12


En lo alto de la colina se olía a tomillo y era, para Joseph, un punto especial. Lo había buscado en el mapa y había llevado allá a Charlie, dando a la excursión un aire de indudable importancia. Primero viajaron en automóvil, y ahora avanzaban a pie, ascendiendo constantemente, pasando junto a colmenas, cipreses, pedregosos campos con flores amarillas. El sol no había llegado aún al punto más alto de su trayectoria. Tierra adentro se alzaban cadenas montañosas, una tras otra, de color castaño. Al este, Charlie divisó las plateadas llanuras del Egeo, hasta que la neblina las transformó en cielo. El aire olía a resina y a miel, y lo estremecía el vibrar de los cencerros de los machos cabríos. Una fresca brisa daba en un lado de la cara de Charlie y le pegaba al cuerpo su vestido de tela ligera. Tenía cogido por el brazo a Joseph, pero éste estaba con la atención tan concentrada que no parecía darse cuenta. En una ocasión, Charlie creyó ver a Dimitri sentado en unas piedras, pero cuando exclamó el nombre del muchacho, Joseph le ordenó secamente que no le saludara. En otra ocasión creyó ver la silueta de Rose, en lo alto, recortada contra el cielo, pero cuando Charlie volvió a mirar allá, nada vio.

Hasta el presente momento, el día había tenido para ellos su propia coreografía, y Charlie había dejado que Joseph la guiara a través del baile, con su habitual energía. Charlie se despertó pronto y encontró a Rachel inclinada sobre ella, diciéndole que, por favor, debía ponerse el otro vestido azul, el vestido con mangas largas. Charlie se duchó rápidamente v regresó al dormitorio totalmente desnuda, pero no encontró allí a Rachel, sino a Joseph, que estaba sentado ante una bandeja con desayuno para dos, y escuchando un boletín de noticias, en griego, que difundía su pequeña radio, a Joseph que, ante todos, había sido el hombre que había pasado la noche con ella. Charlie se refugió velozmente en el cuarto de baño, y Joseph le entregó el vestido por el estrecho espacio de la puerta entornada, alargando el brazo. Desayunaron de prisa y en casi total silencio. En conserjería, Joseph pagó la factura y se guardó el recibo. Cuando se acercaron al Mercedes, juntamente con el equipaje, encontraron a Raoul, el muchacho hippy, tumbado en el suelo, a menos de dos metros del parachoques trasero, ocupado en arreglar el motor de una motocicleta supercargada, y a Rose, reclinada en el césped, sobre una cadera, comiendo un panecillo. Charlie se preguntó cuánto tiempo llevarían allí aquel par, y a santo de qué tenían que vigilar el automóvil. Joseph condujo el automóvil descendiendo por la carretera durante una milla, hasta llegar a unas ruinas, y allí lo aparcó, mucho antes de que los restantes mortales comenzaran a hacer cola. Entraron por una puerta lateral, y Joseph obsequió a Charlie con una nueva vista, con explicaciones suyas, el centro del universo. Le mostró el templo de Apolo y el muro dórico con sus himnos de alabanza en él inscritos, y la piedra que había señalado el ombligo del mundo. Le mostró los Tesoros y le habló de las muchas guerras que se habían librado para estar en posesión del oráculo. Sin embargo, Joseph no se comportó con la ligereza con que lo había hecho en la Acrópolis. Charlie le imaginó leyendo una lista grabada en su memoria y poniendo una marca en cada tema explicado, mientras iban con prisas de un lado a otro.

Al regresar al automóvil, Joseph le entregó la llave, y Charlie preguntó:

- ¿Conduzco yo?

- ¿Por qué no? Creía que tu debilidad eran los buenos automóviles.

Se dirigieron hacia el norte siguiendo sinuosas carreteras desiertas y, al principio, Joseph poco hizo como no fuera valorar la manera de conducir de Charlie, de una forma muy parecida a la que se usa para la obtención del carnet de primera, pero no consiguió ponerla nerviosa, y, al parecer, tampoco Charlie puso nervioso a Joseph, ya que éste poco tardó en abrir el mapa sobre sus rodillas y a estudiarlo. El automóvil se conducía como en un sueño, y la carretera pasaba de tener trechos asfaltados a tener trechos con grava. En cada curva cerrada se alzaba una nube de polvo que, iluminada por el claro sol, se perdía confundiéndose con el maravilloso paisaje. Bruscamente, Joseph dobló el mapa y volvió a guardarlo en el bolsillo en la portezuela. Joseph preguntó:

- Bueno, Charlie: ¿estás dispuesta?

Lo hizo tan bruscamente como si Charlie le hubiera obligado a esperar. Acto seguido, Joseph reanudó su relato.

Al principio, los dos seguían en Nottingham, llevados los dos por una culminante oleada de frenético amor. Habían pasado dos noches y un día en el motel, y así constaba en el libro de registro. Joseph dijo:

- Los empleados del motel, en el caso de que se les exija, recordarán a una pareja de enamorados con nuestro aspecto físico. Nuestro dormitorio se encontraba en el extremo oeste del complejo, con ventanas que daban a un jardincillo. A su debido tiempo te llevarán allá y podrás ver cómo es.

Dijo que pasaron casi todo el tiempo en cama, hablando de política, hablando de su vivir y haciendo el amor. Al parecer, las únicas interrupciones fueron un par de salidas al campo, en los alrededores de Nottingham, pero fueron cortas, ya que pronto quedaron de nuevo embargados por sus sentimientos amorosos, y regresaron corriendo al hotel.

En un intento de arrancar a Joseph de su negro estado de ánimo, Charlie le dijo:

- ¿Y por qué no lo hicimos en el automóvil? Me encantan estos actos de amor improvisados.

- Respeto tus gustos, pero, por desdicha, Michel es un hombre un tanto tímido en esta materia y prefiere la intimidad del hotel. Animada por el mismo propósito, Charlie preguntó:

- ¿Y qué puntuación tiene Michel en estos asuntos? Joseph también intentó contestar esta pregunta:

- Según los informes de las más solventes fuentes, le falta un poco de imaginación, pero tiene un entusiasmo sin límites y su virilidad es impresionante.

Gravemente, Charlie dijo:

- Muchas gracias.

Joseph prosiguió. El lunes por la mañana, a primera hora, Michel regresó a Londres, pero Charlie, que no tenía ensayo hasta la tarde, se quedó, con el corazón roto, en el motel. Joseph describió rápidamente el penoso día de Charlie.

