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– Tannenberg, ¿me escucha? ¡Tannenberg, le estoy hablando! ¿Me escucha?

El joven abrió los ojos y observó con indiferencia al hombre que le había hablado.

– ¿Qué quiere, profesor?

– Debería estar trabajando con el resto de sus compañeros; le he encargado que acudiera a trabajar junto al muro oeste, y usted está aquí durmiendo.

– Estoy descansando, descansando y esperando el correo. Estoy impaciente por saber qué pasa en Berlín.

– ¡Regrese a la excavación! ¡Usted no es diferente a los demás!

– ¡Claro que lo soy! Estoy aquí porque mi familia le paga a usted y paga esta expedición. Todos son mis empleados.

– ¿Cómo se atreve?

– ¡Usted, profesor, es un judío insolente! Mi padre no debería haberle confiado esta misión arqueológica.

– ¡Su padre no me ha confiado nada, es la universidad quien nos ha enviado!

– Vamos, profesor, ¿y quién es el donante más generoso de nuestra universidad? Usted y el profesor Wesser llevan dos años en Siria gracias a las aportaciones de la universidad. ¿Por qué no regresan? Deberían estar donde están todos los judíos. Algún día el director de la universidad tendrá que responder por tenerles a ustedes aquí.

El profesor, un hombre de aspecto severo, ya entrado en años, iba a responder cuando se vio interrumpido por los gritos de un muchacho que corría hacia él.

– ¡Profesor Cohen, venga! ¡Deprisa!

El profesor aguardó a que el chico llegara.

– ¿Qué pasa, Ali?

– El profesor Wesser quiere que vaya usted, dice que en las tablillas hay algo extraordinario.

El joven Ali sonreía, se le notaba contento. Había tenido suerte al ser contratado por aquellos locos que excavaban la tierra en busca de estatuas y parecían contentarse con trozos de arcilla con extrañas inscripciones.

El profesor Wesser y el profesor Cohen dirigían a aquel grupo de jóvenes que se había instalado en Jaran. No tardarían en marcharse puesto que acababa de comenzar septiembre, y el año anterior se habían ido en esas fechas. «Pero volverán -se dijo Ali-, volverán a buscar esos trozos de arcilla por los que muestran tanto interés.»

El profesor Cohen siguió a Ali hacia el pozo situado a unos cientos de metros del sitio arqueológico donde excavaban en los últimos meses. Ni siquiera se dio cuenta de que Alfred Tannenberg le seguía, intrigado por el descubrimiento que pudiera haber hecho el profesor Wesser.

– ¡Jacob, mira lo que dice aquí! -indicó el profesor Wesser al profesor Cohen tendiéndole un par de tablillas.

Jacob Cohen sacó las gafas de un estuche metálico que guardaba en un bolsillo de la chaqueta y comenzó a pasar el dedo índice por las líneas de signos escritas en una tablilla de unos treinta centímetros. Cuando terminó de leer miró a su colega y se abrazaron.

– ¡Alabado sea Dios! Aaron, no puedo creer que esto sea cierto.

– Lo es, amigo mío, lo es, y lo hemos encontrado gracias a Ali.

El muchacho sonrió con orgullo. Había sido él quien le había contado al profesor Wesser que cerca de allí había un pozo hecho con ladrillos que tenían los mismos dibujos que esas tablillas tan apreciadas por él. Aaron Wesser no se lo pensó dos veces y se dejó guiar por el joven hasta el pozo, sabiendo que no era extraño que los campesinos hubieran utilizado restos de tablillas en su construcción, del mismo modo que lo hacían en sus propias casas.

El pozo no llamaba la atención por nada y sólo unos ojos expertos se habrían fijado en que algunos ladrillos en realidad no eran tales.

El profesor Wesser empezó a examinarlos uno por uno, descifrando el contenido de aquellos signos que tanto fascinaban a Ali, que no podía entender cómo aquellos extranjeros decían que aquello eran las letras que utilizaban sus antepasados.

De repente el profesor Wesser había gritado; Ali se sobresaltó, preocupado porque hubiera sufrido alguna mordedura de serpiente o la picadura de algún escorpión. Pero lo único que quería el profesor Wesser es que le llevara sus herramientas para desprender un par de ladrillos, operación que, según comprobó Ali, en nada afectaría a la estructura del pozo.

Así que corrió hacia la casa donde dormía el profesor Wesser, se hizo con sus herramientas y se las llevó tan rápido como fue capaz.

– Ahora sabemos que cuando el patriarca Abraham marchó hacia la Tierra Prometida llevó consigo la historia del Génesis. Dios se lo reveló -afirmó Aaron Wesser.

– Pero ¿quién sería ese Shamas? -preguntó el profesor Cohen-. En la Biblia no hay ninguna referencia a ningún Shamas, y el relato de los patriarcas es minucioso…

– Tienes razón, pero estas tablillas no dejan lugar a dudas. Ahora debemos buscar ese relato, las tablillas donde ese Shamas escribió el Génesis contado por Abraham -apuntó el profesor Wesser.

– Tienen que estar aquí. Abraham pasó largo tiempo en Jaran antes de emprender viaje a Canaán; debemos encontrarlas -exclamó entusiasmado el profesor Cohen.

– De modo que nuestros antepasados conocieron el Génesis a través de Abraham -murmuró Aaron Wesser.

– Pero lo más importante, amigo mío, es que si estas dos tablillas no mienten hay una Biblia, una Biblia escrita en barro, una Biblia inspirada por Abraham.

– La Biblia de Barro. ¡Dios mío, si encontramos esas tablillas éste será el descubrimiento más importante que se haya hecho nunca!

Alfred Tannenberg observaba fascinado la conversación de los dos profesores, que en su entusiasmo no reparaban en su presencia. Iba a arrancar las tablillas de las manos del profesor Cohen cuando uno de sus compañeros de expedición, otro joven universitario como él, llegó corriendo agitando un telegrama.

