El incidente de Bad Godesberg constituyó la demostración, a pesar de que las autoridades alemanas no habían tenido medio de saber de antemano lo anterior. Antes de Bad Godesberg había habido crecientes sospechas. Pero la alta calidad del planeamiento, comparada con la baja calidad de la bomba, transformo las sospechas en certidumbre. Como se suele decir en el oficio, el hombre tarde o temprano deja su firma. Lo irritante es la espera.
Estalló mucho más tarde de lo que se había proyectado, probablemente más de doce horas más tarde, a las ocho y veintiséis minutos de la mañana del lunes. Varios difuntos relojes de pulsera, propiedad de las victimas confirmaron la hora. Y lo mismo que ocurrió en los casas semejantes que se dieron en el curso de los últimos meses, no hubo previo aviso. El estallido de una bomba, en Dusseldorf, que voló el automóvil de un funcionario israelita, que se hallaba de visita, con la misión de comprar armas, no fue anunciado de antemano, como tampoco ocurrió en el caso del librobomba enviado a los organizadores de un congreso ortodoxo judío en Amberes, que hizo volar por los aires a la secretaria honoraria, y causo quemaduras mortales a su ayudante. Tampoco hubo aviso en el caso del cubo de basura, con una bomba dentro, que estallo ante un banco israelita de Zurich, mutilando a dos transeúntes. Solo la bomba de Estocolmo fue previamente anunciada, pero resultó que los autores del atentado pertenecían a una agrupación totalmente diferente, y que el estallido no formaba parte de la serie anterior, ni mucho menos.
A las ocho y veinticinco minutos, la Drosselstrasse de Bad Godesberg era un barrio más de retiro diplomático, con su decorativa vegetación, tan alejado de los problemas políticos de Bonn cual pueda razonablemente esperarse de una zona que se encuentra a quince minutos, en automóvil, de ellos. Se trataba de una calle nueva pero madura, con lujuriantes y recatados jardines, habitaciones para la servidumbre situadas sobre el garaje, y góticas rejas de seguridad sobre las ventanas de vidrios verdosos. Durante la mayor parte del año, el clima de la Renania goza de la cálida humedad de la jungla. Su vegetación, lo mismo que su comunidad diplomática, crece casi a la misma velocidad con que los alemanes construyen sus carreteras, y con velocidad levemente superior a aquella con que los alemanes diseñan sus mapas. Por ello, las fachadas de algunas casas estaban ya medio ocultas por densas arboledas de coníferas que, si algún día alcanzan su tamaño natural, cabe presumir que dejen la zona entera en la penumbra de un bosque de un cuento de Grimm. Estos árboles resultaron ser una protección notablemente eficaz contra la explosión, y pocos días después de haberse producido ésta, un centro de jardinería de la localidad ya se había especializado en suministrarlos.
Son varias las casas que tienen un aspecto claramente nacionalista. Por ejemplo, la residencia del embajador noruego, que se encuentra justamente al doblar la esquina de la Dosselstrasse, es una austera casa de campo, con ladrillos rojos, extraída directamente de los barrios residenciales opulentos de Oslo. El consulado egipcio, en el otro extremo de la calle, tiene el abandonado y desolado aspecto de una villa de Alejandría, en decadencia. De esta casa surge triste música árabe, y todos los postigos están permanentemente cerrados, para proteger a los habitantes del ardiente calor del Africa del Norte. Estaba mediado el mes de mayo, y el día había comenzado esplendorosamente, con flores y hojas nuevas balanceándose al impulso de una leve brisa. Las magnolias ya habían florecido y sus tristes pétalos blancos, en su mayoría arrancados, se convirtieron en un elemento más de los escombros. Con tanta fronda, la barahúnda del tránsito rodado producida por aquellos que van y vienen de la ciudad por la carretera principal apenas penetra en el barrio. El sonido más audible, antes de la explosión, era el del clamoreo de los pájaros, entre los que se debía incluir varias palomas que se habían encaprichado con las malvas del agregado militar de Austria, malvas que eran su orgullo. Desde un kilómetro de distancia hacia el sur, las invisibles barcazas que navegaban por el Rin suministraban un zumbido latente y solemne al que los residentes se habían acostumbrado hasta el punto de no percibirlo, salvo cuando cesaba. En resumen, era una mañana que le daba a uno la seguridad de que, fueran cuales fuesen las calamidades que uno leyera en los periódicos de la Alemania Occidental, siempre un tanto dados a la tensión y al miedo, calamidades tales como la depresión, la inflación, la insolvencia, el desempleo, y todos los habituales y al parecer incurables males de una economía masivamente próspera, de que Bad Godesberg era un lugar equilibrado y decente en el que se podía vivir, y que Bonn no era ni la mitad de malo de lo que se le pintaba.
Según fuera su nacionalidad y su rango, algunos maridos ya habían partido para el trabajo, pero los diplomáticos no son más que clisés de sí mismos. Por ejemplo, un melancólico consejero escandinavo seguía en cama, afectado por una resaca producida por un estrés marital. Un encargado de negocios suramericano, con redecilla en el pelo y ataviado con un kimono de seda china, recuerdo de una visita a Pekín, estaba asomado a la ventana, dando la lista de la compra a su chófer filipino. El italiano se afeitaba, aunque desnudo. Le gustaba afeitarse después de bañarse, aunque antes de hacer los ejercicios gimnásticos cotidianos. Su esposa, totalmente vestida, se encontraba en la planta baja regañando a su contumaz hija por regresar tarde a casa la noche anterior, diálogo que las dos gozaban todas las mañanas de la semana. El enviado de la Costa del Marfil sostenía una conferencia telefónica internacional, informando a sus jefes de los últimos esfuerzos que había realizado para extraer ayuda para el desarrollo al gobierno alemán, de día en día más remiso a darla. Cuando la comunicación se interrumpió, los políticos de la Costa del Marfil creyeron que su enviado les había colgado el aparato, y le mandaron un ácido telegrama en el que le preguntaban si quería dimitir. El agregado laboral de Israel se había ido hacía más de una hora. No se encontraba cómodo en Bonn y trabajaba, en la medida de lo posible, según el horario de Jerusalén. Justificaba este horario con varios chistes raciales, bastante tontos, acerca de la realidad y la muerte.
Siempre que estalla una bomba se produce algún que otro milagro, en este caso el autor del milagro fue el autobús de la escuela norteamericana que, después de recoger a los escolares, se había ya ido, llevándose a la mayoría de los niños de la comunidad que todos los días de colegio esperaban el vehículo en una plazuela que se hallaba a menos de cincuenta metros del lugar del estallido. Por providencial designio, ninguno de los niños había olvidado en casa los deberes escolares, ninguno había dormido más de la cuenta, y ninguno había mostrado resistencia a ser educado, en aquel lunes por la mañana, por lo que el autobús partió con toda puntualidad. Los vidrios de la parte trasera del autobús se rompieron, el conductor no pudo evitar que el autobús se pusiera de lado, una niña francesa perdió un ojo, pero, en términos generales, los niños se salieron de rositas, lo que, después, se consideró un hecho digno de celebración. Sí, ya que ello es también una característica propia de esas explosiones, o, por lo menos, de los momentos inmediato posteriores: se siente, comunitariamente, la loca necesidad de agasajar a los supervivientes, en vez de perder el tiempo llorando a los muertos. En esos casos, el verdadero dolor surge cuando se desvanece el susto inicial, lo que ocurre varias horas después, aunque a veces no tarda tanto.
Nadie, entre los que se hallaban cerca, recordaba el ruido de la bomba. Al otro lado del río, en Kónigswinter, todos oyeron un estruendo propio de una guerra mundial, y todos salieron a la calle, estremecidos, medio sordos, y dirigiéndose sonrisas de cómplices en la supervivencia. Se decían que, teniendo en consideración la presencia de aquellos malditos diplomáticos, ¿qué otra cosa cabía esperar? Más valdría mandarlos a todos a Berlín, en donde podrían gastar tranquilamente el dinero de los impuestos. Pero quienes se hallaban cerca de la explosión nada oyeron, al principio. Sólo pudieron hablar, en el caso de que hablar pudieran, del estremecimiento del pavimento, de una chimenea que se levantó silenciosamente en el aire abandonando un tejado para ir a parar a la carretera, del ventarrón que hizo temblar las casas, de que sintieron que la piel del cuerpo se les tensaba, de que cayeron derribados al suelo, de que las flores saltaron de los jarrones y los jarrones se estrellaron contra las paredes. Recordaban muy bien el sonido de vidrios rompiéndose, y el tímido murmullo de las jóvenes hojas al caer al suelo. Y los maullidos de personas que estaban tan asustadas que ni gritar podían. En realidad estaban todos con los sentidos tan alterados que poco se fijaron en los sonidos. También hubo varios testigos que hicieron referencia al ruido del aparato de radio en la cocina del consejero francés, radio que difundía una receta culinaria. Una ama de casa, considerándose mujer racional, preguntó a la policía si era posible que el estallido de la bomba hubiera producido el efecto de aumentar el volumen de la mentada radio. Los policías contestaron dulcemente, mientras se llevaban a esta señora envuelta en una manta, que en una explosión todo es posible, pero que, en este caso, la explicación era diferente. Al romperse todos los vidrios de todas las ventanas de la casa del consejero francés, y al no haber en la casa persona alguna en situación de bajar el volumen de la radio, nada pudo impedir que el sonido de la radio pasara directamente a la calle. Pero la señora no llegó a comprender del todo esta explicación.