- El día es negro como un entierro. Sigue lloviendo. Acuérdate del tiempo. Al principio, lloras tanto que ni siquiera puedes tenerte en pie. Yaces en la cama que todavía conserva el calor del cuerpo de Michel, llorando y llorando. Te ha dicho que hará lo posible para ir a York la semana siguiente, pero tú estás convencida de que jamás volverás a verle. ¿Y qué haces, entonces?

Joseph no le dio ocasión de contestar.

- Te sientas ante el atestado tocador, con espejo, y contemplas las marcas de sus manos en tu cuerpo, y miras cómo sigues llorando. Abres un cajón. Extraes el folleto publicitario del motel. Sacas también el papel de cartas con membrete del motel, y el bolígrafo obsequio del mismo establecimiento; y escribes a Michel. En esta carta te describes a ti misma, describes tus pensamientos más recónditos. Cinco páginas en total. Esta es la primera de las muchas, muchas, cartas que le escribirás. ¿Harías esto, llevada por tu desesperación? A fin de cuentas, eres una chica con una notable afición a escribir cartas.

- Si tuviera las señas de Michel, le escribiría.

- Te dio unas señas, en París.

Acto seguido, Joseph le dio tales señas, por mediación de una expendeduría de tabaco de Montparnasse, diciendo en el sobre: «Para Michel.» «Sí, ya que éste no te dio su apellido, ni tú se lo pediste.»

- Aquella misma noche, desde la sordidez del hotel Astral Commercial, le vuelves a escribir. Por la mañana, tan pronto te despiertas, le escribes de nuevo. Le escribes en toda clase de papeles. Durante los ensayos, en los entreactos, a ratos perdidos, le escribes apasionadamente, sin pensar, con franqueza total. -Joseph miró a Charlie e insistió-: ¿Eres capaz de esto? ¿Realmente hubieras podido escribir cartas así?

Charlie se preguntó hasta qué punto aquel hombre necesitaba seguridades. Pero Joseph se había lanzado de nuevo. Sin embargo, a pesar de las pesimistas previsiones de Charlie y para su alegría sin límites, Michel no sólo fue a York, sino que también fue a Bristol, y, mejor todavía, a Londres, donde pasó una noche mágica en el piso que Charlie tenía en Camden, noche que fue de total frenesí. Y fue precisamente allí, dijo Joseph, contento como si hubiera por fin llegado a la conclusión de una compleja demostración:

- Allí, en tu propia cama, entre declaraciones de amor eterno, fue donde tú y yo planeamos estas vacaciones en Grecia, de las que ahora estamos gozando.

Se produjo un largo silencio, durante el cual Charlie se dedicó a pensar y a conducir. Por fin, en tono un tanto escéptico, dijo:

- Para reunirme con Michel, después de haber estado en Mikonos.

- Si, ¿por qué no?

- ¿En Mikonos, con Al y todo el grupo, y luego los dejo plantados, me reúno con Michel en un restaurante de Atenas, y nos largamos los dos juntos?

- Exactamente.

Charlie decidió:

- Al no puede entrar en la historia. Si yo me hubiera entusiasmado contigo, no me hubiera llevado a Al a Mikonos. Me hubiera desprendido de él. Los que nos invitaron no incluyeron a Al. Fue él quien se enganchó. Y yo, por mi parte, prefiero a los hombres uno a uno. Soy así.

Joseph desechó esta objeción, diciendo:

- Michel no exige esa clase de lealtad. Ni la da ni la pide. Michel es un luchador, un enemigo de tu sociedad, al que la policía puede detener en cualquier instante. Y tú puedes tardar una semana o quizá seis meses en volverle a ver. ¿Es que imaginas de repente que Michel quiere que vivas como una monja? ¿Sentadita y sin hacer nada, hundida en la melancolía, confiando tus secretos a las amigas? Tonterías. Si Michel te lo dijera, serías capaz de acostarte con un ejército entero.

Pasaron junto a una capilla. Joseph ordenó:

- Reduce la velocidad.

Y volvió a estudiar el mapa.

- Más despacio. Aparca aquí. Vamos…

Joseph caminaba, ahora, más de prisa. El sendero los condujo a un grupo de chozas en ruinas y luego a una cantera abandonada, en forma del cráter de un volcán, en la cumbre de la colina. Junto al cráter había una vieja lata de petróleo. Joseph, sin decir palabra, llenó de guijarros la lata, mientras Charlie le observaba intrigada. Joseph se quitó el blazer rojo, lo dobló y lo dejó cuidadosamente en el suelo. Llevaba pistola al cinto, colgada mediante una correa, la punta del cañón estaba un poco adelantada con respecto a la línea recta descendente que comenzara en el sobaco derecho. Colgada del hombro izquierdo llevaba una funda de pistola vacía. Joseph cogió a Charlie por la muñeca, y la obligó a ponerse en cuclillas, al estilo árabe, a su lado. Dijo:

- Bueno: el caso es que Nottingham pertenece al pasado, lo mismo que York, Bristol y Londres. Hoy es hoy, el tercer día de nuestra gran luna de miel en Grecia. Estamos en el lugar en que estamos, hicimos el amor durante toda la noche, nos levantamos temprano, y Michel te ha dado una memorable conferencia sobre la cuna de nuestra civilización. Tú has conducido el automóvil y yo he tenido ocasión de comprobar lo que ya me habían dicho de ti, que te gusta conducir y que conduces bien en la medida en que puede hacerlo una mujer. Y ahora te he traído aquí, a la cumbre de esta colina, sin que tú sepas por qué. Ya has advertido que hoy me comporto con cierto retraimiento. Estoy pensativo, quizá sopesando una gran decisión. Tus intentos de sacarme de mi abstracción me irritan. ¿Qué le pasa?, te preguntas. ¿Sigue adelante nuestro amor? ¿O acaso tú has hecho algo que me ha desagradado? Y si nuestro amor sigue, ¿de qué manera sigue? Te hago sentar aquí, a mi lado, y saco la pistola.

Charlie contempló fascinada cómo Joseph extraía fácilmente la pistola y la empuñaba de tal manera que el arma parecía una prolongación de su mano.