– ¡La guerra! ¡La guerra! ¡Alfred, hemos entrado en guerra; vamos a quitar a los polacos lo que nos robaron! ¡Danzig volverá a ser parte de nuestra bendita patria! ¿Te das cuenta, Alfred? Hitler devolverá la dignidad a Alemania. Ten, tú también has recibido un telegrama.

– Gracias, Georg, ¡hoy es un gran día! Debemos celebrarlo -dijo el joven Tannenberg comenzando a leer ávidamente su telegrama ante la mirada preocupada de los dos profesores, que habían enmudecido al escuchar a los dos jóvenes.

– Mi padre dice que les estamos dando una buena paliza a los polacos -afirmó Georg.

– Y el mío me dice que Francia y el Reino Unido nos van a declarar la guerra. Georg, debemos de regresar, no quiero perderme este momento, debemos estar con Hitler; él devolverá la grandeza a Alemania y yo quiero participar.

– ¡Están locos!

Los dos jóvenes miraron con odio al profesor Cohen.

– ¿Cómo se atreve a insultarnos? -le dijo Alfred Tannenberg mientras agarraba por la pechera de la camisa al viejo profesor.

– ¡Suelte al profesor Cohen! -le ordenó Aaron Wesser.

– ¡Cállate, judío de mierda! -dijo el joven llamado Georg.

Ali contemplaba aterrado la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Temía lo que pudieran hacerle los dos jóvenes, que habían comenzado a golpear a los profesores que apenas podían defenderse.

Cuando los dos hombres cayeron al suelo cubiertos de sangre, Georg y Alfred repararon en Ali. Intercambiaron una mirada maligna y después arremetieron a patadas con el niño, que no alcanzaba a cubrirse la cabeza de los golpes que le propinaban.

– ¡Basta! ¡Basta! ¡Le están matando! -gritaba el profesor Cohen.

Alfred Tannenberg sacó una pequeña pistola que llevaba guardada en el pantalón y disparó al profesor Cohen. Luego se volvió a donde estaba el profesor Wesser y le disparó entre los ojos. La última bala fue para el pequeño Ali, que yacía agonizando por la paliza recibida.

– Eran unos cerdos judíos -alegó Alfred Tannenberg a su amigo Georg, que le miraba con ojos divertidos.

– Me da igual que les hayas matado -respondió Georg-; pero ya me dirás cómo lo explicamos.

Alfred Tannenberg se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo, deleitándose con las volutas de humo que dejaba escapar y deshacer por la brisa de la tarde.

– Diremos que los hemos encontrado muertos.

– ¿Así de sencillo?

– Así de sencillo. Cualquiera puede haberles matado para robarles, ¿no?

– Si tú lo dices, Alfred… Bien, tracemos un plan para no contradecirnos. ¿Sabes?, tienes razón. Alemania tiene que hacer realidad el sueño de Hitler; estos extranjeros están chupándonos la sangre y contaminando nuestra patria.

– Tengo algo que contarte, algo importante, que sólo compartiremos con Heinrich y con Franz.

– ¿Qué es? -preguntó Georg, interesado.

– Mira el pozo.

– Lo estoy viendo.

– Observa que faltan dos trozos, dos ladrillos. Son esos de ahí.

– ¿Y qué hay de extraordinario en esos ladrillos?

– Según los viejos, son dos tablillas con una revelación extraordinaria. Al parecer el patriarca Abraham fue quien transmitió el Génesis a… a su pueblo. Es decir, que lo que cuenta la Biblia de la Creación lo habríamos sabido por las revelaciones de Abraham.

Georg se agachó y recogió las dos tablillas sin alcanzar a comprender el secreto de la escritura cuneiforme. Al fin y al cabo, ése iba a ser su segundo curso en la universidad.

Los dos querían ser arqueólogos, bueno, los cuatro, porque Franz y Heinrich eran sus mejores amigos. Habían ido a la misma escuela, tenían las mismas aficiones, habían elegido la misma carrera, y además sus padres eran amigos de la infancia. Habían cimentado su amistad, tan profunda como indestructible, en una de las napolas auspiciadas por Adolf Hitler, en la que una de las condiciones para entrar eran las características físicas y raciales, el ser jóvenes y robustos alemanes sin sangre contaminada.

Haber sido aceptados en la napola había sido un honor para ellos y sus familias, puesto que sólo se admitía a aquellos chicos cuyo aspecto físico y expediente académico estuvieran a la par.

Historia, geografía, biología, matemáticas, música y deporte, sobre todo deporte, eran entre otras las actividades de estas escuelas especiales que se habían montado sobre las antiguas instituciones de cadetes donde se formaba a los oficiales de la Alemania imperial y de Prusia. Por eso también se ejercitaban como paramilitares jugando a «capturar» un puente, saber leer un mapa topográfico, desalojar un bosque ocupado por otro grupo o caminar toda la noche a la intemperie.

Pero nada tenían que ver aquellas escuelas con las napolas inspiradas por Hitler, encaminadas a formar a la élite de la Alemania que él soñaba. Por eso los hijos de las clases adineradas compartían educación con los chicos de la clase obrera que habían destacado en sus escuelas locales y que tenían el porte físico que tanto gustaba al Führer.

Cuando Alfred, Georg, Heinrich y Franz acabaron su período de formación en la napola y pasaron el examen de grado tuvieron que decidir hacia dónde encaminaban su futuro, si hacia el ejército, el partido, la administración y la industria o hacia la vida académica. En el caso de los cuatro no hubo dudas, sus padres no les dejaron opción y acordaron que debían incorporarse a la universidad y obtener un doctorado.