Como es natural, poco tardaron en llegar los representantes de la prensa, intentando atravesar los cordones policiales, y los primeros y entusiastas reportajes mataron a ocho e hirieron a treinta, atribuyendo toda la culpa a una excéntrica organización alemana de derechas denominada Nihelungen 5, formada por dos muchachos retrasados mentales y un viejo loco, incapaces de hacer estallar un globo. Al mediodía, los periodistas ya se habían visto obligados a rebajar la cifra de muertos a cinco, uno de ellos israelita, a dejar la cifra de heridos graves en cuatro, habiendo doce más en el hospital, por diversas causas, y hablaban de las Brigadas Rojas italianas, de lo cual, una vez más, no había ni el más leve indicio. El día siguiente, los periodistas volvieron a cambiar de opinión y atribuyeron la hazaña a Septiembre Negro. En el día inmediato siguiente, un grupo que dijo llamarse «Agonía Palestina» se atribuyó los méritos, y, al mismo tiempo, también reivindicó convincentemente anteriores explosiones. Y el nombre de «Agonía Palestina» arraigó, a pesar de que antes cabía atribuir estas palabras al acto cometido que considerarlas nombre adecuado de quienes lo habían cometido. El caso es que de agonía palestina se habló, ya que estas palabras se hallaron en el titular de muchos pesados artículos de fondo que al respecto se publicaron.
Entre los no-judios que murieron se encontraba la siciliana cocinera del diplomático italiano, así como su chófer filipino. Entre los cuatro heridos se encontraba la esposa del agregado laboral israelita, en cuya casa había estallado la bomba. La señora perdió una pierna. El israelita muerto era el hijo de corta edad de este matrimonio, llamado Gabriel. Pero, cual se llegó a la general conclusión, el blanco del atentado no era ninguna de las personas mentadas, sino un tío de la herida esposa del agregado cultural, tío que estaba de visita, procedente de Tel Aviv. Este señor, dedicado a estudios talmúdicos, gozaba de cierta reputación en méritos de sus opiniones un tanto duras en lo tocante a los derechos de los palestinos de la orilla occidental. En otras palabras, dicho señor estimaba que tales palestinos no tenían derecho alguno, lo cual decía en voz alta y fuerte, muy a menudo, desafiando abiertamente el parecer de su sobrina, la esposa del agregado laboral, que pertenecía a la izquierda liberada de Israel, y cuya educación en un kibbutz no la había preparado para el riguroso lujo de la vida diplomática.
Si Gabriel se hubiera encontrado en el autobús de la escuela no hubiera corrido peligro alguno, pero Gabriel, lo mismo que muchos otros, se encontraba mal, aquel día. Era un niño preocupado e hiperactivo que había sido considerado como un elemento discordante en la calle, principalmente a la hora de la siesta. Pero lo mismo que su madre, tenía talento musical. Ahora, lo cual era perfectamente natural, nadie en la calle recordaba a un niño más querido que Gabriel. Un periódico de derechas alemán, rebosante de sentimientos pro-semíticos, le había llamado el ángel Gabriel, título que, sin que los redactores de dicho periódico lo supieran, tenía validez en las religiones cristianas y en la judaica, y durante una semana dichos redactores inventaron historias acerca de la santidad de Gabriel. Los periódicos más destacados se hicieron eco de estos sentimientos. Un comentarista de primera fila aseguró que el cristianismo era puro judaísmo o no era nada, afirmación que atribuyó a Disraeli, aunque sin fundamento probado. De esta manera, Gabriel se convirtió en un mártir cristiano y un mártir judío, al mismo tiempo, lo cual tranquilizó notablemente a algunos conscientes alemanes. Los lectores de los periódicos mandaron, sin que nadie se lo pidiera, millares de marcos a los que era preciso encontrar algún destino u otro. Se habló de una estatua a Gabriel, pero poco se habló de los otros muertos. De acuerdo con la tradición judaica, el tristemente menudo ataúd de Gabriel fue enviado inmediatamente a Israel para proceder al entierro. En méritos de la misma tradición, la familia le lloró durante siete días, y se esforzó en no mencionar su nombre en la fiesta del sábado. Pero la prensa alemana no tenía estas limitaciones.
A primeras horas de la tarde del día en que la bomba estalló, ya había llegado en avión, procedente de Tel Aviv, un equipo formado por seis especialistas israelitas. El discutido doctor Alexis, del ministerio del interior alemán, recibió, por parte de los alemanes, el vago encargo de ocuparse de la investigación, en cuanto concernía a Alemania, y él fue quien peregrinó hasta el aeropuerto para recibir al equipo israelita. Alexis era un hombre astuto y zorruno que había sufrido durante toda su vida la tortura de ser unos diez centímetros más bajo que el común de los hombres. Quizá en compensación de esta deficiencia, Alexis había siempre suscitado fácilmente controversias centradas tanto en su vida pública como en su vida privada. En parte era abogado, en parte era funcionario de seguridad, y en parte politicastro en busca del poder, tal como esa especie se da en la Alemania de nuestros días, con picantes convicciones liberales, no siempre bienvenidas por la Coalición, y con la inoportuna debilidad de expresar estas convicciones por la televisión. De una forma un tanto vaga se creía que su padre había sido una especie de resistente en contra de Hitler, y, en los presentes y alterados tiempos, este manto heredado de su padre, no caía muy bien sobre los hombros del excéntrico hijo. Desde luego, en los palacios de cristal de Bonn no faltaban quienes estimaban que Alexis carecía de la debida solidez para llevar a cabo su trabajo. El reciente divorcio de Alexis, con la inquietante revelación de la existencia de una amante que tenía veinte años menos que él, no había contribuido a mejorar la opinión que los antes referidos tenían de él.
Si hubieran sido otros los que llegaban a Alemania, Alexis no se hubiera tomado la molestia de ir al aeropuerto -la prensa no se iba a ocupar del acontecimiento-, pero las relaciones entre la República Federal e Israel estaban pasando por un bache, por lo que Alexis se plegó a las presiones del ministerio y fue al aeropuerto. En contra de sus deseos, a última hora le impusieron la cargante compañía de un policía de lentos modales, de la Silesia, y procedente de Hamburgo, que era hombre de confesadas ideas conservadoras, y que había adquirido prestigio en el campo de «control de estudiantes», en los años setenta, y al que se consideraba un experto en bombas y en quienes las ponen. Otra excusa de la presencia de este policía era que, decían, se llevaba bien con los israelitas, a pesar de que Alexis, al igual que todo el mundo, sabía que la función del policía no era otra que la de ser el contrapeso del propio Alexis. Más importante todavía, en la tensa atmósfera imperante, tanto Alexis como el de la Silesia, eran unbelastet, lo cual significa que ninguno de los dos tenía la edad suficiente para que se les atribuyese la más remota responsabilidad en aquello que los alemanes denominan tristemente su irredento pasado. Fuera lo que fuese aquello que ahora se hiciera contra los judíos, Alexis y su poco deseado acompañante, el de la Silesia, no hicieron nada siquiera parecido, en pasados tiempos. Y, para mayor garantía, tampoco lo hizo Alexis padre. La prensa, debidamente orientada por Alexis, destacó todo lo anterior. Sólo un editorial insinuó que mientras los israelitas insistieran en bombardear indiscriminadamente pueblos y campos de refugiados palestinos, y matando, no a un niño, sino a docenas de niños a la vez, tendrían que tener en consideración la posibilidad de esta clase de bárbara represalia. El día siguiente, el periódico en cuestión publicó a toda prisa una contestación ardiente a más no poder, aunque un tanto confusa, debida al agregado de prensa de la embajada de Israel. El agregado de prensa escribía que el estado de Israel había sido, desde 1961, objeto de constantes ataques del terrorismo árabe. Si les dejaran en paz, los israelitas no matarían ni a un solo palestino, en lugar alguno. Gabriel había muerto por una sola razón: la de ser judío. Y los alemanes quizá recordaran que Gabriel no era un caso único.
El director del periódico dio por terminada la polémica, y se tomó un día de descanso.
Un avión de las fuerzas aéreas israelitas, sin distintivos que pudieran identificarle en cuanto a tal, procedente de Tel Aviv, aterrizó en el extremo del aeropuerto, se prescindió de todo género de formalismos administrativos, y comenzó inmediatamente la colaboración, que fue un trabajo incesante, noche y día. Alexis había recibido severas órdenes de no negar nada a los israelitas, aunque estas órdenes eran superfluas ya que Alexis era un philosemitisch harto conocido. Alexis había efectuado su obligatoria visita de amistad a Tel Aviv, y había sido fotografiado, baja la cabeza, en el Museo del Holocausto. En cuanto al lento hombre de la Silesia, tal como él mismo jamás se cansaba de recordar a cuantos quisieran escucharle, las dos partes interesadas iban a la caza del mismo enemigo. O sea, los rojos, claro está. En el cuarto día de trabajo, a pesar de que muchas investigaciones estaban aún pendientes, la mentada comisión conjunta había trazado un convincente cuadro preliminar de lo ocurrido.
En primer lugar, se llegó unánimemente a la conclusión de que no se había establecido servicio alguno de vigilancia especial en la casa objeto del atentado, y también se concluyó que en los acuerdos entre la embajada y las autoridades de Bonn no se establecía que la casa tuviera que ser vigilada. La residencia del embajador de Israel, situada tres manzanas más allá, estaba vigilada las veinticuatro horas del día. Una verde camioneta de la policía estaba de guardia ante la embajada, parejas de jóvenes centinelas, tan jóvenes que no podían estar preocupados por las históricas paradojas de su presencia, patrullaban por los jardines, armados con metralletas. El embajador también gozaba de un automóvil acorazado y de una escolta policial que acompañaba al automóvil. A fin de cuentas era embajador y judío, por lo que necesitaba doble protección. Pero un simple agregado laboral ya era harina de otro costal y, por otra parte, tampoco hace falta exagerar. La casa del agregado laboral se hallaba bajo la general protección de la patrulla móvil diplomática, y sólo cabe añadir que, por ser el hogar de una familia israelita, era objeto de especial vigilancia, cual lo demostraban los libros de la policía. Para mayor precaución, las señas de las casas en que vivían los funcionarios diplomáticos israelitas no figuraban en las listas oficiales del cuerpo diplomático, con el fin de evitar actuaciones impulsivas, en unos tiempos en que Israel no gozaba de grandes simpatías. Políticamente hablando, claro está.
