dinero que había ido acumulando iba a tener el mejor fin, puesto que lo estaba invirtiendo en sicarios para matar a Tannenberg.

El dinero nunca le había interesado. Lo ganaba trabajando, sí, pero sin una finalidad. Tenía hecho testamento: cuando muriera lo que tenía iría a parar a varias ONG, una organización de ayuda a los animales, y las acciones de su empresa serían repartidas a partes iguales entre los empleados que llevaban varios años trabajando con ella. No se lo había dicho a nadie, porque se reservaba la posibilidad de cambiar de opinión, pero de momento así lo había dispuesto.

La asistenta le había dejado preparado encima de la mesa de la cocina una ensalada y un filete de pollo empanado. Lo colocó en una bandeja y se sentó ante la televisión. Así eran sus noches desde que murió su abuela, y de eso hacía muchos años.

Su casa era su refugio, jamás había invitado a nadie que no fueran sus únicos amigos: Hans, Carlo y Bruno.


Bruno estaba terminando de cenar cuando el pitido del móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta le sobresaltó. Su mujer, Deborah, se puso alerta. Sabía que de un tiempo a esta parte, desde que llegó de Roma, su marido compraba y destruía móviles y tarjetas sin explicarle por qué. Aunque no hacía falta que lo hiciera. Ella sabía que el pasado seguía presente en la vida de Bruno. Ni sus hijos ni sus nietos habían logrado borrarlo. Para Bruno Müller no había nada más importante que lo vivido sesenta años atrás.

Deborah se mordió el labio para no dejar escapar ningún reproche, precisamente esa noche en que Sara y Daniel cenaban en casa. No era habitual que sus dos hijos coincidieran, ya que Daniel viajaba continuamente de un lugar a otro del mundo acompañando a las mejores orquestas sinfónicas con su violín.

– Perdonadme un momento… -dijo Bruno mientras salía del comedor camino de su despacho.

– Qué misterioso está papá -dijo Sara.

– ¿No puedes respetar la intimidad de los demás? -le reprochó Daniel.

– Vamos, no nos enfademos, es sólo una llamada -intercedió su madre, buscando una conversación que les entretuviera hasta que Bruno regresara.

– Todo va bien -dijo Carlo.

– ¡Ah!, me quitas un peso de encima -respondió Bruno-; estaba preocupado.

– Ya está camino de casa y dentro de dos semanas nos dirá algo.

– Pero ¿han aceptado el trabajo?

– Sí, ya sabes que llevaba una oferta muy generosa a la que era difícil que dijeran que no.

– ¿Vamos a vernos?

– Quizá cuando sepamos algo concreto. Ahora no lo veo necesario.

– Tienes razón. ¿Has hablado con ella?

– Ahora mismo. Está bien, tan impaciente como nosotros,

– Hemos esperado tanto…

– Estamos llegando al final.

– Tienes razón.

Cuando Bruno colgó, sacó la tarjeta del móvil y la cortó en pedazos; luego fue al cuarto de baño y la tiró por el inodoro tal y como venía haciendo cada vez que hablaba con sus amigos desde que regresó de Roma.


Luca Marini aguardaba a que avisaran a Carlo Cipriani. Llevaba toda la mañana haciéndose pruebas del chequeo anual al que se sometía en la clínica de su amigo.

Hasta un par de días después, Antonino, el hijo de Carlo, no le daría los resultados, eso sí, previamente examinados por su padre. Ahora se iría a almorzar con Carlo tal y como habían quedado.

Carlo entró en la consulta de su hijo y dio un abrazo a su amigo.

– Me dicen que estás estupendo, ¿verdad, Antonino?

– Eso parece -respondió éste-; por lo que vamos viendo, no hay nada por lo que preocuparse.

– ¿Y la fatiga? -preguntó preocupado Marini.

– ¿No se te ha ocurrido que puede ser la edad? -bromeó Carlo-. Es lo que me dice Antonino cuando me quejo.

Ya en el restaurante, Carlo Cipriani preguntó directamente a su amigo qué le preocupaba.

– ¿Has vuelto a tener noticias de tus antiguos colegas de la policía?

– Hace un par de días cené con unos cuantos de ellos con motivo de la jubilación de un amigo. Les pregunté de pasada y me dijeron que no habían archivado el caso, pero que lo habían dejado de lado. Después de los primeros días les han dejado de presionar para que sigan investigando, y el amigo que lo lleva ha decidido meterlo en un cajón. Si le presionan, dirá que está en ello.

– ¿Eso es todo?

– Eso es mucho, Carlo, es lo más que les puedo pedir. Me están haciendo un favor. Si les presionan, me avisarán; pero en todo caso son conscientes de que salvo que yo les diga la verdad, no les será fácil encontrar por dónde tirar.

– Podrían querer hablar con Mercedes, puesto que diste su nombre como la persona que quería un informe sobre la situación en Irak.

– Sí, pero el querer saber qué pasa en Irak no es un delito. Sin duda es un anzuelo difícil de tragar: una empresaria catalana que contrata a una agencia de detectives italianos para que le hagan un informe sobre la situación de Irak para saber si tiene posibilidades de hacer negocios una vez que acabe la guerra que aún no ha comenzado, y todo por recomendación de un amigo.

– Es tan rebuscado… -murmuró Carlo.

– Que eso es lo que hace creíble la historia -respondió Marini-; además, soy un actor consumado -bromeó.

– Tienes buenos amigos, eso es lo que nos está ayudando.

– Claro que tengo buenos amigos, tú eres uno de ellos. Ahora quiero decirte que Mercedes Barreda me pareció una mujer terrible.

– No lo es, de verdad, es una persona extraordinaria y con mucho valor, con un valor que no puedes ni imaginar. Es la persona más valiente que conozco.

– La aprecias de verdad.

– La quiero muchísimo.

– ¿Y por qué no te casas con ella?

– Es una amiga muy querida, nada más.

– A la que además admiras. Cuando estáis juntos se nota una complicidad especial entre los dos.

– No, no veas lo que no hay, de verdad. Para mí Mercedes es más que si fuera de mi familia. La llevo siempre en el corazón, pero también a Bruno y a Hans.

– Son tus amigos del alma ¿desde cuándo os conocéis?

– Desde hace tanto que si me acuerdo me doy cuenta de lo viejo que soy.

Carlo cambió sutilmente los derroteros de la conversación. Jamás decía una palabra de más sobre sus amigos, y mucho menos sobre el pasado común que les unía por encima del bien y del mal.

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