Los cuatro ansiaban contribuir a cambiar la empobrecida Alemania, aunque ninguno de ellos carecía de nada.

El padre de Alfred era empresario textil. El de Heinrich abogado, al igual que el de Franz, mientras que el de Georg era médico.

Adolf Hitler era su héroe, también el de sus padres y el de la mayoría de sus amigos. Creían en aquel hombre como si de un dios se tratara, y vibraban con sus arengas convencidos de que cuanto decía haría grande a Alemania.

Se pusieron de acuerdo sobre lo que iban a decir y guardaron las tablillas cuidadosamente. Le pedirían al profesor Keitel, un fiel seguidor de Hitler y miembro como ellos de aquella expedición arqueológica, y un estudioso de la escritura cuneiforme, que les desvelara el contenido exacto de aquellas tablillas.

El profesor Keitel estaba en deuda con el padre de Alfred. Su familia había trabajado en la fábrica textil, y él mismo lo había hecho hasta lograr ingresar en la universidad gracias al señor Tannenberg, que también le había apadrinado moviendo influencias para conseguirle un puesto de profesor ayudante. Desgraciadamente le habían colocado junto al profesor Cohen, un judío al que despreciaba con toda su alma, pero el profesor Keitel aguantó la humillación que suponía trabajar con un judío a la espera del día en que éstos fueran desplazados de la sociedad.

Con paso apresurado y gesto compungido llegaron al campamento instalado cerca del lugar donde estaban desenterrando restos milenarios.

Interpretaron a la perfección el papel de jóvenes sorprendidos por la tragedia.

Relataron, sin dar muchos detalles, cómo habían encontrado los cuerpos de los profesores y del pobre Ali.

El profesor Wesser les había avisado de que iba a ir a echar un vistazo a la zona donde estaba el viejo pozo.

El profesor Cohen le comentó a Alfred que estaba preocupado por la tardanza de su colega y que iba a buscarle acompañado por el pequeño Ali. Como no regresaban Alfred se había acercado al pozo seguido de Georg, que quería entregarle el telegrama que había recibido de su casa. Cuando llegaron se encontraron con los profesores muertos lo mismo que Ali. No sabían qué había pasado, pero, dijeron, estaban conmocionados.

Acompañados de otros arqueólogos y estudiantes regresaron al pozo para ayudar a recoger los cadáveres del profesor Cohen y del profesor Wesser. Algunos de los miembros de la expedición no pudieron soportar el espectáculo de los dos ancianos muertos y no hicieron nada por ocultar sus emociones.

Alfred y Georg interpretaron el papel de discípulos compungidos sin perder la compostura. Para ninguno de sus condiscípulos y del resto de los profesores era un secreto que a ellos no les gustaban los judíos, pero hicieron pública manifestación de dolor porque dijeron que no deseaban que los dos hombres hubieran encontrado ese final.

El profesor Keitel, a instancia de los jóvenes, se convirtió en un improvisado jefe de la expedición arqueológica. Fue él el encargado de dar cuenta del crimen a las autoridades locales y de enviar un mensajero al cónsul alemán para explicar los desgraciados hechos y recabar su ayuda para que se comunicase a la familia de los desgraciados la fatal noticia.

El profesor Keitel anunció además que daba por terminados los trabajos de la expedición, puesto que Alemania estaba en guerra y la patria les podía necesitar.

Cuando a finales de octubre llegaron a Berlín, el profesor Keitel ya había logrado descifrar el secreto de las tablillas: un tal Shamas aseguraba que el patriarca Abraham le iba a contar la historia de la creación del mundo. Antes de salir de Jaran habían intentado la búsqueda de esas tablillas misteriosas sin encontrar su rastro, pero los cuatro amigos juraron que pronto regresarían para dar con ellas, aunque tampoco volvieron a su país con las manos vacías. Bien es verdad que el profesor Keitel hizo la vista gorda ante el robo de sus cuatro protegidos, que escondieron en su equipaje algunos de los objetos desenterrados en la arena de Jaran.


– No, Alfred, no, no permitiré que te alistes en el ejército. Debes continuar tus estudios, hay otros cuerpos donde puedes ser igualmente útil.

– Alemania me necesita.

– Sí, pero no combatiendo. Aún debes de terminar tu formación.

– Georg se va a incorporar esta misma semana, y Franz y Heinrich lo mismo.

– ¡Vamos, hijo! ¿No creerás que sus padres se lo van a permitir? Piensan lo mismo que yo, que primero debéis de obtener doctorados en la universidad. Alemania necesita hombres bien formados.

– Alemania necesita hombres dispuestos a morir.

– Para morir sirve cualquiera, y Alemania no se puede permitir que mueran sus mejores jóvenes.

Herr Tannenberg clavó la mirada en su hijo sabiendo que no había logrado vencer su tozudez. Obedecería, claro, pero sin rendirse, insistiendo y argumentando su obligación de servir a la patria en el frente.

– De acuerdo, padre, haré lo que dices, pero me gustaría que reconsideraras tu decisión; al menos piénsalo.

– De acuerdo, Alfred, lo pensaré. Ahora habla con tu madre. Está organizando una velada musical y quiere que asistas. Vendrán los Hermann con su hija Greta. Ya sabes que pensamos que esa joven es idónea para ti. Sois iguales, arios puros, fuertes e inteligentes, una pareja que dará los mejores hijos a nuestro país.

– Creía que querías que me concentrara en mis estudios.

– Y es lo que tu madre y yo queremos, pero ya tienes edad de empezar a cortejar a una muchacha con la que casarte un día. Nos gustaría que esa muchacha fuera Greta.

– No tengo interés en casarme con nadie.

– Comprendo que a tu edad todavía no quieras comprometerte, pero con el tiempo lo tendrás que hacer, y es mejor que vayas pensando en lo que es mejor para ti.