Acababan de tocar las ocho de la mañana de aquel aciago lunes cuando el agregado laboral abrió la puerta del garaje de su casa y, como de costumbre, inspeccionó los tapacubos de su automóvil, así como la parte inferior del chasis, con la ayuda de un espejo unido a un palo de escoba, aparato que le habían entregado a este fin. El tío de su esposa, que se disponía a viajar con él, confirmó estos extremos. El agregado, antes de darle a la llave del contacto, miró debajo del asiento del conductor. Desde que comenzaron los atentados mediante bombas, estas precauciones eran obligatorias para todos los funcionarios israelitas destinados en países extranjeros. El agregado sabía, igual que todos sabían, que para rellenar de material explosivo un normal tapacubos bastan cuarenta segundos, y que para deslizar una bombita debajo del tanque de gasolina bastan menos segundos todavía. También sabía, al igual que todos sabían, ya que se lo habían metido en la cabeza cuando tardíamente le dieron un cargo diplomático, que era mucha la gente dispuesta a hacerle volar por los aires. Además, leía los periódicos. Seguro de que el automóvil no ofrecía riesgos, se despidió de su mujer y de su hijo, y se dirigió a su trabajo.
En segundo lugar, la chica au pair de la familia, una sueca de impecable historial llamada Elke, el día anterior había comenzado una semana de vacaciones en el Westerwald, con su igualmente impecable novio alemán, Wolf, que gozaba de unos días de permiso que le había concedido la Bundeswehr. Wolf había recogido a Elke el domingo por la tarde, en su Volkswagen rojo, y todas las personas que pasaron ante la casa y las que la vigilaban vieron a Elke en el momento en que salió por la puerta principal vestida para el viaje, y vieron cómo se despedía con un beso del pequeño Gabriel, y se alejaba agitando alegremente la mano en dirección al agregado laboral, quien se encontraba ante la puerta para despedir a Elke, mientras su esposa, apasionada cultivadora de verduras, proseguía sus trabajos en el huerto trasero. Elke va llevaba más de un año con la familia y, dicho sea en palabras del agregado comercial, era como un querido miembro más de la familia.
Estos dos factores, o sea, la ausencia de la amada muchacha au pair y la ausencia de vigilancia policial, hicieron posible el atentado. Y el factor que decidió el éxito del atentado fue la fatal dulzura de carácter del propio agregado laboral.
A las seis de la tarde de aquel mismo domingo, dos horas después de que Elke se fuera, mientras el agregado cultural sostenía una difícil conversación religiosa con su tío e invitado y mientras su esposa cultivaba nostálgicamente tierra alemana, sonó el timbre de la puerta principal. Un timbrazo. Como de costumbre el agregado cultural pegó el ojo a la mirilla antes de abrir. Como de costumbre, empuñó el revólver reglamentario mientras miraba, a pesar de que teóricamente las restricciones locales le prohibían la tenencia de armas de fuego. Pero al través de la mirilla sólo vio a una muchacha rubia de unos veintiuno o veintidós años de edad, de aspecto frágil y atractivo, en pie, junto a una usada maleta gris, con tarjetas de una compañía de aviación escandinava atadas al asa. Un taxi -¿o se trataba acaso de un coche privado?- la esperaba en la calle, a su espalda, y el agregado laboral oyó claramente que el vehículo tenía el motor en marcha. Si, sin la menor duda. Incluso tuvo la impresión de oír el sonido propio de una bujía que no funcionaba debidamente, pero esto lo dijo más tarde, cuando ya se agarraba a un clavo ardiendo. A juzgar por la manera en que el agregado la describió, la muchacha era realmente atractiva, etérea y deportiva al mismo tiempo, con veraniegas pecas, Sornmersprossen, alrededor de la nariz. En vez de ir vulgarmente uniformada con tejanos y blusa, llevaba un discreto vestido azul, abrochado hasta el cuello, un pañuelo de seda al cuello, blanco o de color crema, que resaltaba su cabello rubio. Y la muchacha, tal como confesó el agregado en la primera y conmovedora entrevista, impresionó muy favorablemente, por su sencilla respetabilidad, al agregado. En consecuencia, después de devolver el revólver reglamentario al cajón superior de la cómoda, el agregado abrió la puerta y sonrió a la muchacha, debido a que ésta era encantadora y el agregado era tímido y corpulento.
Todo lo anterior lo dijo en el primer interrogatorio. El talmúdico tío nada vio y nada oyó. En cuanto a testigo, el tío fue un perfecto inútil. Al parecer, tan pronto se quedó solo se sumergió en el estudio de un comentario del Mishna, siguiendo la norma de jamás perder ni un minuto.
La muchacha hablaba en inglés con acento extranjero. Era un acento nórdico, y no francés o latino. Los interrogadores dieron al agregado diversos ejemplos de acentos extranjeros, pero el agregado sólo pudo aseverar que era un acento nórdico. En primer lugar, la muchacha preguntó si Elke estaba en casa, aun cuando no la llamó Elke sino Ucki, diminutivo que sólo empleaban las personas que eran íntimas de Elke. El agregado laboral dijo que Elke se había ido de vacaciones hacía solamente dos horas, lo cual era una verdadera lástima, pero que estaba dispuesto a ayudar a la muchacha en lo que se terciara. La muchacha se mostró levemente contrariada y dijo que volvería en otra ocasión. Dijo que acababa de llegar de Suecia, y que había prometido a la madre de Elke que entregaría a ésta una maleta con ropas y discos. Lo de los discos fue un detalle realmente eficaz ya que a Elke le gustaba con locura la música pop. En estos momentos, el agregado cultural ya había pedido insistentemente a la muchacha que entrara en su casa, e incluso, llevado por su inocencia, había cogido la maleta y la había depositado en un rincón del vestíbulo, acto del que se arrepentiría toda su vida. Sí, desde luego, había leído todos los reiterados consejos de no aceptar paquetes que le entregaran intermediarios. Sí, sabía que las maletas podían morder. Pero aquella muchacha era Katrin, la simpática amiga de Elke, de la misma ciudad que ésta, que había recibido aquella maleta de manos de la madre de Elke aquel mismísimo día. La maleta pesaba un poco más de lo que el agregado laboral había supuesto, pero lo atribuyó a los discos. Cuando el agregado dijo solícitamente a la muchacha, Katrin, que seguramente hizo el viaje con exceso de peso, Katrin explicó que la madre de Elke la había llevado en automóvil hasta el aeropuerto de Estocolmo, con la finalidad de pagar dicho exceso de peso. El agregado cultural advirtió que la maleta era de material duro y que, además de pesada, parecía ir repleta. No, no notó el menor movimiento en el interior de la maleta. Estaba seguro de ello. De la maleta quedó un fragmento, más tarde.
Ofreció un café a la muchacha, pero ésta declinó la oferta, diciendo que no quería hacer esperar al conductor del automóvil. No dijo al taxista, sino al conductor. Esto fue objeto de las más exhaustivas interpretaciones por parte de los investigadores. El agregado preguntó a la muchacha qué hacía en Alemania, y ésta contestó que tenía esperanzas de poder matricularse en la universidad de Bonn, para estudiar teología. Muy excitado, el agregado laboral buscó un bloc y luego un lápiz, e invitó a la muchacha a que escribiera su nombre y señas, pero la chica, sonriendo dijo que bastaría con que dijera a Elke que la había intentado visitar «Katrin». La chica explicó que se alojaba en una residencia luterana para muchachas, pero que se quedaría allí solamente hasta que encontrara habitaciones independientes (la residencia en cuestión realmente existe, en Bonn, lo cual fue otro detalle certero). Dijo que volvería cuando Elke hubiera regresado de sus vacaciones. La muchacha tenía la esperanza de poder pasar en compañía de Elke el cumpleaños de ésta. Si, tenía muchas ganas de poderlo hacer. El agregado laboral dijo que podía organizar una fiesta para Elke y sus amigos, y que quizá fuera oportuno obsequiarles con una fondue de queso, que él mismo prepararía. Sí, ya que mi esposa -cual después explicó el agregado con patética reiteración- es una kibbutznik, y no tiene paciencia para preparar guisos complicados.
En estos momentos, más o menos, el automóvil o taxi, en la calle, comenzó a tocar la bocina. En do, y con varios toques cortos, unos tres toques. El agregado laboral y la muchacha se estrecharon la mano, y aquél observó que la chica llevaba blancos guantes de algodón, pero no le sorprendió porque era una chica así, de las que llevan guantes, y, además, el día era húmedo, por lo que llevar una maleta resultaba molesto, por lo pegajosa que podía ponerse el asa. En resumen, la muchacha nada escribió en el bloc, y tampoco dejó sus huellas en el papel, ni en el asa de la maleta. El pobre hombre calculó que la visita de la muchacha duró unos cinco minutos. Y no duró más por culpa del taxi. El agregado laboral contempló cómo la muchacha se alejaba por el sendero en el jardín -caminaba de una forma agradable, atractiva, sí, pero no deliberadamente provocativa-. Cerró la puerta, puso la cadena precavidamente, cogió la maleta y la llevó al dormitorio de Elke, que se hallaba en la planta baja, y la dejó sobre la cama, en la parte de los pies. Pensando consideradamente que con ello favorecería las ropas y los discos, dejó la maleta plana. Y sobre la maleta puso la llave. La esposa del agregado laboral, que se hallaba en el jardín trabajando implacablemente la dura tierra con una azada, nada oyó, y cuando entró en la casa, donde se hallaban los dos hombres, su marido se olvidó de notificarle la visita.
En este punto se produjo una pequeña pero muy humana revisión de la declaración del agregado laboral.
Incrédulamente, los miembros del equipo israelita de investigación preguntaron: «¿Se olvidó?» ¿Cómo pudo olvidar una novedad doméstica tal como la visita de la amiga sueca de Elke? ¿La maleta sobre la cama?
El agregado laboral volvió a dar muestras de culpabilidad, y reconoció que no se había olvidado. No, no podía decir, exactamente que fue un olvido.
¿Pues qué fue?, le preguntaron.
Bueno, pues al parecer, se debió a que decidió, en su soledad, dentro de su fuero interno, que… bueno que, en fin, que los aspectos sociales de la vida habían dejado de interesar a su esposa. Que ésta sólo deseaba regresar a su kibbutz y tratar de tú a tú a la gente, sin diplomáticas finuras. Dicho de otra manera, la muchacha era tan atractiva, sí, que quizá lo más prudente fuera guardarse lo de la chica. En cuanto a la maleta, mi esposa nunca entra en el dormitorio de Elke, mejor dicho, nunca entraba, ya que Elke cuida de arreglar su propia habitación.