- Como si se tratara de un privilegio inmenso y exclusivo, voy a contarte la historia de esta arma, y, por primera vez… -Joseph hizo una pausa, y, al seguir hablando, lo hizo muy lentamente para dar más énfasis a sus palabras-: Si., por primera vez haré mención de mi gran hermano, de este hermano cuya existencia constituye un secreto militar que sólo los más leales, que son poquísimos, pueden saber. Te lo digo porque te amo y porque…

Joseph dudó: «Y porque a Michel le gusta compartir secretos», pensó Charlie. Pero por nada del mundo estaba Charlie dispuesta a estropear la representación de Joseph, quien dijo:

- Y porque hoy me propongo dar el primer paso a fin de iniciarte en cuanto a camarada combatiente de nuestro ejército secreto. Cuántas y cuántas veces en tus cartas y en tus momentos de pasión amorosa has suplicado que te permitan demostrar tu lealtad mediante la acción… Y hoy vamos a dar el primer paso en este sentido.

Una vez más, Charlie se dio cuenta de la facilidad con que Joseph adoptaba modales de árabe. Lo mismo que anoche en la taberna, en aquellos instantes en que Charlie apenas podía distinguir cuál de los conflictivos espíritus de Joseph era el que le hablaba, ahora escuchaba pasmada la manera en que Joseph adoptaba el colorido estilo narrativo propio de los árabes.

- Durante toda mi vida de nómada, víctima de los usurpadores sionistas, mi gran hermano mayor brilló ante mi vista como una estrella celestial. Así fue en Jordania, en nuestro primer campamento, donde la escuela era una choza de latas llena de moscas. En Siria, a donde huimos cuando las tropas jordanas nos echaron con sus tanques. En el Líbano, donde los sionistas nos bombardearon con cañones navales y con aviones, ayudados por los chiítas. Y en medio de tantos sufrimientos, yo siempre me acordaba del gran héroe ausente, mi hermano, cuyas hazañas, que me contaba en susurros mi muy querida hermana Fatmeh, deseo ardientemente emular.

Ahora, Joseph ya no preguntaba a Charlie si le prestaba atención.

- Veo a mi hermano muy de vez en cuando, y con sumo secreto. Ya en Damasco, ya en Ammán… Una llamada: iVen! Y, entonces, paso una noche bebiendo literalmente sus palabras, la nobleza de su corazón, sus claros pensamientos de jefe, su valentía. Una noche me ordena que vaya a Beirut. Mi hermano acaba de regresar de una misión extremadamente osada, de la que yo nada puedo saber, salvo que constituyó una formidable victoria sobre los fascistas. Con él voy a escuchar a un gran orador político, libio, hombre de maravillosa retórica y de una gran capacidad de persuasión. Es el discurso más bello que he oído en mi vida. Incluso ahora te lo podría recitar. Todos los pueblos oprimidos del mundo debieran oír a ese gran libio.

Joseph sostenía el arma en la palma de la mano. La ofrecía a Charlie, como si quisiera que ésta cubriera la pistola con su mano.

- Con nuestros corazones henchidos de excitación regresamos a Beirut al alba, después del discurso. Íbamos cogidos del brazo, al modo árabe. Tengo los ojos llorosos. Llevado por un impulso, mi hermano se detiene y me abraza en plena calle. Siento su rostro sabio oprimido contra el mío. Extrae de su bolsillo esta pistola y me la entrega. Así…

Joseph cogió la mano de Charlie y puso en ella el arma, aunque mantuvo la mano sobre la de Charlie, de manera que la pistola apuntaba hacia el muro de la cantera.

- Mi hermano me dijo: «Es un regalo, para vengar nuestro pueblo, para darle la libertad, un regalo que un luchador hace a otro luchador, y recuerda que con esta arma hice mi juramento sobre la tumba de mi padre.» Me quedé mudo.

La fría mano de Joseph estaba aún sobre la de Charlie, quien sentía cómo su propia mano temblaba como un ser con vida independiente.

- Charlie, esta pistola es un objeto sagrado para mí. Te lo digo porque amé a mi padre, amo a mi hermano y te amo a ti. Dentro de unos instantes te enseñaré a disparar con ella, pero antes te pido que beses la pistola.

Charlie miró a Joseph y luego la pistola. Pero la excitada expresión del rostro de Joseph no daba lugar a excusas. Cogiendo con la otra mano el brazo de Charlie, Joseph la puso de nuevo en pie.

- Somos amantes, ¿es que no te acuerdas? Somos camaradas, servidores de la revolución. Vivimos en íntima unión de mentes y cuerpos. Soy un apasionado árabe y me gustan las grandes palabras y los grandes gestos. Besa la pistola.

- Joseph, no puedo hacerlo.

Charlie se había dirigido a la personalidad de Joseph, y éste le contestó en cuanto a tal:

- Oye, Charlie: ¿imaginas que esto es una reunión entre ingleses para tomar el té? ¿Imaginas que Michel, por el hecho de ser un guapo muchacho, está jugando?

Tras una pausa, Joseph preguntó con buena lógica:

- ¿En dónde pudo Michel aprender a jugar cuando la pistola fue el único objeto que le dio la medida de su hombría?

Charlie volvió a mover negativamente la cabeza, sin dejar de mirar la pistola. Pero la resistencia de la muchacha no irritó a Joseph, quien dijo:

- Escucha, Charlie: anoche, mientras hacíamos el amor, me preguntaste: «¿Michel, dónde está el campo de batalla?» ¿Y sabes qué hice? Puse la mano sobre tu corazón y te dije: «Estamos librando una jehad y el campo de batalla está aquí.» Eres mi discípula, y tu sentido de misión jamás ha sido tan exaltado. ¿Sabes lo que es una jehad? Es la guerra santa.

Charlie dudó, y luego oprimió sus labios sobre el pavonado metal del cañón de la pistola. Alejándose al instante de Charlie, Joseph dijo:

- Y, a partir de ahora, esta pistola forma parte de nosotros dos. La pistola es nuestro honor y nuestra bandera. ¿Lo crees?

- Si, Joseph; lo creo. Si, Michel; lo creo. Y no me obligues a volver a hacer esto. - Involuntariamente, Charlie se pasó la muñeca por los labios, como si hubiera sangre en ellos. Se odiaba a sí misma, tal como odiaba a Joseph, y se sentía un poco loca.

Cuando Charlie volvió a oír a Joseph, éste le explicaba:

- Es una Walther PPK. No es pesada, pero recuerda que todas las armas cortas son el resultado de la búsqueda de eficiencia, posibilidad de ocultación y facilidad de llevarlas. Esta es la manera en que Michel te habla de las armas. Exactamente igual que su hermano le hablaba de ellas.