– ¿Tú elegiste a mi madre o tu padre la eligió por ti?

– Esa pregunta es una impertinencia.

– No, no lo es, padre, sólo quiero saber si es tradición familiar el que los padres decidan con quién deben casarse sus hijos. Pero no te apures, tanto me da Greta que cualquier otra. Al menos Greta es bonita, aunque rematadamente tonta.

– ¿Cómo te atreves a decir eso? Algún día será la madre de tus hijos.

– Yo no he dicho que quiera casarme con una mujer inteligente, prefiero a Greta, ¿sabes?, incluso creo que tiene una cualidad: siempre está callada.

Herr Tannenberg dio por terminada la conversación con su hijo. No quería seguir escuchándole arremeter contra la hija de su amigo Fritz Hermann.

Fritz era un destacado oficial de las SS, un hombre cercano a Himmler, que había compartido con él muchas jornadas en el castillo de Wewelsburg, cerca de la histórica ciudad de Paderborn, en Westfalia.

Allí se reunía una vez al año la élite de las SS, el capítulo secreto de la orden. Cada miembro tenía un sillón con una placa de plata en donde estaba grabado su nombre. A Herr Tannenberg le constaba que su amigo Fritz tenía su propio sillón, porque formaba parte del grupo de los elegidos.

Gracias a su amistad con Fritz Hermann, su pequeña fábrica textil tenía beneficios y no sufría las consecuencias de la crisis en la que estaba inmersa la economía alemana.

Fritz Hermann había recomendado a sus superiores que encargaran algunas prendas de ropa del ejército a la fábrica de su amigo Tannenberg, y éste había comenzado a confeccionar las corbatas y camisas de los SS.

Pero Tannenberg quería hacer aún más estrecha la relación ventajosa que mantenía con Fritz Hermann; para ello, nada mejor que sellar su alianza con una boda, la de su hijo mayor Alfred con la hija mayor de Hermann.

Greta no era la más agraciada de las jóvenes aunque tampoco era fea. Rubia, con ojos azules demasiado saltones y piel blanquísima, la muchacha tenía tendencia a la gordura, que se reflejaba en sus manos regordetas. Su madre, la señora Hermann, sometía a su hija a estrictos regímenes para controlar su tendencia al sobrepeso, y su padre la obligaba a hacer ejercicio físico con la vana esperanza de estilizar sus miembros.

Lo que nadie podía negar a Greta es que era una virtuosa del violonchelo. Sus padres habían intentado en vano que aprendiera a tocar el piano como el resto de las jóvenes de su posición, pero Greta se había mostrado inflexible hasta conseguir el permiso paterno para recibir clases de chelo. Por lo demás, era una hija obediente que jamás había dado el más mínimo problema a sus progenitores. Sus tres hermanos, de diez, trece y quince años, la adoraban porque, a pesar de que sólo tenía dieciocho años, tenían en ella a una segunda madre.


En la universidad ya no quedaban profesores judíos. La mayoría había tenido que huir dejando atrás todas sus pertenencias; los que se habían quedado convencidos de que al final la razón se impondría puesto que nada habían hecho y eran tan buenos alemanes como el que más, ahora estaban en campos de concentración. Por eso no importó a nadie que no regresaran de Jaran ni el bueno del profesor Cohen ni el bueno del profesor Wesser. En realidad los dos ancianos, aunque máximas autoridades de la lengua sumeria, estaban apartados de toda actividad docente, y si fueron a Jaran fue porque el director de la universidad, del que los alumnos sospechaban que pudiera tener sangre judía, había logrado sacarles dos años antes de Alemania haciéndoles participar de esa misión arqueológica.

Les había mantenido en Jaran durante los dos últimos años, aun cuando los participantes de la misión regresaban a Alemania una vez terminados los meses previstos de trabajo. Desgraciadamente, los dos ancianos profesores habían encontrado la muerte en aquella región del norte de Siria.


Alfred había invitado a sus amigos a la velada musical organizada por su madre. Pensaba que así se le haría menos gravosa la obligación impuesta por su padre. Le gustaba la música, pero no aquellos conciertos en casa, en los que su madre se ponía al piano y sus amigas y sus hijas tocaban otros instrumentos intentando sorprenderles con piezas que habían ensayado durante semanas.

Admiraba a su madre; en realidad creía que no había ninguna mujer más hermosa que ella. Alta, delgada, con el cabello castaño y los ojos de color gris azulado, Helena Tannenberg era una mujer con una elegancia natural que siempre despertaba murmullos de admiración por dondequiera que fuera.

Verla junto a Greta era recordar el cuento del patito feo y el cisne. Naturalmente el cisne era la señora Tannenberg.

– Así que tu padre quiere que te cases con Greta. ¡Menuda suerte! -bromeaba Georg pinchando a Alfred.

– Veremos a quién te elige tu padre para ti.

– Sabe que es inútil siquiera que lo intente. No me casaré nunca -afirmaba Georg.

– Tendrás que hacerlo, todos tendremos que hacerlo, nuestro Führer nos quiere a todos casados y procreando hijos de la verdadera raza aria -dijo riendo Heinrich.

– Ya, pues vosotros podéis tener cuantos hijos os venga en gana, y uno más por mí. Yo no tengo ganas de reproducirme -insistía Georg.

– ¡Vamos, Georg, seguro que te gusta alguna de estas jóvenes! No están del todo mal… -terciaba Franz.

– ¿Aún no os habéis dado cuenta de mi desinterés por las mujeres?

El tono entre cínico y amargo de su amigo les hizo desviar la conversación hacia otros temas menos comprometidos. Ninguno quería escuchar lo que Georg les pudiera decir al respecto. Si lo hacía, la amistad que le profesaban no podría ser igual.

El padre de Alfred se acercó con Fritz Hermann al grupo formado por su hijo y sus amigos.