¿Y el especialista en estudios talmúdicos, el tío de la esposa? El agregado laboral tampoco le habló de la visita. Lo cual fue confirmado por el propio interesado.
Sin comentarios, los investigadores escribieron: guardarse lo de la chica.
En este punto, cual un misterioso tren que de repente se aparta de la vía, los acontecimientos dejaron de ocurrir. La muchacha, Elke, con Wolf acompañándola galantemente, fue transportada a Bonn, y allí dijo que no conocía a ninguna Katrin. Se iniciaron investigaciones centradas en la vida social de Elke, pero esto era algo que requería tiempo. La madre de Elke no le había mandado maleta alguna, y jamás tuvo la menor intención de hacerlo, ya que los vulgares gustos musicales de su hija la molestaban, según dijo a la policía sueca, y no estaba en modo alguno dispuesta a fomentarlos. Wolf regresó desconsolado a su unidad, y fue objeto de fatigosos pero vagos interrogatorios por parte de los servicios de seguridad militar. No apareció conductor alguno, fuera de automóvil privado, fuera de taxi, a pesar de que la policía y la prensa, a lo largo y ancho de Alemania, se esforzaron en encontrarlo, y de que se le ofrecieron, in absentia, fuertes sumas de dinero, a cambio de sus declaraciones. No se encontró pasajera de avión alguna que se pareciera a la muchacha de la maleta, procedente de Suecia o de cualquier otro punto, en las listas de pasajeros, en las máquinas ordenadoras, ni en los sistemas de registro automático de los aeropuertos de Alemania, incluido desde luego el aeropuerto de Colonia. Las fotografías de varias mujeres terroristas, conocidas y desconocidas, incluido el registro íntegro de las «medio-ilegales», no suscitaron recuerdo alguno en la memoria del agregado laboral, a pesar de que estaba medio enloquecido de dolor, y estaba dispuesto a ayudar en lo que fuera a quien fuera, con tal de sentirse un poco útil. No recordaba la clase de zapatos que la muchacha calzaba, tampoco recordaba si la chica usaba lápiz de labios, o perfume, o sombra en los ojos, o si su cabello parecía teñido, o si podía quizá ser una peluca. El agregado laboral vino a decir que él era un hombre con formación de economista, un hombre humilde, amante de la vida familiar, afectuoso, cuya única devoción, además de Israel y su familia, era la música de Brahms, por lo que muy poco podía saber acerca de tintes de cabello femenino.
Lo que sí recordaba era que la muchacha tenía bonitas piernas y el cuello muy blanco. Mangas largas, efectivamente, ya que de lo contrario se hubiera fijado en sus brazos. Si., llevaba viso o algo parecido, ya que de lo contrario hubiera percibido el perfil de su cuerpo, a contraluz. ¿Sujetador? Pues quizá no lo llevara, ya que la chica tenía busto de moderado volumen y podía evitarse tal prenda. Los investigadores llamaron a modelos vivas y las vistieron para que el agregado laboral las examinara. Seguramente vio cien vestidos azules diferentes, enviados por todos los almacenes de prendas femeninas a lo largo y ancho de Alemania, pero el agregado cultural no podía recordar, ni que le mataran, si el vestido de aquella muchacha tenía puños y cuello de diferente color, y la tortura espiritual que el agregado padecía en nada contribuía a mejorar su memoria. Cuanto más le preguntaban, más flaca era su memoria. Los habituales testigos fortuitos confirmaron parcialmente las declaraciones del agregado, pero nada importante añadieron. Las patrullas de la policía nada vieron, y probablemente el atentado se organizó para que así fuera. La maleta podía ser de veinte marcas diferentes. El automóvil, ya privado, ya de servicio público, era un Opel o un Ford, era gris, no estaba muy limpio, no era nuevo ni viejo, llevaba matrícula de Bonn, no, de Bonn no, de Siegburg. Sí llevaba el distintivo de taxi en lo alto. No, el techo era corredizo, y alguien había oído música en el interior del vehículo, aunque no pudo concretar de qué programa de radio se trataba. Sí, llevaba antena de radio. No, no la llevaba. El conductor era un hombre de raza blanca, pero también podía ser turco. Lo habían hecho los turcos. Iba con la cara afeitada, llevaba bigote, tenía el cabello negro. No, rubio. Era delgado, pero también podía tratarse de una mujer disfrazada. Alguien tenía la certeza de que tras el vidrio trasero colgaba la menuda figura de un deshollinador. Pero también podía tratarse de una pegatina. Si, era una pegatina. Alguien dijo que el conductor llevaba un anorak. O quizá fuera un jersey.
Al llegar a este punto muerto, el equipo israelita pareció caer en un estado de coma colectivo. Quedaron todos aletargados, llegaban tarde y se iban pronto, pasaban mucho tiempo en su embajada, a la que iban para recibir nuevas instrucciones. Pasaron los días y Alexis concluyó que los miembros del equipo de investigación esperaban algo. Dejaban pasar el tiempo pero estaban un tanto excitados. Parecían dominados por una sensación de inquietud, pero al mismo tiempo estaban inactivos, lo cual también le ocurría a menudo al propio Alexis. Si, ya que Alexis estaba insólitamente bien dotado para prever desde lejos los acontecimientos mucho antes que sus colegas. En lo referente al trato con los judíos, Alexis concluyó que le había tocado tratar con mediocridades. El tercer día, al equipo de investigadores judíos se unió un hombre mayor que los otros, de ancho rostro, que dijo llamarse Schulmann, y que iba casi siempre acompañado de una especie de ayudante o sacasillas, muy delgado, que parecía contar la mitad de los años de Schulmann. A Alexis le gustaba comparar a aquel par con César y Cassius, aunque en versión judía.
La llegada de Schulmann y su ayudante fue para el buen Alexis un insólito alivio del dominado frenesí de su propia investigación, y de la pesadez de tener que aguantar siempre al policía de la Silesia, al silesio, que comenzaba a comportarse antes como un sucesor que como un ayudante. Lo primero que Alexis observó con referencia a Schulmann fue que su llegada tuvo la virtud de elevar, inmediatamente, la temperatura del equipo de investigación israelita. Hasta la llegada de Schulmann, aquellos seis hombres habían tenido cierto aire de que les faltara algo. Se habían comportado con cortesía, no habían bebido alcohol, habían tendido pacientemente sus redes, y habían mantenido entre sí la cohesión propia de una unidad de lucha, con el aire oriental propio de hombres con los ojos negros. El dominio que de sí mismos tenían resultaba un tanto desalentador para aquellos que no lo compartían, y cuando, durante un rápido almuerzo en el comedor comunitario, el pesado silesio decidió gastar bromas acerca de la comida kosher, y hablar con aire de superioridad de las bellezas de la patria de los judíos, permitiéndose una referencia claramente insultante a la calidad del vino de Israel, los del equipo judío aceptaron este homenaje con una cortesía que a Alexis le constaba les costaba sangre. Y cuando el silesio prosiguió, hablando del renacimiento de la Kultur judía en Alemania, y de la astucia con que los nuevos judíos habían dominado el mercado inmobiliario en Frankfurt y en Berlin, los miembros del equipo judío siguieron callados, a pesar de que las acrobacias financieras de los judíos stettel que no habían dado respuesta a las llamadas de Israel les desagradaban, en secreto, tanto como la rudeza de sus anfitriones. Después, de repente, con la llegada de Schulmann, todo quedó clarificado o con una diferente orientación. Schulmann era el jefe que habían estado esperando. La llegada de Schulmann, procedente de Jerusalén, fue anunciada con pocas horas de anticipación, mediante una llamada telefónica, un tanto pasmada, efectuada desde el cuartel general de Colonia.
- Mandan a otro especialista que ya se encargará por sí mismo de entrar en contacto con usted.
Alexis, quien, en una reacción muy poco alemana, tenía antipatía a las personas con títulos, preguntó:
- ¿Especialista en qué?
No lo sabían. Pero, de repente, llegó Schulmann, quien, en opinión de Alexis, no era un especialista, sino un hombre de cabeza grande, activo veterano de todas las guerras habidas desde las Termópilas, de una edad comprendida entre los cuarenta y los noventa años, cuadrado, eslavo, fuerte, mucho más europeo que israelita, con ancho pecho, que caminaba a largas zancadas de luchador, y con unos modales que temían la virtud de tranquilizar a cuantos le trataban. Con él iba aquel acólito del que nadie había hecho mención. Este último quizá no fuera un Cassius, sino, antes bien, el arquetípico estudiante dostoievscano: hambriento y en lucha contra los demonios. Cuando Schulmann sonreía, en su rostro se formaban unas arrugas que parecían haber sido trazadas, a lo largo de siglos, por el paso de las aguas sobre las mismas rocas, y sus ojos casi quedaban cerrados, como los de un chino. Luego, mucho después de que Schulmann hubiera sonreído, su sacasillas también sonreía, cual si al hacerlo reconociera en la actitud de su jefe un retorcido y oculto significado. Cuando Schulmann saludaba a alguien, su brazo derecho, íntegramente, avanzaba hacia la persona saludada, en un movimiento parecido al de dar un puñetazo de abajo arriba, capaz de tumbar al saludado, en el caso de que éste no bloqueara el golpe. Pero el sacasillas mantenía los brazos caídos al costado, como si no tuviera en ellos la confianza precisa para dejarles salir solos. Cuando Schulmann hablaba, lanzaba una porción de ideas contradictorias, como un chorro de postas, y esperaba a ver cuáles de ellas daban en el blanco y cuáles le eran devueltas. A continuación sonaba la voz del sacasillas, como si cumpliera la función de un equipo de camilleros, recogiendo serenamente los muertos.
En un inglés de fuerte acento extranjero y en tono alegre, Schulmann dijo:
- Me llamo Schulmann. Es un placer conocerle, doctor Alexis. Schulmann, solamente.