Joseph se puso detrás de Charlie, le colocó las manos en las caderas, dejándola frente al blanco, y con los pies separados. Después, Joseph cogió la mano de Charlie, enlazando sus dedos con los de la muchacha, manteniendo el brazo de la chica plenamente extendido, y el cañón de la pistola apuntando al suelo, justamente entre uno y otro pie de Charlie. Joseph dijo:

- El brazo izquierdo debe estar libre y tranquilo. -Cogió el brazo izquierdo y con un movimiento le dio soltura-. Con los ojos abiertos levantas la pistola despacio hasta que se encuentre alineada con el blanco. Mantén la pistola horizontal al suelo. Así. Cuando te diga «Fuego», disparas dos veces, bajas la pistola y esperas.

Charlie bajó la pistola hasta que volvió a apuntar al suelo. Joseph dio la orden, Charlie levantó rígidamente el brazo, tal como le había dicho Joseph, oprimió el gatillo y nada ocurrió. Joseph dijo:

- Ahora, sí.

Y bajó el seguro del arma.

Charlie repitió el movimiento, oprimió el gatillo, y la pistola dio un salto en su mano como si hubiera recibido un tiro. Charlie disparó por segunda vez, y su corazón quedó invadido por aquel mismo peligroso sentimiento de excitación que experimentó la primera vez que saltó a caballo o que nadó desnuda en el mar. Charlie bajó la pistola, Joseph le dio una nueva orden, Charlie volvió a levantar el arma, mucho más de prisa, y disparó dos veces, en rápida sucesión, y una tercera vez para asegurar la suerte. Luego repitió el movimiento sin que Joseph se lo ordenara, disparando cuanto quiso, hasta que el creciente sonido de los estampidos estremeció el aire a su alrededor, y las balas, al rebotar, silbaban en el aire del valle, y volaban hacia el mar. Charlie siguió disparando hasta que el cargador quedó vacío. Luego se quedó quieta, con el brazo caído al costado, sosteniendo el arma, alborotado el corazón, mientras a su olfato llegaba el olor a tomillo y a pólvora.

Volviéndose hacia Joseph le preguntó:

- ¿Qué tal me he portado?

- Compruébalo tú misma.

Apartándose de Joseph, Charlie fue corriendo hacia la lata de petróleo. Y se quedó mirando la lata, con expresión de incredulidad, debido a que la lata estaba intacta.

Indignada, Charlie exclamó:

- ¡No puede ser! ¡Algo ha fallado!

Cogiendo la pistola, Joseph dijo:

- Sencillamente, no has dado en el blanco.

- ¡Serían cartuchos de fogueo!

- No, ni hablar.

- Hice todo lo que me dijiste.

- Para comenzar, digamos que no puedes disparar con una sola mano. Es ridículo que una chica que pesa cincuenta kilos y que tiene muñecas como espárragos dispare con una sola mano.

- En este caso, ¿por qué no me dijiste cómo debía disparar?

Joseph se dirigía hacia el automóvil, llevando a Charlie cogida del brazo. Dijo:

- Si es Michel quien te enseña a disparar, debes disparar como una discípula de Michel. Michel nada sabe de disparar con las dos manos. Ha seguido el ejemplo de su hermano. ¿0 es que quieres que te induzca a portarse de tal manera que sería lo mismo que si llevaras un cartel que dijera «Made in Israel»?

Irritada, y mientras cogía el brazo de Joseph, Charlie insistió: -¿Y por qué Michel dispara así? ¿A qué se debe que no sepadisparar correctamente? ¿Por qué no le enseñaron a disparar?

- Ya te lo he dicho. Su hermano le enseñó.

- ¿Y por qué su hermano no le enseñó a disparar bien?

Charlie realmente quería que le dieran respuesta a estas preguntas… Se sentía humillada y estaba disponiéndose a hacer una escena. Joseph pareció darse cuenta de ello, por cuanto sonrió y, a su manera, se rindió:

- Michel dice que es voluntad de Dios que El Jalil dispare con una sola mano.

- ¿Por qué?

Joseph meneó la cabeza, y de esta manera se negó a contestar la pregunta. Regresaron al automóvil.

- ¿El hermano se llama El Jalil?

- Sí.

- ¿Tú dijiste que El Jalil es el nombre árabe de Hebrón?

Joseph quedó complacido al escuchar estas palabras, aunque extrañamente apesadumbrado. Puso en marcha el motor y repuso:

- Es las dos caras. El Jalil es nuestro pueblecito, es mi hermano, es el amigo de Dios, es el profeta judío Abraham, a quien el Islam respeta, y que reposa en nuestra antigua mezquita.

- Bueno, pues El Jalil.

Joseph dio su conformidad, secamente:

- El Jalil. -Luego dijo-: Recuérdalo bien. Debes también recordar las circunstancias en que Michel te lo dijo. Sí, porque te ama. Porque ama a su hermano. Porque has besado la pistola de tu hermano y has pasado a pertenecer a la gente de su sangre.

Con Joseph al volante, comenzaron el descenso de la colina. Charlie ya no sabía quién era ella, en el caso de que alguna vez lo hubiera sabida. El sonido de los disparos efectuados por ella misma aún resonaba en sus oídos. Sentía en sus labios el sabor del cañón, y cuando Joseph le indicó el Olimpo, lo único que Charlie vio fue un conjunto de manchas blancas y negras, como una lluvia atómica. La preocupación de Joseph era tan grande como la de Charlie, pero la finalidad de Joseph se encontraba una vez más ante ellos, y Joseph, mientras conducía, siguió distraídamente su narración, amontonando detalle sobre detalle. El Jalil otra vez. Los días que Michel y El Jalil pasaron juntos, antes de que éste iniciara su lucha. Nottingham, el gran encuentro de sus almas. Su hermana Fatmeh y el gran amor que por ella sentía. Habló de sus hermanos muertos.

Llegaron a la carretera de la costa. El tránsito era mucho más rápido y producía un sonido estruendoso. Las sucias playas con sus chozas medio derruidas, las torres de las fábricas que parecían prisiones,…

Charlie se esforzó en mantenerse despierta, en atención a Joseph. Pero no pudo conseguirlo. Apoyó la cabeza en el hombro de Joseph, y durante cierto tiempo se hurtó a cuanto la rodeaba.