Hermann se interesó por los estudios de los muchachos y les instó a empezar a colaborar en la defensa de Alemania.

– Estudiad, pero no olvidéis que el Reich necesita jóvenes como vosotros en primera línea.

– ¿Podrían admitirnos en las SS?

La pregunta de Alfred cogió de improviso a su padre y también a sus amigos.

– ¿Vosotros en las SS? ¡Pero eso sería fantástico! Nuestro Reichführer se sentiría orgulloso de contar con jóvenes como vosotros. Yo puedo facilitar vuestro ingreso en las SS de manera inmediata. Mañana por la tarde os espero en mi despacho, ya sabéis dónde está el cuartel general de la ESHA (Oficina de Seguridad del Reich), en la Prinz Albrechtstrasse. ¡Esta velada está resultando mucho mejor de lo que esperaba! -exclamó un satisfecho Fritz Hermann.

Una vez que el señor Tannenberg y el señor Hermann fueron reclamados por otro grupo de invitados, Georg increpó a Alfred.

– ¿Se puede saber qué pretendes? ¡No tengo ninguna gana de incorporarme ni a las SS ni a la Gestapo ni a ninguno de los gloriosos cuerpos del Reich! Mi intención es ayudar a mi padre y seguir excavando allá donde nos dejen. Quiero ser arqueólogo, no soldado, y pensaba que vosotros queríais lo mismo.

– ¡Vamos, Georg! Sabes que no podemos estar mucho tiempo más sin incorporarnos al ejército, a las SS o algún otro cuerpo. A nuestros padres les empiezan a mirar mal; el mío no quiere que vaya al ejército, pues bien, entraré en las SS, donde espero que mi futuro suegro me busque un destino cómodo donde no tenga que preocuparme de nada. Vosotros deberíais hacer otro tanto de lo mismo -se excusó Alfred.

– ¿Sabes, amigo? -terció Heinrich-, tienes razón. Yo te acompañaré a la cita con Hermann. No me vendrá mal un buen puesto en las SS y dejar de depender de mi padre.

– O sea, que vamos a ser SS -admitió Franz.

– ¿Se te ocurre algo mejor? -le preguntó Alfred.

– No, realmente no. Yo también estoy contigo -asintió de nuevo Franz.

– ¡Sois unos estúpidos! ¿A qué viene esto? -En la voz de Georg se percibía cierto tono de desesperación.

– Viene a que estamos en guerra y tenemos la obligación de hacer algo por Alemania. Mi padre tiene razón, para morir vale cualquiera, de manera que hemos de estar donde podamos ser útiles sin que nos maten, y que además el lugar nos pueda ser útil a nosotros mismos. Creo que le pediré a Hermann que me envíe a alguno de los campos, quizá a Dachau. Es un buen lugar para pasar la guerra.


El secretario de Fritz Hermann les pidió que esperaran en una sala contigua al despacho, y les dio a entender que su jefe estaba en aquel momento con el mismísimo Himmler.

Los cuatro amigos aguardaron pacientemente durante media hora antes de ser recibidos por Hermann.

– ¡Pasad, pasad! Qué alegría teneros aquí. Le he hablado al Reichführer de vosotros, y en cuanto hayáis cumplido con todas las formalidades y pertenezcáis a las SS os llevaré a conocerle.

Fritz Hermann escuchó pacientemente las pretensiones de los jóvenes, con las que estuvo de acuerdo: Alfred y Heinrich querían ser destinados a la oficina política de algunos de los campos donde tenían prisioneros a los enemigos de Alemania, Franz prefería ir al frente en alguna de las unidades de las SS, las Waffen, y Georg pidió incorporarse a alguna unidad de los servicios de información.

– ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¡En las SS podréis desarrollar lo mejor de vuestra inteligencia y cualidades!

Aquella tarde los cuatro amigos salieron del despacho de Hermann convertidos en miembros de las SS. Fritz Hermann se había mostrado ciertamente eficaz, y en poco menos de dos horas les había encontrado a cada uno un destino dentro del cuartel general; así podrían continuar con sus estudios en la universidad además de pertenecer a las SS.


– ¡Bebamos por Alemania! -dijo Alfred alzando una jarra de cerveza.

– Bebamos por nosotros -le respondió Georg.

Fue una noche larga, tanto que no regresaron a sus casas hasta que no despuntó el alba. Comenzaban una nueva etapa de sus vidas, pero los cuatro juraron que nada ni nadie destruiría su amistad, no importa dónde estuviera cada uno en el futuro. Tenían dos años por delante antes de que Fritz Hermann se encargara de enviarles a su destino. Un destino que en el caso de Alfred Tannenberg sería Austria, como enlace de la Oficina Central de Seguridad del Reich.

Heinrich acompañaría a Alfred a Austria como supervisor de la Oficina Central de Administración y Economía de las SS, un organismo encargado de la supervisión de los campos, y en el caso de Austria estaba el de Mauthausen, uno de los campos preferidos de Himmler. Franz se incorporó a una de las unidades especiales de comandos de las SS y Georg fue admitido en la SR, el servicio de información controlado por el temido Reinhardt Heydrich, que era un servicio que competía con otro servicio de información no menos eficaz, el del Abwer, controlado por el almirante Canaris.


Franz Zieris, el comandante de Mauthausen, recibió con cautela a los dos jóvenes enviados por Berlín, sobre todo a Alfred Tannenberg. Llegaba del cuartel general, y además era un protegido de Fritz Hermann, con cuya hija, Greta, se acababa de casar. Por tanto, no hacía falta que nadie dijera a Zieris que la carrera de Tannenberg debía de ser meteórica. Tanto Alfred como Heinrich eran oficiales de las SS de una categoría especial, la de los universitarios, en contraste con el jefe Zieris, cuya profesión había sido la de carpintero.