Sin nombre de pila, sin rango o graduación, sin título académico, sin clasificación administrativa, sin función determinada. Y el discípulo ni siquiera tenía nombre, al menos para los alemanes. Sin nombre, sin sonrisas, sin conversación ociosa. Según la interpretación de Alexis, aquel hombre, Schulmann, era un jefe popular, un hombre que daba esperanzas, una fuente de energías, un extraordinario hombre de acción, un supuesto especialista que exigía un espacio exclusivamente para él y que, en el mismo día en que lo pedía, lo conseguía. Sí, porque el sacasillas se ocupaba de ello. Poco tardó en llegar el momento en que, de puertas adentro, la incesante voz de Schulmann tuvo el tono de un abogado rural que examinara y valorase la labor llevada a cabo hasta el momento. No era preciso ser un erudito en la ley mosaica para comprender los porqué, los cómo, los cuándo y los por qué no. Alexis pensó que aquel hombre improvisaba, que era un guerrillero urbano nato. Y cuando Schulmann guardaba silencio, Alexis oía también todo lo anterior, y se preguntaba qué diablos Schulmann pensaba, así, de repente, que fuera lo bastante interesante para inducirle a callar -¿o es que acaso rezaba?-. ¿Rezaban aquellos judíos? A veces, era el turno del sacasillas, y cuando éste hablaba, Alexis no oía siquiera el menor sonido, ni un murmullo, porque la voz del muchacho, cuando hablaba entre alemanes, tenía un volumen tan escaso como su propio cuerpo.
Sin embargo, el imperio del empeño de Schulmann era lo que Alexis percibía con más fuerza. Schulmann era una especie de ultimátum humano que comunicaba a sus hombres las presiones que él sentía en sí mismo, e imponía una presión casi insoportable sobre sus tareas. Podemos vencer, pero también podemos perder, venía a decir Schulmann en la vívida imaginación del doctor Alexis. Y, además, nos hemos demorado demasiado, durante demasiado tiempo. Schulmann era el empresario, el director, el general, todo al mismo tiempo, pero, a la vez, era un hombre muy mandado por otros. Por lo menos ésta era la manera en que Alexis interpretaba a Schulmann, y Alexis no siempre se equivocaba. Lo interpretaba así en méritos de la dura e interrogativa manera en que sus hombres le trataban, y lo hacían, no en averiguación de los detalles en las investigaciones, sino en los avances de las mismas: ¿es un paso adelante? ¿Contribuye al esclarecimiento? Alexis advirtió que Schulmann tenía un ademán característico, consistente en subirse la manga de la chaqueta, agarrando con la mano su recio antebrazo, y después se retorcía la muñeca con tal fuerza que parecía estimara fuese la muñeca de otro, hasta el momento en que su reloj de pulsera, de acero, le devolvía en reflejo la mirada. Alexis pensó que Schulmann también tenía un plazo límite. Si, a sus pies también tenía una bomba de relojería, haciendo tictac. Sí, y esta bomba la llevaba el sacasillas en su cartera de hombre de negocios.
La interacción entre los dos hombres fascinaba a Alexis, y constituía un bienvenido descanso en su tensión. Cuando Schulmann daba un paseo por la Drosselstrasse y se detenía ante las deleznables ruinas de la casa volada por la bomba, alargaba impulsivamente el brazo, como pidiendo disculpas, y miraba su reloj, comportándose tan indignadamente como si aquella casa hubiera sido la suya, y entonces, el sacasillas de Schulmann se ocultaba en las sombras cual si fuese la conciencia del otro, con sus esqueléticas manos puestas enérgicamente en sus costados, causando la impresión de refrenar a su jefe, mediante la musitada confesión de sus creencias. Cuando Schulmann citaba al agregado laboral, para tener con él una última conversación privada, y cuando el diálogo entre los dos, oído a medias al través del tabique, llegaba a tono de gritos, y luego descendía hasta el bajo tono del confesionario, era el sacasillas quien sacaba de la estancia al destrozado interrogado, y quien personalmente le devolvía a los cuidados de la embajada, con lo cual confirmaba una teoría que Alexis había alentado desde un principio, pero que las autoridades de Colonia le habían ordenado no desarrollar bajo pretexto alguno.
Todo conducía a esta teoría. La introvertida y ansiosa esposa dedicada solamente a soñar en su hogar sagrado; el aterrador sentido de culpabilidad del agregado laboral; su absurdamente generosa recepción de la muchacha llamada Katrin, con la que se atribuyó, prácticamente, el papel de hermano por poderes, otorgados en ausencia de Elke; su curiosa confesión de que había entrado en el dormitorio de Elke, cosa que su esposa jamás hacía. Para Alexis, quien se había encontrado en situaciones parecidas, en pasados tiempos, y que ahora volvía a encontrarse en la misma situación -desgarrado por sentimientos de culpabilidad, y con los nervios sensibles a las más leves brisas sexuales-, los síntomas se encontraban escritos claramente en todo el expediente, y, en secreto, a Alexis, le gustaba que Schulmann también se hubiera dado cuenta de ello. Ahora bien, las autoridades de Colonia se cerraban de banda ante estos hechos, las autoridades de Bonn, por su parte, explotaban histéricamente las circunstancias. El agregado laboral era un héroe, padre de un hijo muerto, marido de una mujer mutilada. Era la víctima de una salvajada antisemítica cometida en tierra alemana, era un diplomático acreditado en Bonn, y, por definición, era el judío más respetable entre cuantos judíos hayan sido inventados. ¿Quiénes eran los alemanes, nada menos que los alemanes, se preguntaban a sí mismos, para denunciar a tal persona en concepto de infiel al vínculo matrimonial? Aquella misma noche, el desdichado agregado laboral acompañó al cadáver de su hijo a Israel, y el telediario de ámbito nacional inició el programa con la imagen de la ancha espalda del agregado subiendo la escalerilla, mientras el omnipresente Alexis, sombrero en mano, con pétreo respeto le contemplaba partir.
Algunas actividades de Schulmann no llegaron a oídos de Alexis hasta después de que el equipo israelita hubiera partido rumbo a Israel. Por ejemplo, descubrió casi por casualidad, aunque no del todo, que Schulrann y su sacasillas habían efectuado conjuntamente investigaciones acerca de Elke, con independencia de los investigadores alemanes, y que la habían convencido, a altas horas de la noche, de que demorase su provecto de regresar a Suecia, con el fin de que los tres pudieran gozar de una conversación privada totalmente voluntaria y bien pagada. Los dos israelitas pasaron una tarde entera interrogando a la muchacha en el dormitorio de un hotel, y, después, en contraste con la economía de que hacían gala en otras ocasiones sociales, los dos acompañaron a la muchacha en taxi hasta el aeropuerto. Alexis intuía que hicieron lo anterior con la finalidad de descubrir quiénes eran los verdaderos amigos de Elke, y a dónde iba Elke a divertirse cuando su novio quedaba a buen recaudo, en manos del ejército. Y en dónde compraba Elke la marijuana y las anfetaminas que encontraron entre los restos de su dormitorio. O para averiguar, lo cual era más probable, quién la obsequiaba con estos productos, y en los brazos de quién prefería abandonarse para hablar de sí misma y de la familia en la que trabajaba, cuando se sentía realmente a gusto y tranquila. Alexis dedujo todo lo anterior debido, en parte, a que sus propios hombres le entregaron un informe confidencial sobre Elke, y las preguntas que Alexis atribuía a Schulmann eran exactamente las mis-mas que él hubiera formulado a la muchacha, si Bonn no le hubiera amordazado, prohibiéndole esta clase de investigaciones.
Las autoridades de Bonn siempre decían que era preciso no jugar sucio, dejar, primero, que creciera la hierba sobre las ruinas. Y Alexis, que ahora estaba luchando por su supervivencia, comprendió estas insinuaciones y se calló, sí, debido a que de día en día el prestigio del silesio iba en alza, mientras el de Alexis iba en baja.
De todas maneras, Alexis hubiera apostado cualquier cosa a que habría acertado la clase de respuestas que Schulmann, con el ejercicio de su frenética y despiadada presión, pudo extraer de la muchacha, entre miradas a aquel reloj que llevaba, con el retrato a pluma de un viril estudiante árabe o de un agregado diplomático principiante en algún puesto de escasa importancia, aunque también cabía la posibilidad de que se tratase de un cubano, contando con dinero sobrado así como con los pertinentes paquetitos de droga, y una insólita predisposición a escuchar. Mucho después, cuando ello carecía ya de importancia, Alexis también se enteró -gracias a los servicios de seguridad suecos quienes también se sintieron interesados por la vida amorosa de Elke- que Schulmann y su sacasillas habían exhibido a altas horas de la madrugada, mientras los demás dormían, una colección de fotografías de los más probables candidatos. Y que de entre estas fotografías, Elke eligió una correspondiente a un hombre que se decía chipriota, a quien Elke había conocido con el nombre de Marius, nombre que el hombre en cuestión exigía se pronunciara a la francesa. Y Alexis también supo que Elke había firmado una declaración al efecto -«Sí, éste es el Marius con quien me acosté»- que, según Schulmann y su sacasillas dijeron a la muchacha: necesitaban para llevársela a Jerusalén. ¿Y a santo de qué?, se preguntó Alexis. ¿Para que Schulmann consiguiera que le ampliaran el plazo concedido? ¿Para conseguir crédito en la base? Alexis comprendía esas cosas. Y cuanto más pensaba en ellas, mayor era su sentimiento de afinidad con Schulmann, y su sentido de camaradería y comprensión. Alexis pensaba: tú y yo somos iguales. Luchamos, percibimos, vemos.
Alexis sentía lo anterior profundamente y con gran convicción.