El hotel de Tesalónica era un antiguo armatoste eduardiano, con cúpulas iluminadas, y cierto aire de pompa y circunstancia. La suite que ocuparon se encontraba en el último piso, y tenía una alcoba para niños, un cuarto de baño amplísimo, y muebles de los años veinte, con arañazos, igual que en Inglaterra. Charlie encendió las luces, pero Joseph le ordenó que las apagara. Joseph había ordenado que les subieran comida, pero ninguno de los dos la había tocado. Había una ventana mirador, y Joseph se encontraba en ella, dando la espalda a Charlie, dedicado a mirar la verde plaza, y los muelles iluminados por la luna, más allá. Charlie estaba sentada en la cama. Hasta el cuarto llegaba la popular música callejera.

- Bueno, Charlie…

En espera de que le dieran la explicación que se merecía, Charlie repuso, como un eco:

- Bueno, Charlie…

- Te has comprometido a librar mi guerra. Pero ¿qué guerra? ¿Y cómo se libra esta guerra? ¿Dónde? Te he hablado de la causa, te he hablado de acción. Tenemos fe, en consecuencia actuamos. Te he dicho que el terror es teatro, y que, a veces, es preciso coger al mundo por las orejas y ponerlo en pie, con el solo fin de que nos escuche.

Charlie se rebulló inquieta. Joseph prosiguió:

- Reiteradamente, en mis cartas, en nuestras largas conversaciones, te he prometido llevarte al campo de acción. Pero lo he demorado. Hasta esta noche. Quizá no confío en ti. 0 quizá he llegado a amarte tanto que no quiero situarte en primera línea. Tú no sabes a cuál de las dos causas puede deberse, pero a veces te sientes ofendida por mis secretos, tal como tus cartas demuestran.

Charlie volvió a pensar: «Las cartas, siempre las cartas.» Joseph dijo:

- En términos prácticos, ¿de qué manera te conviertes en mi soldadito? Este es el tema de la conversación de esta noche. Aquí. En esta cama en la que estás sentada. En la última noche de nuestra luna de miel en Grecia. Quizá en nuestra última noche para siempre, ya que no puedes tener la seguridad de volver a verme.

Dio media vuelta para quedar frente a Charlie. Lo hizo despacio. Parecía que Joseph hubiera puesto a su cuerpo los mismos cuidadosos frenos que ponía a sus palabras. Observó:

- Lloras mucho. Sí, imagino que esta noche lloras. Abrazada a mí. Diciéndome que me amarás eternamente. Tú lloras, y mientras lloras te digo: «Ha llegado el momento.» Mañana tendrás tu ocasión. Mañana por la mañana cumplirás el juramento que hiciste por la pistola del gran El Jalil.

Despacio, casi majestuosamente, Joseph regresó a la ventana mirador y dijo:

- Te ordeno, te pido, que lleves el Mercedes a Yugoslavia y que, siguiendo hacia el norte, llegues a Aastria. Allí, otras personas se harán cargo del automóvil. Lo harás tú sola. ¿De acuerdo? ¿Qué dices?

En la superficie, Charlie nada sentía, salvo ciertos deseos de comportarse con la misma aparente carencia de sentimientos con que se comportaba Joseph. No sentía miedo, ni sensación de peligro, ni sorpresa. Mediante un brusco acto de voluntad había eliminado estos sentimientos. Es ahora -pensó-. Charlie, ahora te pones en funcionamiento. Todo consiste en conducir un automóvil. ¡En marcha!» Charlie miraba fijamente a Joseph, firme la mandíbula, tal como solía mirar a la gente cuando mentía. En un levísimo tono de burla, Joseph dijo:

- Bueno: ¿cómo reaccionas ante la petición de Michel? -Le recordó-: Irás sola. La distancia no es corta. Son unos mil doscientos kilómetros en territorio yugoslavo. No es poca cosa, por tratarse de una primera misión. ¿Qué dices?

Charlie preguntó:

- ¿De qué se trata?

Charlie no pudo determinar si la actitud de Joseph fue deliberada al no comprender el sentido de su pregunta. Joseph dijo:

- Dinero: Tu presentación en el teatro de la realidad. Todo lo que Marty te prometió.

Para Charlie, la mente de Joseph era algo tan cerrado como quizá lo fuera para el propio Joseph, quien había hablado en voz baja y como pidiendo excusas. Charlie dijo:

- Yo quería decir, ¿qué hay dentro del automóvil?

Joseph observó el habitual silencio previo a su contestación, y, acto seguido, su voz habló con autoridad:

- ¿Y qué importa lo que haya en el automóvil? Quizá un mensaje militar. Papeles. ¿Imaginas que puedes saber todos los secretos de nuestro gran movimiento desde el primer día?

Hizo una pausa, pero Charlie no contestó. Joseph insistió: -¿Conducirás el automóvil o no? Esto es lo único importante. Charlie no quería la respuesta de Michel, sino que quería la de Joseph:

- ¿Y por qué no conduce él mismo?

- Charlie, tu tarea en concepto de nuevo recluta no consiste precisamente en discutir las órdenes.

¿Quién era aquel hombre? Charlie tuvo la impresión de que la máscara de su interlocutor comenzaba a resbalar. Siguió hablando:

- Si de repente sospechas, dentro de la ficción, que has sido manipulada por ese hombre, que toda su adoración hacia ti, su encanto, sus declaraciones de amor eterno…

Una vez más pareció perder pie. ¿Sería solamente una falsa impresión de Charlie, estimulada por sus deseos, o acaso Charlie osaba suponer que, en la penumbra del cuarto, cierto sentimiento se había apoderado de él, sin que se diera cuenta, sentimiento que hubiera preferido contener?

La voz recobró su fuerza:

- Sólo quiero decir que, si en esta etapa, las escamas comienzan a caerte de los ojos, o te falla el valor, debes decirlo, como es lógico y natural.

- Yo sólo he formulado una pregunta. ¿Por qué no conduces tú, Michel?

Joseph dio bruscamente media vuelta sobre sí mismo, quedando de nuevo dando frente a la ventana, y Charlie tuvo la impresión de que aquel hombre tenía qué reprimir demasiadas reacciones, antes de contestar. Haciendo un esfuerzo para dominarse, Joseph contestó:

- Michel te dice esto y nada más. Sea lo que fuere lo que haya en el interior del automóvil… -Joseph podía ver el automóvil aparcado abajo, en la plaza y vigilado por el minibús. Mirándolo prosiguió-: Sea lo que fuera, decía, es de vital importancia para nuestra gran lucha y, al mismo tiempo, muy peligroso. Y aquella persona que fuese atrapada conduciendo este automóvil a lo largo de dicho trayecto, tanto si el coche transporta propaganda subversiva o cualquier otra clase de material, como mensajes, por ejemplo, se tendría que enfrentar con una gravísima acusación penal. Y nada, ni las más fuertes influencias, ni las presiones diplomáticas, ni los mejores abogados, podrían evitar que esta persona lo pasara mal, muy mal. Si estás pensando en tu propia piel, no te equivocas, porque te juegas la piel. -Y, con una voz en manera alguna parecida a la de Michel, añadió-: A fin de cuentas, tu vida es exclusivamente tuya. Tú no eres uno de los nuestros.