Lo cierto es que Tannenberg resultó ser un oficial más competente de lo que Franz Zieris había imaginado. Además, tenía ideas ingeniosas para llevar a cabo las órdenes de Himmler de deshacerse de los detenidos que no resultaban de ninguna utilidad. Pero, sobre todo, tanto Alfred como Heinrich sabían cómo conseguir el objetivo de su Reichführer con los prisioneros: hacerles trabajar hasta la extenuación durante unos meses y, una vez que estuvieran convertidos en auténticas ruinas humanas, eliminarlos.

La vida en aquel pueblo, situado en el corazón del valle del Danubio y rodeado de abetos, resultó tan placentera como ambos amigos deseaban. El lugar no podía ser más pintoresco, con las granjas diseminadas por los prados y el río caudaloso abriéndose paso entre los árboles. El paisaje apacible contrastaba con la máquina de la muerte que era el campo de Mauthausen, que se había ampliado con filiales por todo el territorio habida cuenta del volumen de prisioneros que llegaban semana tras semana.

La organización del campo de Mauthausen era similar a la de otros campos. Constaba de una Oficina Política, del Departamento de Custodia de los detenidos, el servicio sanitario, la administración y la jefatura de la guarnición.

Zieris les acompañó durante su visita a Mauthausen, pero después encargó a uno de sus hombres, el comandante Schmidt, que les explicara el funcionamiento del campo.

– Para distinguir a los deportados llevan cosido un triángulo que nos indica su delito. El verde es el de los delincuentes comunes, el negro el de los asociales, los gitanos, mendigos, rateros, el rosa es el de los homosexuales, el rojo el de los delincuentes políticos, el amarillo el de los cerdos judíos y el morado el de los objetores de conciencia.

– ¿Hay intentos de fuga? -preguntó Heinrich.

– ¿Quieres ver un intento de fuga? -le preguntó a su vez el comandante Schmidt.

– No le entiendo…

– Venid, os voy a ofrecer un espectáculo de fuga en directo. Acompañadme a la cantera.

Heinrich y Alfred se miraron extrañados, pero siguieron al comandante. Bajaron los ciento ochenta y seis escalones de la que se conocía como «escalera de la muerte», que separaba la cantera del campo. Schmidt llamó a uno de los kapos encargados de la vigilancia de los prisioneros. El kapo llevaba un triángulo verde y, según les contó el comandante, aquel hombre había asesinado a varios hombres. Alto, fornido y tuerto, el kapo inspiraba un profundo temor a los prisioneros, que habían experimentado su brutalidad en no pocas ocasiones.

– Hans, elige a uno de estos miserables -le indicó el comandante Schmidt al kapo.

El asesino no lo pensó dos veces y fue en busca de un hombrecillo de pelo cano, con las manos desolladas y un estado de delgadez tal que parecía imposible que le quedaran fuerzas para moverse. El triángulo que llevaba era rojo.

– Es un maldito comunista -aseguró el kapo mientras le empujaba hacia donde estaba el comandante y los dos nuevos oficiales de las SS.

El comandante Schmidt no dijo ni una palabra; le quitó la gorra que llevaba y la tiró hacia las alambradas.

– Recógela -ordenó al prisionero.

Éste se puso a temblar y dudó si obedecer la orden, aunque sabía que no tenía opción.

– ¡Ve a por la gorra! -gritó Schmidt.

El hombrecillo empezó a caminar hacia la alambrada con paso lento hasta que de nuevo la voz imperiosa del comandante, instándole a correr, le obligó a iniciar una cansina carrera. Cuando llegó cerca de la alambrada donde había caído su gorra, ni siquiera tuvo tiempo de agacharse para recogerla. Una ráfaga de subfusil disparada por uno de los centinelas acabó con lo que le quedaba de vida.

– En ocasiones la gorra cae sobre la alambrada, y al recogerla el prisionero recibe una descarga de alta tensión que acaba con él. Una boca menos que alimentar.

– Impresionante -aseguró Heinrich.

– Demasiado fácil -sentenció Alfred.

– ¿Demasiado fácil? -preguntó preocupado el comandante Schmidt.

– Sí, es una manera muy simple de acabar con la escoria.

– En realidad, señor, tenemos otros métodos.

– Enséñenoslos -pidió Heinrich.


Aparentemente aquélla era una sala con unas duchas, pero el olor que impregnaba las paredes indicaba que no era agua lo que salía de las tuberías.

– Utilizamos gas Cyclon B, que es un compuesto de hidrógeno, nitrógeno y carbono -les informó el comandante Schmidt.

– ¿Y con eso bañan a los prisioneros? -preguntó Heinrich soltando una risotada.

– Efectivamente. Les traemos aquí, y cuando se quieren dar cuenta ya están muertos. Aquí nos deshacemos de los recién llegados. Cuando el mando envía más prisioneros de los que debemos deshacernos inmediatamente, nada más llegar al campo les traemos a darse una ducha de la que nunca salen.

»El resto de los deportados no tiene ni idea de lo que pasa aquí; de lo contrario podrían tener la tentación de amotinarse si les traemos a ducharse. Cuando llevan un tiempo en Mauthausen y ya no sirven para nada les enviamos a Hartheim. Claro que también hay otras duchas no menos eficaces.

– ¿Otras duchas? -quiso saber Heinrich.

– Sí, estamos experimentando un nuevo sistema para deshacernos de los indeseables. Cuando terminan de trabajar en la cantera les mandamos ducharse ahí, en ese estanque, al final de la explanada. Se desnudan y durante media hora tienen que aguantar el agua helada. La mayoría caen muertos, según el doctor por problemas de circulación.

Por la tarde la visita continuó. Schmidt les acompañó al castillo de Hartheim. El lugar parecía encantador, y el servicio del castillo amable y eficiente.