La obligatoria reunión para terminar lo anterior se celebró en la sala de conferencias, bajo la presidencia del pesado silesio, con más de trescientas sillas delante, la mayoría de ellas vacías, pero con los dos grupos, el alemán y el israelita, apiñados cual dos familias en una boda, a uno y otro lado del pasillo. Los alemanes estaban reforzados con funcionarios del ministerio del interior y algunos cazadores de votos del Bundestag. Los israelitas contaban con la presencia del agregado militar de su embajada, pero varios miembros del equipo, entre ellos el flaco y pálido ayudante de Schulmann, ya se habían ido a Tel Aviv. O, por lo menos, esto dijeron sus camaradas. Los restantes se reunieron a las once de la mañana, y sólo llegar pudieron ver una mesa de comedor cubierta con un mantel, sobre la que los reveladores fragmentos de la explosión reposaban cual hallazgos arqueológicos, encontrados después de largas excavaciones, cada uno de ellos con una museística tarjetita atada, tarjetita escrita con máquina eléctrica. En un tablero, en la pared, junto a la mesa, pudieron ver las habituales fotografías horrendas, en color para mayor realismo. En la puerta, una linda muchacha que sonreía con excesivo encanto entregó a todos carpetas de plástico que contenían los antecedentes del caso. Si en vez de repartir esto la muchacha hubiera repartido caramelos o helados, Alexis no se hubiera sorprendido. Los miembros del grupo alemán charlaban entre sí y estiraban el cuello para verlo todo detenidamente, los israelitas incluidos, quienes, por su parte mantenían el mortal silencio propio de las personas para quienes perder un segundo era una tortura. Únicamente Alexis -y de ello estaba seguro- percibía y compartía la secreta angustia de los israelitas fuera cual fuese su origen.
Alexis decidió que aquello era una terrible exageración. Se dijo: somos el colmo. Hacía tan sólo una hora, Alexis había esperado que le encomendaran dirigir la sesión. Había previsto, e incluso se había preparado en secreto para ello, pronunciar unas tersas palabras con su lapidario estilo, soltar al estilo inglés un diligente «muchas gracias, caballeros», y dar por terminada la sesión. Pero no fue así. Los capitostes habían llegado a conclusiones, y querían al silesio para desayuno, almuerzo y cena. En tanto que no querían a Alexis ni siquiera para el café. En consecuencia, Alexis decidió mantenerse en último plano, ostentosamente, con los brazos cruzados, fingiendo leve interés, mientras en el fondo echaba chispas y se sentía solidario de los israelitas. Cuando todos, salvo Alexis, estaban sentados, el silesio hizo su entrada, caminando con aquel estilo pélvico que, según la experiencia de Alexis, cierto tipo de alemanes no podían evitar, cuando se disponían a subir a un estrado. El silesio iba seguido de un asustado joven, con chaqueta blanca, cargado con una maltratada maleta gris que lucía etiquetas de los servicios aéreos escandinavos, y que depositó junto a la mesa. Alexis buscó con la mirada a su héroe, Schulmann, y lo descubrió sentado solo, junto al pasillo y al fondo de la sala. Iba sin chaqueta y sin corbata, y llevaba un par de cómodos pantalones que, debido a la generosa barriga de Schulmann, terminaban un poco antes de llegar a los zapatos pasados de moda. El reloj de acero lanzaba destellos en la tostada muñeca, y la blancura de la camisa, en contraste con la piel curtida por la intemperie, le daba el benévolo aspecto de una persona que se dispone a salir de vacaciones.
Alexis se acordó de su penosa entrevista con los capitostes, y llevado por vanas ilusiones, pensó, dirigiéndose a Schulmann: Espera, que voy contigo.
El silesio habló en inglés, «en deferencia a nuestros amigos de Israel». Pero Alexis sospechó que también lo hizo en deferencia a aquellos de sus partidarios que habían acudido para ver la actuación de su valido. El silesio había seguido el obligatorio curso de lucha antisubversiva, en Washington, y en consecuencia hablaba el despedazado inglés propio de un astronauta. A modo de preámbulo, el silesio dijo que el atentado había sido obra de «elementos de la izquierda radical», y cuando el silesio consiguió hacer una incidental referencia a «las excesivas proclividades socialistas de nuestra actual juventud», los parlamentarios alemanes rebulleron aprobatoriamente. Alexis pensó: Ni siquiera nuestro amado Führer hubiera podido hacerlo mejor. Pero permanecía externamente impasible. El estallido de la bomba se proyectó de abajo arriba, por razones arquitectónicas, dijo el silesio, indicando un esquema que su ayudante había desplegado, y había arrancado de la casa la estructura central, arrancando el piso superior, y, en consecuencia, el dormitorio del niño. Alexis enfurecido pensó: En resumen, fue una explosión gorda, ¿por qué no lo dices y te callas de una maldita vez? Pero el silesio no era hombre proclive a callarse. Las estimaciones más ajustadas señalaban una carga de cinco quilos. La madre había sobrevivido debido a que estaba en la cocina. La cocina era un Anbau. Este brusco e imprevisto empleo de una palabra alemana produjo, por lo menos entre los parlamentarios alemanes, una extraña inquietud.
Dirigiéndose a su ayudante, el silesio farfulló con broncos acentos:
- Was ist Anbau?
Y con estas palabras consiguió que todos irguieran la espalda, en busca de la traducción.
Alexis fue el primero en gritar:
- Anexo.
Con lo que se ganó las reprimidas risas de quienes lo sabían, y la irritación no tan reprimida de los fanáticos del silesio. En su mejor inglés el silesio repitió:
- Annexe.
Y, haciendo caso omiso de quien a su pesar le había ayudado, el silesio prosiguió su machacona explicación.
Alexis decidió: la próxima vez que vuelva a vivir seré judío, o español, o esquimal, o un convencido anarquista, cual lo es todo el mundo; pero jamás volveré a ser alemán, esto es algo que se hace una sola vez, a modo de penitencia y basta; sólo un alemán es capaz de dar una conferencia inaugural sobre un niño judío muerto.
Ahora, el silesio hablaba de la maleta. Era una maleta barata y fea, del tipo usado por cuasi personas tales como los criados y los turcos. Y hubiera podido añadir: y los socialistas. Quienes tuvieran interés en ello podían verlo gracias a la lectura de las carpetas de plástico o al estudio de los fragmentos del bastidor metálico que había sobre la mesa. Y también podían concluir, cual Alexis había concluido, hacía ya tiempo, que tanto la bomba como la maleta eran pistas carentes de toda importancia. Pero nadie podía dejar de escuchar al silesio, debido a que aquel día era el día del silesio, y su discurso era el canto de victoria sobre su depuesto enemigo, el libertario Alexis.
A partir de la maleta, el silesio pasó laboriosamente a su contenido. El ingenio explosivo había quedado fijado mediante rellenos, caballeros, dijo el silesio. El primer relleno estaba integrado por periódicos viejos que, según los análisis, correspondían a las ediciones de Bonn impresas durante los últimos seis meses por Springer. Esto, a Alexis, le pareció muy congruente. El segundo relleno era una manta militar, de desecho, cortada a trozos, de la misma clase que la que me entregó mi colega, Fulano de Tal, de los laboratorios de análisis estatales. Mientras el atemorizado ayudante mostraba una gran manta gris para que todos la vieran, el silesio expuso orgullosamente sus restantes y maravillosas pistas. Alexis escuchó cansadamente el ya conocido recitado: restos de un detonador… partículas de explosivo que no estallaron, explosivo que era plástico ruso, conocido por los americanos como C4, por los ingleses como PE, y por los israelitas como fuera que le conocieran… el muelle de un reloj de pulsera barato… el chamuscado pero todavía identificable gancho de una percha doméstica. En una palabra, pensó Alexis, el clásico ingenio que pueda construir un recién licenciado de una escuela de fabricación de bombas caseras. No había materiales comprometedores, ni muestras de vanidad, ni adornos, con la salvedad de un circuito eléctrico, construido con materiales de juego infantil, que se encontraba adosado al ángulo interior de la tapa de la maleta. Sin embargo, Alexis pensó que con la clase de materiales destinados actualmente a juegos de niños, aquel circuito le inducía a uno a recordar con nostalgia a los buenos y anticuados terroristas de los años setenta.
El silesio parecía pensar lo mismo, pero, con macabro sentido del humor, exclaimó sonoramente:
- ¡La hemos llamado la bomba de Bikini! ¡Es el minimo! ¡No Lleva extras!
Alexis, temerariamente, apostilló:
- ¡Ni indicios para efectuar detenciones!
Y fue recompensado por Schulmann mediante una sonrisa de admiración y extraño reconocimiento.
Apartando bruscamente a su ayudante, el silesio metió la mano en la maleta y con airoso ademán extrajo de ella una pieza de madera sobre la que se había montado el circuito eléctrico, que tenia la apariencia de un autódromo de juguete, con hilo conductor cubierto de aislante, que terminaba en diez palitos de plástico gris. Mientras los profanos se arremolinaban alrededor de la mesa para ver mejor el ingenio, Alexis vio con sorpresa que Schulmann, con las manos en los bolsillos, se unía a los mirones. ¿Por qué?, se preguntó Alexis mirando descaradamente a Schulmann. ¿A santo de qué hoy pierdes tan tranquilamente el tiempo, cuando ayer ni siquiera lo tenías para mirar tu maltratado reloj? Abandonando sus esfuerzos para fingir indiferencia, Alexis se puso rápidamente al lado de Schulmann. El silesio indicaba que ésta era la manera en que se fabricaba una bomba, cuando se tiene una imaginación convencional y se desea volar judíos. Usted compra un reloj barato, como éste, no lo roba, sino que lo compra en unos grandes almacenes, en la hora punta, y, además compra un par de chucherías para que el dependiente no se acuerde de usted. Arranca la saeta que marca las horas. Hace un orificio en el vidrio, mete un alfiler de sastre en el orificio, une mediante soldadura el circuito eléctrico a la cabeza del alfiler. Ahora, pone la batería. Ahora pone la saeta a la distancia de la aguja que usted desee. Pero, por lo general, procure que tarde lo menos que sea posible en llegar al alfiler, para evitar dilaciones que puedan conducir al descubrimiento y desarme de la bomba. Ahora le da cuerda al reloj. Compruebe que la aguja de los minutos sigue funcionando. Si, funciona. En el instante en que esta saeta toca el alfiler se cierra el circuito eléctrico, y la bomba estalla.
Para hacer una demostración del funcionamiento de aquella maravilla, el silesio quitó el detonador y los diez palitos de explosivo de plástico, sustituyendo a éstos por una bombillita como las que llevan las linternas de pilas.