Pero esta vacilación dio a Charlie una seguridad de la que jamás había gozado hallándose en compañía de Joseph. Charlie insistió:

- He preguntado que por qué no conduce él mismo, y todavía no he obtenido la respuesta.

Una vez más, Joseph reaccionó con excesiva vehemencia:

- ¡Charlie! ¡Soy un activista palestino! Soy un conocido luchador en pro de mi causa. Viajo con pasaporte falso, lo cual puede descubrirse en cualquier instante. Pero tú eres una atractiva muchacha inglesa, con buen aspecto, sin antecedentes, de rápido ingenio, encantadora, y, como es natural, no corres peligro alguno. ¡Creo que con esto tienes más que suficiente!

- Pero hace unos instantes has dicho que había peligro.

- ¡Tonterías! Michel te asegura que no corres el menor riesgo. Para él, quizá. Para ti, ninguno. Y te digo: «Hazlo por mí. Hazlo y enorgullécete de haberlo hecho. Hazlo por nuestro amor y por la revolución. Hazlo por todo aquello que nos hemos jurado. Hazlo por mi gran hermano. ¿Acaso tus juramentos carecen de valor? ¿Quizá sólo has dicho hipocresías occidentales, cuando te declarabas revolucionaria?» -Hizo una pausa y añadió-: Hazlo porque, si no lo haces, tu vida será todavía más vacía de lo que era cuando te conocí en la playa.

Charlie le corrigió:

- En el teatro querrás decir.

Apenas le hizo caso. Se quedó de pie, de espaldas a Charlie, fija la vista en el Mercedes. Volvía a ser Joseph, una vez más, el Joseph de la pronunciación medida y las frases cautelosas, el Joseph de la misión que salvaría vidas inocentes. Dijo.

- Bueno ahí estás. Ante tu Rubicón. ¿Sabes lo que es el Rubicón? Puedes dejarlo, si quieres. Irte a casa, recibir algún dinero, olvidarte de la revolución, de Palestina, de Michel, de todo.

- ¿O?

- Conducir el automóvil. Será el primer acto que efectúes en beneficio de la causa. Lo harás sola. ¿Qué eliges?

- ¿Y dónde estarás tú?

La calma de Joseph volvía a ser, ahora, inalterable, y una vez más se refugió en la personalidad de Michel:

- Mi espíritu estará junto a ti, pero en nada podré ayudarte. Nadie podrá ayudarte. Estarás sola, llevando a cabo un acto delictivo en defensa de lo que el mundo denomina todavía una pandilla de terroristas.

Después de una pausa volvió a hablar, pero en esta ocasión era Joseph:

- Algunos de nuestros muchachos te escoltarán, pero no podrán ayudarte si algo sale mal, como no sea por el medio de informarnos de ello a Marty y a mí. Yugoslavia no es muy amiga de Israel.

Charlie guardó silencio, a la espera. Todos sus instintos de su-pervivencia le decían que esto era lo que debía hacer. Vio que Joseph volvía a ponerse de cara a ella, y sostuvo la negra mirada de Joseph, sabedora que la cara de éste no era claramente visible, y la suya sí. Charlie pensó: «¿Contra quién luchas, Joseph? ¿Contra ti o contra mí? ¿A qué se debe que eres el enemigo en ambos campos? Charlie recordó a su interlocutor:

- No hemos terminado la interpretación de la escena. Yo os pregunto, y lo pregunto a los dos, qué hay en el interior del automóvil. Y si tú me pides que conduzca el automóvil, sea quien sea el que me lo pida, tú o él, él o tú, necesito saber qué hay en el automóvil. Y necesito saberlo ahora.

Charlie pensó que tendría que esperar. Esperaba que tuviera que aguardar durante aquellos segundos con los que Joseph a menudo precedía sus palabras, mientras Joseph analizaba las opciones y estructuraba sus meditadas frases de contestación. Pero Charlie se equivocaba. Joseph, con su más impersonal voz, repuso:

- Explosivos. Doscientas libras de plástico explosivo ruso, divididas en porciones de media libra. Es un material nuevo, bien acondicionado, capaz de aguantar temperaturas extremas, tanto de calor como de frío, y razonablemente plástico en cualquier temperatura.

Luchando para dominar sus sensaciones, Charlie repuso alegre-mente:

- ¡Vaya, me alegro de que esté bien acondicionado! ¿Y en qué parte del automóvil está escondido?

- En la tapicería, en el techo, en los asientos. Se trata de un modelo antiguo que facilita esconder cosas en él.

- ¿Y en qué se usará el explosivo?

- En nuestra lucha.

- ¿Y por qué has tenido que venir a Grecia a buscar este material, cuando hubieras podido recogerlo en la propia Europa?

- Mi hermano guarda cierta clase de secretos, y espera que yo los respete y obedezca. El círculo de personas en las que confía es muy pequeño, y no está dispuesto a ampliarlo. Esencialmente, mi hermano no confía en los europeos ni en los árabes. Lo que hacemos solos, únicamente nosotros podemos traicionarlo.

En el mismo tono inocente y de suma tranquilidad, Charlie preguntó:

- ¿Y, en este caso concreto, qué forma reviste, exactamente, nuestra lucha?

Una vez más, contestó sin dudar:

- Matar a los judíos de la diáspora. De la misma forma que ellos han dispersado al pueblo de Palestina, nosotros les castigamos en su diáspora, y expresamos nuestros sufrimientos ante la vista y los oídos del mundo.

Hizo una pausa, y, con menos seguridad, añadió:

- Y por este medio también despertamos la conciencia del proletariado.

- Bueno, pues me parece razonable.

- Muchas gracias.

- Y tú y Marty, habéis pensado que sería una buena idea que yo transportara esos explosivos hasta Austria, para hacer un favor a los palestinos.

Charlie inhaló aire brevemente, se levantó y, muy despacio, se acercó a la ventana. Dijo:

- ¿Quieres hacer el favor de abrazarme, Joseph? No, no intento seducirte. Es sólo un instante. Me siento un tanto sola.