El comandante les condujo hacia las antiguas mazmorras que se cerraban con trampillas y escotillones. En realidad, en aquel subsuelo se había instalado otra cámara de gas, para los prisioneros que llevaban tiempo en Mauthausen.

– Cuando están muy enfermos les decimos que les trasladamos aquí, a este castillo, que en realidad es un sanatorio. Ellos suben confiados a los transportes. Una vez aquí les mandamos desnudarse, les fotografiamos y les conducimos a este subterráneo. Después de haberles gaseado, se les quema en el crematorio. Eso sí, tenemos un buen equipo de dentistas, tanto aquí como abajo, en Mauthausen, para retirar a estos desgraciados los dientes de oro.

»Además, en Hartheim también se recibe para su liquidación a esos seres que envilecen nuestra sociedad: nos hemos deshecho de más de quince mil enfermos mentales llegados de toda Austria.

– Impresionante -afirmó Alfred.

– Sólo cumplimos con las disposiciones del Führer


Alfred Tannenberg y Heinrich aprendieron a conocerse a sí mismos en Mauthausen. Descubrieron que les proporcionaba placer quitar la vida a otros hombres. Alfred prefería, como Zieris, el comandante supremo de Mauthausen, matar disparando a la nuca de los prisioneros.

A Heinrich le divertía jugar a tirar las gorras de los prisioneros a las alambradas como les había enseñado el comandante el primer día.

Había tardes en las que con este método mataba a decenas de hombres desesperados, algunos de los cuales avanzaban hacia la muerte como si se tratase del camino de la liberación.

También hicieron buena amistad con algunos de los médicos del campo que gustaban de experimentar con los prisioneros.

– La ciencia avanza gracias a que aquí disponemos de material de sobra para conocer mejor los secretos de nuestro cuerpo -le contaba Alfred a Greta durante la sobremesa en las largas noches del invierno, explicándole con todo lujo de detalles cómo se inoculaba a hombres, mujeres y niños aún sanos distintos virus para ver el desarrollo de la enfermedad. También les operaban de enfermedades inexistentes para conocer mejor los entresijos de la máquina que es el cuerpo humano.

Greta asentía sumisa a cuanto le decía su marido sin cuestionar ni una de sus palabras. En Mauthausen, y en el resto de los campos que con tanta frecuencia Alfred tenía que visitar, no había seres humanos, al menos no había gente como ellos, sólo judíos, gitanos, comunistas, homosexuales y delincuentes, de los que bien podía prescindir la sociedad. Alemania no necesitaba a gentuza como aquélla, y si sus cuerpos servían para que avanzara la ciencia, al menos sus vidas habrían tenido un sentido, pensaba Greta, mirando entusiasmada a su marido.


– Heinrich, hoy he hablado con Georg. Dice que Himmler está satisfecho con los acuerdos a que estamos llegando con los grandes industriales. Nosotros les proveemos de mano de obra y ellos hacen más grande a Alemania y a nuestra causa. Las fábricas necesitan obreros, nuestros hombres están en el frente. Además, Himmler quiere que estemos preparados para que después de la guerra, las SS seamos económicamente autosuficientes. Aquí tenemos gente de sobra que nos sirva para ese fin.

– Vamos, Alfred, aquí la mano de obra no sirve más allá que para cargar con piedras desde la cantera. Además, no estoy de acuerdo con esa política. Debemos acabar con ellos o nunca solucionaremos el problema de Alemania.

– Podemos utilizar más a las mujeres… -sugirió Alfred.

– ¿Las mujeres? Debemos exterminarlas a ellas primero, es la única manera de evitar que tengan hijos, y que éstos vuelvan a chupar la sangre de Alemania -argumentó Heinrich.

– Bueno, pues lo queramos o no, las órdenes son las órdenes, y debemos cumplirlas. Tienes que seleccionar a los prisioneros que estén en mejor estado. Nuestras fábricas necesitan obreros y Himmler quiere que se los proporcionemos.

– Yo también he hablado con Georg.

– Lo sé, Heinrich, lo sé.

– Entonces sabrás que llegará en un par de días con su padre.

– Llevo horas organizándolo todo, Zieris no quiere fallos. El padre de Georg es uno de los médicos preferidos por el cuartel general y el tío de Georg, que también viene, es un ilustre profesor de Física. El resto de la expedición está formada por otros civiles que cuentan con el aprecio del Führer y tienen mucho interés por conocer los experimentos de los médicos de Mauthausen.

– ¿Sabes, Alfred?, estoy deseando ver a Georg…

– Yo también, Heinrich; pero además Georg nos prepara una sorpresa: puede que traiga a Franz. No me lo ha dicho, pero me ha anunciado que nos va a dar una sorpresa, y la mejor sorpresa sería que volviéramos a reunirnos los cuatro.

– La última carta de Franz era desoladora, las cosas no van bien en el frente ruso.

– Las cosas no van bien en ninguna parte, tú y yo lo sabemos. Bueno, pero no hablemos ahora de política.

– Alfred, ¿sabes de qué experimento se trata el que quieren mostrar al padre de Georg y a los médicos de Berlín?

– Esas perras son una carga difícil de soportar. Han llegado al campo embarazadas, no podemos gastar el dinero del Estado en mantener a ese gente. Los médicos quieren ver el nivel de resistencia de las mujeres en circunstancias extremas. El doctor cree que las muy zorras pueden aguantar más de lo que parece.

»Les he sugerido que las traigan aquí, y que sean ellas las que bajen a la cantera y suban con las piedras cargadas a la espalda. Veremos cuántas aguantan y cuántas buscan las balas de los guardias, aunque ya sabes que creo que es un error permitirles morir tan fácilmente. Es una muerte rápida, demasiado rápida para esa gentuza. Creo que también las abrirán para estudiar los fetos, no sé qué quieren comprobar, pero según el doctor, eso servirá para ampliar los conocimientos científicos de la humanidad.