El silesio gritó:
- ¡Y ahora les voy a demostrar cómo funciona el circuito! Nadie dudaba duque aquello funcionaba, casi todos se sabían de memoria el ingenio en cuestión, pero a pesar de ello y durante unos instantes, Alexis tuvo la impresión de que los espectadores se estremecían involuntariamente, cuando la bombillita se encendió alegremente. Sólo Schulmann parecía indiferente. Alexis pensó: «Quizá ha visto demasiadas tragedias, y, al final, se ha quedado sin sentido de la piedad.» Si, ya que Schulmann no hacía el menor caso de la bombilla. Estaba inclinado sobre el circuito de alambre conductor, y lo contemplaba con el crítico interés de un entendido.
Un parlamentario deseoso de demostrar su sagacidad preguntó por qué la bomba no había estallado en el momento deseado. En suave y elegante inglés, el parlamentario dijo:
- Esta bomba estuvo catorce horas en la casa. La saeta de los minutos da una vuelta por hora y la saeta de las horas da una vuelta en doce horas. ¿Cómo se explica que la bomba tardara catorce horas en estallar, cuando la previsión sólo podía ser de una hora a lo sumo?
El silesio tenía una conferencia completa para contestar cada una de las preguntas que le formularan. Ahora, dio una conferencia, mientras Schulmann, con su benévola sonrisa, comenzaba a tentar suavemente los bordes del circuito, con sus gruesos dedos, como si hubiera perdido algo en el relleno que había debajo. El silesio dijo que probablemente el reloj había fallado. Quizá el traslado en automóvil hasta la Drosseistrasse había dañarlo al mecanismo. El silesio también dijo que cabía la posibilidad de que el agregado laboral, al dejar la maleta sobre la cama, había alterado el circuito. Lo más probable era que el reloj, debido a su baratura, se parase y volviera a ponerse en marcha. Lo más probable era cualquier cosa, pensó Alexis irritado. Pero Schulmann tenía otra teoría, mucho más ingeniosa. Hablando como si distraídamente hiciera un aparte, y dedicando su atención a las bisagras de la maleta, dijo:
- O quizá el hombre de la bomba no rascó debidamente la pintura de la saeta.
Schulmann extrajo un viejo cortaplumas de múltiples usos, seleccionó un punzón, y comenzó a empujar levemente la cabeza del alfiler hacia arriba, confirmando la facilidad con que se podía arrancar. Dijo:
- Sus técnicos de laboratorio han rascado toda la pintura, pero quizá el hombre de la bomba no era tan científico como sus técnicos.
Cerró ruidosamente el cortaplumas y añadió:
- Ni tan hábil, ni tan cuidadoso.
En su fuero interno, Alexis protestó: ¡Pero si era una chica! ¿Por qué razón Schulmann comenzaba a hablar repentinamente del hombre de la bomba, cuando todos estamos pensando en una linda muchacha vestida de azul? Sin darse cuenta, al parecer, que de momento había desbancado al silesio mientras éste se hallaba en plena actuación, Schulmann fijó su atención en el circuito situado en la parte interior de la tapa de la maleta.
Con angelical modestia, el silesio preguntó:
- ¿Ha visto algo interesante, Herr Schulmann? ¿Ha descubierto una pista, quizá? Por favor díganoslo. Será interesante.
Schulmann meditó tan generosa oferta. Y mientras se acercaba a la mesa con sus macabros restos, que examinaba atentamente, dijo:
- Falta hilo conductor. Si, ya que aquí tiene usted un resto de setenta y siete centímetros de hilo.
Schulmann sostenía en la mano un chamuscado ovillo de hilo conductor. Estaba enrollado como se suele enrollar el hilo de lana, con un extremo ciñéndolo. Schulmann dijo:
- En su reconstrucción tiene usted un máximo de veinticinco centímetros. ¿A qué se debe el que en su reconstrucción falte medio metro de hilo?
Hubo un momento de intrigado silencio, antes de que el silesio soltara una sonora y benévola carcajada. Como si se dirigiera a un niño, el silesio explicó:
- Herr Schulmann, este hilo es hilo sobrante. Cuando quien quiera que fuese construyó la bomba, le sobró hilo y echó este hilo sobrante al interior de la maleta. Esto es normal, por una razón de limpieza.
El silesio repitió:
- Es hilo sobrante. Ubrig. Sin significado técnico. Sag ihm dock ubrig.
Alguien tradujo, sin que hubiera necesidad de ello:
- Sobras. Carece de significado, Herr Schulmann. Son sobras.
La pequeña crisis pasó, la laguna quedó colmada, y la próxima vez que Alexis dirigió la vista a Schulmann le vio discretamente situado junto a la puerta, dispuesto a irse, con la ancha cabeza parcialmente orientada hacia Alexis, levantado el antebrazo en cuya muñeca llevaba el reloj, pero con un aire que antes parecía tentarse el estómago que mirar la hora. Los ojos de uno y otro no se encontraron del todo, pero Alexis supo con toda certeza que Schulmann le estaba esperando, que deseaba que él cruzara la estancia y le dijera, almuerzo. El silesio seguía hablando monótonamente, y sus oyentes le rodeaban, en pie, como un grupo de pasajeros de avión en espera en un aeropuerto. Apartándose discretamente del grupo, Alexis se acercó de puntillas a Schulmann. En el pasillo, Schulmann cogió de! brazo a Alexis, en un gesto de sincero afecto. Ya en la calle -era un día soleado- los dos hombres se quitaron la chaqueta, y, más tarde, Alexis recordó muy bien que Schulmann se remangó las mangas de su camisa del desierto, mientras Alexis paraba un taxi y le daba las señas de un restaurante italiano, situado en lo alto de una colina, en un extremo de Bad Godesberg. Alexis había llevado a mujeres a tal restaurante, pero jamás a hombres, y Alexis, que jamás dejaba de ser voluptuoso, siempre tenía conciencia de las primeras veces.
Durante el trayecto, apenas hablaron. Schulmann admiró el paisaje y sonrió con la serenidad propia de quien se ha ganado el descanso de la fiesta del sábado, a pesar de que la semana sólo estaba mediada. Alexis recordó que el avión de Schulmann partía de Colonia a primera hora de la tarde. Como un niño que espera le vayan a buscar a la escuela, Alexis contaba las horas que podría estar en compañía de Schulmann, presumiendo que éste no tenía otras citas concertadas, lo cual era una presunción ridícula pero maravillosa. En el restaurante, el patrón italiano trató, cual era de prever, con gran deferencia a Alexis, pero fue Schulmann quien realmente le encantó. Le dio el tratamiento de Herr Professor e insistió en situarlos en una gran mesa junto a una ventana, mesa en la que hubieran podido sentarse seis comensales. Abajo, se extendía la ciudad vieja, y más allá el sinuoso Rin, con sus colinas castañas y sus mellados castillos. Alexis conocía de memoria aquel paisaje, pero hoy, al través de la vista de su nuevo amigo Schulmann, le parecía que lo viera por primera vez. Alexis pidió dos whiskies y Schulmann no se opuso. Contemplando con evidente agrado el paisaje, mientras esperaban que les sirvieran las copas, Schulmann habló por fin:
- Quizá si Wagner hubiera dejado en paz a ese muchacho, Sigfrido, el mundo hubiera sido un poco mejor.
Durante un instante, Alexis no pudo comprender lo que había ocurrido. Hasta el momento, había tenido un día muy ocupado, con el estómago vacío y la mente tensa. ¡Schulmann había hablado en alemán! Con un denso y enmohecido acento sudeta que petardeaba como un motor en mal estado. Y, además, había esbozado una contrita sonrisa que era, al mismo tiempo, una confesión y una invitación a la conspiración. Alexis soltó una risita, Schulmann también rió, les sirvieron el whisky, brindaron y bebieron, aunque lo hicieron sin seguir el pesado rito alemán de «mirar, beber y volver a mirar», rito que a Alexis siempre le había parecido excesivo, principalmente si se practicaba con judíos, quienes instintivamente consideraban que los formalismos alemanes constituían una amenaza.
Cuando esta ceremonia de amistad hubo terminado, Schulmann observó, hablando de nuevo en alemán:
- Me han dicho que pronto le van a dar un nuevo destino, en Wiesbaden. Un trabajo burocrático. Más importante pero menos importante, según he oído decir. Dicen que usted es demasiado importante para la gente de aquí. Ahora que le conozco a usted y que conozco a esa gente, la noticia no me sorprende.
Alexis también se esforzó en no parecer sorprendido. Nadie le había hablado de un nuevo destino, aunque sabía que el asunto estaba en marcha. Incluso el hecho de haber sido sustituido por el silesio se trataba como si fuera un secreto. Alexis no había tenido tiempo de decir de ello ni media palabra a nadie, ni siquiera a su joven novia, con la que sostenía intrascendentes conversaciones telefónicas varias veces al día.
Filosóficamente, como si se dirigiera tanto al río como a Alexis, Schulmann observó:
- Así es la vida… Créame, en Jerusalén la carrera de un hombre es igualmente insegura. Ahora se va cuesta arriba, ahora se va cuesta abajo. Si., así son las cosas.
Schulmann parecía un poco defraudado, a pesar de todo. Interrumpiendo una vez más el curso de los pensamientos de Alexis, Schulmann añadió:
- Me han dicho que es una señorita encantadora, atractiva, inteligente, leal. Quizá sea demasiado mujer para esa gente.
Resistiendo la tentación de aprovechar la oportunidad para convertir la reunión en un seminario sobre los problemas de su vida, Alexis dirigió la conversación hacia la conferencia celebrada aquella misma mañana, pero Schulmann contestó con vaguedades, observando únicamente que los técnicos jamás resuelven nada, y que las bombas le aburrían. Había pedido pasta y la comió tal como comen los prisioneros, utilizando cuchara y tenedor, pero sin tomarse la molestia de mirar al plato. Alexis, temeroso de interrumpir los pensamientos de Schulmann, procuró hablar lo menos posible.