Un brazo se posó sobre los hombros de Charlie, quien se estremeció violentamente. Oprimiendo su cuerpo contra el de Joseph, se puso de cara a él, y puso sus brazos alrededor de su cuerpo, que oprimió contra el suyo, y Charlie, con la consiguiente alegría, advirtió que el cuerpo de Joseph se relajaba y respondía a su presión. La mente de Charlie se centraba en todo género de temas, al igual que la vista que de repente se encuentra ante un vasto e inesperado paisaje. Pero con más claridad que cualquier otra cosa, más allá del inmediato riesgo del viaje, Charlie comenzó a ver, por fin, la larga aventura que se extendía ante ella, y, dentro de esta aventura, vio a los camaradas sin rostro del otro ejército, el ejército al que iba a alistarse. Charlie se preguntó: «¿Me dejará con ellos, o me conservará a su lado? No lo sabe. Se está despertando y se está durmiendo al mismo tiempo.» Los brazos de Joseph, oprimiendo todavía el cuerpo de Charlie, daban a ésta renovado valor. Hasta el presente momento, e influenciada por la decidida actitud de castidad de Joseph, Charlie había pensado, oscuramente, que su cuerpo dado a la promiscuidad no era apto para el de Joseph. Ahora, en méritos de razones que Charlie ignoraba, esta sensación de desprecio hacia sí misma se había desvanecido.

Sin soltar a Joseph, Charlie dijo:

- Sigue convenciéndome. Cumple con tu deber.

- ¿No te basta con que Michel te mande a este viaje y que, al mismo tiempo, no le guste que lo hagas?

Charlie no contestó. Joseph dijo:

- ¿Quieres que te cite aquellas palabras de Shelley: «La tempestuosa belleza del terror?» ¿Debo recordarte las muchas promesas que recíprocamente nos hicimos, y que estamos dispuestos a Matar debido a que estamos dispuestos a morir?

- Creo que las palabras, ahora, ya de nada sirven.

Charlie tenía la cara oprimida contra el pecho de Joseph, a quien dijo:

- Prometiste estar cerca de mí.

Charlie sintió que Joseph aflojaba la presión de sus brazos y que, al contestarle, su voz se endurecía:

- Te esperaré en Austria. Esto te lo promete Michel. Y también yo.

Charlie se echó hacia atrás, y cogió entre sus manos la cabeza de Joseph, tal como había hecho en la Acrópolis, y estudió críticamente su rostro a la luz procedente de la plaza. Tuvo la impresión de que aquella cara se había cerrado ante ella, como una puerta que no le permitiera entrar ni salir. Fría y excitada al mismo tiempo, Charlie anduvo hasta la cama y volvió a sentarse en ella. Cuando habló, la voz de Charlie mostraba una nueva confianza que la impresionó. Tenía la vista fija en el brazalete, al que daba vueltas, en la penumbra del cuarto. Preguntó:

- ¿Qué quieres que haga? ¿Tú, Joseph? ¿Charlie se queda y cumple la misión? ¿O Charlie coge el dinero y se larga? ¿Qué pasa en tu personal libreto?

- Sabes los peligros. Decide.

- También los sabes tú. Y mejor que yo. Los sabías desde el principio.

- Ya has escuchado todas las argumentaciones, expresadas por Marty y por mí.

Charlie abrió el cierre del brazalete, y se puso éste en la palma de la mano. Dijo:

- Salvamos vidas inocentes. En el supuesto de que yo transporte los explosivos. Ahora bien, también habrá personas, que desde luego son tontas de remate, que creerán que se salvarán más vidas por el medio de no transportar los explosivos. Estas personas están equivocadas, ¿verdad?

- A la larga, y si todo se desarrolla bien, estarán equivocadas.

Una vez más, Joseph daba la espalda a Charlie, y, a juzgar por todas las apariencias, volvía a examinar el panorama que se divisaba desde la ventana.

En tono meditativo, y mientras se ponía el brazalete en la otra muñeca, Charlie dijo:

- Si tú eres Michel, hablándome, es fácil. Me has elevado al séptimo cielo, me has hecho besar la pistola, yo estoy muriéndome de ganas de ir a las barricadas. Si no creemos esto, todos los esfuerzos que has hecho durante los últimos días han fracasado. Lo cual no es verdad. Este es el papel que me has confiado, y ésta es la manera en que me has convencido. Fin. Iré.

Vio que Joseph movía despacio la cabeza, en sentido afirmativo. Charlie dijo:

- Y si tú eres Joseph, hablándome, ¿qué importa? Si dijera que no, jamás volvería a verte. Volvería a la nada, con un puñado de oro.

Con sorpresa, Charlie advirtió que Joseph había perdido todo interés en ella. Con los hombros alzados, Joseph exhaló un largo suspiro. Su cara siguió orientada hacia la ventana y su mirada fija en el horizonte. Joseph volvió a hablar, y Charlie pensó, al principio, que Joseph volvía a hurtarse al empuje, a la fuerza, de sus palabras, de lo que Charlie le había dicho. Pero, al cabo de unos momentos, Charlie se dio cuenta de que Joseph le explicaba las razones en cuyos méritos, en cuanto a él hacía referencia, no había habido verdadera libertad de elección para ninguno de los dos.

- Me parece que a Michel le gustaría esta ciudad. Hasta que comenzó la ocupación alemana, sesenta mil judíos vivían con relativa felicidad, ahí, en lo alto de esta colina. Eran funcionarios de correos, hombres de negocios, banqueros. Sefarditas. Llegaron aquí a través de los balcanes, procedentes de España. Cuando los alemanes se fueron, no quedaba ni uno. Los que no fueron exterminados pasaron a Israel.

Charlie se tumbó en la cama. Joseph seguía junto a la ventana contemplando cómo se iban apagando las luces de la plaza. Charlie se preguntaba si Joseph iría a su lado, aunque tenía el convencimiento de que no lo haría. Oyó un gemido, cuando Joseph se tumbó en el diván, con el cuerpo en posición paralela al de Charlie, aunque separado por la longitud de Yugoslavia. Charlie deseaba a Joseph más de lo que jamás hubiera deseado a cualquier hombre. Y el miedo a mañana intensificaba este deseo.

Charlie preguntó:

- ¿Tienes hermanos, Joseph?

- Un hermano.

- ¿Y a qué se dedica?

- Murió en la guerra del 67.

Charlie dijo:

- ¿La misma guerra que mandó a Michel a la otra orilla del Jordán?