– ¿Y sus hijos? -preguntó Heinrich-. A algunas las han llevado a los campos con sus bastardos.

– También les llevaremos a la cantera, y después, que asistan al tratamiento médico que daremos a sus madres. Ven, vamos a hablar con el doctor. Es él quien ha desarrollado la fórmula para la inyección. Veremos el efecto que les produce cuando les clave la aguja en el corazón. Claro que antes a algunas les daremos un baño.

– ¿Con cuántas van a experimentar?

– He seleccionado a cincuenta, entre judías, gitanas y presas políticas. Algunas ya están más muertas que vivas, de manera que agradecerán llegar al final.


El día había amanecido gris, perlado con una lluvia fina, y un viento helado que se colaba por las rendijas, pero el mal tiempo no parecía afectar a los dos oficiales de las SS que miraban impacientes el reloj a la espera de ver abrirse las puertas del campo para dar entrada a la hilera de coches procedentes de Berlín.

De pie, alineadas en filas y sin moverse, cincuenta mujeres aguardaban en silencio el destino que aquellos oficiales habían pensado para ellas. Sabían que el día era especial porque así lo habían escuchado a los kapos del campo, que entre risotadas unos, y miradas de conspiración otros, les anunciaban que nunca se olvidarían de lo que iba a suceder.

Algunas llevaban dos años en el campo, trabajando para las fábricas que surtían de material a la máquina de guerra alemana; otras apenas llevaban unos meses, pero en el rostro de todas se dibujaba con igual aspereza el hambre y la desolación.

Habían sufrido toda clase de torturas y abusos por parte de sus guardianes, qué las hacían trabajar de sol a sol mostrándose inmisericordes ante cualquier signo de cansancio o debilidad.

Cuando alguna paraba de trabajar y caía agotada recibía una buena tanda de golpes con los vergajos y los bastones a los que eran tan aficionados los guardianes del campo.

Pero estaban vivas en medio de aquella pesadilla en la que transcurría su existencia porque habían sido muchas las compañeras a las que habían visto morir sin poder socorrerlas.

Algunas caían rendidas al suelo, donde eran rematadas a patadas por los más crueles de los kapos; otras caían fulminadas de un ataque al corazón después de haber llegado al límite de su resistencia; también estaban las que desaparecían, las más extenuadas, las que ya no podían trabajar, y cualquier mañana llegaban para llevárselas. Nunca más volvían a verlas, no llegaban a conocer la suerte que habían podido correr.

Cuando dejaban hijos, el resto de las mujeres, haciendo un esfuerzo sobrehumano, procuraban protegerlos como a los propios, hasta que éstos crecían y eran llevados con los hombres a otro komando o a otro campo.


Los coches llegaron a la explanada lentamente. El grupo de civiles que descendió de ellos parecía impaciente, mirando con curiosidad a su alrededor. Mauthausen estaba considerado como uno de los campos más importantes del Reich, un modelo seguido por otros campos.

Georg y Alfred se fundieron en un abrazo después de saludarse con el brazo extendido y decir el preceptivo «Heil, Hitler!». Antes de que los dos amigos se separaran, escucharon la exclamación alegre de Heinrich:

– ¡Franz! ¡Dios santo, has venido!

– ¡Franz! -Alfred se abrazó de inmediato a su amigo.

Los cuatro demostraron sin pudor la alegría que les producía el encuentro, sin importarles las miradas críticas del comandante de Mauthausen, Zieris, ni de los otros jefes de las SS. Se sabían seguros, intocables, favoritos del régimen.

El padre de Alfred fabricaba buena parte de los uniformes que necesitaban los soldados; el de Franz, abogado, se había convertido en un consumado diplomático a las órdenes de Hitler, habiendo conseguido, años atrás, convencer a un buen número de países para que participaran en los juegos Olímpicos de Berlín, lo que le había convertido en un hombre de la máxima confianza del círculo del Führer; el padre de Heinrich era uno de los abogados que había puesto su talento para construir el entramado legal de la nueva Alemania, mientras que el padre de Georg era médico de confianza de los altos mandos de las SS.

Las mujeres observaban a esos cuatro jóvenes oficiales que destacaban sobre todos los demás, mientras algunas se estremecían y apretaban las manos de sus hijos, a los que les habían obligado a llevar a la explanada del campo junto a ellas.

Los niños apenas se sostenían en pie, agotados como estaban, pero obedecían a sus madres conscientes del horror que se podía desatar si contrariaban a aquellos hombres de negro.

Los cuatro oficiales que parecían tan contentos se acercaron a mirar a las prisioneras. El desprecio y el asco se reflejaba en los ojos de aquellos jóvenes ante la visión de aquellas mujeres que eran poco más que ruinas humanas.

– ¡Menudo espectáculo! -dijo Franz.

– ¡Vamos, amigo, ya verás cómo te diviertes! ¡Hoy será un gran día! -le aseguró Heinrich.

– Bueno, hemos venido a divertirnos, a ver qué nos habéis preparado -quiso saber Georg.

– Hoy será un día inolvidable, os lo aseguro -apostilló Alfred.

Luego Alfred Tannenberg hizo una seña a los kapos y éstos comenzaron a atar piedras a la espalda de las prisioneras. Tannenberg volvió a decir:

– Nos divertiremos, esto no lo vais a olvidar nunca.

Las mujeres temblaron de miedo ante las palabras de aquellos oficiales de las SS, y un gesto de desolación aún mayor de la que llevaban reflejada en el rostro pareció adueñarse de ellas.

– Un día inolvidable -murmuró de nuevo el oficial de las SS mientras sonreía.

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