En primer lugar, Schulmann, con la tranquilidad con que hablan los hombres entrados en años, se embarcó en un moderado lamento acerca de los llamados aliados de los israelitas en la lucha antiterrorista. Con acentos de hogareños recuerdos, declaró:
- El pasado mes de enero, cuando estábamos ocupados en una investigación totalmente diferente, visitamos a nuestros amigos italianos. Les mostramos unas buenas pruebas, les dimos unas buenas señas. Los italianos poco tardaron en detener a unos cuantos italianos, mientras las personas en que Israel estaba interesado se encontraban seguras, en Libia, descansando y con la piel tostada, en espera de que les encomendaran otra misión. No era esto lo que nosotros queríamos.
Schulmann se llevó pasta a la boca. Se secó los labios con la servilleta. Alexis pensó que para Schulmann la comida era lo mismo que el combustible para un motor. Come para poder luchar. Schulmann prosiguió:
- En marzo, cuando surgió otro problema, ocurrió exactamente lo mismo, pero en esta ocasión tratábamos con Paris. Detuvieron a unos cuantos franceses, y a nadie más. Algunos funcionarios fueron elogiados, y gracias a nosotros, ascendidos. Pero los árabes…
Schulmann encogió los hombros con resignada benevolencia, y siguió:
- Esta actitud quizá sea expeditiva. Es buena para la política petrolera, para la economía, es buena para todo. Pero no para la justicia. Y lo que nosotros queremos es justicia.
Schulmann ensanchó la sonrisa, en directo contraste con el significado de sus palabras.
Dijo:
- Por esto, hemos aprendido a ser reticentes. Más vale que, al hablar, pequemos por poco que por mucho. Ahora bien, cuando nos encontramos con una persona que esta bien dispuesta con respecto a nosotros, con un historial brillante, y con un padre ejemplar, cual es su caso, pues bien, en este caso colaboramos. Con discreción. Sin formalidades. Entre amigos. Si esta persona puede utilizar constructivamente nuestra información en su beneficio, si ello puede servirle para progresar en su carrera, pues tanto mejor, sí, ya que nos gusta que nuestros amigos lleguen a ser influyentes en su oficio. Pero también queremos la parte de beneficios que nos corresponde. Esperamos resultados. Y los esperamos principalmente de aquellos que son amigos nuestros.
Estas palabras fueron las que más se acercaron, en aquel día o en cualquiera de los posteriores, a algo parecido a una propuesta. Alexis nada dijo. Con su silencio expresó su simpatía. Y Schulmann, quien tan bien comprendía a Alexis, también comprendió su actitud, ya que reanudó la conversación como si el trato hubiera quedado cerrado, y los dos colaborasen plenamente. Comenzó diciendo, en el tono de quien recuerda:
- Hace unos años, un grupo de palestinos nos creó ciertos problemas en Israel. Por lo general, los palestinos son gente de poca valía. Muchachos campesinos esforzándose en ser héroes. Cruzan subrepticiamente la frontera, se esconden en un pueblo, ponen sus bombas y salen a todo correr. Si no los cogernos en la primera ocasión, los cogemos en la segunda, caso de que haya tal segunda ocasión. Sin embargo, los hombres a quienes me refería al principio eran diferentes. Tenían un buen mando. Sabían moverse. Sabían evitar a los confidentes, borrar su rastro, organizarse por sí mismos, redactar sus propias órdenes. La primera vez atacaron un supermercado en Beit Shean. La segunda vez atacaron una escuela, después atacaron unos grupos de colonos, luego otra tienda, hasta que, por fin, su campaña comenzó a ser monótona. Luego comenzaron a atacar a nuestros soldados, cuando, estando de permiso, hacían autostop para ir a su casa. Y entonces comenzaron a aparecer las madres indignadas, los artículos periodísticos y todo lo demás. El grito unánime era: «Atrapad a esa gente.» Nos pusimos alerta, y dimos las oportunas órdenes a todo quisque. Descubrimos que aquella gente se servía de cuevas en el valle del Jordán. Descansaban. Vivían sobre el terreno. Pero no podíamos encontrarlos. La propaganda que los apoyaba los llamaba el «Comando Ocho», pero nosotros conocíamos del derecho y del revés el Comando Ocho, el tal comando no hubiera podido siquiera encender una cerilla sin que nosotros lo supiéramos con una antelación sobradamente cómoda. Con respecto a los nuevos atacantes se decía que eran hermanos. Si, un negocio familiar. Un confidente había contado tres, otro había contado cuatro. Pero, con toda certeza, se trataba de hermanos y, tal como ya sabíamos, tenían su base de operaciones en el Jordán. Formamos un equipo y comenzamos a buscarlos. Les llamamos Sayaret, se trata de equipos pequeños, formados por hombres duros. Nos enteramos de que el comandante palestino era un hombre solitario, muy poco proclive a otorgar su confianza a alguien que no fuera de la familia. Estaba obsesionado con el traicionero carácter árabe. Jamás dimos con él. Pero sus dos hermanos no eran tan escurridizos. Uno de ellos andaba encaprichado con una chica de Amán. Una mariana, al salir de casa de esta chica, cayó ametrallado. El segundo cometió el error de visitar a un amigo, en Sidón, en cuya casa pasó una semana. Nuestras fuerzas aéreas hicieron trizas su automóvil, mientras viajaba por la carretera de la costa.
Alexis no pudo reprimir una sonrisa de excitación, y murmuró: -No había bastante hilo conductor.
Pero Schulmann optó por fingir que no oía estas palabras. Schulmann prosiguió:
- A la sazón, ya sabíamos quiénes eran estos hermanos. Se trataba de una familia de la orilla Oeste, de un pueblecito dedicado al cultivo de viñedos, cerca de Hebrón, que había huido después de la guerra del sesenta y siete. Había un cuarto hermano, pero era demasiado joven para pelear, incluso de acuerdo con el criterio palestino. Había dos hermanas, aunque una de ellas murió en un bombardeo de represalias que tuvimos que efectuar al sur del río Litani. Con ello, el tal ejército había quedado muy menguado. A pesar de todo, seguimos buscando a nuestro hombre. Esperábamos que obtuviera refuerzos y volviera a la carga. No lo hizo. Dejó de actuar. Pasaron seis meses. Pasó un año. Nos dijimos: «Olvidémonos de él, probablemente los suyos le han matado, ya que esto es normal.» Nos dijeron que los sirios le habían tratado con cierta dureza, por lo que bien cabía la posibilidad de que hubiera muerto. Hace pocos meses nos llegó el rumor de que este hombre había venido a Europa. Aquí. Que había formado un equipo, varios de cuyos miembros eran muchachas, la mayoría de ellos alemanes y jóvenes.
Se llevó más comida a la boca, y, con expresión meditativa, masticó y tragó. Terminado este trámite, prosiguió:
- Dirigía el equipo a distancia, interpretando el papel de Mefistófeles árabe ante un puñado de críos impresionables.
Al principio, en el silencio que siguió a estas palabras, Alexis no pudo examinar la cara de Schulmann. El sol se había situado detrás de las colinas castañas a las que la ventana daba. A consecuencia de ello, era difícil interpretar la expresión del rostro de Schulmann. Discretamente, Alexis movió la cabeza y volvió a mirar a Schulmann. Se preguntó a qué podía deberse la aparición de aquel lechoso velo que cubría sus oscuros ojos. ¿Y era realmente la nueva luz del sol lo que había dejado desteñida la piel de Schulmann, dejándola agrietada, enfermiza o muerta? Después, en el curso de aquel día tan abundante en percepciones luminosas y, en ocasiones, dolorosas, Alexis vio la pasión que hasta aquel instante había estado oculta a su percepción allí, en el restaurante, y abajo en la dormida ciudad balneario, con sus grandes edificios ministeriales. De la misma forma que se ve que ciertos hombres aman, Schulmann estaba poseído por un profundo y terrible odio.
Schulmann se fue aquella misma tarde. El resto del equipo se quedó dos días más. Se pretendió celebrar una fiesta de despedida con la que el silesio quería destacar las excelentes relaciones que tradicionalmente sostenían ambos servicios. Se trataba de una reunión vespertina con cerveza y salchichas que Alexis abortó discretamente mediante el hecho de advertir que, teniendo en consideración que el gobierno de Bonn había decidido, aquel mismo día, difundir clarísimas indirectas de un posible y próximo suministro de armas a la Arabia Saudí, era muy poco probable que los invitados a la fiesta estuvieran de humor festivo. Este fue quizás el último acto de servicio eficaz que llevó a cabo Alexis en el desempeño de su cargo. Un mes después, tal como Schulmann había predicho, Alexis fue trasladado a Wiesbaden. Se trataba de un cargo oscuro que teóricamente constituía un ascenso, pero que reducía en mucho las iniciativas de la caprichosa individualidad de Alexis. Un periódico poco amable, que en otros tiempos se había contado entre los defensores del buen doctor, comentó aviesamente que la pérdida sufrida por Bonn se traduciría en ganancia del espectador de televisión. El único consuelo de Alexis, en un momento en que muchos de sus amigos alemanes se apresuraban a distanciarse de él, fue la recepción de una cariñosa nota manuscrita, con expresión de buenos deseos, con matasellos de Jerusalén, que encontró en su nueva mesa escritorio, el primer día que ocupó su nuevo cargo. Con la firma «Siempre suyo, Schulmann», la nota le deseaba buena suerte, y los deseos de un nuevo encuentro, fuera oficial, fuera privado. En una amarga postdata Schulmann daba a entender que tampoco él estaba pasando una buena temporada. La nota decía: «A no ser que consiga resultados pronto, mucho temo que me encontraré en una situación semejante a la suya.» Con una sonrisa, Alexis metió la nota en un cajón en donde cualquiera podría leerla y, sin duda, sería leída. Sabía exactamente lo que Schulmann hacía, y le admiraba por ello. Schulmann estaba sentando inocentemente las bases de su próxima relación. Un par de semanas después, cuando el doctor Alexis y su joven novia contrajeron matrimonio discretamente, las rosas enviadas por Schulmann fueron, entre todos los obsequios, el que más alegró y divirtió a Alexis, quien pensó: «¡Y ni siquiera le dije que iba a casarme!»
Aquellas rosas fueron como la promesa de un nuevo amor, precisamente en el momento en que Alexis más lo necesitaba.