Charlie jamás esperaba que Joseph diera respuestas veraces a sus preguntas, pero en este caso le constaba que había dicho la verdad. Charlie preguntó:

- ¿Y tú también participaste en esta guerra?

- Eso creo.

- ¿Y en la guerra anterior? No sé el año.

- Cincuenta y seis.

- ¿Si o no?

- Sí.

- ¿Y en la guerra siguiente? La del setenta y tres. -Probablemente.

- ¿Y por qué luchaste?

De nuevo Charlie tuvo que esperar. Oyó a Joseph:

- En la del 56 porque quería ser un héroe, en la del 67 por la paz y en la del 73…

Hizo una pausa como si se esforzara en recordar, y, por fin dijo: -Por Israel.

- ¿Y ahora? ¿Por qué luchas en esta ocasión?

Charlie pensó, porque hay lucha. Para salvar vidas. Porque me lo han pedido. Para que las gentes de los pueblecitos de Israel puedan bailar el dabke y escuchar las narraciones de los viajeros, junto al pozo.

- ¿Joseph?

- Si, Charlie.

- ¿Y cómo te causaron las heridas que te han dejado esas cicatrices tan atractivas?

En la oscuridad, las largas pausas de Joseph habían adquirido la fuerza narrativa de las historias contadas junto a la hoguera, en un campamento. Joseph dijo:

- Las quemaduras me las hicieron mientras estaba sentado dentro de un tanque. Y las cicatrices de bala, al salir del tanque.

- ¿Qué edad tenias, entonces?

- Veinte o veintiún años.

«A la edad de ocho años me alisté en el Ashbal -pensó Charlie-. A la edad de quince…»

Dispuesta a mantener en marcha la conversación, Charlie preguntó:

- ¿Y quién era tu padre?

- Un pionero. Uno de los primeros que se asentó en Israel.

- ¿De dónde procedía?

- Polonia.

- ¿Cuándo fue?

- En los años veinte. En la tercera aliyah, si es que sabes el significado de esta palabra.

Charlie no lo sabia, pero en aquellos momentos carecía de importancia.

- ¿A qué se dedicaba tu padre?

- Obrero de la construcción. Era un trabajador manual. Convirtió unas dunas de arena en una ciudad a la que llamó Tel Aviv. Socialista, de los de carácter práctico. No respetaba mucho a Dios. No bebía. Y jamás fue propietario de algo que pudiera valorarse en más que unos pocos dólares.

- ¿Te hubiera gustado ser así?

Charlie pensó que Joseph no contestaría esta pregunta. «Se ha dormido. No seas impertinente, Charlie.» Secamente, Joseph contestó:

- Elegí una más alta misión.

«O la misión te eligió a ti -pensó Charlie-, que es lo que suele ocurrir cuando se nace en el cautiverio.» Y Charlie, sin poder explicárselo, se durmió muy de prisa.

Pero Gadi Becker, el veterano luchador, quedó yacente y pa_ cienzudamente despierto, contemplando la oscuridad y escuchando la regular respiración de su joven recluta. ¿Por qué le había hablado de aquella manera? ¿Por qué le había hecho aquellas revelaciones acerca de sí mismo, en el preciso instante en que despachaba a la muchacha a realizar su primera misión? Había ocasiones en las que Gadi Becker dejaba de confiar en sí mismo. Gadi flexionaba los músculos y ello sólo le servía para descubrir que los nervios y tendones de la disciplina ya no los sujetaban tal como antes solían. Se trazaba un camino recto, y cuando miraba hacia atrás se daba cuenta de los errores cometidos. Se preguntó: ¿en qué sueño, en la lucha o en la paz? Era ya demasiado viejo para una y otra cosa. Y también demasiado viejo, sí, demasiado viejo para dejar de luchar. Era demasiado viejo para entregarse y, al mismo tiempo, incapaz de contenerse. Demasiado viejo para no percibir el olor de la muerte, antes de matar.

Volvió a aguzar el oído, y advirtió que la respiración de la muchacha había adquirido el más calmo ritmo del sueño. Al estilo de Kurtz, agarrándose la muñeca, Gadi Becker levantó el antebrazo y, en la oscuridad consultó la esfera de su reloj luminoso. Luego, tan silenciosamente que Charlie, incluso en el caso de hallarse plenamente despierta, hubiera tenido dificultades en oírle, Becker se puso su blazer rojo y salió sigilosamente al cuarto.

El conserje nocturno era un hombre siempre alerta, y le bastó sólo echar una ojeada al bien vestido caballero para intuir la proximidad de una buena propina.

En tono de premura, Becker le preguntó:

- ¿Tiene impresos de telegramas?

El conserje de noche se hundió al instante debajo del mostrador.

Becker comenzó a escribir cuidadosamente, con letra grande y en tinta negra. Recordaba de memoria las señas, que eran las de un abogado de Ginebra que transmitiría el mensaje. Kurtz le había dado estas señas, desde Munich, después de conseguir, por razones de mayor seguridad, que Yanuka le confirmara que las señas seguían siendo válidas. Becker también recordaba el texto de memoria. Comenzaba diciendo: «Comunique a su cliente…» Y, a continuación el mensaje se centraba en los avances conseguidos en la colaboración, de acuerdo con nuestro previsto contrato. El mensaje tenía cuarenta y cinco palabras, y Becker, después de repasarlo, añadió la rígida y personalista firma que Schwili pacientemente le había enseñado a trazar. Luego, empujó el telegrama al través del mostrador, y dio al conserje una propina de quinientas dracmas, diciéndole:

- Mande este telegrama dos veces, ¿comprende? Si, el mismo mensaje dos veces, La primera ahora mismo, por teléfono, y la segunda por la mañana, en la oficina de telégrafos. No encargue el trabajo a un botones, hágalo usted mismo. Luego, me manda una copia de confirmación del envío.

Si, el conserje lo haría exactamente tal como el señor le decía. Al conserje le habían hablado de las propinas que daban los árabes. Y aquella noche, sin que pudiera preverlo, le había caído una propina árabe. Con mucho gusto, el conserje hubiera prestado muchos más servicios a aquel caballero, pero el caballero, ¡oh tristeza!, fingió no percatarse de las insinuaciones del conserje. Con tristeza, el conserje contempló cómo su presa salía a la calle, y caminaba en dirección al muelle. La camioneta de comunicaciones se encontraba en un aparcamiento. Había llegado el momento de que el gran Gadi Becker mandara su informe y se asegurara que todo estaba dispuesto para la gran operación.


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